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40. Una salida interesante

—¡No, no, no! ¡Si haces eso la arruinarás! ¡Tienes que esperar! —me advirtió Clay cuando quise empapelar mi recién terminada obra de arte.

—Tienes que utilizar un sellador. ¡Toma! —Me alcanzó una botella de laca—. Después de rociarla puedes llevártela; si no lo haces, el polvo del pastel se desprenderá.

Miré nuevamente mi cuadro. Clay me estaba enseñando la técnica al pastel, y yo había probado mi suerte tratando de dibujar una solitaria flor abriéndose en un día de invierno. Traté de realzar su belleza desplegando una variedad de tonos vivos entre un ramaje tosco y descuidado, pero sin quererlo predominaron los colores tristes.

—Quise pintar algo alegre, Clay. Algo así como «La esperanza es lo último que muere». Pero creo que no me salió.

Sonrió con ternura. Sus ojos verdes a través de sus gafas de cristal revelaban más experiencia de la que yo había visto en mi vida.

—Bueno, es que así es como te sientes realmente. Recuerda que la pintura es también un medio para expresarte. Si estás triste y nostálgica, tu cuadro representará tus verdaderos sentimientos.

Asentí.

—Pero me gustaría pintar cuadros más... alegres.

—Está bien —dijo dándome una ligera palmada—, con el tiempo lo harás. Además, apenas estás aprendiendo, y lo estás haciendo muy bien.

—Me gusta pintar —admití—. Aunque no lo haga muy bien, me siento aliviada cada vez que empiezo un cuadro.

—¡Oh, nunca es tarde para descubrir nuestra verdadera vocación! ¡Veo que tienes mucho potencial! Con los años y la práctica constante te convertirás en una gran artista. tienes imaginación de sobra para hacerlo; solo te falta un poco de experiencia.

Sonaba tan imposible lo que Clay decía. Ya creían que iba a ser escritora; luego pianista... Suspiré después de rociar la laca.

—¿Ya me la puedo llevar? 

Clay afirmó con la cabeza.

—Puedes llevarte todos tus cuadros a casa. —Extendió el brazo señalando el montón de cuadros que se apilaban en una de las esquinas del estudio—. Pero recuerda: debes cuidarlos muy bien. Al final del curso haremos una exposición. Tus cuadros serán la prueba fehaciente de que nunca es tarde para aprender cuando uno realmente se lo propone.

—No lo olvidaré, Clay.

Fui al extremo del cuarto y recogí tres de mis cuadros, los que me parecían mejores; luego miré por el rabillo del ojo el cuadro que pintaba Anton.

Había estado como loco, subiendo y bajando el pincel a lo largo de dos horas. No alcancé a ver muy bien lo que pintaba, pero se evidenciaban las sombras escalofriantes de siempre.

—Me gustan mucho esos —recalcó Clay al mirar dos de mis lienzos. ¿Quién es el chico que está en ellos?

—No lo sé. —Suspiré—, es un recuerdo que tengo en el corazón.

—¿Eres tú a quien sostiene? —Asentí con la cabeza.

Las pinturas habían salido de la peor de mis pesadillas, pero a la vez representaban uno de los más cálidos y bellos recuerdos.

—Estoy tratando de adivinar en qué estabas pensando cuando lo pintaste.

Era una enorme mancha oscura, coronada por unas llamas rojizas que parecían consumir todo a su paso. Una mitad del cuadro era escalofriante, pero la otra parecía compensar el panorama, ofreciendo trazos de esperanza. En ella, un hombre alto, de espaldas, me cargaba entre sus brazos. Me llevaba con paso firme hacia la salida, un umbral adornado con lilas púrpuras y blancas y alumbrado por los rayos dorados del sol y cubierto por las nubes más azules que se pudiera imaginar.

—Creo que estaba soñando. Bueno, en realidad lo viví, pero saqué todo de mi imaginación y de mis vagos recuerdos.

No me gustaba recordar la noche del incendio ni hablar sobre ella. Solo me gustaba imaginar a mi salvador, cargándome en sus brazos fuertes y seguros, prometiéndome que todo estaría bien.

