42. Descubriendo la verdad
Mario no llamó, no pasó a recogerme el lunes siguiente ni fue a verme después de mi clase de pintura. Tal como se lo pedí. Si yo temía que Mario y Lucía se hicieran novios, nadie podía decir que había actuado con mucha sabiduría. Prácticamente lo había arrojado en sus brazos.
Contrario a lo que había pensado, el fin de semana y el lunes se convirtieron en una tortuosa jornada, casi imposible de soportar. Había desarrollado una gran dependencia hacia él. Y lo peor de todo era que no sabía cómo desprenderme de ese sentimiento.
Llegué a casa ese día arrastrando los pies. La sonrisa de mi madre se esfumó al verme; en su lugar apareció una mueca de angustia. Yo había vuelto a las andadas justo cuando creía que mi corazón ya había sanado.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien? ¿Por qué no te trajo Mario?
Demasiadas preguntas. Subí directo a mi habitación.
—Tengo sueño —murmuré desde las escaleras.
Sentía como si hubiera perdido una porción de mi esencia. Lo peor había sido la plática con Anton. Sin duda fue lo que me hizo regresar a casa arrastrándome.
Ahí estaba yo, a su lado, viendo su magnífica pintura. Una bella niña de ojos verdes y cabello dorado, chispeando alegría aquí y allá. Sonreía ampliamente mientras un halo dorado de luz se difuminaba detrás de ella, dándole una apariencia angelical. La jovencita estaba de pie, en el último peldaño de una escalera. Parecía sonreírle a alguien que estaba debajo, pues su rostro miraba en esa dirección.
Era la pintura que Anton exhibiría en la galería. Me quedé en estado de shock cuando la vi. Anton no pintaba cosas dulces o tiernas, menos ángeles que bajaban a la Tierra. A parte de mi autorretrato, era la segunda de sus pinturas que no me causaba escalofríos. Porque estaba bellamente hecha, de manera casi celestial.
—Ella era mi novia —dijo cuando pregunté en quién se había inspirado para hacer semejante cuadro.
«¿Novia?, ¿en verdad ha tenido novia?»
—Es muy bonita —dije sin poner de manifiesto mi asombro.
—Era… —Suspiró.
Empecé a sentirme incómoda y temerosa de preguntar.
—¿Por qué? ¿Qué pasó? Si quieres decirme…
—Murió en un accidente.
—¡Oh!… lo siento mucho.
—Sí. Su automóvil se salió de la carretera y se volcó. Ella era muy hermosa. Incluso el cuadro no le hace justicia. Ella era… como una diosa. —Sus palabras denotaban fascinación. De pronto sus ojos se oscurecieron—. Pero toda su belleza se perdió en ese accidente. Esa persona del ataúd simplemente no era mi… no era ella.
—¿Cuál era su nombre?
—Yo la llamaba mi musa, mi diosa, mi ángel. Su nombre poco importaba —respondió con embeleso, como si la estuviera viendo en ese preciso instante.
—Lo lamento, Anton, No sabía.
—De eso ya hace casi tres años; supongo que ya debería olvidarlo, pero aunque ella haya muerto, aún ocupa ese lugar en mi corazón. Ella es quien me inspira cada vez que empiezo una nueva obra.
Agaché la mirada.
—Yo también perdí a alguien muy querido, hace poco más de dos años.
Se giró hacia mí con asombro.
—¿Lo dices en serio?
—Sí. —Asentí, dándome cuenta de que ambos compartíamos el mismo dolor—. También era mi novio. Y para mí era perfecto.
—¿Cómo murió? ¿Quieres decirme?
—Un accidente, como tu novia. —Decir que se había quitado la vida aún me sonaba cruel, y, hasta cierto punto, me seguía pareciendo increíble.
El asintió y me miró con esos ojos profundos que por primera vez no parecían vacíos.
—Gracias por compartirlo. —Miró la pintura—. Ahora me he dado cuenta de que ambos padecemos del mismo dolor. Ya sabía que tú tenías algo diferente. Por eso me animé a acercarme a ti. Sentía que podíamos ser amigos, a pesar de que, como ves, soy una persona solitaria.
—Sí, supongo que nos parecemos un poco.
—No tienes por qué estar triste. La verdad es que al menos nosotros seguimos vivos y podemos recordarlos. Cada vez que pienso en ella me siento muy feliz. Fui muy dichoso el poco tiempo que estuvimos juntos.
Ahora que Mario parecía haberse marchado de mi vida, necesitaba con urgencia la compañía de alguien más. Hasta ese día, Anton solo me había inspirado desconfianza y miedo. Aunque se esforzara por parecer un chico normal cuando hablaba conmigo, había algo en él que simplemente no estaba bien.
Pero al verlo ahí, platicando de su novia, de su amor perdido, se veía tan vulnerable y tan humano como todos los demás; tan frágil que me invitaba a darle un abrazo y consolarlo, pues sabía que su corazón aún estaba en duelo. Nunca se me ocurrió que fuera posible entablar una amistad con él.
