Capítulo VIII; Cicatrices.
El cuarto permanecía en completo silencio, salvo por el suave murmullo de la respiración de Yoongi. Me deslicé con cuidado de entre las sábanas, asegurándome de no despertarlo. Mis ojos se detuvieron un momento en su figura. Su cabello desordenado se extendía sobre la almohada como un abanico oscuro, y su boca, apenas entreabierta, dejaba escapar un leve susurro de aliento. Su piel pálida brillaba tenue bajo la luz de la luna que se colaba por las cortinas, y me encontré sonriendo, absorto en lo dulce que se veía.
Tomé mi teléfono de la mesita de noche y, con pasos ligeros, salí al balcón. La madrugada me recibió con una brisa fresca, mientras el reloj marcaba las 4:30 a.m. El sol aún parecía tímido, apenas insinuándose en el horizonte, pero aquella penumbra matutina creaba un paisaje precioso que me invitaba a la calma, aunque mi pecho ya comenzaba a llenarse de inquietud.
Desbloqueé mi teléfono y desactivé el modo “No molestar”. Una avalancha de notificaciones apareció en la pantalla. La mayoría provenían de residentes, sus mensajes repletos de asuntos del hospital, pero lo que llamó mi atención —y de inmediato hizo que mi estómago se contrajera— fueron los mensajes y llamadas de Joongki y del hogar.
Mi pecho se apretó. El simple hecho de leer ese nombre me hacía sentir como si una piedra cayera en el fondo de mi estómago. Mi padre, Seungcheol, era la sombra que nunca me había abandonado, el fantasma que susurraba culpas al oído incluso cuando intentaba ignorarlo. Recordé su rostro endurecido, sus palabras llenas de veneno cuando era niño. Me odiaba. Nunca lo había escondido.
Me culpó por algo que ni siquiera entendí en ese entonces. Yo era solo un niño, demasiado pequeño para comprender que el accidente que nos arrebató a mamá había dejado cicatrices más profundas en su alma. Ella me salvó, sí, pero él nunca pudo perdonarme por vivir cuando ella no lo hizo. Joongki, en cambio, siempre fue su favorito, el hijo perfecto que encajaba en su visión de lo que una familia debía ser. A mí apenas me toleraba, y aún con los años y su enfermedad, esa brecha nunca desapareció.
Con los dedos temblorosos, marqué el número de Joongki. Mi respiración se aceleró mientras esperaba que contestara, y cuando lo hizo, su voz cargada de preocupación confirmó lo que temía.
—“Jimin, gracias a Dios que llamaste. Algo pasó con papá.”
— ¿Qué sucedió? —pregunté, sintiendo un nudo en la garganta que amenazaba con romper mi voz.
—“Tuvo un episodio esta madrugada. Estaba convencido de que alguien había entrado a su habitación. Gritaba, decía que querían hacernos daño... Cuando el personal intentó calmarlo, no lo lograron. Él... golpeó a uno de los enfermeros.”
Mi corazón se hundió. La idea de Seungcheol actuando de esa manera no era nueva; sus episodios eran cada vez más frecuentes, pero eso no los hacía menos devastadores.
— ¿Y tú? ¿Estás ahí? ¿Estás bien? —pregunté, preocupado por mi hermano más que por el hombre que nos unía por sangre.
—“Estoy bien, pero papá no. Voy en camino al hogar. Está sedado ahora, pero quieren que hablemos con los médicos. Dicen que podría ser necesario trasladarlo a una unidad con mayor seguridad.”
Quería sentir algo de empatía, incluso aunque fuera mínima. Al final del día, ese hombre era mi padre. Pero lo único que brotaba dentro de mí era un torrente de resentimiento y confusión. Él había sido la causa de tantas noches en vela, de tantas dudas sobre mi propio valor. Había intentado toda mi vida ser lo suficientemente bueno para ganarme un afecto que nunca llegó, y ahora, con su enfermedad, todo era más complicado.
A pesar de ello, no podía abandonar a Joongki. Mi hermano siempre había sido el único puente entre Seungcheol y yo, el único que trató de protegerme cuando éramos niños, incluso cuando papá nos enfrentaba.
Colgué antes de que pudiera decir algo más.
Guardé el teléfono y me apoyé en la barandilla del balcón por un momento, dejando que la brisa me envolviera. Respiré hondo, tratando de calmar las emociones que amenazaban con abrumarme.
El tiempo pareció haberse detenido mientras me refugiaba en mis pensamientos, pero mi atención regresó de golpe cuando sentí unas manos frías deslizarse lentamente bajo mi camisa. La sensación hizo que mi cuerpo se estremeciera y que un suspiro escapara de mis labios. Era un toque familiar, uno que podía identificar incluso en la oscuridad.
—Buenos días —murmuró Yoongi con esa voz rasposa y ronca que parecía más profunda justo después de despertar. Sus palabras, acompañadas por el calor de su aliento contra mi cuello, lograron que una sonrisa suave apareciera en mi rostro.
