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—Al menos déjame ir contigo.

Miroku apoyando su hombro contra el panel que dividía la sala de la cocina, trataba de disuadir a su esposa.

—Absolutamente no — respondió ella, cubriendo adecuadamente la canasta de delicias que le llevaría a Kagome.

—Pero Sango está completamente oscuro y no me gusta que salgas sola, menos bajo esta fuerte lluvia.

La castaña pasó al lado de su esposo sin siquiera responderle.

Miroku suspiró.

—Sango…

—Puedo cuidarme sola, Miroku —dijo con firmeza mientras se ataba un pañuelo en la cabeza.

—Eso no lo dudo.

—Entonces déjame ir a ver cómo está Kagome. Sabes que aún no se ha recuperado del todo, no podemos dejarla sola en ese estado. Ademas, le dije que regresería.

Miroku no respondió, y ¿cómo podría siquiera pensar en hacerlo? Cuando a Sango se le metía algo en la cabeza, nada podía hacerle cambiar de idea.

Sango caminó rápidamente, con la cabeza agachada, los hombros encogidos y la canasta escondida debajo de su capa.

Pocas luces se abrían paso entre la tormenta, al parecer la mayoría de los aldeanos ya estaban durmiendo.

Realmente no debió salir de casa con un clima tan hostil. Mas no le importaba, se había enfrentado a situaciones mucho peores, tormentas mucho más fuertes y climas mucho más fríos. 

Caminando contra el viento, avanzó hacia la cabaña de Kagome, la cual encontró con cierta dificultad en la opresiva oscuridad de esa noche sin luna. No salía luz por las ventanas. ¿Estaría durmiendo?

—Kagome, ¿estás despierta? —llamó, mientras golpeaba la puerta.

Abrió la puerta, la casa estaba en total oscuridad.
   

—¿Kagome?

Se quitó los zapatos y la capa mojada antes de entrar a la casa. Encendió la primera lámpara de aceite que encontró, iluminando el lugar.

—Te traje algo para comer.

La morena siguió hablando, a pesar de que su amiga probablemente no la estaba escuchando. Fue a la cocina, dejó la canasta y se dirigió al futón donde dormía Kagome, encontrándolo vacío.

—¿Kagome?

Sango se sorprendió. ¿Dónde diablos estaba Kagome?

Se dirigió hasta la pequeña habitación dónde Kagome tenía el ofuro. Tal vez se estaba dando un baño, pero nada, la sacerdotisa no estaba.

Al borde de la preocupación, con el corazón desbocado, se apresuró a ponerse los zapatos y la capa. Necesitaba a Miroku para que le ayudara a buscarla.

Abrió la puerta de golpe, sin embargo, algo la petrificó allí donde estaba.

Un relámpago atravesó el cielo, iluminando contra la luz una figura imponente que se destacaba frente a ella. Estaba paralizada, esa figura negra la miraba desde la oscuridad, sentía sus ojos amenazantes taladrar su persona. Los veía, rendijas doradas que brillaban en la noche.

La sombra dio un paso, acercándose, ella dio un paso atrás. Sabía que no podía hacer nada contra lo que fuera que estaba enfrentando. Podía verlo en sus ojos.

La ex cazadora dio otro paso atrás en el mismo instante en que la sombra avanzó hacia el interior de la cabaña. Ahora la tenue luz de la única lámpara de aceite encendida apenas iluminaba al ser frente a Sango, permitiéndole reconocer sus rasgos.

—¿S-Sesshoumaru? —susurró desconcertada.

Él siguió mirándola, dejando escapar un pequeño gruñido molesto. Avanzó más, Sango sabía que quería entrar. ¿Pero cuál era la razón? Fue en ese momento que en los brazos del demonio, envuelta en su pelaje, vio a Kagome inconsciente. Respiraba con dificultad, tenía la cara perlada de sudor y el pelo mojado por la lluvia. No sabía qué hacer, se sentía terriblemente confundida por la situación.

El cuerpo de Sango reaccionó mejor que su cerebro, moviéndose y dejando entrar a Sesshomaru.

Lo siguió con la mirada mientras se dirigía al futón, para luego apoyar a Kagome con una delicadeza que no sé ajustaba a un ser tan peligroso como Sesshomaru.

Sango todavía estaba luchando por comprender la situación en la que se encontraba, mirando al demonio incapaz de hablar.

—Sus ropajes, están mojados.