—¡Vaya! ¡En esta otra también lo has pintado! —exclamó el maestro tomando otro de mis lienzos.

—Tuve problemas con ésa. —Reí bajito—: la cara solo la dibujé como un borrón.

—¿No recuerdas su rostro?

—Nunca se lo vi...

—¿Y son llamas lo que los envuelve?

—Bueno. —Sonreí—, es que solo puedo recordar el calor de su pecho. Y así es como me sentí aquel día en el que... fui salvada.

Percibí la consternación de Clay.

—¿Qué fue lo que pasó ese día, Annia? —se animó a preguntar, y yo tuve que contestar:

—Hubo un incendio hace casi tres años en una fiesta que organizó mi universidad. Creo que debes haberte enterado. En primavera. Nunca se supo en realidad qué fue lo que sucedió. Todos hablaban de eso. Muchos jóvenes murieron. Llovieron las demandas contra la universidad.

Clay guardó silencio por unos momentos. Su rostro se tornó contrariado.

—Sí. Lo recuerdo. Mi hijo Charly estuvo ahí.
Abrí los ojos.

—Sí —continuó—, él estaba en primer grado. Fue una época muy desagradable para nosotros. Con los inspectores rondando la casa. La vida de mi Charly también estuvo en peligro, así como todo su futuro. Fue una tragedia que nunca debió suceder.

—Los investigadores dijeron que no había sido un accidente. Pero nunca encontraron al culpable —añadí.

—Así es —dijo Clay, y después enmudeció.

—Bueno —continué—, fui afortunada ese día. Alguien me salvó, aunque nunca supe quién.

—¿Y por eso lo pintas?

—Sí. Supongo. Así es como lo imagino: alto y guapo. Lleno de amor, como mi padre —exclamé con júbilo, admirando mi cuadro.

Clay sonrió tiernamente y sujetó mi mano.

—Algún día lo conocerás. Estoy seguro de ello.

Yo le sonreí y asentí. Volví a mirar el lienzo.

—Me gustan mucho tus cuadros, Annia; es en serio lo que te digo. Tienes corazón, alma para la pintura. Hablan por sí solos. tienes mucho que contarle al mundo a través de ellos. Eres muy buena con el óleo, y a pesar de que apenas estás empezando, me atrevo a decir que tienes talento de sobra. Si sigues estudiando conmigo, yo mismo me comprometo a enseñarte todo lo que sé.

Me reí para mis adentros.

—¿Llegaría a ser tan buena como...? —Miré a Anton. El rostro de Clay se contrajo.

—Mucho mejor. Anton es muy bueno, pero todas sus pinturas carecen —dudó por unos momentos buscando la palabra correcta—, de alma...
Impresionan al principio, no lo niego, pero todo artista debe tener un motivo, algo que le dé vida a sus obras. Verás, cuando ves un cuadro terminado siempre uno se pregunta en qué o en quién estaba pensando el pintor cuando lo elaboraba. Entonces puedes crearte toda una fantasía y darle el significado que tú encuentres, no necesariamente coincidiendo con las ideas del artista. Esa es la magia de la pintura: que te permite explorar más allá tu imaginación. Eso es porque la pintura te habla y te invita a conocerla. Las obras de Anton carecen de todo ello. No tienen esencia, como él mismo.

—¿Lo crees? Solo he visto unas cuantas. A mí me dan miedo. Siempre paisajes ensombrecidos y figuras amorfas espeluznantes. ¿Y por qué sigue viniendo si dice que ya no le puedes enseñar nada?

—Simple vanidad, supongo.

—Él dijo que te conocía desde que era pequeño —agregué al recordar el relato del muchacho.

—Sí. Tenía muy pocos años cuando sus padres lo trajeron a este taller. Le enseñé todo lo que pude, porque sabía que el niño tenía talento.

—¿Y siempre ha sido así de... rarito? —Fruncí la nariz.