—Buenos días —respondí, sin apartarme de su toque, dejando que sus manos se quedaran en la calidez de mi piel.
— ¿Qué haces despierto a estas horas? —preguntó, su tono reflejando una mezcla de curiosidad y preocupación mientras seguía acariciando la zona con lentitud, como si su simple gesto pudiera calmarme.
Suspiré, sintiendo que las palabras se enredaban en mi garganta. No quería cargarlo con los detalles, pero tampoco deseaba mentirle.
—Mi hermano mayor trató de contactarme y no pudo. Solo... le devolví la llamada porque estaba preocupado —expliqué finalmente, tratando de sonar casual, aunque mi voz traicionó la inquietud que aún no podía sacudirme del todo.
Yoongi se mantuvo en silencio por un momento, su mirada fija en mí incluso en la penumbra de la habitación. Sus ojos, siempre tan intensos, parecían buscar algo más allá de mis palabras.
— ¿Noticias malas? —preguntó con delicadeza, su tono más suave ahora, como si no quisiera presionarme.
—No me gustaron mucho.
— ¿Puedo saber? —insistió, aunque sin forzarme.
Negué lentamente, llevando una mano a sus dedos que seguían descansando bajo mi camisa. Su piel seguía fría, y la mía caliente en comparación.
— ¿Nos quedamos en silencio un momento? —le pedí, buscando algo que ni yo mismo podía definir: consuelo, tal vez, o simplemente un instante de paz que no necesitara palabras.
Yoongi asintió sin decir nada más, y sus manos dejaron de moverse, quedándose inmóviles pero presentes, como si su sola existencia pudiera sostenerme en ese momento.
El silencio que se formó entre nosotros no era incómodo; al contrario, se sentía como un refugio en medio de la tormenta que aún rugía en mi mente. Nos quedamos quietos, con la única compañía del murmullo distante de la ciudad que comenzaba a despertar.
Desde el balcón, podía ver cómo los autos empezaban a llenar la carretera central de Seúl, sus luces intermitentes destellando mientras se movían lentamente, arrastrándose como una corriente pausada pero imparable. A lo lejos, algunas personas salían a correr, sus siluetas apenas visibles en la penumbra de la madrugada, mientras otras paseaban a sus perros, que trotaban felices en la vereda.
También estaban los rezagados, aquellos que salían tambaleándose de discotecas o bares, sus pasos inseguros y sus risas descontroladas llenando el aire con una energía completamente opuesta a la calma que Yoongi y yo compartíamos en ese instante. Era un contraste curioso, como si el mundo allá afuera estuviera en constante movimiento mientras nosotros permanecíamos inmóviles, atrapados en una burbuja que solo nos pertenecía a nosotros.
Yoongi se acomodó mejor detrás de mí, apoyando su barbilla sobre mi hombro. Su presencia, tan cercana y reconfortante, logró que mi respiración se calmara un poco más.
— ¿Te sientes mejor? —preguntó en un susurro, su voz vibrando contra mi piel.
—Un poco —admití, inclinando ligeramente la cabeza hacia la suya. Mi corazón seguía pesado, pero su compañía hacía que todo se sintiera más soportable, como si su simple existencia pudiera anclarme al presente y alejarme de mis pensamientos más oscuros.
—Sabes que puedes decirme lo que sea, ¿verdad?
—Lo sé.
Nos quedamos así, en silencio, viendo cómo la ciudad cobraba vida a nuestro alrededor, mientras el sol tímidamente comenzaba a asomarse por el horizonte. En ese momento, decidí que podía permitirme unos instantes más de calma antes de enfrentar las sombras que esperaban allá afuera.
Había dejado de prestar atención a la maravillosa vista que la madrugada me ofrecía. El cielo, aún sumido en sombras, comenzaba a teñirse de tonos pastel, como si la luz solar luchara por abrirse paso entre las nubes que dormitaban en el horizonte. Pero toda esa serenidad se había evaporado, opacada por la inquietante cercanía del hombre detrás de mí.
Yoongi, con su acostumbrada irreverencia y ese encanto que siempre lograba desarmarme, había encontrado el modo de provocarme nuevamente. Sus movimientos, sutiles pero deliberados, hacían que nuestros cuerpos se rozaran de manera casi imperceptible, y aunque intenté resistir, mi traicionero cuerpo lo buscaba inconscientemente. Sentí cómo su respiración se volvía más lenta y profunda, sincronizándose con el leve vaivén de sus acciones.
Sin embargo, todo cambió en un instante. Su toque, que antes buscaba jugar con mis sentidos, se transformó en algo completamente distinto. Sus dedos, fríos y exploradores, se deslizaron por mi espalda hasta detenerse en esas zonas que siempre había querido ocultar del mundo.
Las cicatrices.