—En fin… —Me trajo de nuevo a la realidad— …esto era lo que te quería enseñar. Esta pintura habla de la primera vez que la vi. Así es exactamente como la recuerdo. Yo estaba al pie de la escalera y ella descendía hacia mí. En ese instante, el tiempo se detuvo. Me enamoré de ella a primera vista; de su cabellera, sus ojos y su sonrisa radiante.
Otra vez se encendió en sus ojos un brillo muy particular. Detuvo sus palabras y se giró hacia mí.
—¿Te ha gustado?
—Claro, es maravillosa.
—Lo es. —La miró de nueva cuenta—. Es una obra de arte. La exhibiré el día que montemos la galería del taller. Quiero que todo el mundo la admire. —Estaba embelesado.
Luego sacudió un poco la cabeza—. ¿Tu amigo el Sabihondo vendrá hoy a recogerte como siempre lo hace?
—No lo creo. —Suspiré.
—Yo tampoco. —Hizo una mueca de fastidio.
—¿Cómo lo sabes?
—Creo que mi hermana lo tiene bien enganchado. Ayer estuvieron en casa. —Frunció la nariz—. No nos saludamos. Por más que quiera que desaparezca de la vida de Lucía, sé que no se irá.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué hacían en tu casa?
Sentía demasiada curiosidad por saberlo.
—Nada en especial. Tu amigo Sabelotodo siempre está callado; habla sólo lo esencial. Mi madre lo invitó a cenar. Gracias a todos los santos que él no quiso. No puedo ni siquiera concebir que él se siente en la misma mesa que yo. Te juro, Annia, que si él y mi hermana se hacen novios yo no toleraré seguir viviendo bajo el mismo techo. Eso nunca.
—¿Por qué te cae tan mal?
—Es un sentimiento de desagrado mutuo. Lo único que podemos hacer es mantenernos alejados. ¡Se me revuelve el estómago tan solo de verlo! ¡Siempre creyendo que lo sabe todo cuando en realidad no sabe ni una pizca de nada!
No sabía qué decir. No me interesaba mover ni un solo dedo para que simpatizaran.
De vuelta en mi casa seguía recordando la pequeña plática con Anton, la pérdida de su novia en un accidente y la presencia de Mario en su casa. Ambas cosas me ponían igual de melancólica. Sentí de nuevo el vacío tan grande que dejó Aarón en mi vida, luego llenado por Mario, a quien yo misma había echado en los brazos de Lucía.
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Los días siguientes me las arreglé como pude para ir y venir sola a la universidad. Extrañaba la comodidad de viajar en automóvil, especialmente uno tan fabuloso como el de Mario, pero más extrañaba su voz suave, su plática pausada y sus bromas, que por cierto nunca eran graciosas. Quería saber dónde estaba en esos momentos; si debía llamarlo para pedirle perdón. Después de todo, yo había sido la que terminó con nuestra amistad. Tal vez no era demasiado tarde para hablarle y suplicarle que me disculpara.
Entre más pasaban los días, más me daba cuenta de lo errática que había sido mi decisión. Pero a la vez, terca infeliz como siempre, me aferraba a pensar que había sido lo más sensato, lo más acertado de mi parte. Podía arreglármelas sin él. Claro que podía, aunque me sintiera vacía, sola, más sola que nunca.
Si veía algo en la televisión o escuchaba a alguien discutir sobre algún tema, o simplemente derramaba jugo sobre mis cuadernos, lo primero que se me venía a la cabeza, automáticamente, era contárselo a Mario. Pero ya no estaba Mario a mi lado; lo había echado a empellones de mi vida. Y para siempre.
Quien sí estaba por todas partes para recordarme mi mala suerte y las consecuencias de mis decisiones era Clara.
Una mañana la vi fuera de la universidad, dentro de un deslumbrante escarabajo rosa. Montones de amigos rodeaban el vehículo. Desde el asiento trasero y con la puerta abierta, recibía encantada el sinnúmero de silbidos y elogios por parte de los chicos. Me preguntaba cuál de todos ellos era sincero; cuál de todas esas chiquillas bobas y adineradas que revoloteaban a su alrededor llenándola de cumplidos realmente la quería.
—¡Hey, Annia! —Su voz flotó entre la algarabía. Apenas pude reconocerla—. ¡Ven a ver mi automóvil! ¡Me lo regaló mi papá! —Agitó efusivamente los brazos.
Por un momento me trasladé al pasado. Siempre que ella encontraba algo excitante, batía los brazos como si fuera un pichón que ha encontrado su primer alimento. Sin quererlo, me sentía contagiada por su alegría y su vigor, partícipe de sus ensueños y fábulas.
—Es… muy bonito —contesté desconcertada, aún dudosa de que se estuviera dirigiendo a mí.
