41. A la deriva
Desperté la mañana de otro aburrido domingo sin tener nada que hacer. Por fortuna, siempre estaba Mario dispuesto a llevarme a desayunar o a dar un paseo al Ensueño. Era una bendición que no trabajara los fines de semana.
Imagino que revisé cien veces mi móvil, por si acaso lo había dejado en modalidad silenciosa y no me hubiera percatado de la llamada (solía pasarme muy a menudo), pero no había ninguna llamada perdida o correo de voz. Encendí la computadora tan sólo para ver si de pura casualidad él se encontraba en línea, aunque no era muy dado a hacerlo.
Nada.
Decidí esperar un poco más, hacer algo de tiempo, aunque estaba segura de que si le llamaba no habría problema; en ocasiones solía llamarlo a altas horas de la madrugada sin que se molestara.
Bajé a desayunar. Mi madre tenía la mesa puesta, pero sólo para ella, con un ligero desayuno de cereal y un poco de fruta. Me sonrió confusa al verme. Cada día estaba más pálida y ojerosa.
—¿Y ahora? —preguntó extrañada—. ¿No me digas que vas a desayunar conmigo? —Movió la cabeza nerviosa, mirando hacia todas direcciones—. ¡Pero si no tengo nada preparado para ti!
Pobre, siempre tratando de preparar las mejores comidas para mí, aunque ella no pudiera probarlas. Lo que más disfrutaba eran sus esponjosos waffles con crema y fresas. En nada se parecían a los insípidos que vendían en los supermercados. Ella realmente hacía todo el proceso, y era muy buena cocinando. Nunca supe cómo se acostumbró al tipo de vida tan monótono que llevábamos.
Estaba segura de que mientras vivió en casa de mis abuelos, no habría lavado ni un sólo plato o cocinado algún platillo, repleta de sirvientes y cocineros como estaba siempre esa mansión. Y sin embargo ahí estaba frente a la estufa, como todas las mañanas, tratando de improvisar algo para que yo desayunara.
—No te preocupes, comeré cereal —dije mientras me trepaba a uno de los bancos y alcanzaba la caja.
—Bueno, al menos deja que te dé un poco de fruta. Nunca desayunas conmigo. Ya me había acostumbrado a que te fueras con Mario. —Sonrió un poco.
—¡Ah! ¡Pues resulta que ahora no fue así! —dije con toda la naturalidad que me fue posible.
—¿Y eso? —Arqueó las cejas.
—No sé. No me habló. Supongo que tendrá cosas que hacer.
—Hmm… quizá llame más tarde.
—¡Quién sabe! —dije encogiéndome de hombros despreocupadamente, pero la verdad es que estaba ya muy impaciente.
Subí a mi cuarto más o menos una hora después. Toqueteé la computadora para que dejara de hibernar y me permitiera revisar la ventanilla del chat. No había nadie ahí. De nuevo revisé mi teléfono. Nada tampoco.
Me eché en la cama y encendí el televisor. Cambiaba de canal cada segundo. Al final encontré un programa pagado, de esos embusteros que te prometen una larga y sana cabellera si eres calvo y una figura esbelta si eres un balón de futbol.
Transcurrió otra hora.
Para cuando llegó el medio día mi teléfono seguía sin sonar.
El estatus de Mario seguía en gris, y a pesar de que yo estaba en línea y tenía un montón de contactos, ninguno de ellos me hablaba.
¿En qué momento me había vuelto tan impopular?
Era el resultado de que durante dos años no pronuncié ni media palabra cuando alguien estaba cerca de mí. Aunque ya no estaba triste, no lograba hacer ningún nuevo amigo o recuperar los que alguna vez tuve. Tal vez porque ni siquiera lo intentaba.
El sonido del chat me hizo levantarme con rapidez. Mi desilusión no pudo ser mayor cuando vi que la única persona que me llamaba de entre mis casi cien contactos era nada menos que Anton.
—Hola. —Leí en la pantalla.
—Hola —contesté.
—Ayer volví al café, pero no los encontré.
—Bueno, te esperamos casi veinte minutos.
—No lo creo, volví en seguida.
—De todas formas, ¿por qué te fuiste?
—El Sabelotodo, no me cae nada bien. No podía tolerar su presencia. Sé que es tu mejor amigo, pero lo siento: no lo soporto.
