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Poliladron

Sabía que lo que Serena me había pedido era cuanto menos una locura. Yo quería, sí, pero ceder a sus deseos y a los míos representaba algo para lo cual no estaba listo: no era el hecho de quererla o no, eso era indiscutible; tampoco se trataba de las clásicas dudas sobre el tiempo que llevábamos juntos, aunque bien es cierto que dos meses me parecía demasiado poco. Lo mío tenía más que ver con la marca que estaría dejando en ella al atreverme a tomar un lugar de primacía en la vida de alguien que se merecía a un príncipe y no a este simple bufón de zapatos repletos de motas rojas.

A mí no me gusta ser de ese tipo de gente que entra al corazón de alguien pisando fuerte, con la obsesión latente de dejar huellas y que su presencia o ausencia se note a como dé lugar. El que entra al corazón ajeno con zapatos pesados lastima el suelo y así se sabe que es suyo. Yo no la quería mía, con marcas de propiedad privada y recuerdos imborrables que lo corroboraran, la quería libre, eligiéndome voluntariamente y forzándome a darle razones constantes para hacerlo. No quería dejar huellas, simplemente quería estar ahí el tiempo que nos prestemos mutuamente para luego marcharme cuando descubriera la persona que la estaba acompañando. Por Dios, debería dejarla ahora antes de que fuera demasiado tarde...

La semana que le prometí pasó volando, nuestros intentos con ella. La intimidad es difícil cuando se es adolescente: ella vivía con su madre en un rancho rodeado de pokémon que no dudarían en delatarnos... en un momento pensé en encerrar a ese maldito Fletching cuando mi novia no me viera, pero al final no pude idear cómo; todas las opciones conllevaban a que nuevamente me delatara. Tampoco mi casa, aquel lugar donde vivía con mis 42 hermanos, resultaba un sitios tan acogedor. Miles de miradas sobre nosotros arruinarían el momento. En un lugar pequeño como Pueblo Paleta ir a un albergue transitorio era una sentencia de muerte: ¡todos se enterarían! —Pueblo chico, infierno grande—. Ir al Bosque Verde nos falló en dos circunstancias en las que casi nos descubren antes de decidir que aquel era un sitio sucio y no merecía ser el escenario de algo tan especial. Por fin, ya hartos de husmear entre diferentes opciones, abogamos a lo más simple: tendríamos que irnos a otra ciudad, quizás en la comodidad de un hotel de Isla Canela durante las vacaciones de invierno. Ella se mostró reacia a esperar tanto, pero a mí me pareció perfecto. Eso sí le daría un toque especial.

Pronto adiviné las razones que habían llevado a Serena a aquella prisa inicial: ella estaba preparando su partida. Mi chica estaba resuelta a dar la vida de ser necesario para frenar a los asesinos justicieros contra quienes nos empezábamos a alzar. ¿Cómo pretendía acabar con ellos? Cada fecha anotada en ese bendito diario —al cual aún no había podido acceder siquiera para mirarlo— representaba en su imaginario una cita obligada por la cual no dudaría en cancelar cumpleaños y aniversarios a cambio de estar ahí y volver a enfrentarlos una vez más.

Me aterra lo que le pueda pasar si llegara a enfurecer a aquellas bestias. Yo la apoyo, sí, pero jamás permitiría que algo malo le sucediera. Por eso decidí que el único plan de acción que podría tomar a fin de salvar su vida era robarle el diario cuando estuviera distraída. Lo intenté en la escuela aprovechando un recreo en que me dejó en su salón mientras iba al baño, pero no llevaba aquel objeto guardado en su mochila. Esa situación fue incómoda en parte porque Vir estaba al lado mío y no dudaría en buchonearme frente a su amiga favorita si descubría que le revisaba las cosas, y en parte también porque Lillie no paraba de mirarme y creo haber oído alguna que otra amenaza por lo bajo. Lo intenté de nuevo en nuestras salidas, husmeando entre sus cosas mientras ella practicaba una performance, pero nuevamente mis esfuerzos resultaron vanos. No podía preguntarle dónde lo tenía si lo que quería era que no sospechara de mí, debía descubrirlo por mis medios.

