47. Trampa
Mis ojos vacíos le hicieron saber a Mario que nuestro amor se había fragmentado como un cristal.
—Perdóname, Annia. —Su voz se quebró y vi sus ojos nublados por las lágrimas.
Por alguna extraña razón yo no lloraba. Quizás era porque ya estaba cansada de hacerlo.
—Vete, Mario. Regresa a Nueva York y déjame aquí. —Mi voz estaba extrañamente enronquecida.
—No quise hacerle daño. ¡Yo no quería que él muriera, Annia! —Se apresuró a tomar mis manos.
En ese momento quería que se oscureciera todo de pronto, que llegara el final.
—Lo ocultaste tantos años... —apenas musité.
—¡Porque tenía miedo de perderte!
—Ahora comprendo tantas cosas...
—Lo siento, Annia. Lo siento tanto... Pensé que podíamos ser felices. ¿Era mucho pedir?
Con la vista fija en el césped, él continuó ante mi silencio:
—Sí... era demasiado... No te merecía. Nunca lo hice.
—No puedo casarme contigo, Mario. Ya no —sentencié. Él pareció comprenderlo.
—Seremos amigos, Mario. Siempre. —Ahogué un lamento—.Te amo, pero ya no confío en ti.
Mis palabras fueron dardos certeros que destruían cualquier esperanza que él pudiera abrigar. Lo vi quebrarse ante mí, pero yo estaba harta de las mentiras. todo en mi vida habían sido mentiras. Y el silencio de Mario, todos estos años, era lo que más me dolía.
Sabía que en él no recaía la culpa. Todo habría sido diferente si mi madre no hubiera vuelto temprano a casa el día del accidente, si mi padre no hubiera olvidado su billetera, si Irenne no hubiera llamado ni a Mario ni a mi padre. Si el automóvil de mi padre no se hubiera descompuesto...
Esbocé una ligera sonrisa y acaricié sus cabellos. Él levantó la cabeza. Una chispa de esperanza avivó sus ojos.
—Al menos dame tiempo. Necesito poner en orden mis sentimientos —dije suavemente.
Y eso necesitaba. Necesitaba creer en Mario otra vez. Convencerme de que era nuestro amor lo único que ya importaba.
—¿Quieres que me vaya?
Asentí.
—De acuerdo.
—Detendremos nuestros planes... Al menos por ahora —dije tan solo para que no muriera su esperanza—. Regresa a Nueva York. Necesito pensar.
Pero Mario se dio cuenta de que ya no lo veía como el hombre de mi vida, porque yo sí había perdido toda la esperanza. Porque yo era así.
Sin decir nada más, me miró a los ojos y me hizo una caricia que me hizo estremecer. Cerré los ojos con fuerza para no derramar ni una lágrima.
—Siempre cuidaré de ti, Annia.
Y después de besarme la frente se marchó.
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Rompimos nuestro compromiso, ante el pasmo de mi madre y la aflicción de Carlo. Ella no lo culpaba de la muerte de mi padre. Aseguraba que iba a exceso de velocidad. Nadie supo con claridad cuál de los dos factores ocasionó que el vehículo se estrellara. Según mi madre, fueron las decisiones erradas de mi padre e Irenne lo que los arrastraron a ese irremediable desenlace.
También dejé de creer en mi madre, y en todo lo que en adelante me diría. Me enfrasqué en mis pinturas, como si fuera lo único real y honesto que mis ojos pudieran ver y mis manos palpar. Al menos en ese mundo nadie me mentía, ni tampoco nadie volvería a lastimarme.
Cuando llegó el momento de seleccionar cuáles exhibiría en la galería, dudé si llevar las de Mario. Eran bellas. Clay decía que eran las mejores, pues las rodeaba un halo de misticismo y de esperanza a la vez. Yo ya no estaba tan segura de querer que alguien las conociera.