—Hmm, pues él tampoco te soporta a ti.
Le puse una carita feliz. :-)
Silencio por unos segundos.
—¿Y qué estás haciendo? —Tecleé al ver que ya no contestaba.
—Pintando. Estoy creando una verdadera obra de arte. Ya lo verás. —Presumió.
—¿Me la enseñarás en cuanto la termines?
—Claro, serás la primera en verla. ¿Y tú qué haces?
—Platico contigo…
Otra carita sonriendo, pero ésta enseñaba más los dientes. :-D
Nada en mi pantalla. Al parecer no le gustaban mis caritas.
—¿Y cómo terminaron el día de ayer? —preguntó al fin.
—Fuimos a caminar al río. Pero no sé, yo me regresé antes a casa. Supongo que Lucía y Mario se quedaron un poco más.
—Tal vez bastante. Lucía llegó hasta el anochecer.
—¿En verdad?
—Sí. Creo que estaba con él, aunque no lo sé con seguridad. Bueno, lo que si sé es que hoy vino por ella muy temprano.
—…
—¿Sigues ahí? —preguntó después de mi larga pausa.
—Ah, sí. Aquí sigo.
—Bueno, pues parece que mi hermana ha vuelto a las andadas.
—¿Por qué lo dices?
—Bueno, creo que empezará a salir con tu amigo otra vez. Ella es muy persistente. Tal vez ahora logre lo que no consiguió hace un par de años. Lucía siempre obtiene lo que quiere…
—O sea… —Dudé en teclear mis siguientes palabras— …Tú te refieres a que se hagan algo así como… ¿novios…?
—Ojalá que no. No soporto a ese tipo. No quiero tener que volver a verlo otra vez rondando por mi casa.
No supe qué contestar.
—¿Estás ahí?
—Sí. Bueno, me tengo que ir.
—¿Adónde?
—A la iglesia —dije sin pensar.
—¿Vas a la iglesia?
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—Desde hoy. Adiós.
Y cerré mi sesión.
Me sentí traicionada. Los domingos eran de Mario y míos. Era un desconsiderado...
Ni siquiera llamarme para contarme sus planes...
Segundos más tarde me pareció ridículo esperar que hiciera eso. Después de todo, no era yo nadie para que me estuviera avisando a quién quería ver o qué quería hacer. Me reí de mí misma.
Pero insistía en mi fuero interno: seguía pareciéndome injusto. Él me había acostumbrado a esa forma de vida.
«¿Quién se cree?», mascullé.
Luego me despejé los cabellos y me fui a dar un baño. Si Mario salía sin mí, yo también lo haría. Claro que sí. El problema era que no sabía con quién.
Con nadie…
Me quedé en casa todo el día. Casi lamenté haber tomado el baño. Para las seis de la tarde ya tenía puestas las pijamas.
—¿Qué? —Rio mi madre—. ¿Estás loca? —añadió cuando me vio bajar a la sala.
—Tengo frío —farfullé.
Me acurruqué a su lado mientras escribía en su cuadernillo.
—¿Por qué estás molesta? —preguntó cuando mi cabeza casi rozaba su regazo.
—No lo estoy.
—Sí, sí lo estás. —Me acarició los cabellos.
—No, mamá —insistí.
—Déjame adivinar. —Puso cara de interés y miró hacia arriba—. Te peleaste con Mario…
—Claro que no.
—¿Entonces? ¿Por qué no vino a verte hoy?
—Mamá —murmuré—, no es mi novio.
—Bueno, no lo dije con esa intención. Pero es que siempre he visto que viene por ti los fines de semana.
—Ahora quise quedarme. ¿Por qué es tan raro para ti? No tenemos que vernos todos los días y no tiene por qué decirme lo que hace o deja de hacer —agregué un poco molesta. No quería que me preguntara nada, sólo quedarme en ese mismo lugar, cerca de ella.
—No te enfades. Me da gusto que estés conmigo.
Dejó a un lado su manuscrito y me atrajo hacia ella. Sus brazos delgados me rodearon, y yo descansé la cabeza en sus piernas.
Qué raro se sentía todo aquello… tan cerca de mi madre. A pesar de todo, su abrazo era fuerte y confortable. Era como acercarse al fuego de una chimenea.
