45. Injusto destino
La noche en que Mario pidió mi mano, una sombra de melancolía surcó los ojos de mi madre. Dejarla no sería fácil, pero ella era una mujer fuerte, a pesar de su enfermedad. Ante todo, quería mi felicidad, aunque estando al lado de Mario, parecía que yo ya la había encontrado.
Cuando me levanté del sillón para ir a la cocina por más aperitivos, alcancé a divisar una mirada de escrutinio, severa y rígida, que solo los ojos de mi madre podían revelar. Mario pareció acobardarse.
Me quedé en la cocina, al pie de la puerta, escuchando a mi madre amonestando a Mario.
—Sé que quieres a mi hija. No la hagas infeliz, no le digas nada que pueda hacerle daño.
Recogí el resto de emparedados fríos en una charola y regresé a la sala, con el corazón estrujado.
La expresión de mi madre había cambiado. Ahora su rostro denotaba tranquilidad y, hasta cierto punto, felicidad.
—¿Para cuándo quieren fijar la fecha? —preguntó con amabilidad.
Mario quiso responder, pero yo me adelanté.
—En octubre, mamá.
Ella asintió. Faltaban todavía cinco meses para eso.
—Isabel —intervino Mario—, Annia está en buenas manos. Yo siempre cuidaré de ella.
—Eso no lo dudo, Mario. —Sonrió—. Sé que lo harás.
Pero todavía faltaba la parte difícil: comunicárselo al padre de Mario y a Clara. Tan solo de pensarlo me estremecía.
Decidimos esperar un poco más para hacerlo público. De todos modos, la ceremonia sería sencilla y nuestra lista de invitados se limitaría a unos cuantos. Apenas, algunos colegas de Mario y los pocos amigos que aún me quedaban.
Además, mi graduación estaba a la vuelta de la esquina. Y cuando menos me lo esperaba, me encontré frente al espejo de mi dormitorio, mirando mi atuendo para tal celebración.
❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀
Mi traje de graduación era azul oscuro, tanto que tenía que mirarse muy de cerca para percatarse de que no era negro. Peiné mis cabellos y coloqué el birrete que dentro de muy pocas horas estaría lanzando por los aires, celebrando por fin el término de aquellos interminables cinco años de estudio.
El evento tuvo lugar en la sala de conferencias de la universidad. Mi madre asistió acompañada de una de sus amigas, la señora Miller, madre de Sonia, la chiquilla prodigio a la que mi madre aleccionaba cada tarde. Mario llegó con su padre, al cual hacía mucho tiempo que yo no veía, y con Clara, quien no podía faltar, pues muy a su pesar nos graduábamos juntas y teníamos que sentarnos en la misma fila: nuestros apellidos comenzaban con la misma letra.
Antes de que diera inicio la ceremonia, mi madre y yo nos dirigimos hacia la entrada del salón para saludar a Carlo, Clara y Mario.
Mario cargaba un inmenso ramo de rosas para mí. Carlo asintió con la mirada y una leve sonrisa cuando mi madre y yo lo saludamos. En su semblante se percibía la honda tristeza y las heridas que el tiempo recrudece en vez de sanar: la ausencia y tal vez la traición de su esposa. Su tupido bigote no permitió adivinar algo que le preguntaba a Mario, quien en seguida afirmó con la cabeza y de improviso me llevó a su lado y sujetó mi mano.
—Sí, Annia es mi novia, papá —exclamó con la alegría rebosando su rostro.
«Y es mi prometida», pensé, pero noté que Clara arrugaba la nariz y sus ojos se llenaban de cólera.
Carlo nos miró tranquilamente.
—Bien —expresó después de una pausa—. Siempre supe que esto sucedería. De alguna extraña manera, parece que nuestras vidas seguirán entrelazadas.
—Así parece, Carlo —respondió mi madre lacónicamente.
Carlo Sanford suspiró.
—Me alegro —dijo forzando una sonrisa, después de lo cual miró a Mario y luego a mí.
Supuse que Clara no armaría ninguna escena y se limitaría a quedarse en silencio. Después de todo, no nos habíamos dirigido la palabra desde la trampa que me había tendido unos meses atrás.
—¿Qué te alegras, papá? —interrumpió ella—. Veamos si te alegras cuando Annia termine destruyendo a Mario.
Todos nos quedamos de una pieza, sin proferir palabra. Clara continuó con su acusación.
—Así es, papá. Todo lo que toca Annia lo destruye— sentenció.
—Clara, por favor, compórtate —ordenó Carlo.
Pero no se calló. En su lugar, giró la cabeza en mi dirección y me miró con los ojos cargados de odio.