—¿Quieres pasear en él? —insistió.
La miré atónita al comprobar que era yo la destinataria de su invitación.
—¿En verdad? —pregunté mientras me abría paso entre la maraña de gente.
Todos se giraron hacia mí como haciéndose la misma pregunta que yo: ¿Por qué me había elegido entre tantos?
—Claro. —Me sonrió con esos ojos traviesos que había extrañado cada día.
No pude descubrir en ella ni un solo rastro de malicia, a pesar de que escudriñé su mirada una y otra vez. Pensé que tal vez Mario tenía razón: Todavía me quería.
—Bueno —balbuceé sin saber si debía echarme a reír o ponerme en guardia—, gracias.
—¿Y cuándo nos llevarás a nosotras? —preguntó una de las chiquillas que parecía una copia barata de Clara.
—¡Después! ¡Después! —Agitó la mano—. ¡Tendré tiempo para mostrarles a todos esta preciosidad!
Abandonó el asiento trasero y grácilmente abrió la portezuela del asiento del conductor, mientras me hacía una seña para que yo me acomodara al lado.
—Está abierto. —La alarma sonó un par de veces.
Arrancó suavemente. No sabía que Clara supiera manejar, aunque era automático. A mis casi veintitrés años jamás había intentado aprender. No teníamos automóvil en casa desde que mi padre murió, y mis pocos ahorros no podían costearme ni siquiera una baratija. Además, Mario siempre me llevaba a todas partes. Bueno, antes.
No pronuncié palabra. temía romper el sueño que estaba viviendo. Si Clara antes me había hecho daño, en ese momento había olvidado todo. Ahora sólo veía en ella la amiga que siempre quise y seguía añorando.
—¿Te gusta, Annia? ¡Es increíble! ¡No pensé que mi papá pudiera ser tan espléndido conmigo! Ahora ya no tengo que depender de nadie para ir adonde me plazca. —Parecía una chiquilla—. ¿Y bien? No me has dicho nada desde que salimos de la universidad.
—Es un sueño —respondí tímidamente—. No sabía que existiera un automóvil rosa.
Ella rio ante mi respuesta.
—¡Pues claro que existen! Aunque déjame decirte que no son comunes. Mi papá lo mandó a pintar antes de entregármelo. Sabe que el rosa es mi color favorito. Me siento como una Barbie conduciendo su convertible. ¿Recuerdas cuando éramos niñas y te quedabas en mi casa a dormir? Siempre llevabas contigo una pesada maleta con todas tus muñecas. Era muy divertido. Qué buenas historias hacíamos, ¿no?, con segundas partes y toda la cosa.
—Teníamos mucha imaginación —admití, aún preguntándome qué estaba haciendo ahí. Era el último lugar que se me hubiera ocurrido para terminar el día.
—¿Qué tal si vamos a comer algo por ahí? tengo mucha hambre. ¿Y tú?
—No mucha, pero supongo que puedo comer algo.
Nos dirigimos a un lugar de comida rápida. Suspiré aliviada, pues llevaba poco dinero. Supuse que sería suficiente.
—¿Y qué tal va todo, Annia? ¿Cómo está Isabel? —preguntó una vez que nuestra orden de hamburguesas y papas fritas estaba sobre la mesa.
—Bien, supongo. Recuperándose de la última crisis.
—¿Crisis? —Abrió los ojos con espanto—. ¿Cuándo fue que pasó eso? ¿Por qué no me dijiste?
No tenía por qué haberle dicho. Ella me había echado de su vida mucho tiempo atrás. Si no le interesara lo que pasara conmigo, menos todavía lo referente a mi madre.
—Sí. Entró en coma por unos minutos.
—¡Santo Dios! Si yo lo hubiera sabido, ten por seguro que habría corrido a tu lado.
—¿No te lo dijo Mario? —pregunté incrédula. Su hermano había estado cada día conmigo en el hospital. ¿Cómo pudo Clara no darse cuenta de eso?
—Mario no me habla. Es como un extraño para mí. Hace tiempo que me abandonó. —Su voz sonaba triste—. No sé de su vida.
Sentí pena por ella. Tal vez estaba aún mucho más sola que yo, aunque tuviera tantos amigos. Yo la conocía mejor que nadie: era frágil y necesitaba cariño.
—Pronto será tu cumpleaños. ¿Qué piensas hacer?
—Aún no lo sé. Supongo que nada.
—Ya pensaremos en algo. —Lo dijo con una gran sonrisa.
Me sentía confundida. ¿Pensaremos? ¿Es que volveríamos a ser amigas? Me encogí con incomodidad en el asiento de piel, pero al final me atreví a aclarar las cosas:
—No entiendo, Clara. ¿Por qué de pronto me hablas? Creí que me odiarías por siempre.
—No me he portado bien contigo —repuso cabizbaja—. He tratado de acercarme a ti los últimos dos años, pero tenía mucho temor de hacerlo. Pensé que nunca me perdonarías.
