5. Prepotencia vs. cinismo
Esta es la historia de Irenne San Luis que pude reconstruir luego de haber encontrado algunos de sus viejos diarios y de que mi madre por fin participara contándome algunas cosas de su infancia y su adolescencia. Me tomó muchos años, pues mi familia siempre fue muy dada a guardar secretos. La escribí con la intención de entender el comportamiento de la madre de Clara y su repercusión en nuestras vidas.
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Vermont, verano de 1971.
Una alta y flaca chica rubia de ojos verdes y vivarachos miraba hacia ambos lados del patio de su escuela, donde un par de monjas caminaban silenciosamente con rumbo a una de las tantas habitaciones de la sagrada institución. Siguió con la mirada al par de mujeres entregadas al servicio de Dios, hasta el instante en que desaparecieron de su vista. Entonces se apresuró a correr, atravesando el enorme patio de lado a lado. Al ver que la situación era segura, apresuró su marcha hasta llegar al traspatio.
Se topó con la alta cerca de madera vieja que protegía la religiosa institución con el mundo exterior. Estudió con la mirada la posibilidad de treparla y saltar al otro lado. Un par de segundos después, se decidió; después de todo, no era la primera vez que lo hacía y, muy seguramente, tampoco sería la última.
Una vez fuera de aquella prisión, la chica se sacudió el polvo, arregló su descuidado uniforme y huyó como una liebre con singular alegría.
Caminó durante varios minutos hasta el centro de la ciudad. Sus ojos comenzaron a iluminarse al ver a la gente disfrutando un helado o tomándose una soda en los kioscos de la plaza.
Miraba cada escenario como si fuese una niña. Así caminó un buen rato. Se imaginaba luciendo los hermosos vestidos, conjuntos y sombreros de color pastel de los escaparates, el último grito de la moda. De vez en cuando entraba a una de las boutiques para probarse algo. Aunque sabía que no era capaz de pagar por la prenda, comprobar que le ajustaba a la perfección la emocionaba sobremanera.
El sol comenzó a ocultarse. La chica se detuvo por un momento frente al cine. Exhibían una película basada en un musical muy famoso que había tenido un éxito rotundo en Broadway: «El Violinista en el Tejado», anunciaba el afiche. Un hombre tocaba con pasión un violín bajo un luminoso y dorado ocaso. La rubia abrió más sus ojos ante la expresiva imagen, y deseó en su corazón ver la obra de la cual todo el mundo hablaba. Sin embargo, sabía perfectamente que era uno de los tantos lujos que no podía costearse.
Recordó que la única vez que había entrado a un cine fue a los siete años, de la mano de Celia, una cocinera morena, muy alta y robusta que trabajaba en la institución. En aquella ocasión, a diferencia de Celia, que lloraba desconsoladamente, la pequeña se aburrió de mil maneras soportando tres horas y media de un melodrama de amor ambientado en la Rusia socialista. Lo único que permaneció en la memoria de la niña fue el nombre de un tal Zhivago que supuestamente era médico.
Miró con tristeza y casi con envidia cómo se acercaban las personas a la taquilla y compraban sus boletos para la función. Decida a no lastimarse más, pensó en que lo mejor sería alejarse de inmediato. Y eso habría hecho si su distracción no hubiera ocasionado que, al girar, casi se diera de frente con dos personas que caminaban igualmente distraídas.
El accidente cambiaría para siempre el rumbo de su vida.
—Discúlpenme... —suplicó la chica mientras sobaba su brazo derecho, víctima del impacto.
—¡No hay problema, jovencita! —Quien hablaba con ese tono tan amable era un hombre alto, maduro—. ¡Pero ten más cuidado la próxima vez. Podrías lastimarte! Pero dime algo: ¿Te has hecho daño?
—¡No, señor! —Sonrió ella.
Jamás olvidaría sus brillantes ojos azules ni la dulce sonrisa que le obsequió.
La voz altanera de la hermosa joven de cabellos largos y lacios a la que había golpeado sin querer la sacó de su ensueño:
—¡Eres una chiquilla sucia!
—¿Por qué me dices así? —replicó.
—Tus zapatos están rotos y sucios, tu camisa está deslavada y percudida; además, ese uniforme ridículo que usas te queda grande.
La rubia se sintió terriblemente humillada. Observó la impecable vestimenta de la otra: una blusa blanca de manga tres cuartos, falda tableada, a cuadros rojo con blanco, que le llegaba a la rodilla, cinto también blanco, que se ceñía a la pequeña cintura, sandalias de igual color, y con cintas que se cruzaban desde los tobillos hasta las rodillas. Juzgando por el aspecto de la joven de facciones finas y expresivas, supuso que debía de tener más o menos la misma edad que ella. En seguida miró su falda larga color azul oscuro, su blusa blanca llena de polvo, producto de haber jugado todo el día, y sus zapatos de charol que ya presentaban notorias fisuras. Se sintió avergonzada. No atinó a decir nada, pero lanzó una mirada de odio profundo que infundió temor.