—¡Tú arrastraste a Aarón al suicidio! —exclamó enfurecida—. ¡De no ser por ti, él estaría vivo hoy, el día de su graduación! Y sin embargo tú sigues aquí, y te lías con mi hermano. ¿Cuánto tiempo necesitarás para destruirlo a él también? ¿Días? ¡Con Aarón tan solo te bastaron un par de meses!
Mi madre miró con desconcierto a Carlo y a Mario. Supuse que iba a decir algo, pero Mario se le adelantó asiendo por los hombros a su hermana, con la intención de hacerla retroceder.
—¡Ya basta, Clara! ¡Cállate de una buena vez! ¡Nada de lo que dices es cierto!
Ella se zafó en un movimiento rápido.
—¡Lo es! —escupió, señalándome y gritando con toda la potencia de sus pulmones—. ¡Por su culpa Aarón está muerto! ¡Y escúchenme ustedes dos! —Pasó su mirada encolerizada sobre Carlo y luego sobre mi madre—. ¡Ustedes que aprueban su relación se arrepentirán, ya lo verán! —Parecía una bruja echándonos una maldición—. Ella lo destruirá, porque es lo único que sabe hacer. Destruyó a su padre y a Aarón. ¡Ahora también hará lo mismo con Mario!
Mi madre dio un paso al frente. La rabia era un fuego descontrolado en sus ojos castaños. Para sorpresa de todos alargó el brazo y la abofeteó.
—No me importa que seas la hija de Irenne —expresó mi madre ante el pasmo de Clara, que la miraba con los ojos vidriados por el llanto—, ni que yo misma te haya visto como mi hija cuando eras pequeña. No te asiste el derecho de hablarle así a Annia, ni de culparla por los errores de los demás. Eres tan hermosa como tu madre, pero, por desgracia, fue solo su belleza lo que heredaste…
Mi madre recuperó su compostura y retrocedió.
Y desde ese día, algo se rompió para siempre en el corazón de Clara.
—¿Papá? —musitó buscando el apoyo de Carlo, con la mano en su mejilla enrojecida.
Carlo no dijo nada. Clara le lanzó una mirada de odio a mi madre y se alejó de nosotros, no sin antes vociferar agriamente.
—¡No necesito a nadie! ¡A nadie de ustedes! ¡Pueden irse todos al infierno!
Mario sujetaba mi mano fuertemente.
—Lo siento, Carlo —se disculpó mi madre.
—No sé qué decir, Isabel —confesó él—. Discúlpame tú a mí. Si Clara se comporta de esa manera, es culpa mía. No he sabido ser un buen padre. —A continuación el hombre pareció sumirse en un mar de recuerdos y desolación.
Ni la compañía de Mario ni la algarabía que estallaba en el lugar, lo mismo que mi título profesional, lograron que olvidara el sinsabor que las acusaciones de Clara me dejaron. La mención de mi padre me había desconcertado, como si ella supiera algo que yo ignoraba. No sabía si sentir pena por ella o una rabia infinita. Clara creía que odiarme era la solución, y eso mismo me impedía ayudarla, porque yo sabía que sufría mucho.
❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀
Momentos después de la ceremonia, Mario y yo comíamos solos en un restaurante. Nuestro plan inicial era que Isabel, Carlo y acaso Clara nos acompañaran. Como en los viejos tiempos. Pero todo se había ido al traste.
—¿Sigues triste, Annia? —susurró Mario en mis oídos.
—No. Ya nada de lo que me diga o haga Clara puede dolerme.
—Lo lamento mucho. también siento pena por ella. Sé que en realidad está pasándola bastante mal.
—Lo sé —repuse parcamente—, pero ella misma busca su sufrimiento. Es egoísta. Podríamos ser todos amigos, o al menos convivir en paz. Pero ella se empeña en apartarnos de su vida y echarme la culpa de todo.
Mario no respondió, tan sólo estiró el brazo para atraerme a su pecho.
—Lo que no sé —continué— es por qué se empeñó en buscar mi amistad de nuevo. ¿Por qué organizó esa fiesta dizque para mí? Yo le creí, Mario. Ella se mostraba sincera, como antes.
—Quizás es porque pensó que por fin me habías cortado de tu vida.
—¿Cómo?
—Cuando me pediste que me alejara de ti, Clara se dio cuenta.
—¿Y Cómo es que se dio cuenta? —Fruncí el ceño.
