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44. La promesa

Paradójicamente, a partir de mi falsa y amarga fiesta de cumpleaños volví a ser feliz. Sentía que todo el mundo se había convertido en un paraíso. El cielo era más azul y las estrellas brillaban más que nunca.

La noticia de nuestro noviazgo tomó por sorpresa a todo el mundo. A los colegas de la universidad de Mario, a aquellos que nunca le habían conocido siquiera una novia, a mi madre, que no daba crédito pero tampoco se mostraba muy sorprendida. En el fondo, ella ya lo sabía. Sabía que el destino de Mario terminaría entrelazándose con el mío.

Por supuesto, había personas a las que no les agradó nuestra relación. Clara era la primera de todas ellas. Entre sus más horrendas pesadillas, creo que fue la peor. Su hermano amándome, y yo a él. Aunque quisiera deshacerse de mí, apartarme de su vida, de alguna manera siempre seguiríamos atadas.

No obstante, otro muro se había alzado entre ella y yo. Yo no la odiaba. En verdad la habría perdonado de nuevo si ella me lo hubiera pedido. Me habría gustado que aprobara mi relación con su hermano y que fuéramos todos felices, como en los cuentos de hadas. Sin embargo, ahora me odiaba aún más. Creía que mi único propósito en la vida era robarle lo que ella más amaba.

La segunda persona a la que nuestra relación hacía infeliz era Lucía. Sentía pena por ella. Sabía que en realidad amaba a Mario y que de cierta manera él la había utilizado al echarlo yo de mi vida. Mas sé que nunca quiso lastimarla. No obstante, me invadió la tristeza en una ocasión en que ella nos vio juntos y sus ojos se llenaron de lágrimas. Luego echó a correr. Creo que Mario sintió lo mismo.

La tercera persona era Anton, quien en realidad tenía sentimientos encontrados. Por una parte se sentía aliviado, pues era ya bien sabido que no quería que su hermana se liara con Mario. Pero, por otra parte, le sacaba de quicio que ahora él fuera mi novio y tuviera todo el derecho de sugerirme a quién podía ver y a quién no. Y aunque Mario no me prohibía conservar mi amistad con Anton, estaba pendiente de mí, de lo que aquel extraño chico pudiera decir o hacer. No le tenía ni una pizca de confianza.

Yo continuaba con mis clases de pintura, haciendo cuadros cada vez más interesantes, con Clay apoyándome en cada instante, alentándome a seguir pintando para convertirme en una profesional.

Me sentía llena de vida, con ganas de estudiar, de pintar. Mario me colmaba de motivos para vivir.

Cuando pasaba a buscarme por la universidad, descendía de su automóvil y me alcanzaba no importando dónde me encontrara. En ocasiones me tomaba por sorpresa.

Y resultaba que ahora todos querían ser mis amigos. Las chicas que se habían burlado de mí y me consideraban peor que una paria, querían saber acerca del joven alto y guapo que iba a recogerme. Aquel con quien me fundía en un abrazo y un suave y largo beso que dejaba a todos perplejos.

Fue un bello tiempo, con la primavera en todo su esplendor. Tal como lo habían predicho mi padre y mi madre: los retoños de las flores se abrirían de nuevo en mi corazón, y cada día, la esperanza de una vida nueva, una vida mejor.

Después de la partida de Aarón creí que no podría amar a nadie más así, porque el amor que él y yo habíamos compartido era diferente, imborrable. Mario entendía eso, y sabía que de alguna manera Aarón siempre estaría viviendo en mí y en mis recuerdos. Lo entendía porque me conocía, porque me amaba, porque podía leer mis pensamientos y comprender mis sentimientos más hondos. Lo respetó.

En cambio, mi amor por Mario era tan calmo como el cauce de un riachuelo, como una dulce y entonada melodía, como la tranquilidad que otorga ver las hojas de los árboles al mecerse en una apacible tarde. El fuego interminable de su corazón me abrasaba, calmando todos mis pesares, ofreciéndome siempre una esperanza, mostrándome el camino.

A medida que se acercaba el final de mi último semestre y la papelería de Mario para su nuevo trabajo fue enviada, empecé a preocuparme. Esta vez él no podía decir que no. Era una oportunidad incluso superior a la de Berkeley, y yo estaba ahí para apoyarlo. Pero no podía evitar sentirme triste. Mario se marcharía, y aunque prometía visitarme cada fin de semana, tan sólo la idea de separarme de él me dolía en lo más profundo. Sabía que él sentía lo mismo, y que estaba buscando la mejor manera de que pudiéramos sobrellevar nuestra separación.