—Durante su infancia fue muy retraído. Conocí a su madre porque coincidimos en algunos cursos de pintura. Ella también es artista, aunque solo decoró unos cuantos murales después de que se recibió; luego se casó y se dedicó al hogar. Fue ella quien lo instó a tomar clases de dibujo y pintura desde sus más tiernos años. Y sí, siempre ha sido extraño.

—Ya veo —me preguntaba por qué tampoco a Clay le agradaba Anton.

—Bueno, verás —continuó el relato con mucha reticencia—, Anton es un chico muy conflictivo. Cuando estaba en la secundaria estudiando con mi hijo, a menudo se metían en problemas, y siempre era Anton quien salía bien librado y mi pobre Charly terminaba siendo el chivo expiatorio de todas sus andanzas. Gracias al cielo, todo eso terminó. Ahora se encuentran distanciados, porque Anton dejó la escuela. No terminó ni siquiera el primer año en la universidad. Contrario a mi hijo, que ahora mismo está cursando su tercer año. ¡Gracias al cielo! —exclamó de nuevo.

—¿Tu hijo Charly va en la universidad de Lynn?

—Así es. Igual que tú. Sólo que dos años más abajo.

—¡No concibo que Anton pueda hacer amistades!

—Con Anton nunca se sabe. Hay que andarse con cuidado —sentenció Clay al tiempo que aquél dirigía su mirada hacia nosotros. Parecía sonreír, sarcástico, como si supiera que él era el centro de nuestra conversación. Después soltó una suave risita y continuó su trabajo.

Yo no me acercaba mucho a Anton, especialmente desde que Mario me habló de la muerte de sus mascotas.
Una vez que Clay se retiró de mi lado para inspeccionar el trabajo del resto de sus alumnos, nuevamente sentí el peso de la mirada de Anton sobre mí y mi lienzo vacío. Traté de ignorarlo mientras empezaba a trazar un nuevo dibujo. De soslayo me di cuenta de que él ya no estaba pintando: se había sentado en el banquillo, con los brazos cruzados, una pierna ligeramente apoyada en uno de los travesaños y la otra colgada, rozando ligeramente el piso.

Me pareció que me estaba retando a que le regresara la mirada. Pero el relato de los animales seguía presente en mi memoria.

No tenía intenciones de voltear, pero su mirada insistente me hizo perder los estribos y mis gises cayeron al suelo, fraccionándose en muchos pedazos.

—¿Qué tanto me ves? —le grité, más enojada conmigo misma que con él.

Él se rio. Había ganado esta batalla. Finalmente me había girado a mirarlo.

—¿Quieres venir? Me gustaría enseñarte algo —dijo socarrón.

—Ven tú. Estoy ocupada...

Tomó su cuadernillo de dibujo y se acercó a mí.

—Mira —dijo extendiéndome una de sus pinturas—, esto es para ti.

—¿Cómo? —miré extrañada la pintura—. ¿Cómo hiciste esto?

—Tengo una memoria muy buena. —Su boca se torció en lo que pareció ser una sonrisa.

Era el boceto que él había dibujado, pero ampliado y perfeccionado. Con perfectas sombras y colores. Era aun más vívido que mi propio reflejo.

—Para que no pienses que solo pinto cosas, ¿cómo dijiste?, espeluznantes —remedó mis palabras.

—Yo no dije eso —protesté, pero se me caía la cara de vergüenza. Anton tenía muy buen oído.

—No creas todo lo que dicen de mí, especialmente Clay. Hace mucho tiempo que dejamos de ser amigos. Solo te dirá lo peor de mí, y eso porque le fastidia que siga viniendo al taller. Pero no puede impedírmelo. Pago por estar aquí. Aunque debería ser al revés. —Le dirigió una mirada amenazadora a Clay, quien se limitó a ignorarlo.

—¿Qué hay entre ustedes dos? —Anton me miró contrariado.

—¿Quieres saber? ¿Qué hay de tu amigo Einstein? Él tampoco quiere que me hables. No sé qué cosas te ha dicho de mí... y todo porque Lucía es mi hermana.

—Bueno, al parecer el mundo entero está en tu contra —dije con sarcasmo regresando a mi tarea.