—Me sentía muy derrotado, Annia. Aunque no lo creas, Clara es muy perceptiva. Parece que viviera en su propio mundo, pero en realidad presta atención a todos los detalles. Nada puede escapar a sus oídos o a sus ojos. Al final... —Suspiró—. Termina sabiéndolo todo. Supongo que se dio cuenta de que tú y yo nos alejamos. Yo pasaba más tiempo en la casa, y las visitas de Lucía eran frecuentes. Si prestó atención a tu comportamiento también, no le costó trabajo hilar las ideas.
—Entiendo. Entonces, ella de alguna manera creyó que podíamos ser amigas si yo renunciaba a ti. Clara no quiere que toque nada de lo que ella piensa que le pertenece.
—Eso creo.
—¿Pero por qué organizar esa fiesta para después dejarme en ridículo? Me parece increíble.
—Honestamente, Annia, no sé qué pretendía. A medida que pasa el tiempo, me cuesta más trabajo comprenderla. Y me siento muy preocupado por ella. Siento que se encuentra a la deriva, y me horroriza la idea de que pueda hacer algo para dañarse a sí misma.
Me estremecí al escucharlo.
—Nuestro compromiso terminará volviéndola loca —musité—. Nunca lo aceptará.
—Ya veremos cómo lo resolvemos. Deja de preocuparte. —Me sonrió, y acercó sus labios a los míos—. Felicidades, arquitecta Sullivan —murmuró y luego me besó.
❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀
Faltaba tan solo una semana para que Mario se mudara a Nueva York. Sentía mi corazón estrujarse cada vez que pensaba que por un tiempo dejaría de verlo. Una vez que él se estableciera en la gran ciudad, trabajaría como un loco para encontrar el lugar apropiado donde vivir y trataría de economizar al máximo todos sus gastos. Esto incluía por supuesto el no viajar cada fin de semana a Lynn tan sólo para verme.
Habíamos acordamos ahorrar hasta el último centavo. La idea me deprimía. Pero la certeza de saber que unos cuantos meses de separación serían compensados con toda una vida a su lado, me alegraba y me daba los suficientes motivos para despertar cada mañana sintiéndome plenamente feliz.
Carlo y mi madre nos apoyarían con los gastos de la boda. Nos casaríamos en Lynn a mediados de octubre.
Cada día enviaba un sinfín de solicitudes a las distintas constructoras en Nueva York. Me excitaba la idea de iniciar una vida nueva, alejada de Lynn, al lado de Mario.
Cuando pensaba en nuestro futuro hogar me embargaba una tremenda alegría. También me imaginaba al pie del altar, intercambiando miradas y promesas de amor con Mario.
A pesar de todas las desventuras, seguía siendo una soñadora. El grandioso día en que nuestro matrimonio fuera bendecido, sería sin duda el más feliz, el que recordaría una y otra vez acompañada de mis hijos y mis nietos.
El último sábado que Mario estuvo conmigo, lo pasamos en la casita de campo del Ensueño. En el día habíamos tenido tanto quehacer que finalmente cuando nuestros cuerpos tocaron el cómodo sofá de la pequeña sala nos quedamos dormidos abrazados, con la respiración murmurando en nuestros oídos.
Cuando desperté ya era de noche. Me incorporé somnolienta, tratando de palpar a Mario. Luego de frotarme los ojos varias veces, me di cuenta de que no estaba ahí. Lo busqué por toda la habitación, y al fin distinguí su sombra en uno de los grandes ventanales. Afuera una fina lluvia comenzaba a caer.
—Mario —murmuré—. ¿Qué hora es?
Él no me contestó. Ante su mutismo pegué un brinco y fui a reunirme con él.
—¿Qué sucede? —pregunté temiendo lo peor, como siempre.
—Nada, Annia. —Me sonrió—. Ya es tarde. Debemos irnos.
—¿Pero tú estás bien?
Sus ojos parecieron llenarse de melancolía y miedo, como si los espectros de sus más horribles pesadillas se hicieran presentes al mismo tiempo.
—Siempre estaré bien si tú estás conmigo.
—Mario. —Sujeté sus manos—, siempre estaremos juntos.
—Nunca creí que podría ser tan feliz. Tengo miedo de que todo esto no sea más que un sueño.
—No lo es —afirmé—. Es la realidad, y nunca terminará.
—Annia —arrastró las palabras—. Tengo miedo de que algún día dejes de amarme. Que me arranques de tu vida.
Leí en su mirada el terror que eso le causaba.
—Sé que no merezco ser feliz. Sé muy bien que no te merezco —prosiguió.
Sus palabras me recordaron tristemente las de Aarón. Una punzada de pánico me atravesó el pecho.
—No digas tonterías. —Me aferré a él en un abrazo desesperado—, ambos nos merecemos, ambos merecemos ser felices. Y lo seremos, Mario. ¡Nada lo impedirá!