Curiosamente, los días posteriores a la revelación de Mario sentí una increíble compatibilidad con Anton. No porque me gustara o lo quisiera, sino que porque por primera vez en la vida comprendía la naturaleza de sus pinturas. Todas ellas crudas, mostrando la torcida realidad de su genuino sufrimiento. Entonces sentí un poco de pena por él, rechazado por su padre, con una madre tan frágil, una novia muerta en horribles circunstancias, y considerado un paria por todos los demás. Poco a poco Anton fue revelándome su historia, desde la infancia. Los maltratos que sufrieron él y su madre por parte de su padre. La impotencia de ver morir a su hermano más pequeño y, por último, la pérdida de su amada. Comprendí por qué Anton no tenía esperanzas.
—Y bien... —Se atravesó en mi camino una tarde en la que me dirigía a tomar el autobús después de nuestras clases—...¿ya estás preparada para la exhibición?
—Estoy haciendo lo mejor que puedo —le respondí, apenas dibujando una sonrisa.
—¿Por qué no me muestras todas tus obras? Puedo aconsejarte cuáles llevar. Se supone que sólo se nos autoriza exponer tres a cada uno, pero puedo hacer que Clay haga una excepción con nosotros —dijo muy ufano—. Si exponemos cinco será mucho mejor.
—Cinco son demasiadas, Anton. Creo que son todas las que tengo...
—Pues entonces expónlas todas. Mucha gente vendrá. Algunas veces puedes cruzarte con ciertos cazatalentos. O de pronto alguien podría comprarte una. Yo ya he vendido unas cuantas piezas en la galería de Clay. Se las han llevado a algunos museos. A consignación. Aún estoy en espera de ganar unos miles de dólares por ellas.
Un brillo de ambición atravesó sus sombríos ojos.
—Ya veré —respondí sin ánimos.
—Está bien —dijo, al tiempo que se encogía de hombros—. Como quieras.
—¿Vas a tu casa? —Quiso saber cuando alcanzamos la parada del autobús.
Asentí mientras tomaba asiento.
—Así que... —Escudriñó mi figura, tanto que comencé a sentirme incómoda— ...Has roto tu compromiso con el Sabelotodo.
—Vaya, las malas noticias sí que vuelan —ironicé.
Él tomó asiento.
—Es un idiota, Annia. Siempre lo supe. Me alegro que te hayas librado de él antes de que echara a perder tu vida y tu talento.
Lo miré sin comprenderlo.
—Así es —continuó—, alguien como él hubiera hecho lo posible por opacarte. Sabía que eras mejor que él, en todos los aspectos. Él te habría condenado a una vida de sufrimientos
—Mario no es así. —Lo defendí.
—Como sea, me alegro de que estés fuera de su influencia. ¿Qué hubieras hecho casándote a tu edad? ¿Irte a vivir con él? ¿Llenarte de hijos antes de que tuvieras la oportunidad de realizar tus sueños?
«Mi sueño era ése, Anton.»
—Era una tontería, Annia. Conozco a los de su tipo. Los que se creen superiores a los demás. En cuanto hubieras dicho que sí en el altar, ahí mismo tu vida habría terminado. No serías para él más que un objeto. te presumiría ante los demás. Sí que lo haría. —Sus ojos se ensombrecieron y traspasó los míos, como si viera en mí a alguien más que no era yo—. Sí... Eso hubieras sido, un maniquí, una muñeca con una boba sonrisa en su rostro, asintiendo y diciendo palabras estúpidas. Después te encerraría en casa, echaría llave tras de sí y te dejaría sola, sola todo el día cuidando de tus hijos mientras él se iba a trabajar. Entonces llegaría a casa, a la hora que se le antojara, golpeando las paredes, gritándote desde la sala, con toda la potencia de sus pulmones; haciéndote salir de aquella celda donde te recluyó todo el día. Preguntándote a gritos mientras te arrastra por el suelo... ¿Dónde está la cena, estúpida? ¿Es que no puedes hacer nada bien?
—¡Anton! —Me puse de pie para volverlo a la realidad.