—No me conoces y aun así empiezas a juzgarme, basándote en las opiniones de los demás. Eso tampoco habla muy bien de ti.

Sentí que un balde de agua fría caía sobre mí. Sus palabras tocaron una fibra altamente sensible. Había juzgado a Aarón de la misma manera desde el primer día que lo vi. Lo herí en incontables ocasiones por la misma razón. Él quiso demostrarme cuán diferente era en realidad. Una oleada de tristeza me sobrecogió al recordarlo. Agaché la vista y asentí.

—Tienes razón.

—¿La quieres?

—¿Qué cosa?

—La pintura. ¿Qué más?

Lo miré asombrada. Yo creía que tan solo me la estaba mostrando para poner una vez más de manifiesto sus dones artísticos.

—Oh... —Cavilé—. ¿En verdad?

—Claro. La pinté para ti. Para que la tuvieras —corrigió.

—¿Y cómo lo hiciste? Yo me quedé con el boceto.

—No necesito bocetos. Todo se queda en mi memoria —aclaró apuntando con el índice a su cabeza, muy orgulloso.

—Asombroso. —Tuve que admitir.

—Escucha, ¿por qué no vamos un día al Museo de Bellas Artes? Puedo enseñarte algunos cuadros, estilos... Tal vez te gusten y quieras aprender sobre ellos.

Eso sonaba como una cita, pero la imagen de Mario reprobando la idea me advertía que debía decirle que no estaba disponible. también la mirada de Clay me recomendaba que me anduviera con cuidado. Y mi sexto sentido me indicaba que debía alejarme miles de millas de aquel extraño chico.

Por supuesto, no podía olvidarme de los pobres animales masacrados.
Pensé, sin embargo, que podría estar equivocada, como me sucedió con Aaron. Supuse que debía dar una oportunidad a todas las personas antes de prejuzgarlas, sin importar lo que la gente dijera de ellas. Las malas lenguas son terribles, y yo lo sabía de sobra. ¿No habían destruido acaso la reputación de Irenne en aquel pueblo en Vermont?

«Pero el asunto de los animales...»

—¿Matas gatos por diversión? —terminé la pregunta
sorprendida por su cara de admiración.

Soltó una fuerte carcajada.

—¡Claro que no! ¿Quién te lo dijo? ¿Fue el remedo de Einstein?

—Las personas por su nombre, por favor —repuse molesta.

—Está bien —corrigió—: ¿Fue tu amigo?

Me di cuenta de que me había enredado con mis propias palabras, y me había arrastrado a Mario de paso.

—Bueno, ¿los matas o no?

—¡Qué cosa tan absurda! De seguro fue Lucía quien llenó la cabeza de tu amigo con esas tonterías. Ahora veo por qué no le caigo nada bien. Verás, te contaré la verdadera historia. ¡Vaya! No sé porqué mi hermana continúa dañando mi imagen. —Rio con sarcasmo.

—Sí, teníamos dos gatos. —Empezó el relato, como si no fuera la primera vez que lo contaba—: Phoney y Clumsy; estúpidos nombres, ya lo sé. Solían salir a la calle muy a menudo. Ya sabes, así son los gatos; solo vuelven a casa para comer. Un día vi a Phoney colgando del techo de la casa. Por más que traté de ayudarlo a bajar, no fue posible porque el gato estaba aterrorizado. El gato dio un traspié y fue a estrellarse en el piso. Como sea, no había nada que yo pudiera hacer para salvarlo. Yo era muy pequeño y estaba tan asustado como el pobre animal. Si mis padres me hubieran encontrado en ese momento con él en los brazos, me habrían echado la culpa, así que lo único que se me ocurrió, por más retorcido que te pueda aparecer, fue envolverlo en unas ropas y dejarlo en la lavandería. Pensé que tal vez el calor de las mantas lo volvería a la vida. Ahora sé que debí buscar ayuda, pero sabía muy bien que me echarían a mí la culpa, como siempre. En casa siempre me culpaban de todo —agregó mientras sus ojos negros se perdían en el vacío—. Al final, dado que era un niño, me aburrí de esperar tanto; luego me dio hambre y fui a buscar algo que comer. Cuando volví al cuarto, la bandeja donde había puesto a Phoney había desaparecido; ni rastros de ella o del gato. En mi infantil mente, lo único que pude pensar fue que el gato se había recuperado y había salido por su propio pie. Lo que yo no sabía, era que mi madre había bajado a la lavandería a recoger la ropa de Lucía, y la había guardado en uno de sus cajones, sin siquiera enterarse de que el gato estaba ahí dentro, ya muerto. Más tarde, mi hermana puso la casa de cabeza aullando por todos los rincones. Me acusaba, como era su costumbre, de haber asesinado a Phoney, su gato favorito. Como siempre, a ella le creyeron, no a mí.