Él no dijo nada, me sujetó más fuerte, como si sintiera que yo era tan solo un fantasma que de un momento a otro desaparecería.
Pero yo ya no cometería los mismos errores. Yo estaría ahí, para él. Siempre.
Al día siguiente Mario se marchó. Lo vi partir en su automóvil afuera de mi casa. Con sus ojos brillantes y alegres, llenos de esperanza, y con una sonrisa que me prometía el mundo entero.
«Al fin soy feliz, papá… ¿Vendrás a visitarme, como lo prometiste?»
Agité la mano para despedirme de Mario. En cuanto lo perdí de vista, me asaltó el recuerdo del accidente de mi padre. Me sentí morir. Me dirigí presurosa a mi jardín, que ya comenzaba a florecer, con el pecho rebosante de desazón y malos sentimientos.
Al mirar los tímidos botones, me pregunté si algún día ese jardín sería tan bello como aquel que mi padre cultivó. Escarbando en el fondo de mi corazón, me di cuenta de que aún lo extrañaba muchísimo, de que aún lo necesitaba y habría dado cualquier cosa por tenerlo a mi lado el día de mi boda. Porque yo era su joya más preciada…
Luego me recompuse. Recordé que me había traicionado a mí también. Juré no hurgar más en los tristes descubrimientos que había hecho tiempo atrás; en el dolor de mi madre y el enigma que encerraba la huida de Irenne. Aún no sabía toda la verdad, pero lo que sabía me indicaba que mi padre antepuso su amor por Irenne. Y eso llenaba mi corazón de bajos sentimientos hacia él, a pesar de que ya estaba muerto. Tal vez por eso aún no lo veía cuando dormía; porque ahora era yo quien no quería verlo o porque él sabía que me había defraudado, que me había abandonado mucho antes de su partida.
El aleteo de unas cuantas mariposas me hizo despertar de mi letargo. Miré hacia el sol incandescente y me prometí que todo estaría bien. No obstante, el miedo de perderlo todo, ahora que finalmente era feliz, comenzaba a anidarse, sembrando su semilla venenosa en mis planes y mis sueños.
❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀
Dos días después de que Mario se marchó decidí hacer un último intento y fui a buscar a Clara. Ella ya sabía que su hermano y yo nos casaríamos, pero aún no la invitaba formalmente. Aunque supuse que tal vez no iría, guardaba la esperanza de ablandar su corazón y recuperar aunque fuera un poco de su amor, si es que alguna vez lo tuve.
Era un fin de semana, así que supuse que la encontraría. Ahora puedo decir que, para mi mala suerte, así fue. Carlo estaba ahí también. Por su semblante, supe que sabía de antemano que mis esperanzas para acercarme a su hija serían nada más que nuevos intentos fallidos. Sin embargo, asintió con la mirada y subió por la escalinata de mármol para llamarla.
—Les deseo a ti y a Mario una vida llena de felicidad. —Se detuvo en el último peldaño, antes de doblar a la derecha, hacia la habitación de Clara—. La merecen —concluyó, con el rostro ensombrecido y avejentado.
No pude más que asentir. A veces pensaba que Clara tenía razón. Mi padre había muerto en aquel accidente, y el suyo también lo había hecho el día en que su madre se marchó. Carlo no era más que una figura fantasmagórica, deslizándose por su mundo pero sin formar parte de él.
Malhumorada, Clara gritó desde su habitación:
—¡Que se largue! ¿Cómo se atreve a venir a mi casa?
Desde lo alto, Carlo me miró con ojos desconcertados. Yo debí marcharme en ese momento, pero mi esperanza de resolver las cosas me obligó a dar un paso al frente.
Al pie de la escalera, miré hacia arriba y grité:
—Solo quiero hablar contigo. No te quitaré mucho tiempo.
—¡Lárgate, Annia! —vociferó luego de salir como bólido de su cuarto y apoyarse en el barandal de la escalinata—. Si vienes a decirme acerca de tu compromiso con mi hermano, ya puedes encaminar tus pasos a la puerta. ¡Ya lo sé todo!
Carlo dio unos cuantos pasos atrás, claramente intimidado o avergonzado por el comportamiento de su hija. Yo podía ver su rostro, plagado de impotencia y subordinación.
—Clara… —Subí la escalinata hasta que la tuve casi frente a frente. Sus cabellos desgreñados y sus ojos afiebrados le daban la apariencia de que no tenía control sobre sus actos—. Por favor, sé que sabes de nuestro compromiso, pero he venido a invitarte personalmente. Quiero que estés ahí ese día. Lo prometimos cuando éramos niñas. ¿Recuerdas, Clara?