—Tú y yo podemos hacer algo juntas para que no estés aburrida. ¿Qué te parece?
La miré.
—¿Quieres salir?
—Estaría bien un poco de aire fresco. ¿Por qué no?
Me sorprendió pensar en hacer un paseo con mi madre.
—Sí —dije incorporándome—, deja que me cambie de ropa.
¿Quieres que vayamos hasta el centro?
—Veamos qué tan lejos llegamos. —Sonrió con picardía.
Claro que no estaba dentro de mis planes dar un paseo con mi madre ese día, pero lo pasamos muy bien. Tomamos un autobús que nos llevó a la estación del tren. Luego fuimos a Boston y caminamos un rato por las calles. Al final fuimos a cenar a un bonito restaurante francés. Me quedé sorprendida cuando ordenó la cena. Le explicaba al mesero, con finos movimientos de manos y en un perfecto francés, cómo quería los platillos. Era una mujer sofisticada mi madre. Su apariencia lo confirmaba: el cabello estaba bien recogido, peinado hacia atrás, mostrando su alto y fino cuello. Dos pequeños pendientes se mecían en sus finos lóbulos, dándole un porte de reina. Creo que hasta el mesero se quedó impresionado con sus conocimientos acerca de la gastronomía francesa. Yo la miraba anonadada.
—Vamos a comer muy bien esta noche. Como nunca, Annia —se dirigió a mí una vez que el mesero se marchó.
—Mamá, no entendí ni media palabra de lo que dijiste.
Ella se rio.
—Hoy es un día especial, Annia.
—¿Y eso por qué? —Le di un sorbo a mi soda.
—Porque es la primera vez, después de mucho tiempo, que salimos juntas.
Asentí contenta.
—Pero, mamá, ¿no crees que esta cena saldrá un poco cara?
—Sí, pero nos lo merecemos. Nunca nos damos estos lujos. De vez en cuando viene bien hacerlo, ¿no crees?
Por unos momentos me pareció que ese día ella había rejuvenecido muchos años. La sentía más como una amiga mía que como mi madre.
—Sí —contesté emocionada—, de vez en cuando está muy bien hacerlo.
—Y te prometo que tendrás un cumpleaños muy especial.
—¿Dónde aprendiste francés, mamá?
—Solo sé un poco. —Rio—. Cuando era pequeña tenía un tutor. Me enseñaba francés e italiano. Pero hace mucho tiempo que lo olvidé. Ahora sólo recuerdo un poquito.
—Pues cualquiera pensaría que lo hablas. Hasta el mesero se quedó sorprendido.
—Solo son palabras. —Volvió a reír.
Qué bonita era mi madre cuando se reía. Qué expresión tan dulce tenía. Toda ella era hermosa, angelical. No solo lo veía yo. En más de una ocasión me di cuenta de que los hombres volteaban para mirarla, tanto en el restaurante como en la calle.
—¿No extrañas la mansión de Vermont o cuando eras pequeña? Viajabas mucho y tenías muchas cosas bonitas y lujosas.
Su semblante perdió su chispa. Lamenté ser tan buena para deprimir a cualquiera.
—No. No lo extraño. Prefiero vivir con mi hija y pasearme en autobús en vez de que un chofer me lleve de aquí para allá. Prefiero nuestras comidas caseras en el calor de nuestro hogar que restaurantes lujosos. Como te dije, esto está bien de vez en cuando. —Su voz se escuchaba más fría que el hielo de mi bebida.
Sabía lo mucho que había sufrido en su vida; que la mansión de Vermont solo le traía malos recuerdos. Me arrepentí de haber abierto la boca. No podía ser yo quien pusiera el dedo en la llaga otra vez. Aunque hubiera querido preguntarle qué había pasado con mi padre, las palabras no llegaban siquiera a formularse en mi boca. tenía miedo de su reacción y miedo de que yo también terminara haciéndole daño. No dije nada por unos momentos, hasta que ella misma rompió el silencio.
—Te va a encantar lo que ordené, Annia. Y quiero que te comas todo —advirtió—; últimamente te veo muy delgada.
—Tú también, mamá —la reprendí en broma—. De seguro pesas mucho menos que yo.
—Haré todo lo posible. Palabra que trataré de comerme todo.