Anton estaba dándome otra versión de los hechos completamente diferente, y hasta cierto punto, creíble.

—De ahí que se volvió algo así como una leyenda que yo mataba a los gatos por diversión —agregó—. Lucía se encargó de esparcirla por todo el vecindario. Al principio fue penoso, pero he de confesar que después fue divertido —admitió soltando una risilla—. Era chistoso: cada vez que me paseaba por las calles vecinas, los chiquillos llamaban con gritos desesperados a sus mascotas; porque: «el matagatos anda rondando por ahí». Como sea. He tenido que vivir con eso toda mi vida. —Encogió los hombros con desinterés.

—¿Y qué sucedió con tus canarios?

—¿Canarios? ¡Yo que sé! ¡Nunca tuvimos canarios! Debe ser otra mentira de Lucía. No me extrañaría. Siempre trata de enlodar mi reputación.

—¿Y qué le pasó a Clumsy?

—Mi madre tuvo la culpa. A Clumsy le gustaba meterse en el garaje, siempre buscando lugares cálidos, y la cajuela del automóvil de mi madre siempre permanecía abierta. Ella casi nunca lo usa; de hecho, no sale de la casa. Clumsy era tan tonto como Phoney; ya veo por qué elegimos esos nombres para ellos. Debimos llamarlos Clever y Smart. Tal vez su destino habría sido diferente. Pero no. Clumsy se metió a la cajuela y la puerta se cerró sin que nos diéramos cuenta. Aunque hubiera maullado o gruñido tan fuerte como un león, no habríamos escuchado, pues el garaje está muy lejos de la casa. Para cuando mi madre lo encontró, ya había pasado más de una semana. ¿A quién crees que culparon nuevamente?

—¿Al matagatos?

—Exacto. Por eso siempre hay que escuchar todas las versiones.

No podía estar más de acuerdo. Poco a poco debía dejar a un lado mis prejuicios. Sin embargo, aún había algo en Anton que me hacía creer que no era honesto. Pero no tenía manera de saberlo.

—¿Entonces la vas a querer o no? —preguntó y volteó a ver la pintura.

—Sí. Sí la quiero.

Él sonrió satisfecho.
Aquel lienzo terminado parecía obviar todos mis defectos, y en su lugar realzaba las cosas bonitas que mi rostro podía tener.

—¿Y qué dices acerca de ir al Museo de Bellas Artes?

Suspiré. Antes de que pudiera negarme, la respuesta se asomó a mis labios:

—De acuerdo.

❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀

Mario no pudo ser más exagerado en sus reacciones. Introducía entre sus cabellos largos sus delgadas manos, mientras caminaba de un extremo a otro de mi habitación. Iba y venía.

—Relájate, Mario. No es nada grave. No es como si fuera un asesino o algo así. Te digo que me explicó lo de los gatos.

—¿Por qué, Annia? ¿Por qué? ¡Me lo prometiste! ¡Prometiste permanecer alejada de él! ¿Ahora resulta que sales con ese loco este fin de semana?

—No es una cita. Solo iremos al museo. —Solté una risita; la actitud nerviosa de Mario me divertía.

—De ninguna manera. ¡De ninguna manera! ¡¿Lo oyes?!

Detuvo su caminata y me señaló con su dedo acusador.

—¡Me lo prometiste!

—Lo siento, pero no es tan desagradable. Además, solo será una vez —rogaba yo.