El momento tan temido llegó y tanto ella como Gladio, Vir —su nueva amiga inseparable—, y yo esperábamos en la avenida vacía, vestidos como otras personas mientras la muerte aguardaba para vapulear a Bugsy, una especie de Cazabichos profesional y transgénero que según sé oficiaba de líder de gimnasio en Johto y según fuentes no oficiales, tras haber sido el ganador en numerosos concursos de captura de bichos había decidido utilizar sus talentos en la caza de pokémon insecto salvajes para ventas ilegales. Posiblemente eso explique qué estaba haciendo en una tienda de joyas de Kanto; probablemente el encargo fuera muy valioso como para dejar que alguien más lo entregara. Dudo seriamente que viniera hasta aquí a comprar un anillo... a menos que Gold haya logrado su cometido. Vaya uno a saber.

Gladio y Vir compartían unas donas sentados en el bar de enfrente, él miraba en todas las direcciones tratando de adivinar el sitio de procedencia de los agresores mientras que ella trataba de hacer lo mismo, aunque los orbes esmeralda que pululaban de un lado al otro frente a sus ojos habían logrado captar su atención. Creo que ahí algo se estaba gestando... mejor después le preguntaré a Serena. Por nuestra parte, yo me estaba haciendo pasar por un cliente interesado en ciertos anillos de boda mientras que la destinataria de aquel artefacto fingía pintar un cuadro con miras al local.

Esperamos una explosión y no ocurrió nada. Esperamos gritos, quizás un incendio... nada. Creímos que algún pokémon aparecería apuntando un arma con una mano mientras que con la otra elevaba un cartel que rezara «arriba las manos», pero nada de eso ocurrió. Bugsy salió de la joyería ofendido por no haber encontrado al dueño e insistiendo en volver cuando éste se encontrara presente, cruzó la calle y se dirigió al mismo bar donde Vir y Gladio vigilaban pacientes. La chica del Cleffa quiso ocultar sus rostros besando al rubio, pero éste giró la cara y le susurró algo en el oído, situación que me pareció muy cómica y hubiera sido tierna por la expresión risueña de la dama que se acababa de incorporar al grupo, pero un sonido de alarma despertó nuestros sentidos y todos juntos dirigimos la mirada buscando la ubicación del cazabichos en apuros.

Bugsy se revolcaba en el piso, escupiendo una espuma blanca y espesa por la boca en tanto sus mucosas se colmaban de color almibarado para luego volverse oscuras azulándole la piel. Vir intentó ayudarlo sugiriendo una respiración boca a boca, pero Gladio frenó al empleado de la cafetería que pretendió realizar aquel servicio.

—¡No lo toques! No podrás salvarlo —se apuró a decir—, eso que tiene no es una falla respiratoria, es veneno. Sólo conseguirás que el mismo te intoxique a ti también.

Inmersos en la impotencia observamos al líder corrupto morir asfixiado por algo que jamás hubiéramos esperado.

—Esto no tiene sentido —apuntó Serena cuando salíamos del lugar empujados por la llegada de la policía—, ellos no suelen actuar así; siempre pelean con megaevoluciones superiores al tipo elemental que suelen usar sus víctimas.

—Quizás al ser un líder de gimnasio descubrieron en él un reto que no podrían superar —observó su amiga apoyando una mano en su hombro en señal de empatía.

—No lo sé —contrarió Gladio—, Guille tenía megaevoluciones y era un entrenador fuerte. ¿Es posible que se les haya escapado ese dato y aún así decidieran pelear contra él de frente? Creo que hay algo más, algo que no sabemos sobre estos sujetos.

—Tal vez sabían de nosotros y por eso buscaron la manera de esquivarnos —propuse esperando ver sus reacciones.

—Envenenaron el café..., si querían esquivarnos lo lograron perfectamente. Jamás lo hubiera predicho —Serena inclinó el rostro repleto de pena e intenté animarla con un casto beso en los labios. Gladio continuó.

—¿Pero cómo lograron introducir el veneno en el café correcto, si nosotros dos acabábamos de adquirir el mismo producto apenas unos momentos antes de que todo ocurriera?

—Debe haber uno de ellos infiltrado —opinó Vir.

—Con meter un simple pokémon alcanza —corroboré yo—, no necesita ser uno muy grande.

Serena parecía afligida. —Así que un pequeño Ekans o quizás un Rattata que se nos escape de la vista es suficiente para dar fin a la vida de una persona. Esto es más difícil de lo que me esperaba.

—Cualquier pokémon podría haber sido —repuso la chica de la bufanda que seguía con su mano sobre el hombro de mi novia—: un Meowth, un Pachirisu...

—O quizás un Pikachu —musitó Gladio cerca de mi oído. Su voz apenas audible logró sin esfuerzo ganarse una mirada de odio que lo fulminara al instante, logrando que captara mi enojo y desviara su vista inquisidora de mi persona—. O cualquier otro —añadió al fin. Yo por mi parte dirigí una mirada a mi amigo quien sin vueltas comprendió lo que le estaba interrogando, indicándome con un gesto que no había encontrado nada relevante dentro del bolso de Serena en el tiempo que yo había entrado a la tienda, dejándolo a su cuidado.

El coche de Gladio nos llevó a nuestros respectivos hogares, primero Vir que intentaba devolvernos la alegría con comentarios ocurrentes y alguna que otra broma las cuales se hicieron extrañar apenas descendió del vehículo, luego trató de dejar a Serena, pero cuando su Porsche se detuvo frente a las puertas del rancho de la familia de mi querida pelimiel, ésta suplicó que me quedara a cenar.

—Me siento muy triste y no quiero que nos separemos tan pronto. Además, quisiera que conocieras a mi familia... Le he hablado mucho a mi madre sobre ti, ella también piensa que sería bueno compartir un rato.

Busqué ayuda en los ojos de Gladio, pero él, lejos de captar mi mensaje, apuró con su mano indicándome que abandonara el coche. «La medida de un hombre es qué tan lejos se atreve a ir para hacer feliz a su muchacha» recitó el desgraciado cuando nos despedimos y acto seguido desapareció dejando tras de sí una densa y oscura cortina de humo.

—Muy bien, hora de conocer a la mamá de la chica más especial del mundo —anuncié en voz alta para darme ánimo—. No ha de ser alguien tan dura de tratar, siendo quien te hiciera ser como eres...

¡Error! La madre de Serena era la persona más diferente a ella que pudiera existir. Apenas llegar me dijo «Así que tú eres el buitre que anda revoloteando atrás de mi mariposita» causando que la aludida se sonrojara más de lo que jamás habría conseguido lograr con mis mejores piropos y halagos. Grace se la pasó mencionando escenas ridículas de la vida de mi enamorada, tratando que yo compartiera las mías y bebiendo una cosa que si bien no quiso admitir que era alcohólica, tampoco permitió que nosotros la probáramos.

Hubo un momento en que su cara se puso roja de tanto ceder a la bebida y fue justo ahí cuando me incitó a una carrera pokémon. Acepté con gusto porque creí que sería bueno tener una experiencia nueva, jamás calculé que montar un Rhyhorn fuera algo tan complicado. Mi columna, mi espalda, casi todo mi cuerpo acabó adolorido, pero con mucho esfuerzo logré que ella me felicitara por al fin obtener el respeto que me merezco de parte de aquel formidable pokémon hasta que él mismo me invitara a montarlo. Más de cien kilos de roca y músculo obedecieron pasibles mis intenciones permitiéndome perder con dignidad aquella carrera y divertir así a mi nueva suegra, quien saliera completamente satisfecha de nuestro primer encuentro.

Serena se disculpó arduamente por aquella situación, mientras que su madre, un poco menos detallista, apenas había notado la gravedad de mis heridas y ordenó sin darle mucho peso al asunto que uno de sus doctores me revisara, por esas cosas de la vida. El hombre, tras indicarme unos analgésicos y mucho reposo, sugirió que durmiera esa noche ahí para que el viaje no me apabullara, y asediado por las súplicas de Serena, accedí a quedarme aquella noche con ellos.

Creí que mi estancia en el cuarto de huéspedes sería tranquila, pero cuando la hora del cenit acababa y no quedaba ninguna luz que ofreciera el poder diferenciar las siluetas, alguien apareció del otro lado de la puerta.

—¿Satoshi, estás despierto? —Está de más decirlo, pero era Serena.

—¿Qué haces aquí? Deberías estar durmiendo —protesté a manera de respuesta. Ella ignoró mis palabras bajando el cerrojo y permitiendo que la viera. Su pelo desprolijo, su ropa suelta, o quizás aquel destello de locura impreso en su rostro; no sabría con exactitud qué fue, pero algo en ella hizo que me encendiera.

Cruzó la puerta, la cerramos buscando que la llave no rompiera el silencio, atrapé su cintura entre mis brazos y comencé a besarla como si el sabor de sus labios fuera un manantial de agua en el desierto. La atraje hacia mí y ella me devolvió el favor aplastando nuestros cuerpos el uno contra el otro, nuestros pechos, el vientre, toda una madeja de carne pendulante, de apretujones bajo la ropa, de gemidos, suspiros y deseo. Metí mi mano en el recoveco que se formaba bajo su blusa y sentí la longitud de la piel que conformaba su espalda arder bajo el roce de las yemas de mis dedos. Me respiración se entrecortaba por el vaivén de sus besos y el haberme hundido en su pelo no hacía más que empeorar el cuadro.

La libré de cualquier prisión de ropa que me negara el saborear con el ápice de mi lengua la textura de sus blancos y castos pechos. Rodeé su contorno oyéndola suspirar, atraerme hacia ella, indicarme cómo proseguir. Besé su centro permitiéndole a mi mano seguir el cause correcto hasta colarse bajo su pantalón y acariciar zonas de placer, aquellas que nunca nadie antes había alcanzado. Me sentía libre de sólo acariciar ese torso desnudo, sentir su delicadeza femenina arder buscando exceder sus fuerzas naturales a fin de tenerme más y más cerca, mecer su entrepierna con mi mano metida en medio apresurando el ritmo de su pasión con la mía, besarme pidiéndome que no la dejara, que me quería aquí y ahora, arrancándome la camisa y arrojándome sobre el colchón.

No estoy seguro de dónde sacó el preservativo que acababa de arrojarme, y el odioso tiempo que tardé en colocármelo se vio recompensado por la perfecta visión de tenerla tendida sobre la cama, boca arriba y completamente desnuda, con las piernas abiertas esperándo que la penetrara.

Mi estómago ardía: era mi primera vez, pero también la suya. La besé mientras con una mano buscaba introducirme en su intimidad descubriendo que era mucho más difícil de lo que parecía. La oí quejarse del dolor y me acoplé a su ritmo, primero con calma, y luego aumentando levemente la velocidad sin perder la delicadeza de saber que estaba entrando a una zona impropia, a un lugar que no merecía, pero que no dejaba de invitarme a seguir adelante como si la presa se hubiera enamorado del cazador. Y yo no era cazador, no en ese momento, me sentía como el protector de su sonrisa, el referente para promoverla, el responsable de que Serena fuera feliz en ese momento y lo haría a como diera lugar.

La oí gemir y por poco se me escapa un rugido: me estaba obsesionando. Debí frenarme a tiempo para que mi pasión no la consumiera, no la quería lastimar. Esa vez no llegamos al climax, no era ese nuestro objetivo. Lo que queríamos iba mucho más allá: buscábamos conocernos, reconstruir nuestro vínculo desde otra perspectiva. Buscábamos amarnos; ella porque creía que ya no tendría chance, y yo porque quería admitir que a veces para amar uno tiene que arriesgarse a dejar huellas. Dejaría al fin que alguien, Serena, atravesara todas mis barreras y dejara algo imborrable en mí. Este sería el símbolo.

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