(14)Sueño premonitorio: La profecía de Nicolás Maquiavelo.
«En todas las casas se habían escrito claves para memorizar los objetos y los sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fuerza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante».
Cien años de soledad, Gabriel García Márquez [*].
La gente grita y huye despavorida.Helena siente el peso de su espada. Joyeuse, se llama. El metal cambia de color treinta veces al día, desde el verde esmeralda al azul francia más profundo. La camisa y el calzón de lino, en blanco roto, flotan con el aire: está en las almenas de su castillo. Se ha quitado la túnica con pasamanos en seda, antes de la batalla.
Puede ver, desde donde está y dentro de la fortaleza, una habitación que desentona. En la puerta, de madera repujada y herrajes, típica medieval, dice:
ESTRENOS DE CINE.
MEN IN BLACK 4.
Argumento: Grecia está preparada para la ruptura si Europa no acepta sus reformas. Su prioridad es el pago de salarios y pensiones.
Helena mira en torno a ella. Una elevación, en el medio del prado, y, en la cima, un pequeño mirador. Sabe que en ese sitio, en la época de los romanos, ha muerto mucha gente, no en vano su calzado, precisamente a dicha usanza, late desesperado. Más austeridad no, parece decir. Es más: el promontorio se yergue sobre una montaña de huesos, piedras y desechos.
La muchacha lo ve: con las alas extendidas, parece querer barrer la luz del día. Y lo consigue pues, cuando se acerca, los invade la oscuridad. No hay esperanza en esa caja de Pandora. Lanza fuego, sin vacilar, sobre todos los seres que, como pulgas en la tierra, corren a esconderse. Ni los cipreses consiguen salvarse, el dragón es implacable. Sus escamas brillan, reflejan el rojo de su lugar de nacimiento. En el aire, seboso, derrochando su tono terracota, chilla, amenazante. Larga fuego por la boca y humo por la nariz, gritando «Nein, nein, nicht»[1]. Vivos y fantasmas se estremecen.
La chica baja. Corre por la estrecha escalera de caracol, en dirección al monstruo, la Joyeuse en alto. Dispuesta para la defensa y para el ataque. Alegre, como su espada, la batalla es lo suyo. Parece que nunca llega al tramo final. Respira más rápido. Sigue bajando, corriendo, los pies siempre aciertan los peldaños. No duda. Llega a la entrada del castillo: el dragón la mira con sus ojos malignos, está ahí, encima de ella.
ᅳSal de ahí, no te interpongas —parece gritarle, mentalmente, la bestia—. Este es mi sitio, son míos, son todos míos, no puedes impedirlo, soon tooodos míoooooooooooooooosssssssssss...
Ella no le responde: no está dispuesta a entablar ninguna conversación. Y menos a negociar. Sólo le interesa salvar a humanos y espíritus. Y, si para ello debe neutralizar al dragón, no dudará. Ella es la protagonista de sus sueños. Avanza muy rápido, en zigzag. Él, desde las alturas, la persigue. Lanza fuego pero no acierta: es torpe, Helena muy rápida. Además, todos sus amigos están allí, animándola, gritando su nombre. La fiera ha sido vencida pero no lo sabe. Suele suceder, el tiempo del infinito confunde a los que no están habituados.
Helena llega, por fin, al santuario, donde se encuentran los manuscritos antiguos que deben ser protegidos. También, la Constitución Europea dejada a un lado.
ᅳEl todo es tan importante como cada parte —se escucha decir a una voz—. Los manuscritos guardan el conocimiento eterno.
ᅳ¿Por qué no lanzas fuego ahora? —le pregunta a la bestia, asombrada—. Así saldrías despedida por los aires y te desmaterializarías.
Le contesta un crujido: lo provoca el peso del dragón al sentarse sobre el techo del altar. Levanta la vista: ve las pezuñas, clavándose en la madera, la punta de la cola remata en una hoz carmesí.
ᅳ¡Vamos! ¿No me vas a atacar ahora? ¿Tienes miedo? ¿Eres un dragón ciego, acaso?¡¡Estamos hartos de ti, cansados!! ¡¡Ven, bestia!! ¿Qué es el tiempo si contamos con toda la magia del infinito para analizar lo que has hecho?
ᅳPuedes tirar la espada —le dice Aureliano Buendía, de Cien años de soledad—. El dragón se ha dado por vencido esta vez. ¡Por suerte! Temíamos que no se pudiera acabar con todo esto. Muchas vidas inocentes está costando. Baja la espada. Además, tú salvas vivos, no matas dragones sin necesidad.