Ella soltó una risotada.
—De nada valen ahora las promesas, Annia. —Sus ojos destilaban rabia—. Me vas a quitar a mi hermano, el único ser que se preocupa por mí. —Paseó la mirada dolida por el rostro de su padre, quien parecía que todo lo que deseaba era desaparecer.
—Yo me preocupo por ti, aún te quiero. —Quise alcanzar su mano, pero ella la retiró en cuanto adivinó mis intenciones.
Me erguí y recuperé mi compostura.
—Al menos deberías alegrarte por tu hermano. Él es feliz a mi lado. Tú también podrías ser feliz si quisieras —dije con acritud, y me di la vuelta, con la intención de salir de la casa Sanford, prometiéndome a mí misma nunca más volver, pero escuché detrás los pasos enloquecidos de Clara. Me alcanzó justo al pie de la escalera, y tomándome del brazo me hizo girar en un movimiento brusco. Sus ojos estaban inyectados de sangre y su piel enrojecida.
—Y tú también eres feliz a su lado, ¿no es así?
Asentí apenas. La apariencia de Clara me asustaba.
—Sí, Clara, soy muy feliz —alcancé a decir.
Entonces ella rio histérica, y asió mi brazo con más fuerza.
—¡Pequeña estúpida! Sigues siendo una soñadora, sigues creyendo en los cuentos de hadas y finales felices. A pesar de todo lo que has vivido, aún tienes esperanza.
—Suéltame —gemí.
—Pues veamos si tienes esperanza y sigues soñando después de lo que te voy a decir.
Abrí los ojos sorprendida, y sentí que el corazón se me salía del pecho, pero pude estudiar el rostro de Clara y luego el de su padre, quien se apresuró a bajar la escalinata.
—Clara —intervino Carlo—. ¡Ve ahora mismo a tu habitación! ¡Hoy no estás en tus cinco sentidos!
—Ella tiene que saberlo, papá. —El hombre palideció.
—Annia. —Carlo se giró hacia mí—, vete ahora mismo —rogó—. Clara no se encuentra bien.
—¡Lo estoy, papá! —chilló ella con toda la potencia de su voz—. ¡Anda, Annia, despierta de una buena vez y date cuenta que en la vida real los sueños no se cumplen!
—No te comprendo —balbuceé; el temblor entorpecía mi voz.
Una sonrisa sórdida se explayó en su rostro.
—¿Sabes cómo murió tu padre? ¿Sabes en realidad qué fue lo que pasó?
Una sensación de electricidad recorrió mi cuerpo.
—¡Ve y averigua las condiciones en las que falleció! —jadeó zarandeándome—. Investiga, y cuando lo encuentres y sepas a lo que me refiero, te darás cuenta de la razón que tengo. ¡Anda, Ve! ¡Ve y después regresa! ¡Ya me dirás si entonces aún sigues enamorada de mi hermano! ¡Veremos si aún quieres invitarme a tu boda!
Me quedé de una pieza, sintiendo como toda la sangre se escapaba de mi cuerpo. Creí que iba a desmayarme. El rostro horrorizado de Carlo me quitó mis últimas esperanzas. La posibilidad de que su hija sólo estuviera mintiendo, que no había nada detrás del accidente de mi padre que yo ya no supiera.
Clara me liberó de sus pequeñas garras al tiempo que la furia desaparecía de su rostro; en su lugar, apareció un torrente de lágrimas y me miró desconsolada, como si quisiera retirar todas sus palabras. Pero ya era muy tarde, y ambas lo sabíamos. Lo corroboré cuando ella se dio media vuelta y con pasos inseguros, casi tambaleándose, regresó a su habitación.
En el vestíbulo, lo único que se escuchaba era mi respiración agitada y el taconeo errante de las zapatillas de Clara en el fino mármol. Tan duro como su propio corazón.
—No hagas caso de nada, Annia —dijo Carlo—. Clara no está bien. No sabe lo que dice. Es mejor que te vayas a tu casa a descansar.
Lo miré con desconcierto. No le creí, y pronto averiguaría que Clara tenía razón. Mis sueños jamás se cumplirían.
❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀
Me mordía las uñas mientras cruzaba de un extremo a otro mi habitación. ¿Qué había detrás de la muerte de mi padre? ¿Qué tenía que ver Mario?
Mi primer impulso fue telefonearle, pero pensé que él me ocultaría la verdad. Ya lo había hecho con anterioridad. Aunque para asegurar mi bienestar, lo había hecho. Por otra parte, sabía que mi madre era una tumba.