La voz profunda y controlada de Sesshoumaru rompió el silencio abruptamente, haciéndola saltar.

La mujer no respondió y el demonio la miró con impaciencia.

Una vez superado el estupor, Sango se dirigió hasta el pequeño baúl dónde Kagome guardaba la prendas para dormir y otras cosas íntimas. También buscó un cambio de sábanas y mantas, de nada serviría ponerle ropa seca a la sacerdotisa si las sabanas del futón también estaban empapadas.

El demonio se hizo a un lado, dejando que la fémina cambiara la ropa mojada de la sacerdotisa.

Era una situación insólita. Estar en una cabaña, en una aldea de humanos, junto a la compañía particular de Sesshomaru.

Incapaz de contener su curiosidad, de vez en cuando, Sango controlaba a Sesshomaru por el rabillo del ojo. Sin embargo, el demonio se encontraba de espalda, con la vista fija en la ventana cerrada. Y en ningún momento intentó espiar la posible desnudez de la miko inconsciente, como todo macho honorable.

Ya para terminar, Sango colocó un paño húmedo y frío en la cálida frente de la joven.

—Ahora solo necesita descansar —comentó Sango.

Sesshomaru seguía dándole la espalda, y no parecía interesado en responder.

—Puedes irte —ordenó de repente, con su típico tono plano e inexpresivo.

«¿La estaba tratando como a uno de sus súbditos? ¡Cómo se atrevía a darle órdenes

—No soy uno de tus…

—Me quedaré —la interrumpió el yokai.

Sango se quedó atónita por enésima vez en esa oscura y tormentosa noche. ¿En serio, (el Gran Señor Sesshomaru) cuidaría de un humano con fiebre?

—¿Por qué lo harías? Acaso…

—No tengo por qué darte explicaciones.

Esa era la segunda vez que la interrumpía.

—Me iré al amanecer —volvió hablar el demonio.

«Más que suficiente» Pensó Sango.

A pesar de lo absurdo de la situación, estaba feliz de que Kagome estuviera en buenas manos. Sabía que el demonio no dañaría a la sacerdotisa, pues de ser así, no sé habría tomado la molestia de llevarla en brazos hasta su cabaña, más bien la hubiese dejado tirada a su suerte. 

—Bueno, entonces gracias —agradeció, antes de salir a enfrentar ese muro de agua que no parecía amainar.

Por supuesto que no recibió respuesta, Sesshomaru ya se había sentado al lado de Kagome, apoyando su espalda en la pared y cruzando los brazos sobre su pecho.

Aunque su figura estaba endurecida por la poderosa armadura que vestía y por las espadas que descansaban en su costado, la cálida luz del hogar suavizaba sus siempre tan rígidos y agresivos rasgos, haciendo que la escena pareciera casi como un dulce cuadro.

Sango cerró la puerta detrás de ella, dirigiéndose a casa a través de la ventisca con esa imagen impresa en su mente. Tan pronto como se recuperara, Kagome tendría que explicarle muchas cosas.

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La chica cerró la puerta detrás de ella, su ropa goteaba agua empapando el suelo a su alrededor.

—Ah, maldita sea, ahora tendré que secarme…

—¿Sango…? ¿Eres tú?

La voz de Miroku llegó desde la cocina.

—Sí, sí, soy yo —respondió ella, quitándose la capa empapada.

—¿Por qué regresaste tan temprano? Supuse que estarías en casa de Kagome toda la noche.

Miroku asomó la cabeza por la cocina. Estaba lavando los platos.

—La he dejado en buenas manos, al menos lo espero —dijo Sango quitándose los zapatos.

Confundido por las palabras de su esposa, paró de lavar los platos, dejando a la cocina con curiosidad por saber a qué se refería.

—¿No me digas que la dejaste con Inuyasha?

Sango le dedicó una mirada ofendida al monje, por más cariño que le tuviera a Inuyasha no sé atrevería a dejar a Kagome bajo su cuidado. No luego de todas las cosas que la sacerdotisa le había revelado la noche anterior.

—No estoy estúpida, Aunque ahora que lo pienso...

—Sango, en lugar de murmurar para ti misma, ¿podrías involucrarme? ¿Con quién dejaste a Kagome?

La castaña, siempre tan segura de sí misma y de sus decisiones, miró a Miroku un poco confundida, esta vez no estaba tan segura de sus acciones.

—La he dejado con Sesshoumaru.

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