El esbozó una sonrisa sórdida, y continuó hablando como si nada hubiera pasado.
—Comprendo tu tristeza, pero nada ganas exhibiéndola ante todo el mundo.
—Yo no hago eso.
—Te propongo algo: ¿Por qué no vienes a mi casa? Te enseñaré mi propia galería. Seguro te gustará.
No tenía nada mejor que hacer ese día, así que asentí. Cuando abordamos el autobús que nos llevaría a su vecindario, la voz de Mario se hizo presente.
«Aléjate de él.»
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Anton abrió la puerta de servicio y miró hacia todas direcciones.
—La estúpida no está... —susurró tan bajo que apenas pude escucharlo.
—¿Anton? —Una débil voz que venía de la sala se escuchó.
—Pasa, Annia —me dijo y me tomó del brazo. Nos introdujimos por el vestíbulo y cruzamos la sala de estar. Alcancé a divisar la figura de una mujer, acostada en un sillón, presionando un pañuelo en la frente y los pómulos.
—¿Anton? —repitió la voz.
—¿Qué quieres... Melina? —respondió al fin. Tal vez solo porque yo estaba ahí.
—¿Cómo te fue en la galería? —preguntó con un hilo de voz mientras se incorporaba y nos lanzaba una mirada—. ¿Quién es tu amiga?
Él no contestó; en su lugar, miró a la mujer con desprecio.
—Estaré ocupado, Melina. Voy a mi galería. No se te ocurra pararte por ahí.
Los ojos de Anton centelleaban odio. Ella palideció y asintió. Luego se recostó nuevamente, con lentitud y cerró los ojos.
—¿Ella es tu madre?
—A mi pesar...
No quise preguntar más. Sus lóbregos ojos y sus cuencas amoratadas me miraron con cierto interés.
—No es a ella a quién debes ver. Vayamos al jardín. Ahí está lo que realmente quiero mostrarte...
No dije nada.
Su «modesta» galería estaba situada en el jardín. Un cuarto enorme especialmente construido para él y para todas sus obras. Me figuré que Anton pasaba todo el día ahí metido, pues bien sabía que no estudiaba y era casi imposible pensar que tuviera algún trabajo, aunque fuera de medio tiempo.
Montones de cuadros en caballetes y otros más amontonados en los rincones, mostraban las pesadillas más oscuras que sólo la mente trastornada de Anton podía crear. Excepto la pintura de la niña angelical. Con todo su esplendor y su gracia. Un auténtico ángel caído del cielo. La novia de Anton. Su novia muerta. Para mí todas esas eran bellas.
—Esta sin duda es una de las mejores —me atreví a decir, sin afán de herir su ego.
—Todas son excelentes —me corrigió—, pero esta les encantará a los espectadores. Ya lo verás.
—Seguro que sí.
—A veces la extraño. A mi musa. Los días en que ella vivía todo era más... agradable. Tenía esperanza. Ella hacía que olvidara todos mis problemas. Su bella sonrisa era mi refugio.
—Sí, lo comprendo.
—Pero ella era un ángel, no un ser terrenal... —agregó—. Aunque los puros de corazón aún pueden corromperse. Este podrido mundo ya empezaba a pervertirla, a quitarle esa inmaculada inocencia con la que nació. De haber vivido más se habría dejado seducir por la inmoralidad de la sociedad. Pienso que de cierta manera el fuego que la consumió purificó su corazón.
—¿Fuego? —Me volví extrañada—. ¿No dijiste que se había desbarrancado?
—¿Qué? Ah, sí. Su auto se incendió después de volcarse.
Me giré extrañada hacia la pintura nuevamente. Me percaté de que había algo raro en ella después de mirarla detenidamente y por segunda vez. Algo en aquella joven empañaba su inocencia, algo que solamente las pinturas de Anton podían develar. Algo macabro escondido en algún lugar.
—¿Quieres tomar algo, Annia? —preguntó él.
—Una soda estaría bien.
—Tengo vinos muy finos. Podemos tomar alguno.
—Tú no puedes tomar, Anton. Eres menor de edad.
—¡Pero si estoy en mi casa! —Soltó una risotada—. Te traeré uno de los mejores.
Me dejó sola admirando aquel retrato, de lo más intrigada por saber de qué rayos estaba hablando Anton cuando describió a su novia, pero, además, muy incómoda por la manera de dirigirse a su madre, sus palabras vacías y sin expresión, su sonrisa retorcida... De pronto sentí ganas de irme, y lo habría hecho antes de no haber perdido tanto tiempo mirando la pintura.
Anton salió por otra de las puertas que conducían a la galería, sosteniendo sendos vasos de cristal cargados con un vino tinto.
—¡Brindemos porque somos unos solitarios! ¡Y somos tan especiales que el mundo no nos merece! —Su semblante se tornó alegre de repente, y una chispa descomunal de excitación cubrió sus ojos.
Sonreí confusa ante su expresión divertida, tan inusual. Extendí la mano para tomar el vaso, haciendo caso omiso a todas las advertencias que revoloteaban en mi cabeza.
—¡Salud! —Y chocamos los cristales.
Como no era asidua a beber vino y mi estómago solo había recibido un poco de cereal por la mañana, sentía el líquido como un sendero de fuego mientras descendía por mi garganta.
—¿Estás bien? —preguntó mi anfitrión cuando sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies y todo a mi alrededor comenzaba a dar vueltas y más vueltas.
Apenas pude balbucir una afirmación antes de sentirme perdida por unos momentos, mirando la horrenda galería que se oscurecía cada vez más, como si las sombras de las pinturas de Anton cobraran vida y empezaran a tragársela poco a poco. Las enredaderas de las ventanas extendían sus ramas a toda velocidad, destruyendo todo a su paso.
—Ven, recuéstate aquí. —La voz no parecía ser la de Anton.
Obedecí. No podía moverme bien ni conseguir que de mi boca saliera alguna palabra.
—¡Oh! ¡Qué bella y dulce eres, Annia! —Escuché una voz grave; una mano me acariciaba sobre el diván donde quedé prácticamente inconsciente—. Eres tan pura como mi ángel. Tan perfecta que éste mundo no te merece. Ningún hombre será nunca lo suficientemente bueno para ti. Tienes todos los dones que mi musa tenía, pero tú eres aún mejor. Tú estás completa, tú eres mi preciosa joya celestial. Mucho mejor que ella, mucho mejor.
De ese día recuerdo poco: los ojos de Anton, que parecían devorarme, y sus labios rozando los míos. Flotaba por el espacio, veía luces multicolores y escuchaba voces extrañas. La visión de Anton se confundía entre la fantasía y la realidad. La niña del retrato me seguía por todos los rincones; sus ojos verdes me atraían, pese a mi voluntad, como si fueran dos grandes imanes, obligándome a nadar en ellos, a contracorriente, si quería seguir viva, para al final salir de las cuencas en forma de lágrimas que corrían hacia otro río, donde tenía que nadar de nuevo, en un ciclo interminable y desquiciado.
Me reponía de la alucinación vivida cuando, al girar la cabeza una vez más para mirar a la joven del lienzo, su halo angelical comenzó a hacerse cada vez más pequeño, hasta que desapareció por completo, y entonces unas letras diminutas se grabaron en su frente, después de lo cual se agrandaron a una velocidad inverosímil y se escaparon del cuadro, para iniciar una danza macabra ante mis asombrados ojos, hasta que finalmente una aguda voz vociferó en mis oídos: «¡Die! ¡Die! ¡Die!». Cerré los ojos y sentí un grito indescriptible en mi interior.
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Horas después desperté, sintiéndome muy mareada. Me incorporé con torpeza, la cabeza me estallaba. Afuera, la melodía de los grillos me hizo darme cuenta de que ya había anochecido.
