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Capítulo 1

Edith Bloom tomó la prueba de embarazo. Dos líneas color de rosa significarían que estaba embarazada. Una línea significaba que no lo estaba. En un minuto sabría si sus náuseas eran causa de un virus o de un embarazo. Encogida de hombros, se apoyó contra la pared del baño. La decoración del baño parecía hacer remolinos formando rayas de color malva, gris y blanco.

Hoy dejaría a su marido. Nathan no sabía que ella se iría. No es que no debería saberlo; Edith había intentado hablar con él, decirle que no era feliz, pero de nada sirvió. Con el tiempo levantó una pared entre ella y su negligente marido. Detrás de esa pared, ella aún anhelaba ser apreciada. Pero Nathan parecía estar más interesado en su trabajo, en sus deportes, en su propia vida, que en ella.

Ahora era demasiado tarde. Edith sentía como si su amor hacia él se hubiese marchitado y muerto como el de una rosa delicada sin agua. Dobló el dobladillo de su camiseta y se preguntó qué iba a hacer si la prueba daba positiva. Nathan nunca había querido tener hijos. ¿Debería decírselo? ¿Debería igualmente marcharse?

Oró por primera vez en semanas. Por favor, Dios, no es momento para tener un bebé.

Edith escudriño la banda de la prueba.

¡Embarazada!

Como si a saberlo se iniciara otro furioso ataque de náuseas, corrió apresuradamente al inodoro y se puso de rodillas. Cuando finalizaron las náuseas, se dirigió pesadamente a la cocina. Galletas. Había escuchado que las galletas calmaban las náuseas. Edith buscó por los desordenados gabinetes blancos y encontró una caja de galletas saladas. Pudo comer dos, junto a unos sorbos de agua. Las galletas le taparon el mal gusto que tenía en la boca, y las náuseas bajaron a un nivel tolerante.

Edith, gruñendo, descansó la cabeza en su mano. Regularmente, solía pensar en una familia, pero no estando al borde de una separación. Este embarazo parecía ser la mayor muestra de ironía. En el momento en el que más necesitaría trabajar, se quedaría sin empleo. Una aeromoza no podía estar enferma varios meses. Seguramente no la iban a dejar volar. Ella había ahorrado en secreto algo de dinero, pero no era lo suficiente como para vivir de eso durante nueve meses.

¿Y ahora qué?

Pensó en Jennie, su hermana mayor. Ella sabría qué hacer. Le había ayudado a resolver sus problemas desde que eran niñas. Jennie ahora era una maestra de éxito en Pittsburg, Texas, casada y con dos hijos. Quizá Jennie le permitiría quedarse con ella unas semanas. Pittsburg era un amigable pueblo al este de Texas, donde la vida se desenvolvía con un cómodo flujo y reflujo. Era justo lo opuesto a Dallas. Era la clase de soledad que Edith necesitaba. Se estiró y asió su celular y marcó el número de su hermana. Jennie contestó al segundo timbre.

—Hola.

Edith, mordiéndose el labio, secó una lágrima tibia. El hecho de escuchar a su hermana la hacía querer entrar en un ataque de llanto.

—Hola...—repitió Jennie, vacilante.

— ¿J...Jennie?

— ¿Edith eres tú?

—S...sí.

— ¿Hay algún problema?

—No. Todo está bien.

— ¿Nathan...está enfermo? ¿Ha...?

—Nathan está bien—Edith echó una mirada a la espaciosa sala de estar, decorada con tradición oriental. Se preguntó por primera vez si extrañaría la casa que ella y Nathan habían construido con risas y amor. Pero esos días habían terminado. No reían más. No había amor—.Jennie, tengo un problema. Me...me...—Edith tragó saliva—, me acabo de enterar que estoy embarazada.

— ¡Felicitaciones! —Exclamó Jennie entre risas—. Ni siquiera sabía que tú y Nathan están intentándolo. ¡Qué maravilloso!

—No lo estábamos—dijo Edith categóricamente—.Sabes que Nathan nunca quiso tener hijos.

—Oh, eso no importa. Ya cambiará de parecer. Charles lo hizo.

—Es que hoy voy a dejarlo—se ahogó con las lágrimas saladas que tenía en las comisuras de los labios.

— ¿Qué?

—Lo dejo. Me voy.

—Pero, pensé que tú y Nathan... Parecían ser tan felices...Incluso el "Día de los Caídos en Combate", cuando Charles y yo estuvimos allá.

—Fue todo fingido. He sido infeliz por dos años y miserable por uno.

— ¿Nathan lo sabe?

—Debe saberlo. Él es quien me ha hecho desgraciada.

—Edith, ¿por qué? ¿Qué ha hecho? ¿Ha tenido una...una aventura?