—¡Hija! —Se oyó un grito ronco—. ¿Cómo te atreves a insultar a esta jovencita que ni siquiera conoces?
La joven insolente torció la boca y no respondió, y la otra giró sobre sus talones para emprender la retirada.
—¡No! —gritó el hombre sujetándola del brazo—. ¡Espera! ¡No te vayas! Disculpa a mi hija, por favor.
—¡No lo haré!
—¿Cuál es tu nombre, pequeña? —preguntó él para aminorar un poco la tensión.
—Me llamo Irenne San Luis —respondió ella, todavía molesta.
—¡Isabel, le debes una disculpa a Irenne! —sentenció el padre.
—¡No lo haré! —Giró la cabeza hacia otra dirección.
Uno nunca podrá predecir qué evento cambiará nuestra vida para siempre: mirar hacia la derecha cuando nuestra intención era hacerlo hacia la izquierda; perder un autobús y esperar por El siguiente; doblar en una calle en vez de en otra; salir o quedarse en casa...
—Permíteme presentarme —dijo el padre de Isabel—. Mi nombre es Luis Riveira, y ella es mi hija. Al parecer no conoce los buenos modales. —Lanzó una mirada feroz que incomodó a la jovencita. La fastidiaría hasta que no le quedara más remedio que disculparse—. Nosotros nos dirigíamos al cine. ¿Te gustaría acompañarnos?
El rostro de incredulidad de la hija era patente.
—No, gracias —dijo Irenne recobrando su orgullo—. No puedo hablar con desconocidos. Además... —Miró a Isabel—, a ella no le caigo bien.
Isabel seguía sin pronunciar palabra. Conociendo el carácter de su padre, sabía muy bien que no dejaría ir a la muchacha hasta que ella le ofreciera una disculpa. Entonces se arrepintió una y mil veces de haberla ofendido, pues de no haberlo hecho, a esa hora ya estarían padre e hija comprando golosinas.
—Anda, ella también te está invitando —dijo acentuando las palabras con un explícito reproche—: ¿Verdad, Isabel?
La joven no tuvo escapatoria. Se prometió que la próxima vez mediría sus palabras.
—Como sea... —respondió sin voltear a ver a ninguno de los dos.
Irenne se dio cuenta en ese momento de cuánto le molestaba la situación a la presumida. Divertida, pensó que lo mejor era olvidarse de todo a cambio de ver la película que tanto quería. Se imaginó comprando todos los dulces que ella quisiera como compensación al agravio sufrido. «Sí, me divertiré a lo grande», pensó, dejando escapar una sonrisa maliciosa.
—¡Está bien! —exclamó contenta, y dejó escapar una risa de auténtica felicidad.
«Te haré la vida imposible hasta que quites esa cara de déspota y me pidas perdón. ¡Estúpida esnob! lamentarás haberme ofendido.»
Isabel no podía creer el cinismo; sus ofensas no habían tenido el efecto deseado.
—¡Perfecto! —Concluyó el padre de Isabel—. ¡Pues vamos entonces! ¡Apurémonos! No queremos perdernos el comienzo, ¿verdad, chicas?
—¡No—o! —canturreó Irenne colgándose de su brazo.
Isabel seguía sin dar crédito a lo que veían sus ojos. tuvo que tragarse su coraje por el castigo severo le había propinado su malvado padre.
—¿Cuántos años tienes? —inquirió Luis.
—¡Trece! ¡Los acabo de cumplir, señor! —dijo Irenne, muy orgullosa de su edad.
—¡Oh, maravilloso! Isabel cumplirá trece años en el invierno. Así que son de la misma edad... ¿no te parece fabuloso? —La pregunta se dirigía a su hija.
—No somos de la misma edad... —respondió Isabel, tratando de no estallar en insultos hacia la advenediza que aún seguía colgada del brazo de su padre como una vulgar.
Irenne sonrió con malicia. El desagrado y la impotencia de Isabel por no poder defenderse la divertía maravillosamente.
Dentro de la sala, Irenne soñó, rio y bailó con cada uno de los personajes. Al finalizar la película su corazón palpitaba de alegría. Al contrario, Isabel, que había pasado las tres horas más incomodas de su vida, solo deseaba que la pesadilla terminara. Le pareció una vulgar tarareando las melodías e interrumpiendo en voz alta para preguntar lo que no entendía.
—Y dime, Irenne, ¿dónde vives? —preguntó Luis.
—¡Vivo cerca de aquí! Puedo volver caminando. ¡Está a solo veinte minutos! —Mintió.