De repente, el aire en la habitación pareció adquirir una densidad casi tangible, como si una barrera invisible hubiera caído entre nosotros. Era un cambio abrupto, una transformación que se sentía en cada partícula a nuestro alrededor. La calidez acogedora que él había construido con su presencia se disipó en un instante, dejando en su lugar una sensación de tensión que me hizo contener la respiración. Podía sentir cómo la atmósfera se volvía más fría, no por la temperatura real, sino por el peso de lo que no se decía. Sus ojos, que momentos antes habían transmitido una mezcla de calma y atención, se oscurecieron, reflejando emociones que apenas podía descifrar.
Su respiración, hasta entonces tranquila y medida, comenzó a acelerarse, aunque de manera contenida, como si luchara por mantener el control. Sin embargo, no podía esconderlo: algo lo estaba consumiendo desde dentro, algo que parecía oprimirle el pecho con fuerza. Era una mezcla de angustia y furia contenida, como si cada inhalación fuera un esfuerzo para no desbordarse. Entonces, cuando finalmente habló, su voz se alzó grave y profunda, impregnada de una intensidad que me atravesó el pecho como una daga.
— ¿Quién te hizo esto?
Sus palabras me golpearon con la fuerza de un martillo, y el peso de su pregunta se sintió como una losa sobre mi espalda. Mi reacción fue inmediata y visceral. Me aparté de él con torpeza, mi cuerpo inundado por una incomodidad insoportable, mientras un cúmulo de emociones se desbordaba dentro de mí. El dolor, la vergüenza y la ira se mezclaron en una tormenta que amenazaba con ahogarme. Su mirada no se apartaba de mí, como si buscara respuestas no solo en mis palabras, sino en cada pequeño gesto que pudiera delatarme.
Me maldije internamente con una furia que me quemaba por dentro, una mezcla de rabia y vergüenza que no podía apagar. ¿Cómo pude ser tan estúpido? ¿Cómo permití que mi descuido me traicionara de esta manera? Las cicatrices, esas marcas imborrables que llevaba como un mapa silencioso de mi historia, estaban ahora a la vista, expuestas como si gritaran al mundo lo que había intentado tanto tiempo ocultar. Cada una de ellas era un recordatorio perpetuo, cruel e ineludible, de todo lo que había perdido, de lo que había soportado, y de las batallas que nunca había pedido luchar.
Y ahora estaba él, Yoongi, parado frente a mí, con esos ojos oscuros que no se apartaban de las cicatrices. Su mirada, cargada de preocupación, se sentía como una daga hundiéndose en mi orgullo. Era imposible ignorar la intensidad de sus ojos; me atravesaban como si pudieran leer cada secreto que intentaba mantener enterrado. Pero lo peor no era la preocupación. No, lo que verdaderamente me destrozaba era la otra emoción que comenzaba a asomarse en su expresión: lástima.
Lo odiaba. Lo odiaba con toda el alma. Esa maldita compasión en su rostro era como un veneno que se mezclaba con mi sangre, una confirmación silenciosa de lo que siempre había temido. No necesitaba su lástima, ni de él ni de nadie. Si algo me mantenía de pie, era la certeza de que no era un objeto de pena, y ahí estaba él, amenazando con arrancarme incluso esa pequeña seguridad.
—Nadie. No te preocupes —murmuré con un esfuerzo palpable, intentando revestir mi voz de una firmeza que simplemente no podía sostener. Pero la grieta en mis palabras fue tan evidente que incluso yo la sentí retumbar en el aire. Intenté dar un paso hacia atrás, buscando refugio en la habitación, un lugar donde pudiera esconderme de su escrutinio, pero sus manos me detuvieron con una delicadeza engañosa.
Sujetó mi rostro con un cuidado que casi me hizo quebrarme, pero su agarre tenía también una firmeza inquebrantable, como si temiera que, de soltarme, yo pudiera desvanecerme en el aire. Su mirada era un torrente de emociones: preocupación, incredulidad, y una furia contenida que chispeaba en sus oscuros ojos.
—Dame un nombre y se acabó, Jimin. —Su tono, bajo pero cargado de una intensidad sofocante, me hizo estremecer. Era una furia controlada, un volcán que aún no había estallado, pero que amenazaba con hacerlo en cualquier momento—. Estas no son simples marcas. Son heridas profundas.
Me debatí contra su agarre, buscando una salida, un respiro, cualquier cosa que me permitiera escapar de esa confrontación. Pero él no cedió. Su fuerza no era física, sino emocional, y eso me desarmaba más que cualquier fuerza bruta.
—Son solo... cicatrices —dije al fin, con una voz que no era más que un eco de mi antigua resolución. Casi parecía una súplica, una petición desesperada para que no siguiera indagando.