Una tarde, mientras trabajaba en casa en la que sería la última de mis pinturas para la exhibición en la galería, Mario entró sin que me diera cuenta. Si antes lo hacía sin ninguna pena, ahora que era mi novio se paseaba en casa como si fuera la suya. Eso no parecía molestarle a mi madre, pues ella más que nadie sabía todo lo que él había hecho por mí y cuánto me quería.

Al lado del cuarto de música de mi madre, yo había montado un pequeño estudio donde pintaba los fines de semana. Mario me sorprendió pasando las manos alrededor de mi cintura mientras yo daba un brochazo en el lienzo. Emití un chillido tan sonoro y agudo que hasta a mí me lastimó.

—¡Soy yo, Annia! ¡Soy yo! —exclamó para calmar mis gritos.

Él me llenó la ruborizada cara de besos para disculparse.

—¡Eres malo, Mario! ¡Sabes que no me gusta que me asusten! —Lloré en su hombro.

—Perdóname —me suplicaba como si en verdad me hubiera causado un gran dolor—, es que no pude resistirlo: te veías tan bonita, con el rostro bien fijo en tu lienzo. No pude contener las ganas de abrazarte.

Correspondí a sus besos y luego le sonreí. Entonces volteé de nuevo al lienzo.

—Este será el último de mis cuadros, solo que aún no decido muy bien qué plasmar —exclamé emocionada.

—Lo que sea que pintes será excepcional. —Me animó.

—Estaba pensando en pintarte a ti. —Le sonreí con picardía.

—¿A mí? ¿Estás loca? ¿Quieres arruinar tu lienzo y espantar a los visitantes?

—Tú eres bello; te pareces a uno de esos dioses griegos. Podría dibujar tu fino perfil...

—Y tú estás muy, pero muy loca. —Despeinó mis cabellos.
Reímos por unos momentos, pero de inmediato su voz adquirió un tono serio.

—Tengo ya la fecha en la que debo presentarme.

Bajé la vista. Lo que había oído significaba que pronto tendríamos que separarnos.

—¿Cuándo es?

—El 30 de junio.

—¿El 30? ¡Pero la exposición será el 15 de julio! —repuse con pena.

—Lo sé, y claro que estaré ahí, Annia. Te lo prometí. Moveré cielo y tierra, pero te aseguro que iré.

—Más te vale, sabihondo. Si no, no sabes la que te espera —dije dándole un brochazo azul turquesa en la nariz.

Se limpió la mancha con uno de sus finos pañuelos.

—Hay otra cosa que quiero decirte, Annia, pero no lo quiero hacer aquí. Vamos a un lugar especial. —Sus ojos brillaron con alegría juvenil y su sonrisa se ensanchó.

—¿Y adonde quieres ir? —fruncí el ceño.

—Vayamos al Ensueño. Mañana por la mañana. Entonces entenderás todo.

—¿Y piensas tenerme con esta angustia hasta mañana? ¡Sabes que odio los secretos! ¡La curiosidad me mata! ¿No puedes decírmelo ahora?

Negó con la cabeza y sonrió de nuevo.

—Será mañana, linda. Mañana.

—¿Es algo bueno o malo? —inquirí extrañada.

Él calló por unos instantes.

—Será bueno, pero antes... tengo que confesarte algo que debí haberte dicho hace mucho tiempo.

De pronto todo se volvió turbio. Yo no quería que nada empañara mi felicidad, nuestra felicidad. Nada. Me embargó un miedo arrollador de perderlo todo en un instante.

—Necesito saberlo, Mario. ¿De qué se trata?

—Mañana lo sabrás.

—Mario. —Me anticipé—, sea lo que sea que tengas que decirme, si eso puede enturbiar nuestra felicidad, no me lo digas —supliqué y alcancé sus manos—. Si se trata del pasado de nuestros padres, por favor no me digas nada. Ya no me interesa saberlo. Solo quiero que continuemos con nuestras vidas, así como están. Quiero mirar hacia el presente, solamente.

Él caviló por unos instantes; sus ojos se ensombrecieron.

—No me digas nada —supliqué de nuevo—, nada del pasado.

Él me miró fijamente:

—¿Es lo que quieres?

Asentí. Mi curiosidad había ido muy lejos en el pasado y sólo me había traído melancolía. No quería hurgar nunca más en él. Nada de lo que hubiera pasado antes me debía importar. No quería saber nada. No quería recordar la traición de mi padre con Irenne.