—No tengo nada que perdonarte, Clara. Quisiera olvidar todo el pasado. En realidad quisiera… Te he extrañado mucho. —Las palabras escaparon de mi boca sin darme cuenta. Ella sonrió como si le hubiera quitado de encima media tonelada.
Alcanzó mi mano:
—Yo también te he extrañado, amiga.
—¿Crees que podamos recuperar nuestra amistad? —Leí el anhelo en sus ojos esmeralda—. ¿Podría ser todo como antes?
Le sonreí. Necesitaba tanto una amiga. La necesitaba a ella. Ya no me interesaba el pasado. Si podíamos mirar adelante sin volver la vista atrás, yo no repararía en aquellos penosos días nunca más.
—Yo creo que sí podemos.
Ella sonrió todavía más y unas lágrimas escaparon de sus ojos. Me parecía un sueño. Mi mejor amiga volvía a mi lado. Había perdido a Mario pero ahora parecía recuperar a Clara. Acaso podríamos volver a ser amigos los tres, como en los viejos tiempos. Mario no tendría que sacrificarse más por mí.
La alegría comenzó a desbordarse de mi pecho. Y Clara lo confirmó con un abrazo desesperado. Teníamos tanto de qué hablar, tanto que perdonar. Sin embargo nuestras palabras y sentimientos fluían tan naturales como un río.
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Después de casi tres años regresé a la casa Sanford. todo seguía igual: la habitación esmeralda, el amplio espejo, la coqueta y el inmenso guardarropa, que era casi la mitad del tamaño de mi habitación. Eché una mirada al cuarto de Mario antes de entrar al de Clara. Todo seguía igual en él, sin cambios trascendentales, excepto quizás, más montones de libros y muchos más ordenadores. No lo había visto desde hacía ya más de una semana.
—¿Cómo está tu hermano? —me atreví a preguntar.
—Bien, supongo. Como te dije, no le veo mucho. Con suerte vendrá esta noche a cenar.
Mi corazón comenzó a latir rápidamente ante la idea de que pudiera verlo ese mismo día. Le pediría una disculpa. Sabía que se sorprendería al verme en su casa, al lado de Clara. Y todo sería como antes, o, incluso mejor.
—Apuesto que se pondrá muy contento al saber que hemos hecho las paces.
Clara se encogió de hombros.
—Sí. Tal vez.
Encerradas en su cuarto, como lo habíamos hecho desde que éramos pequeñas, nos contamos una y otra vez todo lo que habíamos hecho desde la vez que nos separamos, sin tocar temas dolorosos e incómodos para ambas. No hablamos de Aarón ni de la tragedia que nos arrastró a ambas al estado de odio en que vivimos. Tampoco mencionamos a Mario ni del momento en que se alejó de Clara para estar conmigo.
Poco después de las ocho escuchamos el tintineo de unas llaves y unos pasos que se dirigían hacia nosotras. Se oyó que tocaban la puerta. Clara interrumpió su plática y se puso de pie.
—¿Qué quieres? —le dijo a Mario medio abriendo la puerta.
—Tengo que trabajar en tu automóvil. ¿Recuerdas? Traje el estéreo que querías.
Clara dio media vuelta y se dirigió a su peinador, tomó el llavero rosado y se lo dio.
—¿Cuánto vas a tardar?
—Es algo muy sencillo, supongo que no más de… —La puerta se abrió un poco más y Mario alcanzó a verme sentada en la alfombra. Cuando sus ojos se encontraron con los míos no supe si hablarle o no. Al final no dijimos nada. Me pareció verlo suspirar; luego tomó las llaves y se perdió de mi vista.
—¡Va a quedar de fábula! —Clara se giró recobrando toda su jovialidad—. Ya verás cuando quede instalado: ¡Haré estremecer todas y cada una de las calles!
Mi amiga era así de rara. Podía pasar de un estado de ánimo al otro en tan sólo fracciones de segundo.
Sin embargo, no me había mentido. En efecto, ella y Mario no se llevaban nada bien. Al menos no como antes. Clara nunca había utilizado ese tono seco con su hermano, y él jamás le había respondido así.
—¿Te quedarás a cenar, Annia?
—No, Clara. Creo que ya tengo que volver a casa. Mi madre no sabe dónde estoy.
—Te llevaría si pudiera, pero, ya oíste, Mario está trabajando en mi automóvil.
—Está bien así. Ya sé el camino. —Le guiñé un ojo.
—¡Ay, Anny, estoy tan contenta de que de nuevo seamos amigas! ¿Vendrás mañana también? ¿Verdad que sí?
—Solo si dejas de llamarme Anny.
Ella rio.
—Claro. ¡Sé que no te gusta! Pero a veces no puedo evitarlo. Te diré algo: si alguna vez tengo una hija, le pondré Annie.
—¡Oh, no! No hagas eso, Clara. Pobre criatura.
Y con un abrazo nos despedimos. Esperé unos minutos antes de bajar la escalera porque oí su voz nuevamente, dicharachera como siempre:
—¿Ves? Te dije que volvería. ¡Sabía que volvería!
Quise volver a la habitación para ver con quién estaba hablando, pero algo me lo impidió. No quería que nada ni nadie estropearan mi felicidad. Bajé, pero aun cuando estaba ya en el tercer escalón, escuché su risa nuevamente. Mientras más me alejaba, menos entendía sus palabras. Asumí que estaría hablando por teléfono. ¿Qué más podría ser? Sentí un escalofrío recorrer por mi espalda, mas no hice caso y descendí hasta el final.
La casa estaba vacía, como siempre. Solo uno que otro empleado vagaba de un lado al otro. Dudé por unos momentos antes de torcer hacia el garaje, donde sabía que encontraría a Mario. Necesitaba verlo, disculparme con él.
No me escuchó cuando entré. Estaba tan concentrado conectando el estéreo de Clara que ni siquiera se percató del chirriar de la puerta. Me acerqué sin hacer ruido. Vacilé.
No sabía si llamarlo por su nombre o tocar su hombro. Mario subía el volumen hasta un nivel ensordecedor y luego lo bajaba hasta casi apagarlo. Supuse que eso me daría ventaja. De pronto, todo el valor que llevaba se me escapó por el cuerpo cuando recordé su manera de mirarme minutos atrás, así que giré sobre mis talones y caminé hacia la puerta. Segura de mi decisión, me deslicé casi de puntitas y sin respirar.
Mario nunca se habría percatado de mi presencia si yo no hubiera golpeado con la cabeza el foco que colgaba pobremente del techo. Tal vez fue el grito de dolor o el pálido haz de luz que se balanceó de un lado a otro en el techo del taller lo que hizo que él se girara y me descubriera. Salió del automóvil a una velocidad asombrosa.
—¿Te hiciste daño?
No podía negarlo cuando me dolía tanto, así que asentí tímidamente, sintiéndome como pillada en un acto de vandalismo.
—Déjame ver —agregó al retirar mi mano de la frente—. Solo está un poco rojo. —Su mirada se dulcificó—; nada que un poco de agua fría no pueda solucionar.
—¡Me arde mucho!
—Bueno, ¿qué esperabas? Te estrellaste con un foco incandescente.
—¿Por qué tienes este tipo de instalación en tu taller? —Gemí señalando el foco con un dedo acusador—. ¿Por qué no está en el techo, como en cualquier parte?
—Porque soy un flojo. —Se rio—. Este taller necesita muchas reparaciones, pero como solo yo vengo aquí, no me preocupo mucho por eso.
—Pues deberías…
—Además, siempre me fijo por dónde camino. —Quiso vengarse de mis observaciones.
Luego se dirigió a una de sus engrasadas mesas y sacó un trapo limpio. Lo humedeció y se acercó a mí nuevamente.
—Estarás bien en unos minutos.
Presionó delicadamente el trapo contra mi frente. Lo sostuvo durante unos segundos sin decir nada. Su rostro estaba muy cerca del mío. Podía sentir que aún se preocupaba por mí.
Aún me quería.
—Ya está bien, Mario. Ya no duele tanto.
Asintió y se alejó un poco.
—¿Te puedo ayudar en algo, Annia? —Recobró la gravedad en su voz y en seguida me dio la espalda.
—Quería disculparme contigo —tartamudeé—. Fui muy ruda el otro día. No quise decir las cosas de esa manera.
—Veo que te has reconciliado con Clara.
—Sí. Parece que todo quedó en el pasado. —Sonreí, aunque él no podía verme.
—Entonces, ya no seré tan necesario…
Me dio la impresión de que Mario prefería seguir trabajando en el automóvil de Clara o en cualquier otra cosa antes que seguir hablando conmigo.
—¡No, Mario! ¡No es así! —Me alarmó su indiferencia—. ¿Qué no puedes verlo? Ahora podemos ser amigos los tres. ¡Como antes!
Rio incrédulo ante mis palabras.
—Me alegro que Clara y tú hayan hecho las paces, pero en lo que respecta a mi hermana y a mí, no lo veo tan claro. Aún tenemos muchas cosas que resolver.
Ante esa respuesta cortante, lo único que pude hacer fue insistir en que me perdonara.
—Yo no quise lastimarte con lo que dije; estaba preocupada por ti. Quería que hicieras tu vida.
Al fin cesó de rebuscar entre sus herramientas y se giró a mirarme. Era evidente la indignación y la pena que yo le había causado.
—Siempre lo he hecho, Annia. Siempre he vivido mi vida —susurró—. Te lo dije muchas veces: Jamás me he sacrificado por ti.