Pero no eran solo cicatrices. Nunca lo habían sido. Eran las marcas que habían moldeado mi existencia desde que era un niño. Vestigios de un accidente que jamás debió ocurrir, una tragedia que había destrozado mi vida antes de que siquiera tuviera la oportunidad de vivirla plenamente. Esas cicatrices eran más que piel rota; eran la prueba tangible de una culpa que me corroía día tras día, una culpa que me susurraba constantemente que, si no hubiera vuelto a buscar ese maldito juguete en la calle, mi madre estaría viva.
Y no eran solo recuerdos del pasado. Eran también las marcas imborrables que mi padre me había dejado. No solo en mi piel, sino en lo más profundo de mi ser. Cicatrices que ardían como brasas cada vez que mi memoria las evocaba, como si alguien encendiera una llama contra mi carne para recordarme que había sido el centro de su odio y desprecio. Durante toda mi vida, esas heridas habían sido un símbolo del tormento que soporté bajo su mano.
—Jimin. —La voz de Yoongi me sacó de mis pensamientos oscuros, pero no logró calmar la tormenta que rugía dentro de mí. Esta vez, su tono era diferente, más suave, casi vulnerable—. ¿Quién te lastimó?
—No te metas —gruñí, intentando forjar un muro de firmeza, aunque mi voz traicionó la desesperación que hervía en mi pecho.
Nuestras miradas se encontraron, como si un campo de batalla invisible se abriera entre nosotros. Su expresión era dura, decidida, mientras la mía reflejaba un torbellino de emociones que no podía controlar. Yoongi no se movió, su postura tan inamovible como una montaña, y yo luchaba por mantenerme erguido bajo el peso de mi propia tormenta interna.
—Minnie... —susurró en un tono que bordeaba la súplica, utilizando ese apodo que tantas veces había logrado desarmarme.
Pero no esta vez. Esta vez, el muro que había construido durante años se resquebrajó completamente. Mi paciencia, mi autocontrol, todo se desmoronó en un instante.
— ¡Fue mi padre! —grité, sintiendo cómo las palabras salían disparadas como un río desbordado, imparables y devastadoras—. ¿Está bien? ¡Mi maldito padre me hizo esas cicatrices, ahora cierra la boca! ¡Carajo!
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, reverberando como un eco ensordecedor. Podía sentir el peso de cada sílaba, como si cada una llevara una carga que mi pecho no podía soportar. Mi respiración era errática, mi cuerpo entero temblaba, y por primera vez en mucho tiempo, me sentí completamente expuesto, como si el peso de todo mi pasado estuviera aplastándome.
Yoongi no se movió, pero sus ojos hablaban con la elocuencia de quien no necesita palabras. Había algo indescriptible en su mirada, una mezcla de dolor, ira contenida y, quizás, un rastro de impotencia que parecía atravesarme como un cuchillo. Esa intensidad me hizo querer retroceder, escapar antes de enfrentar el abismo de las consecuencias de mi confesión.
Con un movimiento brusco, me aparté de él, enfrentándolo como si fuera un enemigo invisible que debía vencer para proteger lo poco que quedaba de mi orgullo. Pero su mirada seguía allí, fija, desafiándome sin necesidad de alzar la voz. Era una presencia tan contundente que cada intento mío por retroceder se veía truncado. Sus ojos oscuros, tan intensos como una noche sin luna, hablaban un lenguaje que yo comprendía a la perfección, aunque prefería fingir que no lo hacía.
Yoongi no dijo nada. No esperaba que lo hiciera. De hecho, en el fondo, agradecía su silencio. Cada palabra innecesaria habría sido un peso añadido al ya insoportable momento de vulnerabilidad que atravesaba. Su mutismo era un alivio extraño, como si supiera que cualquier intento por llenar el vacío con palabras solo empeoraría la situación.
Sentí cómo mis ojos comenzaban a nublarse, pero no por lágrimas. Era el peso del recuerdo, de un pasado que nunca lograba soltar del todo. El dolor se manifestó con una crudeza devastadora, aunque ya no existía físicamente. Era un dolor fantasma, un tormento que habitaba conmigo cada día, como una sombra inseparable. Me retorcí ligeramente, como si ese sufrimiento intangible se materializara de repente. Era el mismo tormento que me perseguía cada vez que, de manera masoquista, visitaba a Seuncheol en ese hogar que no era más que una prisión emocional disfrazada de refugio.
Yoongi seguía inmóvil frente a mí. Su mirada estaba fija en la mía, escrutándome con la paciencia de quien intenta descifrar un enigma que no tiene solución. Esa inercia suya, ese estado de aparente calma, me exasperaba más de lo que debería. No era un espectador pasivo, pero su quietud me provocaba la necesidad de gritar, de hacerle entender que no podía soportar su escrutinio. Aunque no caía ninguna lágrima de mis ojos, sabía que él podía verlo todo. Era como si pudiera leer cada grieta, cada fractura en mi interior con solo mirarme.