—Está bien. —Suspiró agachando la cabeza—. Entonces sólo queda una cosa por decirte.

La alegría volvió a inundar mi rostro.

—¿Y tengo que esperar hasta mañana?

—Así es. Mañana lo sabrás.

Y me dio otro beso largo y suave que aceleró mi corazón.

Apenas pude dormir esa noche. Al día siguiente me arreglé lo mejor que pude. La mañana estaba muy agradable, así que me vestí con un conjunto de falda y blusa color azul cielo.
Cada vez que veía a Mario, sentía que lo quería un poco más. Nunca había notado las bellas facciones de su rostro, su porte y sus deslumbrantes cabellos negros. Supongo que antes me fijaba solamente en su interior, en la belleza de su corazón, pero ahora que él estaba siempre a mi lado, no podía dejar de admirar que no solo era hermoso por dentro, sino también por fuera.

Recorrimos los interminables senderos antes de llegar a nuestro claro favorito. Jugueteamos y dijimos esas cosas tontas que nos hacían botar de la risa. Cuando ambos nos echamos en el césped tenía un gran temor de que toda mi felicidad de esfumara de un momento a otro. Pero Mario calmaba todas mis inquietudes con sus suaves caricias y sus besos cálidos. Estábamos en el césped, yo recostada sobre su pecho, escuchando el armónico latir de su corazón.

Cuando ya no pude soportar más la tensión, estallé.

—Y bien, Mario, ¿qué tienes que decirme?

De pronto su corazón palpitó a tambor batiente, y sus manos comenzaron a temblar. Nos incorporamos en un solo movimiento.

—Te amo mucho, Annia, mucho. No concibo mi vida alejado de ti.

Me enternecieron sus palabras. Yo también lo amaba, y así se lo hice ver.

—La cuestión de mudarme a Nueva York me enloquece. No puedo pensar siquiera en estar cinco días a la semana lejos de ti. Sé que existirán ocasiones en las que tendré que quedarme en la Academia los fines de semana y no podré venir a verte.

El corazón se me hizo pequeño.

—No quiero sufrir ese pesar, Annia. No podría.

—¿Quieres terminar conmigo? ¿Es eso? —pregunté aterrada, preparándome para lo que venía.

Él me miró con ojos atónitos.

—¿Qué cosa?

—¿Para eso me has traído aquí? ¿Para terminar conmigo porque piensas que no podrás mantener una relación a distancia?

—¿Quién ha dicho tal cosa?

—Entonces, ¿a qué te refieres con que no quieres sufrir ese pesar? ¿De qué otra manera lo puedes evitar si no es terminando?

Me miró todavía con más asombro, y después se echó a reír. Yo sentí crecer mi enojo e indignación.

—¡¿De qué te ríes, Mario Sanford?! ¡¿De qué?!

En sus ojos brillaba un destello de picardía.

—¡Vaya imaginación! —exclamó.

Bajé la vista.

—Entonces... ¿de qué se trata?

—Annia... —Me dio un beso tan intenso que fue como si en ese momento el universo entero dejara de moverse, incluso el murmullo del viento y del río calló y el Ensueño mismo se perdió de mi vista.

Acarició mi rostro y me miró como nunca antes lo había hecho. Pude distinguir mis ojos en los suyos.

—Quiero que vengas conmigo.

Mi corazón se paralizó.

—¿Te casarías conmigo?

Y el tiempo se detuvo, con esas sencillas palabras...

Pero antes de que formulara esa pregunta, yo ya tenía la respuesta.

No existía otra cosa en el mundo que yo quisiera hacer más que estar con Mario. Si él se marchaba, yo iría con él. Él siempre había seguido mis pasos. Ahora yo seguiría los suyos.

Demostré mi aceptación con un beso dulce y largo, en medio de aquel claro donde muchos años atrás él se había enamorado de mí. No pensé en mi carrera ni en mi madre, sino en dejar todo atrás y empezar una vida nueva. No sentía miedo, porque mientras estuviera con él, mis peores miedos jamás podrían alcanzarme.

—Haremos todo con calma, como debe de hacerse —me dijo mientras apretaba mis manos contra su boca y las cubría de besos—. Hablaré con tu madre, le pediré tu mano y planearemos la boda juntos.

—No quisiera hacer una celebración en grande, Mario. Solo quiero estar contigo. Quizás algo sencillo, algo familiar.

—Será como tú digas...

Y ese día, con los árboles en flor y la luz del día bañando nuestros jóvenes rostros, hicimos la promesa de estar juntos para siempre.

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