—Físicamente no. Mentalmente sí. Se interesa más por él mismo y por su propia vida que por mí. Ni siquiera puedo recordar la última vez que me dijo que me amaba. En realidad, no creo que me ame—se sentí en el borde de una banqueta.

—Bueno, ¿sabe del bebé?

—No, y no se lo voy a contar. Por lo menos, no por ahora.

Silencio.

—Quisiera haberme ido para cuando regrese. No quiero discutir con él por este tema.

— ¿Y tú empleo?

—Estoy tan descompuesta que el pensar en volar me ganas de vomitar de nuevo—Edith se imaginó a sí misma, alta, ágil y pálida vomitando en primera clase—. Igualmente, me tomé una semana para mudarme a un nuevo departamento, pero si no trabajo, no puedo pagarlo. Iré a ver si puedo arreglar una licencia laboral.

— ¿Y si no te la dan?

—Entonces renunciaré—Edith se irritó, como si su hermana la estuviese interrogando en el estrado. ¿Por qué Jennie no dejaba las molestas preguntas para los tribunales?

—Edith, no es tu forma de ser. No pareces ser tú.

—Por supuesto que no. ¡Estoy embrazada por amor de Dios! —su voz fue amenazada por una nueva ola de lágrimas.

—Está bien... está bien...—dijo Jennie tranquilizándose—cálmate. Puedes venir aquí si quieres. A Charles y a los chicos les gustará tenerte.

—Bien—otro sollozo—, estoy por ir a la aerolínea, luego, iré para allá. Llegaré antes de la cena.

—Te estaré esperando.

—Jennie...por ahora no le digas a mamá y a papá.

— ¿Cómo piensas ocultárselo? —Preguntó Jennie—. ¿Te has olvidado cómo corren las noticias en un pueblo chico? ¿Crees también que puedes esconderte en el armario mientras estés aquí?

Edith, frotándose los irritados ojos, suspiró.

—Lo sé. Simplemente no quiero tener que explicar todo hoy. Detesto lastimarlos. Además—Edith dudó—, para decirte la verdad, no quiero tener que escuchar uno de los sermones de mamá.

— ¡Edith!

—Lo lamento, pero es lo que siento.

—Lo único que te puedo prometes es que yo no se los diré, pero se enterarán... y pronto.

—Lo sé. Pero por lo menos tendré un poco de espacio.

—Bueno, ten cuidado manejando hasta aquí—dijo Jennie con voz preocupada.

—Gracias. Lo tendré.

Se despidieron y Edith le dio el adiós a su antigua vida. Ya había empacado casi toda su ropa y artículos personales. Buscaría el resto luego. Lo único que le quedaba por hacer era escribirle una carta a Nathan. Con dedos temblorosos, arrancó una hoja del anotador que colgaba del refrigerador color ébano. Por primera vez en semanas, se sintió a la deriva en una embestida violenta de dudad. ¿Era esto lo que en verdad quería?

Quizá si Nathan cambiara... Si despertase y se diese cuenta de que no tenían una relación. Ella necesitaba afecto, desesperadamente. Alguien con quien conversar. Honestidad. Ser querida. Nathan, un seductor latino, se había esmerado para hacerla sentir especial antes de casarse. Amorosamente, la había apodado su "Edith sureña". ¿Se habría olvidado?

Tal vez, el problema de Nathan era que no comprendía las necesidades de Edith. Pero ella recordaba tres conversaciones en las últimas semanas-si se puede llamar conversaciones-en las que había intentado decirle que no era feliz. Nathan no le había hecho caso, o le había pedido que no hiciese comentarios hasta una vez finalizado el juego de baloncesto por televisión. Él tampoco había prestado atención a que el "Día de los Enamorados" era su aniversario de bodas. Ni este año, ni el anterior.

Tomó la lapicera.

Sus dudas se desvanecieron.

Sabía que Nathan nunca cambiaría.

Edith, apretando los labios, escribió una breve carta. Luego se quitó la alianza de oro y la apoyó encima de la carta. Enseguida se le mezclaron tres sensaciones: alivio, depresión y coraje. Finalmente, Edith había conseguido las fuerzas para escaparse de esta trampa que Nathan llamaba matrimonio, aunque, en el fondo, parte de ella se lamentaba. Nunca imaginó al ir al altar, que el mismo hombre que la había hecho sentir tan especial, con el tiempo llegase a no hacerle caso. Edith nunca esperó que él fuera un príncipe azul, pero había esperado de él que, por lo menos, pusiese tiempo y esfuerzo en su matrimonio.

Edith se aferraría a su decisión de llegar a una separación legal, sin importar lo que Nathan prometiese. Él ya había roto su promesa de amarla, honrarla y apreciarla. Cualquier nueva promesa, serían palabras vacías.

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