—Nada de eso —respondió él—. Te llevaremos a tu casa. Ya es de noche y puede pasarte algo. Además, no quisiera que tu familia se preocupara por ti.
—Oh, no se preocupe por eso, señor —respondió Irenne, desenfadada—. ¡Yo no tengo familia!
Padre e hija se quedaron estupefactos.
—¿En verdad? Pero... ¿con quién vives, criatura? —Se animó a preguntar el hombre, esperando no ser impertinente.
—Bueno... vivo en el Colegio San Jorge, señor.
—¿Cómo es eso? —preguntó aquél, aún más intrigado.
—Bueno... verá... —Cierta reticencia acompañaba las palabras de Irenne—. Este... lo que pasa es que mi madre trabajaba para las monjas cuando estaba viva. Ellas le permitían vivir ahí. Después nací yo y las hermanas no tuvieron ningún inconveniente en que compartiera la habitación con mi madre. Hasta me permitieron estudiar con las otras niñas del colegio. Después mi madre falleció y las monjas se ocuparon de mí. —Finalizó el breve relato con cierta tristeza.
Luis Riveira no recordaba la última vez en que se sintió tan conmovido. Por un instante no supo qué decir. También Isabel dejó su actitud antipática, para demostrar un poco de compasión.
—Bueno —atinó por fin a decir su padre—, me parece perfecto que vivas en un colegio como ése. Las madres deben de ser muy buenas contigo, y seguramente estarán preocupadas por ti.
—¡Es lo más seguro! —Irenne recuperó la sonrisa—. ¡Aunque lo más probable es que me regañen otra vez por haberme ido sin permiso! —añadió, soltando una carcajada.
—¿Te escapaste? ¡Dios santo! ¡Más vale que te llevemos en seguida! Apuró sus pasos hacia el automóvil.
—¡Vaya! —exclamó Irenne, asombrada—. ¡Qué magnífico auto! ¡Es un sueño!
Luis sonrió y abrió la puerta delantera de su corvette negro último modelo; Isabel, como si fuera una pequeña princesa, tomó el asiento acostumbrado. Irenne se apresuró a subir a la parte trasera.
—¿Sabe? —irrumpió Irenne cuando el vehículo ya estaba en marcha—, ¡yo tendré uno como éste cuando sea mayor!
—Ah, ¿sí? —Él estaba divertido.
—Bueno. —Reflexionó la rubia—, mi esposo será el que lo tenga. ¡Me casaré con un hombre rico! Él me llevará a todos los lugares que me gusten y me comprará todo lo que yo le pida. ¡Además, me traerá al cine a ver todas las películas que quiera!
—Tú nunca podrías casarte con un hombre rico —sentenció Isabel ásperamente, luego de pasar más de tres horas sin decir una palabra. Mucho le había costado hacerlo, pero lo calculó bien.
—¿Y por qué no he de casarme con un rico? —preguntó Irenne sintiéndose nuevamente herida.
—¡Ya basta, Isabel! —estalló el hombre, pero no pudo detener la lengua maliciosa de la hija.
—Eres como las chicas de la película —continuó Isabel mirando por encima del hombro la figura de Irenne—. No tienes dinero, no tienes clase. A lo único que puedes aspirar es a casarte con un don nadie como lo hicieron ellas. No hay manera de que un rico se fije en ti —concluyó dando una última pero eficaz estocada.
Como Irenne no estaba dispuesta a quedarse callada, respingó y vociferó todo lo que su herido orgullo le aconsejaba:
—¡Me casaré con un hombre rico aunque tú no lo creas! ¿Dices que no hay manera de que un rico se fije en mí? ¡Claro que sí! ¡Y no sólo rico! ¡Será joven y apuesto también! ¡Y tú... tú no te casarás! ¿Sabes por qué lo sé? Porque eres antipática y grosera. ¡Aún yo tengo mejores modales que tú! ¡Soy más bella, graciosa, divertida y simpática que tú! ¡Más bien, no hay manera de que un hombre se fije en una chica tan aburrida y fea como tú! ¡Seguramente no debes de tener ni un solo amigo! Mientras que yo tengo todos lo que deseo. —Irenne terminó de desahogar por fin su ira contenida.
Su respuesta dejó perplejos tanto al padre como a la hija. A esta pareció dolerle bastante, porque ya no tuvo más argumentos con qué defenderse, y enmudeció.
Después de un silencio incómodo, él se animó a decir:
—¡Bueno, Irenne, no necesitas un marido rico para disfrutar todas las cosas que mencionaste! No todo en esta vida se trata de dinero ni es lo que te hará feliz.
—Eso lo dice usted porque es rico —respondió ella con tristeza.
El hombre ya no supo qué decir.
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