Advirtió en mis ojos una chispa de preocupación.
—No te angusties, hija. Le ordené al mesero que preparara mi platillo sin grasas ni azúcares. Va a tardar un poco más, pero me garantizó que tendría el mismo sabor que el tuyo. —Me hizo un guiño.
—Gracias, mamá. —Le sonreí con mucho cariño.
—¿Por qué?
—Por pasar el domingo conmigo.
Alcanzó mi mano y la apretó muy fuerte. En verdad estaba feliz de estar con mi madre, conviviendo como nunca antes lo había hecho. Parecía que cada vez nos acercábamos un poquito más.
❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀
Cuando subí a mi alcoba esa noche descubrí una luz titilando en mi móvil. Cuando abrí el teléfono me encontré con seis llamadas perdidas de Mario. La lista empezaba desde las siete de la tarde y terminaba a las diez de la noche. Le regresé la llamada por pura educación.
—¿Dónde estabas, Buñuelo? —Fue lo primero que dijo, en lugar de la disculpa que yo esperaba—. Te he llamado desde las siete. ¡Hasta fui a tu casa y nadie me abrió! ¡Estaba preocupado!
—Bueno… pues es que mi madre y yo salimos a pasear.
—¿En verdad? ¿Y por qué no me dijiste? Tanto silencio me tenía inquieto.
—Lo mismo digo. —Se me salió sin querer el reproche.
—¿Qué?
—Que tampoco me llamaste en la mañana. No me dijiste que tenías otros planes. Y yo te esperé mucho tiempo. ¡Qué desconsiderado eres!
—Ah… intenté llamarte pero… dejé mi teléfono en casa.
—Qué raro. Tú no eres de los que olvidan las cosas.
—¡Lo siento mucho! ¡Te juro que sí quise hablarte!
No podía creer que estuviera tan enojada porque no me llamó y que lo tuviera excusándose, como si fuéramos pareja. Me reí para mis adentros.
—Ya, Mario. Está todo bien. No pasa nada. A ver, cuéntame qué hiciste.
Dudó por unos momentos.
—Bueno, pues es que…
—¿Ajá?
—…Lucía me llamó muy temprano y…
—¿Y la pasaron bien?
—Sí. Bueno, ya sabes cómo es ella. Habla mucho, ¡Pero mucho! Lo que supuestamente serían sólo unos minutos se convirtió en un montón de horas.
—Qué bien. Ella es agradable —dije agriamente.
—¿Te recojo mañana a las siete como siempre?
—¿Puedes?
—Claro. ¡Siempre puedo!
Esa noche, una inquietud me quitó el sueño gracias a las palabras de Anton: «Lucía siempre obtiene lo que quiere». Y luego, la ausencia de Mario durante todo el domingo.
Sí. Veía venir algo entre ellos dos, y no lo podía evitar. Lo percibí cuando cruzábamos el río el día anterior. Algo se estaba formando… No imaginaba cuál iba a ser mi reacción cuando Mario me la presentara como su novia. Me dio un ligero escalofrío. Cómo saber si aceptaría ella nuestra amistad tan estrecha; si Mario seguiría tratándome igual que antes.
No quería que ese momento llegara. Sabía que me estaba adelantando a las cosas, pero lo cierto es que Mario había pasado prácticamente todo el día con ella, y esa vez sin quejarse de su compañía.
Estaba segura de que no me había llamado. No podía tragarme la excusa del teléfono olvidado. De seguro no se acordó de mí hasta que volvió a casa. Debió pasársela muy bien. Por otro lado ella era linda…
Mario no era ningún sacerdote como para no tener novia durante toda su vida. Eso tenía que suceder alguna vez. Además, debía admitir que era inteligente y buen mozo, y tenía un brillante futuro. Más de una Lucía rondaría por su trabajo o los lugares que frecuentaba.
Quise borrar de mi mente las imágenes que estaban a punto de aparecer, como el día inevitable en que Mario y Lucía llegasen de la mano. No podía aceptarlo.
No...
❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀
La mañana siguiente salí a esperar a mi amigo. Hacía un frío endemoniado. Cómo deseé que llegara la primavera.
Vi a Mario en su flamante Mustang color acero. Sus magníficas llantas rechinando sobre el pavimento distraían la caminata de algunos de mis vecinos.
—Las siete y cuarto, ¿eh? —Fue mi saludo al introducirme en el automóvil.
El rostro de Mario se veía alegre. Tenía ya tan crecido el pelo que bien podía recogérselo en una cola de caballo. Llevaba en el cuello una fina bufanda de lino que hacía juego con su gabardina azul. Pensé que después de todo mi amigo tenía buen gusto para vestir, aunque yo nunca lo había visto meterse en alguna tienda de hombres para comprar ropa. Tal vez le daba pena admitir que, aun siendo físico, se preocupaba por verse siempre a la moda y elegante.
—¡Buenos días! Hoy se me hizo un poco tarde. —Puso en marcha el vehículo.
—No me digas. ¿En serio?
—¡Es que mira lo que te traje! —Señaló un vaso térmico que descansaba en el portavasos.
Lo tomé con las manos congeladas. La sensación de los dedos entumecidos en contacto con la humeante bebida era deliciosa. Luego me alcanzó una bolsa de cartón en la que había varias piezas de pan de dulce. Levanté una ceja con suspicacia:
—¿Y esto? No me digas… es tu manera de disculparte por dejarme plantada todo el día de ayer.
De reojo pude ver que su semblante se turbaba. Él no era de los que hacía ese tipo de cosas espontáneas.
—¿Funcionó? —preguntó cuando no le quedó más honor por salvar.
—Bueno. —Me reí—. Habría funcionado mejor si la mitad del chocolate no estuviera derramado en el piso.
—¡Oh, no me digas! Esa última vuelta estuvo fatal.
—Y yo que creí que estabas fanfarroneando. Ya sé que tu automóvil es un sueño. De hecho, toda la cuadra lo sabe.
Pareció apenarse.
—No lo hice para fanfarronear. Lo que pasa es que se me hizo tarde, en serio. Pasé por el drive thru de las donas. Quería darte la sorpresa. Pero casi me salgo de la fila cuando vi la cantidad de personas que esperaban su turno. Era una locura. Ya sabes: las siete de la mañana y todo el mundo quiere su dona con café.
—¡Bienvenido a América! —Me reí.
Le di pequeños sorbos a la bebida mientras le agradecía de mil maneras el detalle. Justo lo que necesitaba para entrar en calor. Casi nunca le agradecía a Mario sus pequeños detalles; incluso con los más aparatosos, como el fabuloso arreglo de rosas del día de San Valentín. No recordaba si le había dicho «gracias».
Tal vez, era porque daba por hecho que era algo natural entre los dos. Siempre me regalaba cosas, desde que era pequeña. Aunque últimamente había mejorado en sus regalos. Debía de darle más crédito.
—¿Y cómo lo pasaron ayer? —pregunté fingiendo indiferencia.
Me pareció que sus ojos se ensancharon, como si lo hubiera pillado en algo.
—Bien. Supongo.
—Pues fueron muchas horas. Yo creo que fue más que bien.
—Bueno, tú misma has visto cómo es Lucía. Habla de una cosa, luego de otra. En muchas ocasiones hasta pierde el hilo de lo que está diciendo o anda tanto por las ramas que se le olvida cuál era exactamente el punto.
—Pero… ¿ya no te molesta?
—Estoy acostumbrado. —Rio un poco—. Sabes que la conozco desde hace mucho tiempo.
—Ahora luce diferente —murmuré.
—Sí —admitió—, es un alivio que haya dejado atrás aquellas ropas de vampiro. Con lo pálida que es, confieso que en ocasiones me daba miedo mirarla. —Sonrió. Ya empezaba a amar esa sonrisa.
—Ahora parece más una modelo, ¿no crees? —pregunté tanteando el terreno.
—Se ve mejor ahora —agregó secamente, y fue todo lo que le pude sacar. Mario no hablaba mucho de su vida privada. Era una tumba, casi como mi madre.
Y el día transcurrió igual que siempre; de hecho, toda la semana. La escuela, las tardes en el taller, las charlas con Clay y las rencillas entre Mario y Anton.
❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀
Todo fue igual hasta que de nuevo llegó el fin de semana.
Ya lo tenía todo planeado. Ir al Ensueño, llevar un cúmulo de libros y películas, dinero para comprar algo que comer allá y unas cobijas para echarnos en el suelo. Todo preparado para un típico fin de semana.
Pero los planes de Mario eran diferentes. Pasó a recogerme temprano, y yo salí con mi mochila al hombro, tan llena de cosas que me obligaba a balancearme. Le sonreí y eché mi mochila en el asiento trasero. Entonces advertí que me miraba con nerviosismo.
—¿Pasa algo malo?
—No, nada —negó efusivamente—. Es solo que..
Advertí en su rostro lo que me iba a decir.
—¡Oh! ¿tienes otros planes?
—Para la tarde —Se apuró a completar la frase—. Pero ya muy tarde.
No me tenía que decir nada más.
—¿Con Lucía?
Asintió.
—El domingo pasado quedamos de acuerdo en hacer algo hoy —repuso con muchísima pena.
—Ah, ya veo.
Mi amigo se quedó confundido. Yo le sonreí lo más que pude.
—Entiendo. ¡De verdad que sí! Bueno, no tiene nada de malo que salgas con ella. Me da gusto que puedan llevarse bien.
Alzó una ceja.
—¿Lo dices en serio?
—¡Sí, Mario! —Lo codeé—. Mira qué bien escondido lo tenías. ¡Ya sabía yo que ella te gustaba!
Se le subieron los colores al rostro.
—¿O no te gusta, Mario?
Procuró no mirarme.
—Sí, bueno, un poco —confesó.
Sentí un tirón dentro de mí. De pronto me invadió nuevamente el temor de perderlo, de que gradualmente me fuera remplazando por ella. Ya lo estaba haciendo, de hecho. Había dividido aquel sábado para las dos. Acaso para que yo no estuviera sola y me deprimiera. No tenía necesidad de hacerlo. Yo podía apañármelas sin él. Antes de que pusiera el motor en marcha hice un movimiento brusco para alcanzar mi mochila.
—No quiero quitarte tiempo —dije sin mirarlo—. ¿Por qué no me esperas para dejar esto en casa? Podemos ir por ahí, algo más cerca, para que no se te haga tarde.
—No —dijo abruptamente—, quiero ir al Ensueño. Como te digo, lo de Lucía es tarde. Además, puedo llamarla para decirle que me espere.
Sacudí la cabeza. No me gustaba compartir mi día con alguien más, así se tratara solo de la amiga de Mario.
—No quiero ir al Ensueño. Ya no. Lo pensé en la mañana porque no sabía que hiciera tanto frío. No tiene sentido ir si no podemos salir de la casita.
—¡Pero hemos hecho eso otras veces! —exclamó contrariado.
—Pero hoy en especial hace demasiado frío. —Me aferré como la estúpida que era.
Cuando vio que no iba a cambiar de opinión (porque él conocía muy bien los extremos de mi terquedad), habló sobre ir a desayunar y después al cine, o adonde yo quisiera ir.
Ya me daba igual. Aunque se esforzara por hacerme sentir bien, algo dentro de mí me hacía sentir triste, impotente. Ahora que él parecía marcharse de mi vida, sentí que las viejas heridas se volvían a abrir. Tal vez porque nunca habían cerrado en realidad.
—¿Esto te ha puesto triste, Annia? —preguntó interpretando mi silencio.
Yo no podía dejarlo ver lo que sentía. Solo éramos amigos. No me imaginaba que algún día pudiéramos ser algo más. Era inconcebible. Negué con mi cabeza.
—Claro que no, Mario. —Esbocé una media sonrisa—. Tienes derecho a pasar tu tiempo con otras personas, no sólo conmigo. Ya he acaparado tu atención durante mucho tiempo, y agradezco que hayas estado a mi lado cuando más te necesitada, con afecto y consuelo.
—Yo no busco tu agradecimiento. Lo hice porque te quiero y me preocupas. Solo me interesa tu felicidad. Me miró fijo.
—Pero ya es tiempo de que tengas otras amistades. —Suspiré—; no puedes estar toda la vida conmigo.
Hizo un silencio tan prolongado que temí que nunca más volvería a hablar.
—Me gusta estar contigo, Annia. No pienses que estoy haciendo un sacrificio.
Entonces recordé la maravillosa oferta de trabajo que él había rechazado unos meses atrás. Se había sacrificado por mí porque yo se lo había pedido; yo le había rogado que nunca me dejara.