Lo entendió. En el instante en que volvió a fijar sus ojos en mí, su expresión cambió. La rabia contenida que había brillado en su mirada comenzó a desvanecerse, reemplazada por algo más suave, más profundo. Entonces alzó la mano, despacio, con movimientos casi deliberados, como si temiera que cualquier acción brusca me hiciera retroceder.
Sus dedos tomaron los míos con una firmeza decidida pero sin agresividad, y antes de que pudiera oponer resistencia, me jaló hacia él con una habilidad casi innata. Mi cuerpo, sin permiso, cedió, y mi rostro buscó refugio en su cuello. El calor de su piel, el latido constante de su corazón, eran inesperadamente reconfortantes, aunque en mi interior se libraba una batalla por no sucumbir a esa sensación.
Él me envolvió en sus brazos, cerrando el espacio entre nosotros como si pudiera protegerme de todo lo que me atormentaba. Sus movimientos eran metódicos, casi calculados, pero había algo en su manera de sostenerme que no se sentía forzado. Su respiración, lenta y medida, contrastaba con el caos que rugía dentro de mí. Era como si, de alguna manera, esa calma suya intentara encontrar un camino para filtrarse en mi desorden y estabilizarlo.
Sus manos, grandes y cálidas, comenzaron a recorrer mi espalda en movimientos lentos y cuidadosos, como si cada caricia fuera una promesa muda de que todo estaría bien. Era absurdo, lo sabía. Yoongi no era alguien particularmente hábil en los gestos tradicionales de consuelo, pero lo que hacía era genuino, auténtico. Había una torpeza inherente en su manera de consolarme, pero esa misma torpeza, esa falta de perfección, lo hacía más efectivo. Era como si su autenticidad lograra llegar a un rincón de mí que ninguna otra persona había podido alcanzar.
Un sollozo escapó de mis labios, ahogado pero inconfundible, como si hubiera estado aguardando su momento para salir. Intenté contenerlo, tragármelo de vuelta, pero el nudo en mi garganta era demasiado fuerte. En ese instante, me sentí pequeño, insignificante, como si el peso de los años y las cicatrices me hubiera devuelto a un tiempo en el que no sabía cómo protegerme del mundo. Era patético, ridículo incluso. La vergüenza se enroscaba en mi pecho, apretándome con fuerza, mientras me enfrentaba a una realidad que me negaba a aceptar: todavía era ese niño roto, marcado por un pasado que me había robado más de lo que yo estaba dispuesto a admitir.
Mi mente viajó sin permiso a los recuerdos que siempre trataba de evitar, a imágenes fragmentadas que parecían haber sido arrancadas de un mal sueño. Tenía cuatro o cinco años, aunque los detalles exactos se desdibujaban como tinta corrida. No era capaz de precisar las fechas o las horas, pero no importaba. Esos recuerdos no vivían en el tiempo cronológico; existían en el fondo de mi ser, como cicatrices que nunca sanaban del todo. No eran días felices que pudiera mirar con nostalgia ni instantes dulces que merecieran ser contados. Eran sombras, heridas, un eco constante de todo lo que me habían arrebatado antes de siquiera entender lo que significaba tenerlo.
Eran los días en que había aprendido, mucho antes de lo debido, que el mundo podía ser cruel. Que las personas que se suponía debían protegerte podían convertirse en tus peores verdugos. Eran los días que habían plantado en mí una semilla de desconfianza y miedo que seguía creciendo, envolviendo mi corazón con sus raíces espinosas cada vez que intentaba avanzar. Eran el origen de mis demonios, esos que me susurraban al oído cada vez que trataba de ser feliz, recordándome que no lo merecía.
Yoongi permanecía allí, sin moverse, sin emitir una palabra que pudiera romper el frágil equilibrio de ese momento. Su silencio, lejos de incomodarme, era un alivio. No intentaba llenarlo con frases vacías ni consolarme con clichés que harían más daño que bien. En lugar de eso, me ofrecía su presencia, sólida y constante, como una roca en medio de un mar embravecido. Y de alguna forma, esa simpleza lograba calmarme. No entendía cómo, pero funcionaba. Su torpeza al consolarme no hacía más que añadir autenticidad a sus gestos, y eso, más que cualquier palabra, era lo que necesitaba.
Su abrazo era firme pero no sofocante, como si supiera exactamente cuánta presión aplicar para mantenerme entero sin hacerme sentir atrapado. Me sostenía sin reservas, como si mi peso no fuera una carga, como si yo no estuviera tan roto como me sentía. Y en su contacto había una verdad muda, una promesa que no necesitaba ser verbalizada: no estaba solo, como le había asegurado aquella noche en la azotea del hospital.
A partir de ese día, sentí cómo algo dentro de mí se transformó por completo, pero... ¿era bueno o malo?
Namjoon estaba en la guardería del hospital con su hija, Chaeyoung. La pequeña, con su cabello recogido en dos coletas desiguales y un vestido que ya llevaba las huellas de un día lleno de juegos, estaba sentada en una alfombra de colores vivos. Concentrada, apilaba bloques de madera con la seriedad de alguien que construía el rascacielos más alto del mundo. Namjoon, sentado cerca de ella, observaba con esa mezcla de orgullo y ternura que solo un padre puede tener, ajustándose las gafas de vez en cuando como si eso lo ayudara a enfocarse mejor en la escena.
A unos pasos de distancia, apoyados despreocupadamente contra la pared como si fueran simples observadores de una obra teatral, se encontraban Hoseok y Yoongi. Ambos estaban absortos en su intercambio habitual de pullas, sus voces en un tono lo suficientemente bajo para no atraer la atención de los demás. A pesar de ello, la chispa de rivalidad y jugueteo entre ellos era evidente.
— ¿Crees que tendrás hijos tan calmados como Chaeyoung? —preguntó Yoongi, con esa mezcla inconfundible de sarcasmo y curiosidad que solía caracterizarlo, mientras echaba un vistazo a la niña que jugaba tranquilamente en la alfombra.
Hoseok resopló, cruzándose de brazos y ladeando la cabeza con una expresión pensativa, como si estuviera considerando seriamente la pregunta.
—He criticado tanto la conducta de niños ajenos que estoy seguro de que los míos serán un desastre. Obra del karma, por supuesto.
Yoongi arqueó una ceja, y una sonrisa ladeada asomó en su rostro. La chispa traviesa en sus ojos no presagiaba nada bueno.
—Mini-Hoba. Suena prometedor. ¿Los hacemos? Nos saldrán guapos, pero los portas tú. El parto me da terror.
Hoseok se giró hacia él, primero con una expresión incrédula que pronto se transformó en una mezcla de exasperación y burla. Encogiéndose de hombros, respondió con calma calculada:
—No te ofendas, pero si fuera mujer, tú no serías el tipo de hombre que buscaría, cabrón.
— ¿Qué tengo de malo? —replicó Yoongi, fingiendo indignación mientras ajustaba el cuello de su bata.
—Todo, cabrón —sentenció Hoseok con una sonrisa seca y satisfecha.
Yoongi frunció el ceño, inclinándose un poco más hacia su amigo.
—Deja de decirme así o te acusaré con nuestro padre falso.
—Cállate... cabrón —respondió Hoseok con una sonrisa triunfante.
Y eso fue suficiente para desencadenar el caos. Como si hubieran recibido una señal invisible, ambos se lanzaron uno contra el otro, agarrándose mutuamente de los cuellos de las batas y repartiendo manotazos que, aunque carentes de verdadera fuerza, eran lo suficientemente ruidosos como para sobresalir en el ambiente tranquilo de la guardería.
La escena estaba al borde de descontrolarse cuando una figura imponente apareció en el marco de la puerta. Jin, con su energía habitual y su aura de autoridad disfrazada de camaradería, entró con paso firme. Su mirada, mitad severa y mitad divertida, se clavó en los dos alborotadores. Hoseok y Yoongi, al percatarse de su presencia, se congelaron como niños atrapados en plena travesura.
Con una sincronización casi cómica, ambos soltaron las batas del otro y se enderezaron, ajustándose la ropa con una dignidad fingida antes de inclinarse en una reverencia apresurada. Sus rostros delataban una mezcla de terror y vergüenza mientras intentaban parecer lo más compuestos posible.
Seokjin, por su parte, optó por ignorarlos. Su atención se dirigió de inmediato a Namjoon y Chaeyoung, que estaban al otro lado de la sala. Al ver a la pequeña jugando con sus bloques de madera, una sonrisa cálida y amplia iluminó su rostro, como si estuviera contemplando un pequeño milagro.
— ¡Aigo! ¡Un mini-Namjoonie en acción! —exclamó con entusiasmo, avanzando hacia ellos con pasos decididos.
Namjoon, que había estado observando a su hija con calma, levantó la mirada, claramente sorprendido por la interrupción. Ajustó sus gafas mientras una sonrisa ligera asomaba en su rostro.
—Es mini, pero no Namjoon. Tiene su propia personalidad.
Seokjin se inclinó hacia la niña, su rostro adoptando una expresión relajada mientras comenzaba a hacerle caras y sonidos graciosos. Chaeyoung, al principio un poco desconcertada, no tardó en soltar una carcajada cristalina, llena de inocencia y alegría.
Detrás de ellos, Hoseok y Yoongi, todavía de pie junto a la pared, observaban la escena con expresiones que fluctuaban entre la diversión y la incredulidad. Fue Yoongi quien rompió el silencio, con su tono característico que combinaba sarcasmo y humor seco:
—Hoba, ¿nos metimos en problemas con papá?
Hoseok, con un suspiro resignado, alzó ambas cejas y respondió sin mirar a su compañero:
—Probablemente. Y esta vez, sin posibilidad de escape. Sólo... cierra la boca y no te muevas.
Chaeyoung alzó la mirada, sus grandes ojos llenos de curiosidad encontrándose con los de Seokjin, quien se había agachado hasta quedar a su nivel. Su expresión, una mezcla de alegría exagerada y teatralidad, parecía diseñada para captar la atención de cualquier niño, y la pequeña no fue la excepción. Sin perder el ritmo, Jin comenzó a narrar una historia absurda sobre un “doctor Namjoon” que, armado con un bisturí mágico, derrotaba dragones en quirófanos encantados y rescataba pacientes de mazmorras de papel maché.
La carcajada de Chaeyoung, mucho más escandalosa que las anteriores, resonó como una campanilla de alegría pura, llenando la habitación de una energía tan contagiosa que incluso Namjoon se sorprendió sonriendo. Desde su lugar, observaba la escena con una mezcla de asombro y calidez. Había algo inexplicablemente encantador en la manera en que Jin lograba conectar con su hija, a pesar de lo ridículas que eran sus historias. Una idea incómoda, apenas formada, cruzó por su mente: ¿Podría ser Jin tan buen padre como parecía? Sin embargo, decidió no profundizar en ese pensamiento y se centró en el momento.
Más tarde, Jin se incorporó del piso, sacudiendo los pantalones con exageración y lanzando un comentario casual que tomó a Namjoon completamente desprevenido.
—Sabes, tú sí que eres un gran padre.
Namjoon, visiblemente más serio pero igualmente agradecido, respondió con una sinceridad que pocas veces dejaba entrever:
—Y tú tienes talento para esto. Tal vez deberías considerar sentar cabeza. Bueno, todos deberíamos.
Mientras pronunciaba estas últimas palabras, sus ojos se dirigieron deliberadamente hacia Yoongi y Hoseok, quienes estaban a pocos pasos. Ambos habían reanudado sus habituales tonterías, dándose empujones y lanzándose insultos a media voz como si estuvieran atrapados en un eterno recreo de escuela primaria.
El comentario de Namjoon detuvo momentáneamente su absurda disputa. Intercambiaron una mirada de desconcierto, hasta que Yoongi, fiel a su estilo, rompió el silencio con un comentario cargado de ironía:
—Hobiga, ¿es cosa mía o eso fue dirigido a nosotros?
Hoseok, sin alterar su expresión de aparente indiferencia, alzó ambas cejas antes de responder con un tono seco:
—No, gracias. No me agradan los mocosos.
La risa de Jin estalló como una explosión, resonando en la guardería con tanta fuerza que incluso Chaeyoung, desde los brazos de su padre, volvió a reír. Sin embargo, durante un breve instante, algo en la mirada de Jin cambió. Conocía a Hoseok demasiado bien como para no notar que sus palabras escondían más de lo que aparentaban. Lo había visto sonreírle a niños enfermos con una ternura que rara vez mostraba a los adultos, aunque nunca lo admitiría en voz alta.
Cuando finalmente llegó el momento de despedirse, Namjoon, cargando a Chaeyoung, se dirigió hacia la puerta. Jin, siempre fiel a su estilo teatral, se acercó a Hoseok y Yoongi con una sonrisa que rozaba lo paternal.
—Mis dos hijos mayores, siempre tan unidos y peleando. Me llenan de orgullo —declaró mientras revolvía con entusiasmo los cabellos de ambos.
Yoongi lo fulminó con la mirada, mientras se apresuraba a alisar su cabello con un gesto de exasperación. Hoseok, por su parte, bufó con fastidio, aunque no hizo nada para apartarse del alcance de Jin. Era una escena casi entrañable, aunque ninguno de los involucrados lo admitiría. Desde la puerta, Namjoon observaba todo con una sonrisa contenida, claramente entretenido por el espectáculo.
Antes de salir, Jin realizó una última reverencia, esta vez dirigida exclusivamente a Chaeyoung, quien lo miraba con ojos brillantes y un entusiasmo infantil imposible de disimular.
— ¡Adiós, princesa Kim! —exclamó, alzando una mano con gesto dramático, como si se tratara de una despedida real.
Chaeyoung respondió con una risa contagiosa, agitando sus pequeñas manos desde los brazos de su padre.
—Yo también me retiro —anunció Hoseok, acercándose deliberadamente hacia Chaeyoung. Tomó su pequeña mano con una expresión suave, modulando una sonrisa apenas perceptible—. Mañana saldremos con el tío Hoseok, quien te comprará cualquier libro que prefieras, ¿de acuerdo?
— ¡Sí, tío Hobi! —exclamó la niña con entusiasmo, arrancándole una risa al hombre, que poco después se retiró en silencio.
Se dirigió hacia los vestuarios del hospital, preparándose para despedirse de Wooridul después de haber concluido una extenuante guardia. Al acercarse a su casillero, su atención fue capturada por una pequeña nota pegada sobre la puerta de metal.
El mensaje, escrito con tinta azul y en una letra redonda que reconoció de inmediato, decía: “Sonríe más, el hospital no te paga por parecer un villano”. Aunque su rostro permaneció inmutable, sus ojos se entrecerraron ligeramente mientras arrancaba la nota de la superficie metálica.
No le dio demasiada importancia a la nota y comenzó a vestirse con la calma propia de quien ya había dejado el cansancio de una guardia de veinticuatro horas en el vestuario. Colocó con precisión cada prenda en su sitio, ajustando la camiseta y alisando luego las mangas de su sudadera como un reflejo automático. Luego, tomó su mochila y su teléfono, echando un vistazo rápido a las notificaciones que se acumulaban en la pantalla. Entre ellas, destacaban varios mensajes de sus padres, acompañados de fotografías antiguas de Hoseok cuando era niño y adolescente.
Sus padres le explicaban con entusiasmo que, mientras organizaban su mudanza a una nueva casa en su ciudad natal, Gwangju, habían encontrado un álbum de fotos que creían perdido hacía años. Este contenía recuerdos de toda su vida escolar, y ahora, entre lágrimas y risas, se emocionaban al revivir aquellos momentos y constatar el crecimiento de su único hijo.
Hoseok rodó los ojos, aunque una sonrisa tenue asomó en su rostro. No podía evitar sentirse agradecido por tener unos padres tan peculiares, especialmente en un entorno como Corea del Sur, donde las demostraciones emocionales abiertas no eran precisamente comunes. Guardó el teléfono con un suspiro, cargando en silencio con la mezcla de orgullo y afecto que sus padres siempre lograban evocar en él.
Al salir del vestuario, sus pasos lo llevaron hacia la puerta de salida. Fue entonces cuando notó una figura familiar a unos metros de distancia. Jisoo estaba allí, con la postura relajada, sosteniendo un cigarrillo que ya estaba consumido hasta la mitad. Hoseok frunció ligeramente el ceño al verla. Sin darse cuenta, apretó la nota en su mano, como si el papel fuera un objeto de valor insospechado.
Se quedó observándola en silencio, esperando con una paciencia casi ensayada a que se deshiciera de aquella “estupidez”, como él lo llamaba en su mente. No podía evitar que algo en esa escena lo exasperara: le molestaba profundamente que una mujer tan joven como Jisoo acortara su vida con algo tan insalubre. Además, su aversión personal al humo amargo que desprendía el cigarrillo hacía la situación aún más irritante.
Afortunadamente, desde que mantenían una relación más cercana, Jisoo se esforzaba por usar una colonia dulzona con notas de vainilla que, de alguna manera, neutralizaba las pequeñas molestias que Hoseok solía encontrar en todo. Ese aroma, intenso y persistente, se le había hecho tan familiar que a veces lo llevaba consigo incluso después de despedirse de ella.
Cuando finalmente la vio apagar el cigarrillo contra el suelo con un ligero giro de su zapatilla, Hoseok decidió acercarse. Caminó con paso firme, colocándose a su costado izquierdo. Al llegar, carraspeó ligeramente para llamar su atención, lo que provocó que ella girara la cabeza hacia él con una sonrisa habitual, despreocupada, como siempre hacía al verlo.
— ¿Crees que esto es gracioso? —preguntó Hoseok, su tono serio y directo, como si cada palabra pesara lo suficiente para no necesitar adornos.
Jisoo parpadeó, visiblemente sorprendida por la pregunta, antes de soltar una risa suave que parecía una mezcla de nerviosismo y diversión mientras observaba la nota entre las manos del mayor.
— ¡Era solo una broma! —respondió con un deje de disculpa en su voz—. No pensé que te lo tomarías tan mal.
Él soltó un largo suspiro, cargado de resignación más que de enojo. Su expresión permanecía estoica, pero había en ella un leve matiz de fastidio que no lograba ocultar del todo.
—Si tienes tiempo para bromas, deberías usarlo para mejorar tus diagnósticos —replicó con un tono seco, pero sin malicia, mientras sus ojos se desviaban hacia la nota que aún sostenía en su mano.
En lugar de tirarla, como Jisoo esperaba, Hoseok la dobló con cuidado, alisando los bordes con los dedos antes de guardarla en el bolsillo de su sudadera. El gesto, aunque pequeño e insignificante para cualquiera que lo observara, tuvo un peso inesperado para ella. Una calidez extraña se instaló en su pecho, algo que no habría admitido ni bajo tortura, pero que allí permanecía, como un eco persistente del momento.
Hoseok, por su parte, no dijo nada más. Simplemente ajustó su mochila sobre el hombro y continuó su camino hacia la salida, dejando a Jisoo mirando cómo se alejaba, con una sonrisa que no lograba borrar de su rostro.
Lo amo, doctor Jung 🫦
ALEX.
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