ᅳSi me obligan, sí, los borro de mis sueños. Soy capaz de cambiar el eje de la tierra, lo que sea, para defender a los inocentes —le contesta ella.
ᅳ¿A los niños también? —la interroga el hombre.
ᅳTambién —le responde, sin dudar.
ᅳPues te recomiendo que cuides a ése —señala Aureliano a un pequeño, de unos dos años—. No deja de llorar desde hace horas.
Un niño moreno, de piel muy blanca, la mira llorando.
ᅳBuuuuaaaaaaaaaaaaaaaaaa.
No respira. Tiene la boca abierta de una forma que casi se le juntan las líneas por la parte de atrás. Está solo. Ella no puede evitar responder a ese llanto apremiante.
ᅳVen aquí, pequeñín, no me llores —le dice Helena, con voz cariñosa, cogiéndolo de la mano—. No sé nada de niños, siempre he cuidado niñas. ¿Quieres que te siente en mis rodillas?
El pequeño no responde pero se deja llevar.
ᅳ¿Cómo un chicarrón tan guapo va a estar llorando así? ¿No te da vergüenza? —el volumen del griterío se incrementa; la chica decide cambiar de estrategia y comienza a hacerlo rebotar en sus rodillas—. Hip, hip, hip, caballito. ¡Mira cómo saltas y rebotas! ¿Sabes cómo te queda la cara cuando lloras. Así —y hace unas muecas horrendas—. ¿Qué es lo que quieres? ¿Por qué lloras tanto?
ᅳEto, eto, eto —lloriquea, señalándose la boca y luego hacia arriba—. Tete aí, tete aí...
Dirige la vista en la dirección que el niño le indica.
ᅳPero vamos a ver, ¿cómo puede ser que un hombretón como tú, tan guapo, esté llorando por un chupete? ¡Qué vergüenza, todo este escándalo sólo por un chupete!
El pequeño se pone a llorar con una intensidad que Helena no sabía que era posible. Suena como una moto Kawasaki Vulcan sin caño de escape, totalmente ensordecedor.
ᅳ Tete aí, tete aí, tete aí —y lo señala empecinado.
ᅳMi amor, chupete no, ¿sabes que te deja los dientes así? —y abre la boca sacándolos hacia afuera, como si fuese un vampiro—. El tete es malo, muy malo, hace mal.
ᅳTete beno, no malo —insiste.
Helena está cansada, no sabe cómo convencerlo. Además, le duelen las piernas.
ᅳ«¡Qué raro, cómo pesa este niño!» —piensa, moviendo la cabeza—. «Parece que en lugar de carne tiene plomo».
Y ve que Aureliano Buendía, en lugar de ayudarla, despliega un cartel que dice:
Millones de personas han apagado la luz este sábado, para movilizar a los distintos gobiernos y obligarlos a parar el cambio climático.
La chica no se sorprende, está acostumbrada a ese tipo de reclamos, lo único que le molesta es que no la auxilie a contener el llanto del niño.
ᅳ¿Pero es que no vas a venir aquí a ayudarme con el crío?
ᅳEse trabajo es tuyo, eres mujer —y la ignora.
ᅳA ver, cariño, ¿qué tal si hacemos un trato? Yo te doy el chupete y tú lo guardas en el bolsillo, no te lo pones en la boca.
ᅳTete aí —le dice Jean Pierre y se señala la boca—. Tu pecho también.
ᅳPues no te los doy y deja de gritar, por favor, me tienes harta —y lo hace saltar, en las rodillas, para que deje de llorar.
ᅳNira, nira, el señó —y señala a Buendía, sin abandonar las lágrimas.
ᅳLlora todo lo que quieras —le dice Helena a Jean Pierre—. Te ves muy ridículo, aquí en mis rodillas y llorando.
ᅳ¡Pis, pis, pis! —grita ahora.
ᅳ¡Aguanta, ya vamos al baño! —exclama la chica y sale corriendo con él.
Helena le baja la cremallera del pantalón. Le coge el pitirrín. Intenta acertar con el pis dentro del wáter pero no lo consigue. Ensucia el artefacto y el suelo.
ᅳ¿No te parece que también estás un poco grandecito para esto? —se enfada, le da demasiado trabajo.
Aureliano se encuentra cerca, con otro cartel.
ᅳ«¡Qué fastidio!» —refunfuña, moviendo la cabeza negativamente—. «¿Por qué no me ayuda de una buena vez?»
ᅳ¡Aureliano! ¡Deja eso ya mismo y ven aquí a ayudarme! ¡¡O hago como en Islandia, hombres fuera!
ᅳEstoy ocupado y allí los hombres ya están de nuevo. El niño no es asunto mío, tú eres mujer, ya te lo dije —le contesta, indiferente.
ᅳ¡Machista engreído! ¡Así va el mundo! —se queja, molesta.
Aureliano sigue atento a sus pancartas. Las palabras parecen trancarse.
Va....
Buendía le da un golpe vigoroso al dispositivo que tiene en la mano. El cartel de antes se ha transformado en un luminoso, como los de la principal avenida de Nueva York, que dice:
Va a defender a los presos políticos torturados: se olvida de cuando él mandaba torturar. Hay que recordárselo, los ciudadanos no han perdido la memoria. Él sí.
Decide cambiar de sueño, odia la gente sin principios. Ahora conduce un todoterreno, de color rojo Ferrari. Se encuentra alerta, no debe distraerse, algo va a pasar, lo presiente. Para el vehículo, de golpe, haciendo chirriar los neumáticos: un perro de raza indefinida cruza la vía, frente a ella, sin mirar a izquierda y derecha. Le duele el pie ya que ha clavado los frenos a fondo. El can la mira agradecido, tiene ojos humanos.
ᅳ«Se parece a Jean Pierre» —piensa—. «Hoy me persigue en todos los sueños».
ᅳVen aquí, perrito —le grita—. Sube, te llevo.
El animal la obedece enseguida. Ella abre la puerta del asiento de atrás y él sube de un salto, moviendo la cola.
ᅳHaces bien —le dice Fermina Daza, de El amor en los tiempos del cólera, sentada en el asiento del acompañante—. Es mejor aprender ahora, de joven. A Juvenal y a mí nos llegó la sabiduría cuando ya no nos servía para nada.
ᅳ¡Paparruchas! —exclama Nicolás Maquiavelo, al lado de Fermina—. ¡Para el amor siempre hay tiempo! ¡Nunca es tarde aunque los demás se rían! Las fantasías están siempre para suavizar una vida ingrata.
ᅳSí —expresa Helena—. Lo leí en La Mandrágora. Estoy completamente de acuerdo con usted.
ᅳClaro que —acota él— para tener fantasías hay que ser medianamente inteligente y estar un poco loco.
ᅳ«Menos mal que cogí un todoterreno tan grande!» —piensa Helena—. «Esto parece una boda griega».
ᅳ¡Claro que sí! —le dice Inmar desde atrás—. O una boda venezolana. Yo estoy arrecha con lo que está haciendo Maduro.
ᅳPerdone, pero no estoy de acuerdo con usted —la contradice Gabriel García Márquez—. Es un amigo de Cuba, nos manda combustible y le enviamos médicos.
ᅳPues sí que se está poniendo esto muy concurrido —se ríe Helena.
ᅳClaro que sí, Helenita, aquí tienes a tu perrito —le dice el escritor, palmeándole el hombro, desde el asiento de atrás—. No te olvides de que el corazón tiene más cuartos que una casa de putas. Mira al perrito, no te quita la vista de encima...Está enamorado...
ᅳ¡Pamplinas! ¡Qué va a estar enamorado! Además, hombre, si miro para atrás, nos caemos por el barranco, estoy conduciendo.
ᅳYa no —le dice Valentín.
Es cierto, está en un autobús, distinto del que suelen utilizar. Un enmascarado intenta tomar el control del vehículo.
ᅳUn problema amoroso lo ha desquiciado, Helen, por eso amenaza a los pasajeros —aclara el guía.
ᅳ¿Trabajas también en este autobús? ¿Eres pluriempleado? ¿La crisis también ha llegado hasta aquí?
ᅳNo, aquí no —se ríe él—. Sólo vine a mostrarte esta escena. Te interesa por lo de los niños. Es el Enemigo Público Nº1.
El autobús va por una zona parecida a la geografía gallega, con muchas curvas cerradas y caminos estrechos. No es España. Pero conoce ese sitio. Helena ha viajado mucho.
ᅳ¡Paparruchas! —exclama Nicolás Maquiavelo, otra vez; Helena está de nuevo en el todoterreno—. ¡Qué cuartos ni qué nada!
ᅳMe estoy mareando con esto de cambiar tanto de vehículo —se lamenta la chica.
ᅳPues entonces agita las alas que te llevo conmigo a pasear, antes de que se te quite el mareo —le ordena Nicolás—. Vamos ya.
Helena siente que flota por encima de la tierra. Mueve sus alas a la velocidad del sonido. Parece el Vicepresidente de Google, cuando se tiró de la estratósfera. No distingue praderas, montañas, ríos, pero sabe que se encuentran allí.
ᅳ¿Dónde estamos? —pregunta al llegar.
ᅳEn esta capilla están sepultados mis antepasados. Me gusta venir aquí de vez en cuando, para reflexionar.
ᅳSí —le dice—. Hay mucho silencio... Es agradable.
ᅳ¡Niccolò! ¿Cómo estás? —se escucha una voz de hombre.
ᅳEs el fraile de Santa Croce —le susurra a la chica—. No sabe que está muerto— y, más fuerte, dice—: ¿Qué tal, cómo está usted?
ᅳMuy bien, pero muy preocupado. Venía a comentarle que algunos sinvergüenzas están enterrando aquí a otras personas. ¿Quiere que haga algo para evitarlo?
ᅳ¡Por favor, no se preocupe! —le manifiesta Maquiavelo—. Mi padre era amigo de la conversación y cuantos más acudan a entretenerlo, más placer tendrá. Deje que se le unan unos cuantos. Por eso estamos aquí, además, para darle charla.
ᅳLo has dejado boquiabierto —se ríe Helena—. Ha escapado corriendo.
ᅳEs que le tiene miedo a los muertos, por eso. Escuchó decir que mi padre va a venir a hablar y se escapó —suelta él una carcajada—. Pero no hemos venido por eso.
ᅳ¿No? ¿Para qué hemos venido? —le pregunta, curiosa.
ᅳPorque me haces recordar a mí, cuando era joven y quiero ayudarte. Muchas esperanzas y tantas decepciones. Pensé que con El Príncipe iba poder regresar a trabajar, como funcionario en Florencia, pero no. Todos me malinterpretaron... Muchos amigos, incluso. No me resultó tan fácil. Hay que perseverar y aguardar el futuro. Como te sucede hoy a ti. Ahora te ha tocado la época de los contratiempos. Tienes que hacerte fuerte y, si puedes, no llores. El llanto afea al hombre y a la mujer. Los golpes de la fortuna hay que afrontarlos con el rostro seco de lágrimas. Debes seguir escribiendo, sigue adelante, te va a ir bien. Cuando la comedia de la vida nos causa mal, es hora de la Historia, para estar cerca de los grandes hombres.
ᅳComo usted —lo corta Helena—. Siempre lo han malinterpretado. Igual que a mí, ¡llevo una época!
ᅳHarías bien en pensar en los grandes hombres... Pintores, por ejemplo. ¿Te gusta Renoir?
ᅳRenoir... No especialmente, prefiero a Van Gogh. Los impresionistas son muy sutiles, para mi gusto. Sólo el hermano de Vincent, Theo, creyó en él. Tuvo suerte, para mí la familia ha sido un lastre. Si pudieran verme en el fondo de un pozo, para decirme "te lo dije", estarían encantados.
ᅳNo te distraigas y piensa en Renoir... Visita pronto la casa donde murió, mañana, a ser posible.
ᅳVale e intentaré apreciarlo como pintor, también, ya que estoy. ¡Qué días! ¡A ver cómo convenzo a los demás!
ᅳYa —dice Nicolás, con una expresión triste—. Y si puedes, aclara en tu libro que me molesta eso de maquiavélico. Es injusto, era un hombre muy honrado para mi época. ¿No estaba yo, acaso, enseñando lo que otros hacían? En fin. Quería decirte eso, que no te des por vencida. Y otra cosa muy importante: mañana no debéis ir al Sena. Recuerda. Ninguno de los tres debéis ir mañana al Sena. Alejaros de París e id a ver a Renoir mejor.
ᅳMañana no debo estar en París —expresa en voz alta—. Debo recordarlo cuando despierte. Recuerda, Helena, a Maquiavelo y a Renoir, así no te olvidas.
Siente el aliento tibio de sus abuelos y de Raimunda.
ᅳNo te preocupes, lo vas a recordar, nosotros te ayudaremos —le dicen al unísono—. Piensa en las nomeolvides, en el olor de nuestras flores y no te vas a olvidar. Ahora duerme tranquila.
La pequeña le da un beso y la mece. Helena sabe que no tiene por qué preocuparse. Nunca está sola.
La pelea contra el dragón.
[*] Página 66, Grupo Random House Mondadori, S.L, y RBA Coleccionables, S.A, España, 2004.
[1] No, en alemán.
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