Mis cabellos estaban húmedos por el sudor. Con pavor toqué mi ropa, temerosa de que alguien se hubiera aprovechado de mi condición, pero ni uno solo de los botones de mi blusa estaba abierto, ninguna prenda me había sido retirada. En seguida me puse de pie, tratando de dominar el asco, el concierto de tambores que sentía dentro de la cabeza. Me encontraba sola. Tomé mi mochila. Justo antes de alcanzar la puerta, Anton me obstruyó la salida.
—Oh, querida Annia... ¿Cómo estás? Estaba tan preocupado por ti —exclamó mientras me ofrecía una pequeña taza de té que descansaba sobre una fina charola de plata.
—¿Qué me paso?
—Creo que el vino te hizo mal. No sabía que pudiera hacerte daño. De haberlo sabido yo...
—¿Cuánto bebí?
—Un vaso completo.
Sin embargo, yo recordaba haber bebido apenas un trago.
—Es porque no estás acostumbrada a ingerir alcohol. Además, sospecho que tenías el estómago vacío —dijo con tono desenfadado, depositando la charola en una mesita—. Deberías tomar este té. Es un relajante.
No. Yo no tomaría nada más que viniera por parte de Anton. No era una bebedora, pero tenía la suficiente experiencia como para detenerme antes de que mi cerebro se colapsara.
—Tú... —Lo miré con ojos acusadores—. Tú pusiste algo en mi vaso.
El rio escandalosamente.
—¿Estás loca o qué? Te emborrachas en mi casa para después decir que fue mi culpa. ¿Qué? ¿Crees que te violé o algo?
—No. Pero lo hiciste... Tú pusiste algo en el vino. Alguna droga que me hizo salir de este mundo.
—¡Vaya, Annia! ¡No creí que fueras de ese tipo! Ya te lo dije antes, pero te lo volveré a decir. El vino es demasiado fuerte para ti. Debiste tener más cuidado. Recuérdalo para la próxima —me advirtió con una mueca sorna.
—No habrá próxima vez. —Lo aparté de mi camino, dispuesta a salir de aquel escalofriante lugar—. Fue un error venir aquí.
Sus ojos se encendieron y, en un movimiento rápido, me tomó del cuello y me estampó contra la pared de una manera brutal.
—¡Pero no podrás decir que la pasaste mal! ¡No después de besarme como lo hiciste!
—Yo no te besé. —Me defendí, apenas dominando el temblor en mi voz.
—Oh, sí que lo hiciste, Annia. Me besaste y dijiste que era a mí a quien amabas. No a tu estúpido científico.
—Déjame ir, Anton —supliqué cuando me di cuenta que no tenía sentido alguno discutir con él. Él creería lo que su imaginación torcida le contara—. Ya es muy tarde... en casa deben estar preocupados por mí.
—¿Y en qué te vas a ir, tontita? Son más de las tres de la mañana. ¿Piensas ir a pie?
—No importa... encontraré un taxi... por favor... déjame ir.
Me soltó.
—Quédate conmigo, Annia. —Tomó mis manos y lanzó una mirada soñadora, que nada tenía que ver con aquella mirada enloquecida que momentos atrás me había aterrorizado—. Quédate, y veamos juntos el amanecer. Vuelve a besarme y a acariciarme como lo hiciste hace unos momentos.
—...
—Anda, no lo niegues. Sé que te gusto. Por eso viniste aquí conmigo. Por eso vas al taller todos los días. Te gusto desde el primer momento en que me conociste, cuando aceptaste mi bufanda y te la llevaste puesta.
Quise decirle que era un loco, que algo en su cabeza no estaba bien, pero temí que volvería a encenderse y a lastimarme.
—Lo siento, Anton —comencé con la voz más calmada que pude—. Siento que hayas malinterpretado las cosas. Tú eres mi amigo, siempre te he visto de esa manera. Pero no me gustas. Nunca lo has hecho.
—¿Y entonces por qué te acercas a mí? ¿Por qué aceptaste el cuadro que pinté para ti? ¿No sabes que eso no son más que señales? ¿Señales de que te gusto?
—No, Anton —repetí—. Acepté la pintura porque fue un regalo tuyo, y si me acerco a ti es solo porque quiero ser tu amiga.
—Pero... pero, Annia. —Por un momento sus ojos se llenaron de confusión— . No lo comprendo. Tú eres como yo. Los dos estamos hecho de lo mismo. Los dos somos demasiado buenos para este mundo, para esta absurda sociedad. Tú y yo somos... perfectos. —Desapareció de su rostro toda muestra de cordura.
—Ya tengo que irme... —vacilé, y entonces intenté abrir la puerta de cristal.
—¡No, estúpida. No puedes irte! —vociferó sujetando mi mano tan fuertemente que me hizo dar un giro para mirarlo—. ¿No crees que tu coquetería fue demasiado lejos? ¿Qué pretendías viniendo a mi casa? ¿Creías que tan sólo hablaríamos? ¿Es que piensas que soy un idiota? ¿Para que viniste si no te intereso?
—Fue un error, Anton. Jamás debí venir aquí.
—¿Y adonde irás ahora? Tu patético Einstein no puede salvarte y llevarte a casa. Se ha ido muy lejos; solo cuentas conmigo. Nadie más está a tu lado. —Me estrujó y me arrastró hasta el centro de la galería.
Forcejeamos. Él era muy fuerte, a pesar de su delgadez. Tras dar un traspié, me azotó contra el piso, haciendo retumbar mi cabeza. Quedé casi inconsciente.
—¡Déjame en paz! —gemí mientras intentaba asir cualquier cosa que estuviera a mi alcance para asestarle un golpe—. Él se montó sobre mí, dispuesto a estrangularme.
—¡Eres patética, Annia! ¡Tan patética! Creí que eras como yo, pero eres tan sólo otro ser ordinario en este mundo tan patético como tú. No eres mejor que ella. No lo eres.
—No intento ser como ella —me defendí, cogiendo sus manos fuertemente, para alejarlas de mi cuello—. ¡Yo no soy ella! —chillé al darme cuenta de que me comparaba con su novia muerta.
—¡Oh, no! No eres ella. ¡Tú eres peor! ¡Mucho peor! ¡Tú me hiciste creer que te gustaba! ¡No eres más que una hipócrita!
—Suéltame —grité a todo pulmón, ganando las fuerzas necesarias para patearlo justo donde sabía que sus fuerzas lo abandonarían.
Sus ojos se pusieron en blanco y su cuerpo se contrajo. Empujé su pecho con mis manos y lo dejé chillando en el piso.
—¡No te me vuelvas a acercar tú... fenómeno! —le grité de nuevo en cuanto me puse de pie.
Lo vi enardecerse, pero lo había golpeado tan fuerte que aún no se recuperaba. Alargó el brazo para sujetar mi pierna, pero yo fui lo suficientemente veloz para retroceder.
Abandoné la lúgubre galería antes de que pudiera incorporarse.
Anton gemía maldiciéndome y espetándome con toda clase palabras bajas. «¡Te arrepentirás! ¡Te arrepentirás!», vociferaba una y otra vez.
Pude ver cómo se arrastraba a través de la gran puerta de cristal, tratando de alcanzarme. Yo cerré mis oídos y, reuniendo todo el valor que me era posible, traté de dominar el temblor de piernas. Corrí a toda prisa con la aterradora idea de que él me diera alcance. Solo hasta que estuve dentro de un taxi me sentí aliviada.
En mi fuero interno le gritaba a Mario con angustia y desesperación. Cómo ansiaba volver a verlo... Lamentaba haberlo desobedecido. Anton se vengaría de mí, de eso estaba segura. Lo que no sabía era de qué manera lo haría. Y yo no estaba preparada para lo que estaba por venir.
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Llegué a casa al alba, cuando los pájaros comenzaba a trinar. Era inútil creer que mi madre no había notado mi ausencia. Abrí la puerta con sumo cuidado, aún sintiendo que todo me daba vueltas. Con el corazón saliéndose del pecho y experimentando una fuerte y nauseabunda resaca y el cuerpo maltrecho.
Ella estaba sentada en la cocina, con el teléfono a un lado y un montón de papeles en el otro. Con la mirada vacía, su cabello desordenado y su rostro más níveo que la porcelana.
—Mamá —susurré apoyándome en el marco de la puerta. Ella se giró para mirarme, con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Dónde estabas? —me gritó con una voz que no era la suya.
—Déjame explicarte...
Fue todo lo que pude decir antes de caer al piso.
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Me desperté la tarde de ese mismo día. Mi madre estaba a mi lado, despejando los sudorosos cabellos de mi frente.
Antes de que dijera nada, me incorporé y le referí detalladamente la escalofriante experiencia que acababa de vivir. Su reacción fue de la incredulidad a la rabia, de la rabia a la preocupación y de la preocupación al alivio.
—Dios... No puedo creerlo, Annia. ¡Corriste un gran peligro! —dijo atrayéndome a su regazo.
—Si te perdiera, no sé lo que haría. Eres mi tesoro. Sin ti mi vida no tendría sentido. —Lloraba a mares.
—Estoy bien, mamá. Solo fue el susto.
—¿Cómo pudo ese muchacho drogarte? ¿Y tú por qué fuiste tan confiada? Sabes que no debes beber alcohol, mucho menos si estás sola con un hombre.
—Solo fue un sorbo —me defendí—. No pensé que esas cosas pasaran en la vida real.
—Pues ya viste que sí. Fuiste afortunada al poder escapar sin un rasguño.
La mirada de mi madre se llenó de espanto.
—¿Ese joven no te habrá...?
—¡No, mamá! —chillé antes de que terminara su pregunta—. Ya te lo dije. No me hizo nada, y en mis vagos recuerdos solo lo veo a un lado de mí, contemplándome como un loco.
—Annia. —Me tomó de las manos—, no vuelvas a ese taller. Conseguiremos otra parte donde puedas estudiar. Debemos notificar a la policía lo que ha sucedido.
—Pero la galería...
—¡Annia! ¡Estás en peligro! ¡¿Y tú lo único en lo que puedes pensar es en la galería?! Ya encontrarás otro momento para exhibir tus cuadros.
No era justo. Lo único que me quedaba era la galería, y por culpa de ese loco ahora no podía asistir.
—¿De acuerdo? —Clavó su mirada en mí, forzándome a responder a regañadientes.
—De acuerdo.
Ella sonrió después de un largo suspiro.
—Estaba tan preocupada anoche. Lamenté no tener el teléfono de todos tus amigos. No sabía a quién hablarle. —En su rostro se dibujó nuevamente la agonía al revivir la pesadilla.
—¿Llamaste a Mario?
—Sí, pero nunca contestó.
—Mejor, mamá... no hubiera querido preocuparlo.
Mi madre bajó la mirada.
—¿De verdad has roto tu compromiso con él?
—Sí. —Asentí tratando de ocultar mi melancolía.
—Él es bueno, Annia. No lo culpes por lo que le sucedió a tu padre.
—Lo culpo por guardar silencio tantos años. —Escupí, casi para herirla a ella también.
—A veces guardamos silencio para no herir a los demás.
—Pues resulta peor cuando todo sale a la luz. ¿No crees? —La enfrenté.
Retorció las manos en señal de nerviosismo. Con la cabeza gacha, respondió a mi pregunta.
—Sé que también estás resentida conmigo. Pero si callé fue para no arruinar tu felicidad. Merecías ser feliz, y Mario también. Suficiente sufrimiento ha tenido a lo largo de su vida, así como tú. Ojalá algún día puedas reconsiderarlo...
—Quizá —dije, sin una pizca de convicción.
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