Yo no recordaba mucho del día del accidente; más bien dicho, no recordaba nada. Nunca me dijeron que mi padre había muerto. Cuando esos tíos lejanos me llevaron a casa, ni siquiera mi propia madre me reveló qué había sucedido. No recuerdo quién me lo dijo finalmente, o cómo mi mente de once años lo pudo discernir. Todo seguía siendo brumas y destellos de recuerdos.
«Abril 18, 1994. Marcos Sullivan. Esposo de Isabel. Padre de Annia», decía la lápida que mi madre hizo grabar.
Era todo lo que sabía. Mi primera opción fue introducir sus datos en algún buscador de Internet. Acerqué la silla a mi escritorio y encendí mi computadora. Escribí su nombre y el día de su muerte, pero nada apareció. Pensé que no sería posible encontrar un accidente tan viejo.
Me devané los sesos tratando de encontrar las palabras y la combinación adecuada para que al fin la información surgiera. Debía de haber algo, en algún lugar. Tal vez Clara lo había averiguado en la soledad de su cuarto. Otra posibilidad era correr a la hemeroteca de la ciudad. De seguro ahí podría encontrar los viejos periódicos que relataron la tragedia.
Pero no tuve que ir tan lejos, pues luego de teclear: «accidente automovilístico abril 18 1994 Lynn», una gran lista se desplegó ante mis ojos. No sabía por cuál comenzar. De pronto me sentí estúpida cada vez que una nueva ventana se abría sin mostrar algo nuevo que tuviera sentido para mí.
Empecé a creer que una vez más las palabras de Clara no eran más que viles mentiras, calumnias para hacerme daño. Porque ella me odiaba, y me odiaría hasta el fin de su existencia. Entonces aparté la vista del ordenador, convencida de que únicamente estaba cayendo en su juego.
Cuando lo hice me sentí un poco liberada. Casi reí para mí misma. ¿Cómo podía creerle después de todas sus patrañas? Recordé a mi amiga fiel mientras me preguntaba qué era lo que le había sucedido, adónde había ido a parar aquella chiquilla llena de sueños y esperanzas, qué la había hecho cambiar tanto, hasta el punto de quedar irreconocible, acumulando sentimientos de odio y de rencor hacia su madre, por abandonarla, y su padre, quien se alejó de ella desde el día en que Irenne se marchó.
«El día que Irenne se marchó...»
De pronto, un presentimiento atravesó mi pecho, con una velocidad tan sorprendente que me hizo girar nuevamente hacia el ordenador y hacer un último intento. En el momento en el que tecleaba las palabras, la verdad, aún antes de conocerla, me fulminó como un rayo.
Clara no mentía.
«Irenne San Luis accidente automovilístico abril 1994», tecleé de nueva cuenta. En unos cuantos segundos, la horrible realidad se reveló ante mis ojos.
Abril 18, 1994.- Una persona falleció y otras dos resultaron lesionadas, después de registrarse un accidente automovilístico en la autopista
libre 24.
A la altura del kilómetro 28 se registró el choque entre dos vehículos. La colisión se produjo cuando el vehículo Mercedes Benz, modelo 90, con placas 423, fue a impactarse con una camioneta Pick Up modelo 85, con placas 743, conducida por Micah Renaulds, de 23 años, quien resultó gravemente lesionado.
Se desconoce hasta el momento la identidad del conductor del Mercedes, quien falleció al instante, y no portaba identificación alguna. Por su parte, la mujer que lo acompañaba, identificada como Irenne San Luis, de 34 años de edad, se reportó inconsciente, y fue trasladada para recibir atención médica. Su estado de salud aún es grave.
Hasta el momento se presume que el accidente se debió a fallas mecánicas en los frenos del Mercedes, lo que le impidió detener su marcha cuando el vehículo Pick Up se detuvo repentinamente al inicio de una curva. El automóvil Mercedes colisionó con el vehículo sin movimiento, provocando una volcadura, cobrando inmediatamente la vida del conductor y dejando en graves condiciones a los demás involucrados.
Y más abajo apareció la fotografía que despejaría todas mis dudas y me haría conocer la realidad que se me había ocultado durante muchos años: el Mercedes de Mario…
«¿Qué pasó con ese auto, Mario?” “lo vendí. Me estaba dando problemas.» «¿Qué problemas?» «los frenos estaban mal.»
Todo mi cuerpo temblaba cuando releía la noticia, tratando de convencerme de que debía haber un error, una mera coincidencia. Me negaba a creer que mi padre se había escapado con Irenne. Cuando ligué lo del automóvil de Mario con los dichos de Clara, una oleada de furia me sacudió. Imprimí la noticia y salí de mi habitación. Furibunda me dirigí a la habitación de mi madre. Tendría que decirme qué fue lo que sucedió, y yo no estaba dispuesta a dejarla en paz hasta que me lo revelara.
Me importó un bledo su privacidad cuando entré azotando la puerta. La tomé por sorpresa, con un manuscrito en las manos que se apresuró a guardar en uno de sus cajones.
—¿Qué te sucede, Annia?
Mi apariencia debía ser la de una loca, arrugando el papel que inmediatamente después arrojaría a sus pies.
—¡Ya basta de secretos! ¡Estoy harta! —chillé—. ¡Vas a decirme la verdad, madre! ¡Vas a decírmela ahora mismo!
Ella se agachó para recoger el ovillo. Después de un breve escrutinio, sus manos comenzaron a temblar y ligeras gotas de sudor se resbalaron por su frente.
—¿Qué quieres saber? —preguntó.
Percibí su temor.
—Solo la verdad.
Ella suspiró hondo. Mi resolución la había atrapado en un callejón sin salida.
—Antes de revelártelo todo, tienes que prometerme que harás tu mayor esfuerzo por comprender por qué mantuve en secreto tanto tiempo las circunstancias de la muerte de… de tu padre.
No dije nada. Seguí mirándola, con ojos desafiantes, dispuesta a armar un escándalo si ella no hablaba.
—Tu padre amaba a Irenne. Siempre lo supe. —Sus ojos estaban llenos de lágrimas, como un dique a punto de derrumbarse—, pero nunca creí que pudieran traicionarme. Nunca supe exactamente cuándo comenzó tu padre a engañarme. Lo cierto es que Irenne no sabía guardar secretos; ella siempre fue como un libro abierto. Carlo no tardó en descubrirlo. Él fue quien me lo dijo. Extrañamente, no me sorprendió, tal vez porque sabía que ellos siempre se amaron. Era solo cuestión de tiempo. Pero no es fácil describir el dolor que me causaron. Él era mi todo, el único hombre que amé, en el que confié. Y ella era como mi hermana… ¿cómo pudieron, Annia? ¿Cómo?
Mi madre me miró como si yo tuviera la respuesta. tomó aliento largamente, mientras desviaba su mirada y la posaba en el espejo. Viendo su propio reflejo, pareció perderse en un infinito mar de recuerdos.
—Cuando confronté a tu padre, no lo negó. Estaba arrepentido, y suplicó mi perdón. Pero yo no se lo di. Le exigí que se marchara, que se fuera y que jamás volviera. Lo amenacé con quitarle todo; tenía la ayuda de Carlo para lograrlo. Le pedí el divorcio y le dije que tú te quedarías conmigo. Jamás lo dejaría volver a verte. Él me suplicó que al menos le permitiera quedarse contigo el día de tu cumpleaños. Me prometió que después se marcharía, y no volvería a nuestras vidas. Yo accedí. Sería lo último que yo haría por él. Pocos días después, decidió marcharse con Irenne. Pero el accidente lo detuvo. Para siempre. Se dirigían a algún lugar, en el sur. Nunca supimos adónde.
La miré largamente, callada.
—Tu padre me mintió, Annia —continuó volviéndose hacia mí, con el rostro desencajado—. Él me dijo que nos amaba a ti y a mí y que no quería perdernos. Me prometió que nos iríamos lejos. Empezaríamos en otro lugar, lejos de Irenne y Carlo.
»Yo pensé en darle otra oportunidad. Creí que aún podíamos salvar nuestro matrimonio, pero un mensaje en su móvil me reveló sus verdaderas intenciones. todavía puedo recordarlo, aún está en mi memoria. Cuando llegué a casa ese día, las cosas de Marcos en nuestra habitación estaban desordenadas, como si hubiera salido a toda prisa. Su billetera estaba en el piso, junto con su móvil y un poco de dinero esparcido en el suelo. No me explicaba por qué parecía que un huracán había pasado por nuestra alcoba. A los pocos minutos lo escuché llegar.