—Pienso que te has perdido de muchas cosas por quedarte a mi lado. Clara, por ejemplo. Sé que no te llevas bien con ella, y todo por mi culpa.
—No. Clara es Clara. Tú la conoces muy bien. Dios sabe que he hecho lo posible por hacer las paces con ella, pero ha elevado una barrera tan fuerte entre ella y yo que me parece cada vez más imposible derribarla. Aun así, trato de cuidar de ella. Sé lo impulsiva que puede ser a veces. Pero de eso tú no tienes la culpa.
—¡Claro que sí! —farfullé—. Si no hubiera robado tu atención, suplicado que estuvieras a mi lado todo el tiempo, ella jamás se habría vuelto contra ti.
—¡Eso es una tontería! ¡Nuestros problemas familiares nada tienen que ver contigo!
—Claro que sí, Mario, y tú lo sabes. Pero tanto me proteges que no quieres hacerme daño aceptándolo.
Guardó silencio por unos momentos.
—No es así. Siempre me he mantenido a tu lado, desde que eras pequeña. Siempre he cuidado de ti; de ti y de mi hermana. Sé que ella aún te quiere, y nunca me ha dicho que me aleje de ti, ni siquiera me ha reprochado que esté a tu lado.
Recordé cómo se había referido Clara a mí y me había mirado el día de San Valentín. Como si yo le estuviera robando el amor de su hermano. Como si le estuviera haciendo daño, a propósito.
No. Ella ya no me quería; en su rostro no había ni huella del afecto que algún día me tuvo. Solo deseaba que yo desapareciera de su vida para siempre, y de la de Mario.
—Aun así… —continué—, ya has sacrificado mucho por mí. Siento que no es justo. Tienes derecho a hacer tu vida. A buscar tus propias amistades.
—¡Yo tengo amistades, Annia! ¿Qué? ¿Crees que en mi trabajo no hablo con nadie más que con mis libros?
—Dime el nombre de uno de tus amigos —lo reté.
Balbuceó por unos momentos, como tratando de encontrar un nombre para un amigo que yo sabía que no existía. ¿Cuándo había tenido la oportunidad de hacer nuevas amistades si dividía su tiempo entre su trabajo y su amiga Annia?
Ningún nombre acudió a su boca. Levanté las cejas como queriendo demostrarle que yo tenía razón.
—¿Cuál es el problema, Annia? —preguntó cuando ya no tuvo nada más que decir al respecto—. No estoy sacrificando nada especial en mi vida por ti. Me conoces desde siempre. Nunca he sido sociable. ¿Por qué tendría que empezar a actuar diferente ahora?
—¿Qué me dices del trabajo que te ofrecieron en Berkeley?
—Eso… ¿qué tiene que ver? —preguntó confuso, como si lo acabara de coger en una mentira.
—Decidiste quedarte aquí —dije casi en un susurro—. Tu sueño siempre fue convertirte en investigador. La docencia era para ti un trabajo a corto plazo. ¿Por qué rechazaste esa oportunidad? ¿Por qué trabajas en un colegio donde todo tu potencial está desperdiciado?
—Te dije que quería quedarme aquí. Contigo.
Sus dedos tamborileaban el volante.
—Te quedaste… ¿Por mí?
Ya lo sabía, siempre lo supe, pero ahora la respuesta era más obvia; estaba latente, aullando por ser escuchada.
—¡Te quedaste porque yo te lo pedí! —chillé—. Yo nunca quise ir tan lejos, Mario. ¡Nunca quise privarte de todas tus oportunidades!
El negó con la cabeza.
—No tenías que pedírmelo… fue algo que prometí hace mucho tiempo… —Calló de repente.
—¿Qué prometiste? ¿A quién?
—A mí mismo.
Lo que Mario decía no tenía sentido.
—Eso no está bien, Mario —repuse con aplomo—. ¿Me estás diciendo que renunciaste a un brillante futuro tan solo porque prometiste quedarte conmigo? ¿Cuándo y cómo fue que hiciste semejante promesa?
Él dudó por unos minutos.
—Prometí no dejarlas ni a ti ni a Clara. Siempre haré lo que tenga a mi alcance para que estén bien.
De pronto acudieron a mi memoria un montón de recuerdos. Mario siempre en soledad, Mario siguiendo nuestros pasos sin protestar.
