Manigoldo y la doncella (1)
Este relato está dedicado a @IJSEEND, que fue una de las ganadoras del miniconcurso que propuse en el capítulo 8 de mi fanfic "La redención de Cáncer". La pareja protagonista fue escogida por ella. Se supone que debía ser un oneshot, pero ya me conocéis: me entusiasmo y al final no bajo de las 6.000 palabras, porque me gusta que el Lemon fluya despacito...
Bonita, gracias por tu apoyo, por tu amistad y por las risas compartidas. Espero que disfrutes leyéndolo tanto como yo imaginando a este par de tortolitos. Va por ti.
La brisa soplaba con levedad, agitando blandamente las hojas de los cerezos, cuyas flores blancas semejaban a lo lejos montañas nevadas; era una mañana soleada que prometía convertirse en un espectacular día de primavera, perfecto para pasarlo descansando en algún claro del bosque, pero ese ocio le estaba vedado, al menos hasta que acabase su trabajo.
La doncella apartó los ojos del horizonte, abrió la puerta que conducía a la modesta vivienda situada en el interior del cuarto templo del Santuario de Atenea y se dirigió la cocina, sabedora de lo que encontraría allí. Como siempre, su inquilino era, de lejos, el más ordenado de los cuatro a cuyo servicio estaba asignada: los pocos platos y vasos que habían sido utilizados en las últimas veinticuatro horas se hallaban limpios y apilados con pulcritud en el fregadero, secándose al aire. No es que los demás caballeros fuesen sucios o desconsiderados, pero el de Cáncer tenía ciertas manías en cuanto a la organización doméstica que se hacían evidentes para una persona acostumbrada a lidiar con todo tipo de desastres higiénicos.
Con un suspiro de satisfacción, la joven miró a su alrededor, se ajustó la cola de caballo que mantenía su rostro despejado y dio comienzo a su trabajo. Su rutina era básicamente igual cada mañana: empezaba por Aries y repetía las mismas tareas, templo por templo, hasta llegar a Cáncer, donde terminaba su jornada. Recoger la cocina, barrer y fregar el suelo de toda la vivienda, limpiar el lavabo, hacer la cama, poner la mesa y preparar la ropa limpia, una y otra vez, día tras día. Pero a Giuliana, huérfana, humilde y llegada hacía seis años de una pequeña aldea cercana a Trieste, no le molestaba. Su trabajo era tedioso y, a veces, duro, pero a cambio, sabía que allí estaba a salvo de cualquier peligro, protegida por los guardianes de Atenea.
Ella y las doncellas y criados responsables del resto de casas tenían instrucciones claras de no molestar a sus moradores: debían entrar solo cuando ellos hubiesen partido a sus entrenamientos y terminar antes de que volviesen, dejando todo impecable y reluciente, así que no había tiempo que perder si no quería encontrarse cara a cara con Manigoldo de Cáncer, el caballero más temido y con peor fama de todo el Santuario. Se decía de él que era maleducado, arrogante, grosero y con un horrible sentido del humor, pero Giuliana estaba convencida de que alguien tan meticuloso no podía hacer honor a aquellos rumores, pese a no haber intercambiado ni una sola palabra con él y a no haberle visto más que de pasada, cuando se cruzaba con el en su camino de bajada hacia la lavandería, cargada con las cuatro bolsas de tela en las que transportaba la ropa sucia para devolverla en perfectas condiciones al día siguiente.
Lo cierto, pensó mientras fregaba el suelo de la sencilla sala de estar hasta verse reflejada en él, era que Manigoldo resultaba bastante atractivo, al menos desde su punto de vista: era alto, bien proporcionado, de hombros anchos y piernas fuertes y tenía esa sonrisa... Ah, su sonrisa... Por un momento, se quedó atontada mirando por la ventana, imaginando cómo sería estar rodeada por aquellos brazos fibrosos, estrechada contra ese pecho que en su fantasía era musculoso y cálido. Pero aquello nunca sucedería: todos los caballeros del Santuario habían hecho estrictos votos por respeto a la Diosa, para garantizar su entrega a la causa de Atenea y, además, él nunca se fijaría en una simple doncella...
Desterró de su cabeza aquellas tonterías y se adentró en el dormitorio, cuya ventana estaba abierta, como siempre a aquellas horas, para permitir que la casa se airease. Guardó en la bolsa de tela la ropa usada del caballero, sacó de su cesta la muda limpia, la depositó sobre la desvencijada silla que hacía las veces de mesita de noche y cerró los postigos. Las sábanas estaban cuidadosamente plegadas a los pies de la cama, de modo que Giuliana solo tenía que estirar cada capa y ahuecar la almohada para dejarla impoluta. Aquella era la cama donde Manigoldo dormía cada noche, sin saber siquiera que ella existía... ¿en quién pensaría antes de dormir? ¿Miraría a la luna, su regente, hasta caer rendido después de un duro día de entrenamiento? Sin darse cuenta, se sentó sobre la gastada manta y tomó en sus manos la almohada, apoyando la cara en la tela de algodón, suave por los años de uso. Olía a él, y su olor era como el de un día de verano... una mezcla de jabón, calor y agua de mar, si es que tal cosa era posible. Inhaló, saturando su nariz con aquel delicioso aroma y dejando que de nuevo sus pensamientos volasen a un lugar donde Manigoldo la llamaba por su nombre, hasta que el ruido de la puerta principal al abrirse la devolvió bruscamente a la realidad. Quizá Hipatia, la doncella encargada de las siguientes cuatro casas, necesitaba que le echase una mano; no sería la primera vez que llegaba tarde y tenía que apresurarse para acabar antes de que Kardia de Escorpio volviese, así que se levantó con presteza y corrió hacia la puerta, avisándola:
- ¡Hipatia! ¡Termino enseguida, dame un segundo!
Al pasar por la sala, un paño olvidado sobre la mesa llamó su atención. Sin detenerse, lo miró, estiró el brazo para alcanzarlo, y entonces chocó con algo... no, algo no: alguien.
Despacio, dio un paso atrás y levantó los ojos. No era Hipatia ni ninguna otra doncella. Oh, por Atenea. Frente a ella, erguido en toda su imponente estatura, se hallaba Manigoldo de Cáncer, mirándola con semblante socarrón.
- ¿Ibas a invitar a tus amigas a mi casa, niña? -interrogó, mostrando sus relucientes dientes blancos al reír y sorprendiéndola al dirigirse a ella en italiano, con un evidente trazo de acento sureño.
- Yo... pensé que mi compañera me necesitaba... lo siento, señor Manigoldo. Ya me voy -balbuceó, también en su lengua natal, avergonzada al encontrarse por primera vez cara a cara con él. Era aún más guapo de lo que le había parecido cuando le miraba entrenar en sus idas y venidas al área de las doncellas.
- ¿En serio? ¿Tan rápido? -el caballero bloqueó la puerta de la estancia con su cuerpo, impidiéndole la huida- ¿Y mi ramo?
Boquiabierta, Giuliana siguió la dirección de la mirada del joven, entendiendo de repente a qué se refería: sobre la mesa, el vaso de cristal en el que ella depositaba todas las mañanas flores silvestres recién cortadas albergaba un montón de margaritas que comenzaban a perder frescura. Era un detalle al que nadie la obligaba, una deferencia que ella solo tenía con el caballero de Cáncer... ¡y él se había dado cuenta! Cambiarlas era lo último que hacía antes de dar un vistazo general y salir a toda prisa cada día, pero esta vez, él había llegado antes de lo habitual, interrumpiendo su rutina.
- Las flores... claro, ahora mismo voy -se agachó y sacó con delicadeza dos docenas de amapolas atadas con una cinta blanca-. Hoy he traído estas... Espero que le gusten -expresó, retirando las del día anterior y rellenando el vaso con agua limpia para las flores nuevas.
Manigoldo sonrió, apoyado en el quicio con los brazos cruzados sobre el pecho, con el cabello y la frente todavía empapados de sudor tras su entrenamiento, y asintió.
- Me gustan, gracias. Puedes retirarte. No quiero que te regañen por mi culpa.
La chica recogió sus cosas con agilidad, se inclinó cortésmente y pasó junto a él en dirección a la puerta, pero el caballero la detuvo, agarrándola por el brazo, el tiempo justo para susurrarle al oído:
- Mis favoritos, Giuliana, son los girasoles.
La doncella sintió que sus mejillas se coloreaban hasta abrasarla e, incapaz de mirarle, salió a toda prisa, sujetando con torpeza la cesta y las bolsas de ropa y dejando tras de sí a un risueño Manigoldo que la observaba con descaro.
Al día siguiente, Giuliana, abochornada ante la posibilidad de volver a encontrarse con el caballero, se excusó ante el ama de llaves que coordinaba la limpieza y el mantenimiento del Santuario, alegando estar indispuesta. La mujer, una bondadosa dama de mediana edad que llevaba allí más tiempo que el mismísimo Patriarca, le dedicó una comprensiva sonrisa, dando por hecho que se encontraba "en esos días" y le tendió un saco de semillas de cerezo.
- Ten, pequeña, caliéntalo junto a las brasas y póntelo en el vientre cuando te metas en la cama. Te aliviará. Descansa cuanto puedas hoy y mañana, tus compañeros se repartirán tus casas, y pasado mañana te reincorporarás ya repuesta. ¿De acuerdo?
- Sí, señora, gracias.
Pero Giuliana no estaba "en sus días", ni mucho menos necesitaba el calor de los huesos de cerezo en su vientre, que ya ardía de deseo por el caballero de Cáncer. Volvió al dormitorio que compartía con otras dos doncellas, que a la sazón se encontraban ya atendiendo sus tareas, y se deslizó entre las sábanas, dispuesta a aprovechar aquel rato de privacidad para fantasear con él. No pasaron más que unos segundos antes de que el joven apareciese en sus pensamientos, borrando de un plumazo el mundo que la rodeaba.
- Manigoldo... -suspiró, con los ojos cerrados, acariciándose el cuello con las yemas de los dedos hasta estremecerse.
A sus veintiún años, Giuliana no era ninguna ignorante en las artes amatorias; de hecho, las noches en los dormitorios de las doncellas de mayor edad solían estar llenas de anécdotas y risas en sordina acerca de los peculiares gustos de los habitantes del Santuario, incluidos algunos caballeros y amazonas, así como chismes acerca de quién tenía un lunar sugerente o una dotación más generosa de lo normal. Se murmuraba que algunos aprovechaban la oscuridad de la noche o la privacidad de una gruta para faltar a sus votos y satisfacer sus instintos reprimidos, pues al fin y al cabo, eran hombres y mujeres como todos. Nadie lo decía en voz alta, pero todos sabían que el ambiente de aquella pequeña comunidad era, de hecho, mucho más liberal que la pacata sociedad griega de la época y, por lo mismo, nadie juzgaba los escarceos que de seguro se producían, siempre y cuando fuesen discretos y no transgrediesen la rígida división de clases y rangos que separaba a los guerreros de sus criados. Ella misma había vivido algunas aventuras con un guapo camarero del Patriarca, así que tenía claro qué evocar en su imaginación mientras sus dedos bajaban hacia sus pezones, rozándolos hasta erizarlos con un primer gemido.
En su cabeza, Manigoldo actuaba de modo cariñoso, pero fiero. Los cotilleos en torno a él eran muy escasos: se rumoreaba que tenía una prometida en Nápoles, que prefería a los hombres e, incluso, que amaba en secreto al caballero de Piscis, cuya belleza opacaba la de cualquier otra criatura que hubiese caminado sobre la tierra, pero nadie sabía a ciencia cierta cuáles eran sus vicios, por lo cual Giuliana podía construirle con total libertad. Continuó acariciándose los pechos bajo la fina tela del camisón con una mano, como si fuese él quien la tocaba, llevando la otra por su vientre hasta su entrepierna y colándola bajo el calzón blanco que la cubría.
- Ah, Manigoldo, me encanta, así...
Ahora, sus dedos jugueteaban con su vello púbico, dando pequeños tirones y pasando las uñas a lo largo de los labios hasta hundirse entre ellos en busca de la incipiente humedad que siempre la invadía cuando pensaba en su caballero preferido. Era muy agradable, por supuesto, pero estaba convencida de que sería aún mejor si, en lugar de sus delgadas manos, fuesen las de él, nudosas y fuertes, las que se adueñasen de su cuerpo hasta hacerla gritar. Oh, y ella gritaría para él, gritaría hasta quedarse sin voz, atrapada en las cumbres del placer junto a ese guerrero que, por fin lo sabía, conocía su nombre. Mojó el dedo corazón en sus propios fluidos y lo saboreó, caliente y dulce, antes de volver a esconderlo en su intimidad, lista para golpetear con suavidad su clítoris sin dejar de imaginar que era él quien lo hacía.
Su espalda se arqueó, buscando incrementar la presión que ejercían sus dedos contra aquella pequeña entrada y el roce sobre la protuberancia rosada que, hinchada y palpitante, exigía cada vez más atenciones. Con el labio entre los dientes y el camisón desabotonado, Giuliana frotaba las yemas en su sexo hasta empaparlas para recorrer sus pechos, dejando que la brisa que se colaba por la ventana erizase la piel mojada y le provocase escalofríos de placer.
Pero ella no quería que Manigoldo se limitase a acariciarla... Moría por sentirse atravesada por él, por apretarle los costados con las rodillas y gemir en su oído. Presa de ese deseo, dos dedos se introdujeron en su cuerpo al tiempo que el pulgar sustituía al corazón masajeando el clítoris para ayudarla a imaginar que era él quien la embestía y arrancándole gemidos tan potentes que comenzaban a ser imposibles de reprimir. La velocidad de sus caricias y estocadas aumentó de nuevo, acercándola al culmen con una sonrisa perversa. Había fantaseado tantas noches con él, acurrucada bajo las mantas para no despertar a sus compañeras, con sus besos salvajes y su cuerpo bronceado, que su mente tenía mil guiones preparados con los que transportarla hasta el orgasmo, y hoy no sería diferente: con la pelvis tensa y los ojos cerrados, dejó que sus dedos prosiguiesen su vaivén hasta explotar en un grito que tuvo que sofocar en la palma de la mano para evitar ponerse en evidencia.
Qué sensación tan maravillosa... Por Atenea, el hombre que la fascinaba le había hablado, sabía quién era... Con una sonrisa de felicidad, se abrazó a su almohada, relajada y satisfecha, preparada para soñar con él.
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