—¡No si yo lo puedo impedir!

—Ah, ¿sí? —Levanté una ceja—. ¿Y qué harás para impedirlo?

—Iré contigo —sentenció, y una sonrisa de tranquilidad surcó su rostro.

Después de meses de ausencia, Mario le telefoneó a Lucía para decirle que, curiosamente, Anton y yo habíamos acordado una cita y que se le había ocurrido que ellos dos podían acompañarnos.

Lucía, aquella chica gótica que había conocido dos años atrás, de mechones violetas o rojos, rostro supermaquillado y piercing por todos lados, parecía haber sufrido una metamorfosis, en toda la extensión de la palabra.

Llevaba solo unos diminutos broqueles y cabello largo y lacio, aunque cortado en picos por el frente, para no estar tan ajena a la moda. No había notado lo bonita que era. Su tez blanquísima contrastaba con sus ojos de un azul tan oscuro que en ocasiones parecían negros. Tenía una figura alta, fina y graciosa, que se realzaba ese día con una falda corta sobre unas mallas negras, botines grises, suéter largo abierto del mismo color y una boina. Al parecer Mario tampoco se había dado cuenta, pues no podía quitarle los ojos de encima, sobre todo cuando ella se precipitó a saludarlo en la entrada del museo, con gráciles movimientos, sonriéndole con su blanca dentadura.

El rato que pasamos fue muy interesante. Parecía que estábamos en una doble cita. Anton y Mario rivalizaban; obviamente, mi amigo no le tenía nada de confianza. Cada vez que aquel me decía algo sobre alguna pintura o lo que fuera, Mario intervenía contradiciéndolo. Pero eso poco le importaba a Anton, o Lucía, quien parecía encantada con la presencia de Mario.

Más tarde, nos encontrábamos charlando en una cafetería, no muy lejos del museo. La temperatura había subido un poco y el sol se asomaba entre las borrosas nubes. Pronto llegaría la primavera. Casi podía oler en el aire los tiernos retoños a punto de brotar.

—¿Y qué estilo de pintura te gusta más? —me preguntó Anton, después de hacer una remembranza fidedigna de las más importantes piezas de arte que vimos en el museo.

—No lo sé, me gustan todos.

—Vamos, ¡pero debes tener uno que sea tu favorito! Yo, por ejemplo, me inclino por el surrealismo y por el abstracto en ocasiones.

—No sé. Yo solo pinto —admití poniendo de manifiesto mi ignorancia.

—Ella solo pinta porque eso la hace sentirse bien —terció Mario en tanto movía la cuchara en su taza de té.

—Ya lo sé, sabelotodo —Anton le dirigió una mirada a Mario—, pero el arte tiene clasificaciones, por si no lo sabías.

—No creo que sea importante clasificar su arte. Ella es creativa. He visto sus cuadros y sé que es muy buena en lo que hace.

Anton se carcajeó. Más de uno de los comensales se voltearon a mirarlo. La discusión siguió.

—¿Tienes la más mínima idea de lo que estás diciendo, físico de cuarta? ¿Qué sabes tú de arte? Hay un mundo que tú no comprendes más allá de tus moléculas y tus átomos, por si no lo sabías.

—No necesito ser pintor para darme cuenta que las obras de Annia son buenas. Ella tiene talento. ¿A quién le importa reconocer qué estilo tiene?

—Esa es la típica respuesta de un ignorante —repuso Anton con desprecio.

Los ojos de Mario se encendieron. Pude darme cuenta de que su mandíbula se tensaba.

—¡Mario! —Apreté su mano por debajo de la mesa para evitar una pelea. Lucía los miraba con grandes ojos. Mi amigo pareció recapacitar, y segundos después su rostro adoptó el semblante sereno que lo caracterizaba.

—Expresionista —dijo Mario cuando Anton creyó haberlo humillado—. Si estás buscando una clasificación, Annia es expresionista. ¿No es ésa la palabra correcta?

Anton no contestó.