—Pero lo de Berkeley, lo de Lucía, lo de Clara…
Mario elevó la voz interrumpiendo mis palabras.
—Si rechacé la oportunidad en Berkeley no lo hice solamente porque tú me necesitabas. Era yo quien no quería dejarte. —Suspiró largamente—. ¿No comprendes? —Su voz era apenas audible—. No sacrifiqué nada. En realidad, nunca quise irme…
Yo estaba sin habla.
—Lo de Lucía es otra historia —agregó—. Me gusta estar con ella, pero disfrutaba más mi tiempo contigo. Los días eran más alegres, más llenos de esperanza.
—Yo también disfruto mis días contigo, Mario —alcancé a decir—. Me gusta tu compañía. Yo… lo único que quería era que dejaras de sacrificarte por mí. Yo estoy bien.
—Cuando se hace un sacrificio, se cambia algo que uno disfruta o ama por algo que realmente uno no desea hacer. No me pasaba eso contigo —admitió, y entonces vi una chispa centellear en el azul de sus ojos—. Al contrario, alejarme de tu lado resultaba el mayor de todos los sacrificios.
En el silencio que nos sucedió después de sus palabras, oía el latido de mi corazón tan locamente acelerado que casi sentí que se me iba a salir del pecho.
—Creo que siempre me has malinterpretado. Siempre has pensado que has sido tú la causante de mis fracasos sentimentales; que dedico el tiempo solamente a ti y a mi hermana en lugar de emplearlo en una relación; que rechacé a Tina y a Lucía y que he mantenido mi soltería tan sólo para cuidarlas a las dos.
Se aproximó a mí. Apretaba los puños:
—No es que yo no quiera tener novia o pasar mi tiempo con alguien más que no seas tú. Pero la verdad, Annia, es que nunca he conocido a alguien como tú.
Y me sostuvo la mirada, intentando leer en mis ojos alguna respuesta o reacción.
—Mario… —susurré—. ¿Acaso tú…?
—No tiene sentido para ti, ¿verdad? —interrumpió—. Creo que he hablado demasiado. Solo quería hacerte ver que jamás he dejado ni uno solo de mis sueños por estar contigo. Al contrario, si me alejara de ti, creo que no podría alcanzar ninguno de ellos.
Sin decir ni una palabra, todos mis recuerdos volvieron a mi memoria: Mario siempre a mi lado, siempre siguiendo mis pasos, desde que era una niña. Y ese Mario me estaba diciendo que el cariño que lo ataba a mí era diferente de lo que yo creí toda mi vida.
—No quería que lo supieras. No de esta manera. Me gustaría regresar el tiempo hasta hace apenas unos días, cuando todo estaba bien entre los dos. Si no hubieras entrado por esa puerta y chocado con ese foco yo jamás, jamás te habría dicho la verdad. Quería guardármela para siempre, pero el peso de tu ausencia dolía más que cualquier cosa.
—¿Desde cuándo, Mario? —pregunté, tratando de poner mis sentimientos en orden.
Él suspiró largamente. Bajó la vista por un instante, pero luego sus ojos se encontraron con los míos y la línea de su boca dibujo una leve sonrisa.
—Desde siempre, supongo. Desde que tengo uso de razón estás metida en mis pensamientos, en todo lo que hago. Desde que tu padre jugueteaba contigo, yo te veía desde lejos, sentado en los prados a orillas del lago del Ensueño. Él prendía florecillas en tu cabello, sonreía y nos preguntaba: «¿No es la niña más hermosa de todo el universo?». Y yo te veía, con tu sonrisa que iluminaba aún más el día soleado. Mis ojos se alegraban y me decía a mí mismo: «Sí que lo es».
Yo recordaba esa imagen tan bien como Mario. Él era un joven de apenas unos doce o trece años.
—Pero… ¿por qué nunca dijiste nada?
—No quería arruinar las cosas entre los dos. Tú siempre me viste como tu hermano mayor. Eso te hacía feliz. Lo único que yo podía hacer era cuidarte, siempre que tú me lo permitieras, poner una sonrisa en tu rostro cada vez que estuvieras triste, estar a tu lado siempre que me necesitaras.
—Mario, tú… tú me aconsejabas en cada uno de mis enamoramientos fugaces. Tú me apoyaste en mi relación con Aarón. ¿Cómo es posible que lo hicieras si tú…? —Corté mis palabras.
—Escucha. Me mantuve entre las sombras por mucho tiempo, escuchando cada una de tus penas, tus planes y todo sobre los chicos que te gustaban, porque pensé que era lo mejor. Después de todo, ¿cómo una chica como tú se fijaría en alguien como yo?
—Debiste decírmelo, Mario.
Él sonrió levemente.