Era como si cuando Carlo Sanford lo enviaba a modo de guardaespaldas a él en realidad no le molestara. Acaso por eso se rehusaba a tener una relación formal con una chica, porque una novia le robaría todo el tiempo necesario para poder estar vigilando nuestro bienestar. Por más tierno, dulce y placentero que eso se escuchaba, no estaba bien, por dondequiera que se lo mirara.
—Pues eso se acabó. —Crucé los brazos—. Se acabó, Mario.
Él me miró atónito. Sus pupilas azules parecieron convertirse en un líquido a punto de derramarse.
—¿Qué se acabó?
—Sí. —Lo miré—. No quiero que estés a mi lado sólo porque un día te hiciste esa promesa. No puedes estar conmigo y olvidarte de ti mismo. Mira lo que ha pasado con aquella maravillosa oferta de trabajo. Tú más que nadie la merecía. ¡Trabajaste tanto para ello y lo rechazaste! No tienes ni un sólo amigo porque todo tu tiempo lo inviertes en mí. Tu relación con Clara está hecha añicos porque sé que ella no quiere verte conmigo. Y ahora divides tu tiempo entre Lucía y yo tan solo para no hacerme sentir mal. —La sola idea de lo mucho que le estaba robando a Mario me revolvía el estómago.
—Pe-pero… ¡No! ¡No puedes decir que se acabó! ¿Vas a echarme de tu vida así como así? Lo que yo he hecho o he dejado de hacer nada tiene que ver contigo o con que seas una egoísta. ¡Escucha!
Cerré los oídos como la estúpida que siempre he sido en cuanto a lo que a relaciones humanas se refiere. No quise escuchar más a Mario. Eso tenía que acabar ahí mismo.
Me creí tan valiente, y no supe en qué momento me armé de valor para pensar que todas las cartas estarían en mi favor. Tomé la mochila en un rápido movimiento, giré la perilla del automóvil, y bajé.
Mario se apresuró a quitarse el cinturón de seguridad para alcanzarme antes de que yo entrara en mi casa.
—¿Por qué? ¿Por qué haces esto? ¡No he sacrificado nada por ti! ¡Solo he hecho lo que mi corazón me ha dicho!
Suspiré hondo y reuní todas mis fuerzas. Me sentía como si estuviera rompiendo con él.
—Ya no debes preocuparte por mí, Mario. He aprendido a cuidarme sola. No me moriré si tú no estás conmigo. Toda mi vida te agradeceré que hayas permanecido a mi lado, desde que era una niña. —De pronto sentí que mi voz se quebraba—. Ahora quiero que hagas tu vida y que dejes de cuidarme. Tu responsabilidad hacia mí termina aquí y ahora.
—Yo… no puedes decirme algo así… somos amigos. ¿En verdad quieres que me marche para siempre de tu vida? ¿Es por Lucía? Dejaré de verla si eso es lo que te molesta.
Suspiré de nuevo.
—Eso es precisamente lo que no quiero: que sigas haciendo lo que yo deseo. No quiero ser una carga emocional para ti. O si lo he sido, quiero dejar de serlo. Siempre seremos amigos, Mario. —Su rostro se desencajaba—. Lo único que quiero es que te alejes de mí un tiempo. Entonces te darás cuenta de todo lo que te has perdido. Todo lo que te he robado sin querer. Ya no me interpondré entre tú y tus sueños. Y esa promesa que hiciste… por favor olvídala. Ya tengo alguien que cuide de mí. —Cerré la puerta.
Muchos minutos después escuché el motor de su automóvil. Muy segura de mi decisión y de que había hecho lo correcto, subí a mi habitación, estrellé en el piso mi mochila de acampar y me dispuse a olvidar el maravilloso día que pude haber pasado con Mario.
Quería encontrar el momento en que eso se inició; entender por qué me dolía el corazón, por qué sentía millares de agujas clavándoseme, rompiendo los puntos que habían cerrado mis heridas. Me llevé las manos al pecho porque sentí que sólo así calmaría ese dolor.
Siempre me había sonado ridículo oír que alguien dijera que le dolía el corazón. Creo que hasta llegué a reírme en más de una ocasión. Y sin embargo, podía comprobar que el corazón dolía…
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