
(3) Luchando por un sueño: SER ESCRITORA.
«Y ocurre que mi materia prima es la acción, la aventura. Pero no le concedo más importancia a la acción... Para un esquizofrénico, la materia prima puede ser un sueño, para un sentimental... una historia de amor».
André Malraux. [*]
«El tío sin nombre la miró y ella sintió que se ponía a temblar».
Terminó de escribir y leyó la única oración que coronaba la impoluta hoja. Suspiró. Con fastidio, la rompió. Cursi, trillado, de folletín de los años cincuenta. Risible. Impublicable. Desastroso. Contó los folios que había rasgado, ahí, encima de la mesa de la biblioteca pública: diez. Helena se enderezó en el mullido asiento. Volvió a suspirar. Miró a su alrededor. Él no estaba. ¿Vendría?
La gran pregunta que se hacía a diario: ¿Él vendría hoy? Siguió mirando, terca, con cara de vigía de barco. Enfocaba la vista, ansiosa, hacia los accesos.
—Disimula, no atropelles, tonta —murmuró, ansiosa.
¿Para qué se preocupaba escudriñando el horizonte si, después de todo, el hombre era un extracto andante? Antes de traspasar Él la puerta su aroma se deslizaba, silencioso, poniéndole la piel de gallina. Un perfume seductor, llamativo. Repelente, aunque pareciese una contradicción, reptaba hasta hacerse dueño de todos sus sentidos, de sus fantasías, de sus deseos. Le Mâle, de Jean Paul Gauthier. Se diría que Él vaciaba todas las estanterías de París para echárselas encima. Pero claro, parisino, al fin y al cabo, resultaba comprensible. Un tópico demostrable, claro que sí.
Cuando Él llegaba no podía dejar de llenar a tope los pulmones, aunque, los pobres, si pudieran hablar le implorarían que no lo hiciera. Su estómago siempre se quejaba, al borde del vómito. Los dolores y las náuseas la atenazaban. Para ella, en esas cantidades, la esencia era tóxica. Una vez, incluso, terminó despatarrada entre los libros de Historia, con la bibliotecaria abanicándola, para que regresara del desmayo. Y Él ni siquiera se había enterado. No sabía que existía. A pesar de las molestias, adoraba esa fragancia. Porque era parte de Él. De ese Ser Perfecto con el que había soñado, antes de conocerlo. Le Mâle tenía, para ella, una existencia autónoma, como si fuera una mano, una pierna, el cerebro. Suspiró. Debía escribir. Darle forma con palabras a sus sentimientos, para poder entenderlos. Respiró hondo y, con decisión, cogió otra hoja en blanco, el bolígrafo y, una vez más, volvió a garabatear.
«Él la miró y ella sintió que las piernas se le hacían de goma».
—«¿Pero vamos a ver, pedazo de idiota?» —se dijo— . «¿Qué eres, para hacerte de goma? ¿Un chicle? ¿Una muñeca inflable? ¿Un preservativo descartado? ¡Pamplinas! ¡Fuera la goma!»
No había caso. ¿Cómo reflejar ese encanto moreno? ¿Los labios llenos, que daban ganas de morderlos? ¿Los músculos, su altura, los miembros fuertes de deportista, moldeados especialmente para dar abrazos? ¿Ese aroma a peligro, a aventura, a novela de acción?
—¿Cómo te llamas? —le preguntaba ella.
—Bond, James Bond —le contestaba Él.
Y Miss Helen, igual que Miss Úrsula Andress, salía del mar de sus ensoñaciones con un biquini negro... Blanco roto, no, la hacía más gorda. ¡Ahhhhh! Esa mirada, tan suya, a veces ingenua, como la de un niño, cuando no era consciente de que Helena lo observaba. ¿Por qué le resultaba tan fácil escribir sobre cualquier tema, un pino, una amatista o la arpía de al lado, pero se le hacía imposible, desde que lo había topado en la realidad, plasmarlo a Él en una simple y puñetera línea?
—«Porque Él es inclasificable, no existe otro. Está fuera de este mundo, de la Literatura, Él proviene de mis sueños».