—Ella busca expresar sus sentimientos y sus emociones —agregó Mario—. Poco le interesa la realidad tal como es. Ella tiene la habilidad de generar una expectativa emocional ante cualquier espectador. Siempre utiliza colores fuertes y vivos, con formas no necesariamente reales. Puede captar la atención de cualquiera que mire una de sus pinturas. Lo que ella plasma en un lienzo viene desde su interior, con un fuerte contenido simbólico. —Agachó la cabeza—. Aunque en sus cuadros la melancolía y la tristeza predominen... —concluyó casi como en un susurro.

—¿No es esa la definición que buscabas? —desafió a Anton, quien lo miraba con ojos centelleantes.

Él no respondió por unos momentos.

—¿Qué sabes tú? Copia burda de Einstein —bufó mirando hacia otra dirección.

Una sonrisita malévola se pintó en el rostro de Mario. Le había ganado la batalla.

—¡Mario! Siempre me sorprendes. —La dulce voz de Lucía flotaba en el aire—. Nunca terminaré de conocerte. ¿Hay algo que no sepas o no puedas hacer?

Él se limitó a medio sonreír. Hundió su mirada en la porcelana de la taza, despreocupado ante la reacción que su respuesta había desatado. Lucía miraba fijamente el perfil de Mario. En sus ojos brillaba la excitación. Estaba embelesada, como si fuera el hombre más extraordinario de toda la faz de la tierra.

Anton se puso de pie y caminó hacia la salida del pequeño café, sin molestarse siquiera en pagar lo que había consumido.

—Mi amigo es muy listo. —Le sonreí a Lucía. Ella asintió y otra vez una sonrisa surcó su pálido rostro.

Por un momento le dediqué una mirada a Mario. No me sorprendió que supiera un poco de todo, sino sus palabras, la manera como había definido mis pinturas. Ni siquiera me había dado cuenta de que le gustaban o que hubiera puesto atención en ellas. Y en verdad creía que yo era buena.

—Bueno —exclamó Lucía, regresándonos a la realidad—, ¡aquel vago ya nos dejó colgados con la cuenta!

—No hay problema —dijo Mario, y sacó su cartera; luego nos sonrió—: Nos iremos cuando ustedes quieran.

—¡Oh! ¡Hoy es un día muy bonito! ¿Por qué no vamos a caminar cerca del río? No hace mucho frío.

La voz de Lucía cada vez me parecía más suave, melódica pero con el volumen necesario para ser escuchada. Siempre conservando el mismo tono dulce y neutral. Ahora que había superado su fase de chica gótica con problemas existenciales me parecía una mujer muy centrada. Me preguntaba si Mario lo notaba y si acaso podría interesarse seriamente en ella.

Si los imaginaba juntos como pareja, debía admitir que se veían muy bien, sobre todo cuando ella buscó los ojos de Mario y él le sonrió levemente, asintiendo. Luego, la sonrisa de ella se ensanchó como si su simple aprobación constituyera la cosa más maravillosa de todo el mundo. Siempre supe que ella lo quería, pero nunca me había percatado de la intensidad de su amor. Siempre había visto a Lucía de lejos, a veces en casa de Mario, y en contadísimas ocasiones en la universidad. Sabía que nunca fueron más que amigos, pero también que era la única chica con la que Mario había convivido un poco más, incluida Tina cabellera de fuego, su fugaz amor de secundaria. Prueba de ello era que aún seguían en contacto.

Nos dirigimos a pie hasta el Charles River y cruzamos el puente para caminar en dirección este. Lucía tenía razón: era un día perfecto, con un poco de frío, pero en el cielo ninguna nube amenazaba con lluvia. Había mucha gente caminando, trotando o haciendo un poco de ejercicio.

Era maravilloso ver cómo la salida del sol y un clima algo cálido podían lograr que las personas se animaran a salir de sus hogares.

Lucía hablaba de una cosa y luego de otra, pero por más que pareciera una charlatana, su voz y sus movimientos no me exasperaban. Siempre pausados y calmados, como el agua de aquel río. No podía imaginar que una persona tan agradable y apacible como Lucía fuera capaz de inventar esa tontería acerca de los gatos tan solo para perjudicar a su hermano. tampoco entendía cómo podía ser hermana de Anton... tan diferentes.

—¡Mira, Mario! —exclamó ella señalando a una pareja que remaba—. Alguna vez me prometiste que rentaríamos un kayak y navegaríamos por el río, ¿recuerdas?

Las mejillas de Mario se encendieron.

—Sí —admitió—. Aún tengo una promesa que cumplir.

Ella rió y comenzó a caminar con pasitos más cortos. Mario la siguió. Poco a poco me fui quedando atrás.

—Eres malo, Mario —le reprochó Lucía.

—¿Qué? ¿Por qué? —Él volteó a mirarla.

—Sabes por qué. Desapareciste por muchos meses. No me volviste a llamar. Si no es porque Anton conoció a Annia y arregló esta cita... —Suspiró— ...creo que no me habrías llamado nunca.

—Sí, Lucía. He sido un mal amigo contigo. Tienes toda la razón de estar molesta.

—No lo estoy —rio ella por unos momentos—, pero no lo vuelvas a hacer. En realidad te extrañé mucho.

Mario sonrió.

—Pero no pienses que no he querido llamarte. Es solo que...

De pronto Mario pareció darse cuenta de que yo aún estaba detrás de ellos sin perderme ni una sola palabra de su conversación.

—¿Por qué te quedas atrás Buñuelo? —preguntó.

—Buñuelo... —repitió Lucía soltando una risita.

—Estoy cansada. —Mentí—. ¿Les molestaría si me voy a la estación a tomar el tren? —Señalé con el pulgar hacia el lado contrario.

—¿Sola? —preguntó mi amigo y se detuvo—. ¿Por qué te quieres ir tan pronto? En unos minutos más regresaremos.

Yo esperaba que Lucía apoyara las palabras de Mario o que mínimamente, por educación, dijera algo similar a lo que él acababa de decirme, pero se quedó callada y sonrió débilmente. En su expresión podía adivinar una súplica para que los dejara solos. Sin duda era su oportunidad para acercarse a Mario nuevamente. Y de mujer a mujer, comprendí en seguida.

—Estoy muy cansada —repetí—, de verdad. Sigan con su caminata. Además, tengo que terminar una lámina que dejé inconclusa esta mañana.

—Pero... —insistió Mario.

No di oportunidad a que añadiera nada. Me apresuré a despedirme de Lucía, con un corto abrazo que correspondió rápidamente.

—Nos vemos, Annia —contestó ella.

Asentí.

—¡Diviértanse lo que resta del día! —Les deseé y eché a andar en dirección contraria, a la máxima velocidad que mis botas altas podían soportar, enterrando los tacones con cada paso que daba en el césped todavía húmedo.

Volteé a mirarlos. Caminaban a paso lento, como si realmente fueran una pareja. El brazo de Mario ligeramente doblado para dar cabida a las delgadas manos de Lucía.

Sentía la brisa del mar revolviéndome los flecos. Jugué con una de las cintas púrpura que había estrenado esa mañana.

Entonces sentí cómo mi
corazón se encogía un poquito, mientras continuaba mirando a mi mejor amigo y a Lucía caminar al lado del río.
Nunca me había puesto a pensar en que tarde o temprano Mario dedicaría su tiempo a otra persona que no fuera yo. De pronto me di cuenta de que había dado por hecho que él siempre estaría a mi lado. Por algún motivo creí absurdamente que nunca tendría novia. Así había sido desde que tenía uso de razón, y los últimos dos años su compañía fue tan necesaria para mí como el aire que respiraba. Tan segura estaba de eso que la escena que veía me desconcertaba y ponía triste.

No me imaginaba lo que haría si Mario se alejaba de mí o si tuviera que compartirlo con Lucía; si de pronto descubriera que era ella y no yo la persona por la que él velaría, la que ocuparía un lugar en su corazón.

Debía estar feliz por mi amigo, pues por primera vez lo veía entusiasmado con alguien. Él necesitaba una buena mujer a su lado, pero ¿por qué me sentía tan triste..?

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