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Epílogo

Mientras termino el final de esta historia, veo por la ventana cómo se acerca el otoño gradualmente. El viento arrastra las hojas muertas y sacude las ramas de los rosales y los altos abetos, aquellos que cuidamos y podamos Mario y yo cuando nos mudamos al Ensueño. Cerca de nuestra casita, sembramos dos árboles de lilas. Todavía son pequeños, pero algún día serán tan bellos y grandes como los de mi padre.

Como siempre, son mis lilas púrpuras las que resisten hasta las más crueles heladas. Admiro su fortaleza y ahora me doy cuenta de por qué mi padre quería que yo me pareciera a una de ellas, y por qué esta delicada flor ha estado siempre presente en mi vida.

Aún recuerdo el día en que me casé con Mario como el más dichoso de toda mi existencia. La culminación de mis sueños. Todos los que me amaban estuvieron a mi lado, a nuestro lado, en nuestro sagrado enlace. Los que ya se habían marchado también se encontraban ahí. Escuché sus murmullos y vi sus rostros felices mientras me dirigía al altar, donde Mario esperaba con una amplia sonrisa y una chispa celestial en sus ojos.

Al salir de la iglesia, descubrí una paloma surcando el cielo. Era tan blanca y tan hermosa como aquella que vi posada en mi ventana casi diez años atrás.

El ave detuvo su vuelo, plegando sus alas, hasta que descendió y se quedó muy quieta, cerca de un montón de flores recién cortadas que yacían regadas en el piso. Rosas amarillas, blancas y lilas que mis damas de honor habían lanzado por los aires. Me acerqué a la pequeña ave y con delicadeza la tomé entre mis manos. «¿Me has traído mi sueño, palomita?», le pregunté, y pareció que batía sus alas como respuesta. Luego voló aún más arriba de las altas copas de los árboles, hasta que se perdió de mi vista.

Mario y yo fuimos muy felices el tiempo que Dios nos permitió vivir juntos. Después de casarnos, nos mudamos al Ensueño y fincamos nuestras vidas en el lugar que nos vio crecer, reír y enamorarnos. Yo me dediqué a la pintura y durante nuestros años de matrimonio, gozamos de una infinita felicidad con la que, pienso, muy pocos seres humanos son bendecidos.

Mi padre volvió a visitarme, como siempre lo prometió. Cada noche sin falta viene a alguno de mis sueños, y me brinda la esperanza que aveces siento perder, prometiéndome que todo estará bien y que algún día volveremos a estar juntos.

Mi madre está a mi lado, y como siempre comparte conmigo un poco de su entereza para hacerme fuerte. Cuando mi madre supo la verdad que siempre se rehusó a creer, las paredes alzadas entre ella y me abuelo se desmoronaron y por fin dieron paso al perdón y a la oportunidad de ser padre e hija nuevamente.

Sé que mi madre se ha reconciliado con mi padre y con Irenne. Lo descubro cada vez que ella sale alegre al jardín de nuestra antigua casa en Lynn y se queda mirando los rosales mientras una sonrisa se extiende en su rostro. También sé que Irenne y mi padre descansan en paz y esperan algún día reencontrarse con nosotros.

Mi madre me entregó un manuscrito hace unos pocos días y con él pude terminar mi historia. En él me relata sus años de infancia y su amor de juventud. Su vida al lado de mi padre y a lado de la que considerara su hermana. Aún cuando ella no supiera la verdad, en sus escritos no se puede encontrar ni una sola oración en la que exprese sentimientos de rencor hacia mi padre, mi abuelo o Irenne. Me dí cuenta después de leerlo que no importando lo que mi madre creyera, en realidad siempre los amó.

Mi abuelo también se reconcilió con sus seres amados que ya lo han dejado. Cuando a veces hablo de mi abuela o de Irenne, él solamente sonríe y trae a su memoria únicamente los bellos recuerdos, aquellos que vale la pena revivir.

Cuando le pregunté a mi abuelo cómo había podido reclamar la tutoría de Irenne cuando ella despertó del coma, soltó una carcajada diciendo, «yo también tengo mis influencias». Tomás San Luis le había cedido su tutoría muchos años después para que él pudiera velar por su bienestar. Y así lo hizo, manteniendo su promesa hasta el final.

En ocasiones mi abuelo viene a verme, se queda conmigo y juega con Allie. Mi linda princesa de piel tan blanca como el manto de nieve que cubre los senderos y las casas en el invierno.

Allie nació con ojos grises que con el paso del tiempo se volvieron tan azules como los de su padre. Su cabellera castaña se vuelve rubia en cuanto los rayos del sol la tocan, y sus facciones finas y bien delineadas cada día se parecen más a las de mi querido Mario. Quizás lo único que Allie heredó de mi fue su carácter obstinado y rebelde y su infinita curiosidad por saber siempre mas allá de lo que se le dice. Mario reía cuando solía decir que en ese aspecto las dos éramos iguales.