Era cierto, había soñado con sus rasgos antes de conocerlo. Incluso la había abrazado y murmurado palabras cariñosas en el oído («En me penchant vers toi, reine des adorées, je croyais respirer le parfum de ton sang») y el muy capullo sin enterarse: ni siquiera la saludaba.
Cuando Helena lo veía de lejos, le entraba la risa tonta de la edad del pavo, lo que, a los treinta años, era una verdadera gilipollez. Pero una gilipollez incontrolable, por otra parte... Y lo peor, parecía que las nubes se deshacían de improviso y se iluminaba el cielo de París para dejarlo pasar a Él, el Rey Sol. Bueno, el Rey Sol en morocho, no en rubio. Y esa risa idiota le quedaba impresa todo el día en la cara. La gente que la rodeaba se le hacía más interesante, aun cuando los temas la hicieran morirse de aburrimiento, los gorriones cantaban, en vez de chillar, los vecinos eran más simpáticos y París más fascinante aún. «Que les soleils sont beaux dans les chaudes soirées», ya lo decía Baudelaire.
París, siempre París... París y el amor. Sin duda el aire estaba impregnado con algún toque mágico. Un culto a la vida, a la resurrección, quizás, allí todo lo imposible era lógico. Principio y viaje de todo escritor, de todo amante apasionado. Principio y asiento de la Creación. Pamplinas que la novela estuviera muerta, que ya hubieran pasado los años sesenta del Boom, que no existiese hoy día referentes franceses. ¿Por qué sería que los europeos eran tan derrotistas? Ya antes de la crisis lo eran. Veían las carencias, las metas no alcanzadas, a veces, las utopías, nunca los logros conseguidos. Quizás por eso habían perdido el paraíso, por no apreciarlo. Aunque la culpable había sido la especulación bursátil con las malditas subprimes. ¿Sería que, como ella era europea por adopción, se recreaba en todas las maravillas y minimizaba los defectos, que, por mera comparación, le parecían pequeños? Ante la pobreza que la chica conocía de América y de África quejarse y culpabilizar a los extranjeros, cuando estaba claro que habían sido los financieros y los políticos, resultaba demasiado injusto y chocante.
Para Helena, París seguía siendo la fiesta de Hemingway. En el teatro de los Champs –Élysées el espectro de Julio Cortázar bailaba al ritmo del jazz del propio Satchmo. Mario Vargas Llosa escribía todas sus novelas y las que le quedaban aún por escribir, en el piso parlante del número diecisiete (su fecha de nacimiento, una señal) de la rue de Tournon, detrás del Jardín de Luxemburgo, y en el Hotel Wetter del Barrio Latino, a cargo de Madame y Monsieur Lacroix. André Malraux, cerca de la Place Sainte-Clotilde, se encontraba con un conocido y le decía:
—¿No ve que soy un conspirador? Se lo ruego, no me reconozca.
La Literatura era inmortal. Helena estaba convencida de que las personas veían en las ciudades aquello que querían ver. Ella no deseaba ver en París la crisis y no la veía. Prefería su pequeña parcela literaria, histórica. La forma de vida peculiar, la gente con las baguettes en la mano, por ejemplo, en lugar de llevarlas envueltas. Para la chica vivir y escribir, vivir y leer, vivir y buscar en este París la huella que habían dejado sus escritores favoritos significaba, más aún, que respirar. París era el símbolo literario de todas las épocas, también de la presente para ella, y emanaba un "aura positiva" para los que, de verdad, se dejaban llevar por la pasión de la aventura literaria. Por este motivo había dejado atrás Barcelona, donde había prosperado en los últimos diez años, y había dejado a su amiga y socia, Carinna, a cargo del bufete. El Derecho congelaba la creación. No se podía quejar, funcionaba viento en popa, por fortuna. Había partido sola en esta oportunidad: había comprendido, a fuerza de golpes, que la Literatura, ese gusano terco que la carcomía por dentro, era incompatible con cualquier profesión. Un amante celoso.
París sería sinónimo de éxito. Escribir sin interrupciones. Helena sabía que, para dedicarse a lo que uno de verdad quería o vivir de acuerdo con lo que uno creía, había que ser audaz, tener la piel muy dura de elefante, ser inmune a críticas, a decepciones.
—«Todo lo que vale la pena en la vida cuesta un riñón» —se dijo.
Aunque, pensándolo bien, lo que debía escribir era el Manual del aspirante a escritor: como ser escritor y no morir en el intento.
Al terminar su primera novela Angustias, cogió sus bártulos, se subió a un avión y, con su novio, se instaló en pleno centro de Barcelona. Vida y bufete comenzaban allí de cero. Con el manuscrito en la mano, mimándolo como si de las joyas de la corona se tratara, se citó con Carles Ferrer, editor de la conocida y reputada Editorial Alcántara. Le daba vergüenza recordar ahora aquella entrevista: ella de un lado del escritorio y él, cortés, del otro, mientras le contaba sus proyectos literarios. No podía leer hoy en día esa primera versión de su primer manuscrito, una bazofia, ¡vaya vergüenza! Pero, Malraux hubiera hecho lo mismo y más, se recordó, el mundo no es de los vergonzosos sino de los valientes. Como él decía en sus comienzos antes de escribir la primera línea: si no se puede ser, lo menos que se puede hacer es parecer.
Cuando despertó a la realidad, es decir, que la octava maravilla era un desastre, ya iba por la mitad de su segunda novela. Estuvo a punto de romper Angustias pero le tenía mucho cariño y se dedicó de lleno a hacerla más viable. Tiró a la basura, sin lamentarlo, trescientas páginas que estaban de más. Cambió el principio, quitó y agregó diálogos, evitó reiteraciones, disertaciones aburridas, exceso de comparaciones, metáforas y lo dejó, así terminado, en barbecho. La segunda, Brujería, le resultó más fácil, casi se escribía sola. No tenía el problema de la página en blanco sino el contrario: escribía, escribía y escribía sin parar pero, al releer, siempre encontraba algo que cambiar o que tirar. Helena decía que podía escribir sobre la materia que fuera, lo malo era hacerlo sobre algo que mereciera la pena y de manera magistral. La genialidad de sus escritores favoritos no tenía comparación. Cuando, después de unos cuantos meses, finalizó las correcciones, se dedicó a enviar ambos manuscritos a todos los concursos literarios, nacionales e internacionales, a todas las editoriales grandes, medianas y pequeñas, al principio de España y, luego, de América. Al finalizar el tercer manuscrito, otra novela, Pasado, y un libro de cuentos, Identidades, recurrió a todos los agentes literarios españoles y estadounidenses que tenían página en Internet, a periodistas y escritores y tocó todas las puertas que se le ocurrió tocar...
Leer y la vida real no le bastaba. Necesitaba que sus personajes le susurraran en el oído, que respiraran con ella y por ella, mimarlos, e, incluso, que se rebelaran ante el destino que Helena había creado para ellos; desayunar, almorzar y cenar rodeada de espectros, insuflarle vida a sus muertos queridos. Odiaba la palabra muerte, eso de vida después de la muerte: para ella era vida después de la vida... O vida en la Literatura. Una vida distinta.
La realidad de la Literatura, por tanto, se mezclaba con la realidad de sus sueños nocturnos, aunque procuraba no apartarse totalmente del plano real, de la «normalidad», porque entendía la creación a la antigua usanza: para ella el escritor no era un mero hacedor de historias entretenidas sino un hacedor de Historia, en mayúscula. Su cometido natural tenía que ser transformar el mundo, impulsar a la acción. André Malraux lo veía claramente. Decía que su materia prima era la acción, la aventura, al igual que para un esquizofrénico la materia prima podía ser un sueño.
Por supuesto, no estaba tan de acuerdo con la última parte. No tenía ninguna enfermedad mental y menos esquizofrenia, salvo que tener sueños premonitorios lo fuese. Reconocía que a veces era un fastidio, cuando miraba la televisión, porque pensaba que determinada noticia la estaban repitiendo, era difícil vivir con esa sincronía, separar planos. Ejerciendo el Derecho resultaba mucho más sencillo, quizás por la frialdad de las normas. La Literatura era empatía, tener los sentimientos a flor de piel, ser sensible a todas las fuerzas. Quizás por ello se sintió tan traicionada cuando una «reputada» periodista hizo un refrito con su segunda novela. O cuando la prestigiosa escritora de La trilogía del gato: La pluma y el león le «expropió» parte de su línea argumental, algunas frases y personajes. Y eso pese a que le manifestó, en su misiva, que no leía manuscritos.¡Si hasta la película norteamericana, Angustias, tenía el mismo formato de letras que la tapa de su libro y hablaba de vivir el pasado! ¿Era posible un cúmulo de tantas casualidades? Igual sí. Pero no dejaba de pensar que había enviado sus manuscritos a distintas ciudades de Estados Unidos, incluida California.
Lo peor de todo era que la abuela de Helena se le hubiera muerto un mes antes de acariciar entre sus manos Angustias publicado, finalmente, en la Sociedad de Libreros de París... Sí, lo más triste era que no hubiese llegado a tiempo. Algo le quedó muy claro si algún día se decidía a escribir el dichoso manual: los escritores noveles no eran aptos para ser publicados pero sí para ser plagiados por autores consagrados desalmados, que luego se quejaban de que les descargaban ilegalmente sus contenidos en Internet. ¡Vaya morro!
No resultaba extraño que decidiese fugarse. Debía cambiar de aires, irse a París sola, el sitio donde siempre se les dio la oportunidad a los que empezaban de cero. Donde no era necesario ser famoso para que te publicaran, como le pedían las editoriales españolas. Se quedó quieta y olfateó el aire, con la cabeza baja. Parecía una perra en celo... Ahí estaba. Él había llegado. No podía ser otro. El perfume era su marca, su sello. Aún no lo veía pero, olisqueando como un sabueso, sabía que se estaba acercando. Y, cuando lo vio trasponer la puerta y avanzar hacia ella, trató de controlar la risa estúpida, sin conseguirlo del todo.
— «Al menos no babeo» —pensó con optimismo.
La saludó con una sonrisa y un movimiento de cabeza.
— ¡Increíble! —susurró, noqueada.
La rozó con su cazadora de cuero negra azabache, al pasar, y Helena lo contempló mientras acomodaba en la mesa más cercana sus libros. Sur l'erotique mystique indienne, de Mircea Eliade, leyó.
—«Lectura prometedora» —reflexionó, mirándolo embobada—. «¿No quieres practicar lo que lees conmigo?»
¿Cómo iba a plasmarlo con palabras si Él era una obra de arte? Las Meninas de Velázquez, por ejemplo, su cuadro favorito... La pintura, debía recurrir a la pintura para retratarlo fielmente. Pero, por desgracia, para eso tenía cero de talento.
André Malraux.
[*] Citado en André Malraux. Una vida, Olivier Todd, página 145. Tusquets Editores, S.A, Barcelona, 2002.
NOTAS.
Pongo un spot de Le Mâle que me encanta, puesto que el perfume es un personaje más de la novela.
Aquí tendría que hacer algunos agracedimientos, ya que hay muchos hechos reales:
1- Cogí un avión desde Galicia hasta Barcelona, para llevar el primer manuscrito de mi primera novela. Tenía una cita con Basilio Baltasar, en ese entonces Director de Seix Barral. Le quería agradecer la paciencia y que en ningún momento me desestimulara de seguir escribiendo.
2- Lo mismo para la escritora Carmen Posadas. Sólo puedo decir palabras maravillosas de ella. Su opinión y el tiempo que perdió en mí, tan valioso para ella, nunca se lo voy a poder pagar. Una buena persona en medio de lobos, como son tantos escritores, hay que resaltarlo. Me hubiera gustado que por aquella época ya tuviese su taller de escritura.
En el vínculo externo vuelvo a dejar el link a la página de Facebook de esta obra.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro