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Manigoldo y la doncella (2)

Todavía con cierta ansiedad después de su breve encuentro un par de días antes, Giuliana salió del templo de Géminis y subió las escaleras que conducían a Cáncer, con paso raudo. Su objetivo era terminar su tarea más rápido que nunca para evitar encontronazos que pudiesen avergonzarla de nuevo, así que debía darse prisa. Franqueó la entrada, reemplazó en primer lugar las flores marchitas -que nadie había cambiado durante su ausencia- con seis girasoles frescos que había adquirido en la floristería del pueblo y repasó la cocina, aunque, como era habitual, poco había que hacer en ella.

Continuó su trabajo en el salón, disponiendo el menaje sobre la mesa para que el caballero pudiese almorzar en cuanto volviese de entrenar, a falta solo de que el cocinero enviase a su aprendiz con la pequeña marmita que correspondía a cada guardián, y se encaminó a la zona privada para limpiar el aseo y el dormitorio. A diferencia del resto de Europa, donde la higiene era bastante relativa, en el Santuario los baños diarios eran una costumbre bien vista e incentivada, así que la misma estancia que albergaba la cama tenía espacio también para un lavabo con su correspondiente jofaina y una gran bañera que un sirviente se encargaba de rellenar cuando su señor lo necesitaba. A pesar de todo, lo más frecuente era que los caballeros se lavasen en el lago, pues se decía que el agua fría fortalecía a quienes debían mantenerse alerta y luchar por proteger a la diosa.

Acababa de terminar de estirar las sábanas y había levantado la alfombra para sacudirla, cuando, al igual que la vez anterior, el chirrido de la puerta principal la distrajo. Sin embargo, esta vez Giuliana estaba convencida de que el recién llegado era el habitante del templo, así que se apresuró a recoger su cesta y las bolsas de ropa para marcharse. Pero no estaba preparada para contemplar la imagen que se encontró al cruzar la sala en dirección al atrio del templo: Manigoldo, con la camisa pendiendo sobre un hombro, el torso descubierto y aspecto despreocupado, daba pequeños saltitos, en equilibrio sobre el pie derecho, mientras intentaba deshacer las lazadas que sujetaban el calzado del izquierdo.

- Señor Manigoldo, buenos días -saludó ella en griego, con la cabeza baja y el flequillo color miel cayéndole sobre los ojos, al pasar por su lado.

- ¡Hola, Giuliana! ¿Ya estás recuperada? El ama de llaves me dijo que estabas indispuesta. Di orden de que nadie más entrase a mi templo hasta que tú volvieses al trabajo.

Giuliana se detuvo en seco cuando escuchó aquellas palabras, pronunciadas en el idioma de ambos. ¿Manigoldo había preguntado por ella? Eso significaba que... ¿se había preocupado? A su pesar, una inoportuna sonrisa delató su alegría al responder.

- No es nada, señor, apenas un catarro. Ya estoy bien -involuntariamente, su vista se desvió hacia los girasoles que decoraban la estancia, en un gesto que no pasó inadvertido para el caballero.

- Y has traído girasoles... -se acuclilló para terminar de descalzarse con cierta dignidad y se aproximó a ella, sonriente- ¿Cómo podría agradecértelo?

La chica se ruborizó ante su cercanía; Manigoldo la miró a los ojos y ella sintió que se derretiría sin remedio.

- Ya sé: un beso. ¿Qué te parece? -propuso él, ensanchando su sonrisa y rodeándole la cintura con un brazo tan robusto como una viga.

Por todos los dioses. No podía estar sucediendo. El calor de la piel de Manigoldo traspasaba el sencillo vestido de algodón de Giuliana y se extendía más allá de la zona donde la estaba tocando, diluyendo cualquier hipotético resquicio de resistencia. El caballero le tomó el mentón entre el pulgar y el índice con su izquierda, acercándola aún más a él.

- No me has contestado, preciosa -insistió.

Aquello empezaba a ser del todo inapropiado, pensó ella, dejando que él le levantase el rostro y humedeciéndose los labios con la lengua sin apenas advertirlo: Manigoldo, el hombre con quien llevaba meses soñando, la estaba abrazando y le ofrecía un beso. Sabía que no debía, pero... ¿qué podía tener aquello de malo? Cierto, las normas del Santuario impedían ese tipo de contacto entre los guerreros y el personal de servicio, pero no era más que un beso... Y ella no quería besar a ningún otro...

Con el corazón aleteando como un colibrí, de puntillas para salvar su diferencia de estatura e ignorando las posibles consecuencias de aquel acto, Giuliana redujo a cero la distancia que les separaba y acató la petición del caballero, que dejó escapar un leve gruñido de sorpresa antes de estrecharla hasta pegar su pelvis a la de ella. Oh, por Zeus. Sus labios... eran cálidos, jugosos, húmedos... Ojalá aquel beso durase para siempre, pensó ella, rodeándole el cuello con ambas manos y delineando el contorno de su boca con la punta de la lengua hasta perder el aliento. Podría pasar horas así, perdida en la boca de aquel hombre...

- No sé, creo que no es suficiente. Seguro que tuviste que bajar a Rodorio a buscarlos. Debería mostrarme más agradecido... -se aventuró él, con una ceja levantada.

Ella asintió, en silencio, mientras él volvía a besarla, con lentitud, como si quisiera beberse su esencia. Casi a la vez, los labios de ambos se entreabrieron y sus lenguas se enredaron, permitiéndoles probar la saliva del otro en un sensual intercambio y haciendo a Giuliana exhalar un suspiro que murió en la garganta de Manigoldo.

- Sigo sin estar convencido -dijo el caballero-, ¿qué opinas tú?

- Tuve que discutir con la florista porque los tenía reservados... -murmuró ella.

Manigoldo soltó una carcajada y la tomó en brazos, haciéndola sentir como una princesa rescatada de las garras del mal, para llevarla hasta el dormitorio y depositarla sobre la cama que ella misma acababa de hacer, arrodillándose a su lado a continuación.

- ¿Qué clase de caballero sería si no me esforzara en agradecerte tus cuidados?

La pregunta, lanzada al viento en tono casual, resonó en los oídos de Giuliana, que era incapaz de apartar la mirada de los afilados rasgos de Manigoldo al tiempo que él se aproximaba para besarla una vez más, mordiéndole ambos labios con suavidad. Una suavidad con la que ella había fantaseado cien veces.

- Manigoldo, yo... tendría que ir a la lavandería...

- Puedes irte cuando quieras, preciosa. Pero si te quedas, yo te disculparé frente al ama de llaves. Nadie te regañará por haberte entretenido ayudando al temible caballero de Cáncer a cambiar las sábanas...

Aquella sonrisa, una vez más, acompañada de una caricia que le apartó el flequillo de las sienes, fue todo lo que Giuliana necesitaba para disolver sus últimas dudas: asintió de nuevo y tomó su rostro para atraerlo hacia ella, besándole con hambre, mientras las manos de Manigoldo exploraban su cuerpo, desde las caderas hasta los pechos, acogiéndolos entre sus palmas y separándose de su boca para aspirar su aroma.

- Hueles a albahaca... Qué maravilla... Vas a ser toda una delicia, ¿verdad? -la lisonjeó.

- Compruébalo tú mismo, caballero... -le provocó de vuelta.

Manigoldo no se lo hizo repetir: con un tirón firme, deshizo la lazada que cerraba el escote del vestido de la chica, aflojando la cordonadura hasta descubrir la fina camisa blanca que hacía las veces de ropa interior y bajándola para exponer su torso.

- Mi linda compatriota... -susurró, con la voz oscurecida de deseo.

Con expresión anhelante, Giuliana le sujetó por la nuca, en un gesto que él entendió a la perfección: volvió a rodearle los pechos con ambas manos, juntándolos para formar un hueco en el que hundió la nariz y embriagándose del perfume de su piel, sedosa y ligeramente marcada por el sol. La respiración de la chica se agitó al contacto de la boca de Manigoldo, que se deslizaba desde su seno hacia el pezón izquierdo.

- Te vi en la fiesta de Rodorio el año pasado -confesó, dando un primer lengüetazo que la hizo temblar-, bailabas con otras chicas del pueblo en torno a la hoguera, con la falda subida... así... -con brusquedad, le levantó el vestido hasta la cintura, mientras succionaba uno y otro pezón, gozando con los primeros gemidos de la chica- y me volví loco al mirar tus piernas... esa alegría despreocupada... tu cabello revuelto...

- Yo... no sospechaba nada de esto... -admitió ella, con las manos en sus hombros, tan sólidos como rocas- pensaba que ni siquiera sabías que existía...

- Pues ya ves lo equivocada que estabas...

Con una mirada maliciosa, el caballero dejó de lamer los pechos de la chica y se inclinó sobre ella. Su índice derecho se posó en sus labios, los acarició y descendió por el mentón y el pecho hacia su ombligo, en torno al cual dibujó varios círculos traviesos, hasta llegar a su monte de venus, cubierto por un sencillo calzón de rayas. Giuliana gimió, anticipándose a las caricias que esperaba recibir, pero Manigoldo la besó con lujuria, evitó su zona íntima y dejó que sus dedos siguiesen vagando por el muslo de la chica, que se retorció, excitada.

- ¿Tenemos prisa, Giuliana? -preguntó, con una ceja levantada, a lo cual ella negó con la cabeza- Bien, porque llevo meses pensando en cómo sería hacer esto...

La chica jadeó y estiró un poco el cuello para que el beso no acabase cuando él se separó de ella, pero Manigoldo la inmovilizó con el peso de su brazo izquierdo y recorrió su cuerpo con la mano derecha, deteniéndose en los dedos de los pies, que tanteó con mimo.

- Ah, estas preciosidades... -murmuró al desatarle las sandalias, que cayeron al suelo con un ruido sordo.

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