Aún me dedico a la pintura, cada año exhibo en una galería mis cuadros y son bien recibidos, especialmente aquellos en los que recuerdo a Mario y las mil y una formas en las que siempre me salvó. Él siempre me alentó a continuar cultivando mi talento. Aún después del trágico accidente que deterioró para siempre su salud.

Anton fue encarcelado después de que Charly y yo declaramos en su contra, sin embargo fue encontrado muerto en su celda unos días después. Supongo que prefirió morir antes de permanecer el resto de su vida en la cárcel, rodeado de personas a las que siempre consideró inferiores a él.

Clay se recuperó y aún sigue dando clases en su taller; aunque ya no pueda pintar, disfruta enseñando a sus alumnos, como alguna vez me enseñó a mi. Charly recibió una condena menor y fue puesto en libertad dos años después. Aún mantengo una comunicación constante con mi maestro y su hijo, y me alegra decir que la vida les sonríe otra vez.

Clara y yo somos buenas amigas, las mejores; ahora que Mario no está con nosotras, nos apoyamos, como siempre lo hicimos, y nos hacemos fuertes. Como cuando éramos niñas, aún secamos el llanto la una de la otra y dormimos juntas cuando algo nos asusta. Allie ama a su «tía cabellos dorados», como ella la llama, y quiere ser como ella cuando sea grande.

Mario y yo pudimos amarnos muchos años, y aunque su salud nunca fue muy buena después de sobrevivir a aquel incendio, al menos vivió lo suficiente para escuchar a su hija decir su nombre y verla sonreír y correr a sus brazos.

Antes de marcharse, una noche me llamó a su lado. Sabía que esa sería la última vez que vería su rostro y sus hermosos y pacientes ojos. Me tendí junto a él y lo abracé con fuerza, hundiendo mi cabeza en su cuello, deseando que el tiempo se detuviera para siempre y nos ignorara por completo. Habría podido permanecer en sus brazos una eternidad, respirando su aroma, sintiendo el contacto de mi piel contra la suya, acariciando sus cabellos, dejándome llevar por el acompasado ritmo de su corazón.

—No me dejes, Mario... —le susurré al oído—. Quédate a mi lado...

—Siempre estaré contigo —aseguró con su dulce voz—; siempre cuidaré de ti.

—No te marches todavía —supliqué, apretando nuestro abrazo, abrigándome con el calor de su cuerpo.

—Ahora tengo que irme. —Besó mis cabellos y luego mis labios—. Siempre te amaré. Mi amor por ti me acompañará a donde vaya.

Entonces tuve la certeza que pronto se marcharía. Mis lágrimas se estrellaron en su rostro.

—¿Te veré nuevamente?

—Sí...

—¿Cuándo?

—Cuando duermas...

Y cerró sus dos luminosos luceros para siempre...

Mario cumplió su promesa. Cada noche viene a visitarme y me sostiene en sus brazos, me habla con su dulce voz y me mira con sus tiernos ojos. Me promete un mañana cargado de esperanza y aviva mi alma con renovadas fuerzas. Sigue protegiendo y cuidando de mí, aún cuando ya no esté a mi lado.

❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀

Cuando Allie cumplió seis años le regalé un divino vestido color púrpura y até unas lilas en sus encajes. Después de que terminó su fiesta y todos se marcharon, corrió a abrazarme con sus ojitos cargados de sueño. Me cubrió de besos y se encaramó encima del diván. Se acurrucó en mi regazo, como hacía cada vez que sentía miedo o se sentía desprotegida.
Besé sus cabellos cobrizos y le dije lo guapa que se veía con su vestido. Ella sonrió. Entonces, con su dulce vocecita preguntó dónde estaba su padre. Mi corazón se encogió.

—Está en el cielo —le respondí.

Ella abrió mucho sus traviesos ojos azules.

—¿Y cuándo vuelve? —me preguntó como si su padre se hubiera marchado de viaje.

—No va a volver —le dije, y callé un sollozo.

—Pero yo quiero verlo... —insistió, arrugando con sus pequeñas manos la falda de su vestido y mirándome como si yo tuviera la solución para todo y la respuesta a su súplica.

—Sé cómo puedes verlo —respondí, y sus iris azules se iluminaron.

—¿Cómo, mamá?

—Verás. —La abracé aún más y comencé a mecerla—, si eres buena niña y tienes fe, podrás verlo siempre que quieras.

—Pero... ¿en dónde? ¿Dónde podré verlo, mamá? —preguntó con los ojos humedecidos.

—En tus sueños...

F I N

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