—Lo intenté, Annia. Un día decidí decirte la verdad, sin importarme que me rechazaras. Estaba decidido a hacerlo. Probaría mi suerte y dejaría de ser nada más tu sombra. Pero la fortuna esa noche no estuvo de mi lado. Y todo mi mundo cambió drásticamente, así como el tuyo. Pensé que era cosa del destino y que el mío era mantenerme alejado de ti, dejar que hicieras tu vida y no decirte nada. Después de todo, yo no merecía tu amor, ni lo merezco ahora. No sé por qué me convencí de que podría ser lo contrario.
Mi corazón empezaba a encogerse. No sabía si lo que iba a decirme en seguida me haría feliz o aún más desdichada. Cerré los puños mientras esperaba que su boca se abriera una vez más.
Y entonces habló. Revelándome algo que pondría mi mundo de cabeza:
—La noche de aquel incendio, hace casi tres años, fue la misma que yo escogí para comenzar a revelarte mis sentimientos hacia ti. Yo quería obsequiarte algo muy especial que sabía que amabas demasiado. Imaginaba tu sonrisa cuando tuvieras la prenda entre tus manos. Pero todo fue mal, y tú casi mueres dentro de esa casa. —Agachó la cabeza, como si el recuerdo aún le doliera—. Me sentía tan impotente cuando veía que todos salían, menos tú.
Yo estaba ahí plantado, creyendo que todo era una pesadilla. Clara estaba en el suelo, presa de un desmayo, y yo no sabía qué hacer. La sola idea de perderte me aterraba. Así que me abalancé ciegamente para encontrarte…
Y entonces todo cobró sentido…
Las imágenes, las palabras. Todo volvió a mi memoria como en una avalancha. Y pude verlo todo nuevamente.
La pregunta del doctor Parker que estremeció mi corazón, pocos días después del incendio: «¡Por cierto! ¿Qué cuenta aquel joven que te trajo aquella noche? ¡Creo que estaba muy preocupado por ti!» El golpe que le di a Mario en la espalda aquel día en el centro comercial. El grito. Él estaba herido… herido a causa de… «No es que golpees tan fuerte; es por la viga que me cayó en la espalda». La viga… Cuando caí al suelo y las pisadas furiosas se encajaban en mi cuerpo, escuché crujir el techo. Las maderas del tejabán comenzaban a derrumbarse. Cerré mis ojos y evoqué el Ensueño. Yo sabía que iba a morir. Sabía que el techo caería sobre mí. Entonces, alguien me arrastró, me cargó en sus brazos y me cobijó con el calor de su corazón. Sentía el fuego de su pecho arder; entonces me di cuenta de que todo estaría bien…
—¿Eras tú? ¿Fuiste tú todo el tiempo? —pregunté, presa de la conmoción.
Todas mis preguntas comenzaban a resolverse de una manera tan rápida y asombrosa que apenas me daba tiempo de asimilar las respuestas. Mario asintió. Más recuerdos acudieron a mi mente. «¡Annia! Cuando termine tu fiesta te daré un obsequio, creo que te gustará.»
—Dime… ¿qué era lo que ibas a darme esa noche? —pregunté, mientras en mi corazón ya se formulaba la respuesta.
—Annia… ¿Es que aún no lo sabes? —Se oía solo un hilo de voz.
Sí. Yo lo sabía. Había estado en mis recuerdos todos y cada uno de los días después de aquella noche: mis amadas Lilas. Las flores de mi padre. Las flores de mi salvador, atadas a mi corazón tal como Mario las había atado a mi vestido. ¿Cómo había podido ser tan ciega? Todo ese tiempo había sido Mario. Él era mi salvador. Lo había sido desde siempre. Me había salvado no solo esa noche. Lo había hecho una y otra vez.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué Aarón me dio una lila la noche que nos hicimos novios? Yo creí…
Pero Aarón ya me había dicho la verdad en su última carta: «Yo no fui el que te salvó… nunca supe quién lo hizo.»
—Yo solo le dije que eran tus favoritas —explicó Mario—; que no había un mejor regalo para ti.
—¡Mario! ¿Por qué nunca me lo dijiste? Creía…
—Sé lo que creías, Annia —interrumpió—, y sabía que eso te hacía feliz. Nunca pretendí revelártelo y no sé porque lo estoy haciendo ahora. Supongo que una cosa llevó a la otra... Acaricié la posibilidad de decírtelo después del incidente, pero muy poco tiempo pasó para darme cuenta de que tú ya te habías enamorado de Aarón. —Sonrió para sí mismo—. Te conozco demasiado bien. No sabes mentir. Te enamoraste de él desde ese mismo día. Y, Annia, él te amaba a ti también. Yo ya no podía ocupar un lugar en tu corazón.
—¡Sí, yo lo amaba también demasiado! —exclamé sintiendo que mis ojos se llenaban de lágrimas—, pero tú debiste decírmelo. ¿No te das cuenta, Mario? ¡Tú salvaste mi vida!
—Tú eras feliz, Annia, y eso era lo único que me importaba. No habría cambiado nada de habértelo dicho antes. Ni lo cambia ahora —concluyó triste.
—¡Claro que lo cambia todo! Por mucho tiempo soñé, anhelé estar con aquella persona cuyo corazón latía acompasado con el mío. Abrazar de nuevo aquel pecho cálido que mitigaba todos mis miedos y me brindaba esperanza. ¡Eras tú el hombre a quien yo pintaba en mis retratos, sonriéndome, levantándome entre sus brazos, dándome el hálito que necesitaba para seguir respirando! ¡Eras tú, y yo lo ignoraba! Tú me encontraste, tú pasaste por encima de la multitud para dar conmigo. Yo estaba sola en el suelo, creyendo que ese sería el último de mi existencia, ¡y me salvaste! ¡Claro que lo cambia todo, Mario! ¡Todo!
—¿Cambia eso los sentimientos que tienes hacia mí? —Los ojos de Mario, tan azules y brillantes, se enturbiaron.
Yo bajé la vista, incapaz de responder. Balbuceé unas cuantas palabras. Mario era mi amigo, el mejor. Era mi remanso, mi paz, mi puerto seguro. A su lado me sentía protegida y dispuesta a enfrentarlo todo. Pero, ¿era eso solamente?
—¿Verdad que no?
Sentía el latir desaforado dentro de mi pecho y mi rostro completamente encendido, con un calor que me abrasaba hasta hacerme sentir que sudaba. ¿Qué podía decirle? Sí, yo lo quería, lo quería mucho. ¿Pero era sólo eso? Yo no lo amaba como alguna vez amé a Aarón. Mis sentimientos hacia él eran completamente diferentes.
Él interpretó mi silencio. Alcé la vista por unos momentos, tan solo para encontrarme con su pálido rostro, iluminado apenas con la débil luz del la lámpara del taller. Era la primera vez que la aflicción se apoderaba de esa manera del rostro de Mario. Jamás me había mirado con esos ojos llenos de pesar y desesperanza. Su rostro se contraía en una mueca de infinito dolor.
—Siempre lo supe —dijo, poniendo un poco de distancia entre los dos—. Yo soy como tu hermano. Siempre me has visto de esa manera. Así fue como fuimos criados. Nunca podrías enamorarte de mí. —Rio con desgano—. No fue más que un sueño loco que alguna vez acaricié. Es solo que en estos últimos años a tu lado… mis sentimientos hacia ti han ido en aumento, sin quererlo. No quería enamorarme de ti, más de lo que ya lo estaba, pero tú eres tan linda que simplemente no pude evitarlo. No puedo imaginar estar un día alejado de ti.
—Mario. —Alcancé una de sus manos, pero él la contrajo como si el contacto con mi piel lo quemara—, yo te quiero, te quiero mucho. Eres una bendición en mi vida. Si no fuera por ti yo no estaría aquí. Siempre has estado a mi lado, y yo te necesito…
—Pero no me amas. —Buscó mis ojos, y de nuevo leí en los suyos la necesidad de una respuesta, de unas palabras que lo libraran de su sufrimiento.
—No. No lo sé —corregí—. Todo esto ha ido muy rápido. Aún no puedo asimilarlo. Yo… no lo sé, Mario. Tengo que pensar. Yo…
Él se acercó un paso más. Se llevó el dedo índice a su boca imponiéndome silencio.
—No tienes que decir nada —murmuró, y me atrajo hacia su pecho.
De nuevo pude sentir ese calor abrasador que envolvía mi corazón, protegiéndolo de todos los peligros, curando cada herida. Me rodeó con sus brazos. De nuevo pude sentir cómo se acompasaban nuestros latidos y el inmenso fuego que ardía en nuestros pechos. Podía oler y deleitarme con su fragancia masculina y sentir el contacto de sus mejillas tersas contra las mías. Acarició mis cabellos y condujo su boca hacia mi oído. Yo cerré los ojos mientras escuchaba su murmullo.
—Siempre seré tu amigo, siempre estaré a tu lado…
Y entonces se apartó de mí.
Cuando abrí los ojos, como despertando de una ensoñación, Mario se había retirado. Apenas se giró para mirarme y dedicarme su última sonrisa antes de abrir la portezuela del automóvil de Clara.
—Ahora deberías ir a casa. Se está haciendo tarde.
Asentí levemente.
—Me alegra que otra vez estés aquí. Sabes que siempre serás bienvenida en nuestra casa.
—Gracias, Mario —dije a media voz.
Él asintió y se introdujo en el automóvil para seguir trabajando, o tal vez solo para eludir mi mirada y mi presencia. O quizá ya no había nada más que decir. Retrocedí unos cuantos pasos y salí a toda velocidad.
Corrí sin detenerme durante mucho tiempo, hasta que sentí que la brisa vespertina me quemaba la garganta. Me detuve. Apoyé la mano en un árbol en tanto se normalizaba mi respiración. Pero mi corazón desbocado no paraba de latir.
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