»Subió los escalones como un enloquecido y abrió la puerta. Cuando se topó conmigo, pareció desconcertado; supongo que no esperaba encontrarme ahí. Jadeaba y sudaba, como si hubiera corrido un maratón. «¿Has visto mi billetera?», me preguntó. «No», le mentí. Quiso entrar a la habitación, pero se lo impedí. «Isabel —me tomó las manos—, el auto no funciona, necesito mi billetera. Necesito tomar un taxi.» Lo traspasé con mi mirada. «¿Adónde vas, Marcos?» «Te lo explicaré después, lo prometo, pero ahora necesito que me dejes entrar.» Yo me erguí aún más impidiéndole el paso. «No lo haré si no me dices antes adónde te diriges.» Él pareció impacientarse. Lo escuché suspirar largamente, con los ojos llenos de lágrimas y las manos crispadas de impotencia. Y como si alguien le hubiera cortado la lengua, agachó la cabeza y no respondió. Entonces lo supe. «¡Vete de aquí, Marcos!», le ordené. «¡Vete ahora mismo y no te atrevas a volver!» «No lo entiendes, Isabel —todavía se atrevió a decir—. Pero no te pido que me comprendas en estos momentos. Volveré y te lo explicaré todo.» «¡Lárgate, Marcos Sullivan!», le grité, y empujé su pecho sacándolo de la habitación. Él me miró triste y largo, con aquellos ojos dulces en los que creí verme alguna vez. Se dio la media vuelta y desapareció de mi vista. No sin antes decirme: «Volveré». Esa fue la última vez que lo vi con vida…
»Vagué por la casa por mucho tiempo, desconsolada, sintiendo mi vida reducirse a nada. Marcos no volvería, lo presentía. La grabación que escuché en su teléfono me lo confirmó. El mensaje ya había sido escuchado. Era de ella, era su voz: ‘Marcos. tuve que cambiarme de Hotel. Estoy en El Bellagio, en Weymouth. Pregunta por mí en la recepción. Date prisa’. Me desplomé y me cubrí el rostro con las manos que apenas podía controlar. Deseaba que la tierra se abriera y me tragara para siempre; que mi corazón dejara de latir, porque dolía tanto que sentía que terminaría por desangrarme ahí mismo.
»Después llamé a Carlo y se lo conté todo. Ambos fuimos absorbidos por el mismo pesar. Nos habían traicionado, nos habían dejado… Carlo trató de alcanzarlos, pero no lo consiguió. Horas después me llamó para darme la terrible noticia. Irenne había sobrevivido al accidente, pero tu padre no…
—¿Qué paso después, mamá?
—Los hombres de Carlo te trajeron a casa.
—¿Los hombres?
—Ellos te dijeron que eran tus tíos. No querían asustarte.
—¿Pero quiénes eran?
—Eran los guardaespaldas de Carlo. Los mismos que descubrieron la infidelidad de Irenne y tu padre.
Ahora los recordaba. Eran esas dos personas que me llevaron a casa ese día.
—¿Qué pasó con Irenne?
Mi madre frunció el ceño:
—Nunca me interesó saberlo.
Estuve tan a merced del remolino de confesiones de mi madre que olvidé lo que realmente me había llevado a enfrentar a mi madre.
—Mamá… ese era el auto de Mario. ¿Qué tiene que ver Mario con todo esto?
Ella lo pensó por unos momentos, y luego aclaró.
—Marcos necesitaba un auto, y tomó el de Mario.
Lo que mi madre decía no tenía sentido.
—Pero… si su intención era fugarse con Irenne… ¿Por qué tomar un auto ajeno?, ¿por qué irse sin dinero, sin identificación?
—Annia, lo que quería tu padre era marcharse; poco le importaba si el auto era suyo o no. O si tenía dinero o no. Solo quería irse con ella. Supongo que Irenne tendría dinero para los dos.
—Pero, mamá… él te dijo que volvería…
Mi madre me miró con sus ojos cargados de lágrimas.
—Acéptalo, Annia —dijo y luego irguió su cabeza —, acéptalo como yo lo he hecho.
No.
No lo aceptaba, jamás lo aceptaría. Mi padre prometió volver por mí ese preciso día. Él me dijo que lo esperara en la puerta del colegio. Me rogó que no me impacientara. Lo mismo le dijo a mi madre. No. Él no se había marchado. Algo había ocurrido ahí. Algo que el orgullo de mi madre se negaba a creer.
Una pieza clave faltaba. Alguien tenía un trozo de verdad que aún no me revelaba. Y ese alguien debía de ser Mario. Él lo sabía todo desde un principio. Y desde siempre me mintió.
Dejé a mi madre hundida con sus recuerdos. Me agobiaba el daño que le había causado al escarbar en viejas heridas que el tiempo no había podido cerrar. La dejé en su habitación, presa de sus recuerdos y su profundo dolor.
Cuando le llamé a Mario para exigirle una explicación, abatido me dijo que regresaría a Lynn al día siguiente.
No tuvo más remedio que contarme la historia que lo había agobiado durante toda su vida, todo sobre el peso de la culpa que se adhería a sus hombros impidiéndole tener esperanza.
Solo hasta que escuché su versión, entendí el porqué de su soledad. Comprendí que la culpa de Mario le arrebataría para siempre su felicidad y, sin quererlo, también la mía.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro