39. Regalo inesperado
Desde la partida de Aarón aborrecí el día de los enamorados. No me importaba si caía en sábado o domingo, pero cuando lo hacía entre semana... Las risitas de mis compañeras de clases luego de haber recibido flores anónimas y chocolates me hacían sentirme un poco celosa y desgraciada.
Aunque ya había salido de mi ostracismo, esos dos años habían dejado una huella imborrable. tenía suerte si alguien me dirigía una sonrisa o entablaba conmigo aunque fuera una conversación corta. Suspiré mientras miraba a través de la ventana del salón el ir y venir de los chicos, entregando arreglos florales y osos de peluche. todas las chicas vestían de rojo o de blanco.
Para enfatizar aún más mi depresión, ese día llevaba unos jeans deslavados, una camiseta color negro y una simple chaqueta holgada azul marino. Hacía mucho tiempo que había abandonado los colores pastel que me hacían lucir un poco más alegre, o los atuendos joviales y primaverales que tanto le gustaban a Aarón. Aún dejaba mi cabello suelto, y tenía por cierto un aspecto mucho más sano que nunca, sólo que no lo adornaba con ninguna cinta ni broche en especial.
No niego que a veces me preguntaba qué habríamos hecho Aarón y yo ese día. Seguramente, pensé, me habría sorprendido con un ramo de rosas. Luego, habríamos pasado todo el día juntos, diciéndonos toda clase de mimos y haciendo mil arrumacos. Al final habríamos terminado paseando en alguno de los lagos, después de haber tenido una cena romántica en un restaurante iluminado a media luz, con una bella música de fondo.
Cuando volví a la realidad me consolé al pensar que sólo tendría que soportar la universidad cuatro meses más. Ante mí se abrirían nuevas oportunidades y yo podría comenzar desde cero.
La risa estruendosa de Clara me hizo voltear bruscamente hacia la entrada del salón. Era la única hora que compartía con ella. ¿Cuánto tiempo hacía que no la escuchaba reír de esa manera? Casi sentía que me encontraba viajando en el pasado, hacia algún tiempo en el que aún éramos amigas.
Seguían sus pasos un séquito de «amiguitos», todos ellos ansiosos por regalarle una flor y obtener de ella una sonrisa. Debí reconocer que cada día estaba más bella. Cada día se parecía más a su madre, aunque no fuera tan alta ni sus cabellos tuvieran el mismo color.
Ese día se veía mucho más radiante, con una minifalda azul celeste, unas botas blancas de tacón alto y una chaqueta color crema que se amoldaba perfectamente a su figura. Había recogido su cabello en una coleta alta de donde descendían sus bucles dorados.
Ya me había acostumbrado a verla solamente de lejos, siempre rodeada de un montón de niñas bonitas, de las mejores familias, y a veces de un montón de jovencitos que hacían hasta lo imposible por obtener su atención.
Con aire melancólico dirigí mi mirada hacia su graciosa figura, mientras me aseguraba lo falsa y frágil que había sido nuestra amistad. Tal vez nuestro destino era permanecer enemistadas para siempre, como sucedió con nuestras madres.
Tomó asiento a unos escasos pupitres enfrente de mí, y me dirigió una rápida mirada. El alboroto era tan grande que la pobre maestra desistió de seguir adelante con su clase. Estaba permitido que ese día los mensajeros (miembros del comité estudiantil encargados de coordinar la festividad) interrumpieran las clases para entregar los adornos florales.
Las chicas se levantaban alegremente de sus pupitres cada vez que uno de ellos las llamaba por su nombre. Clara era sin duda la mejor posicionada. Con mirada altiva se dirigía una y otra vez hacia el chico en turno, portador de sus regalos. De regreso a su pupitre, sonreía ampliamente hacia ambas direcciones, haciendo resonar los altos tacones.
—¡Ay, Clara! ¿¡Cómo le haces para ser tan popular!? —le decía una de sus amigas—. ¡Tienes más rosas que cualquier otra chica!
Clara rio abiertamente. Me pareció que dirigía su mirada hacia mi persona.
—Bueno, Lucy... —dijo como gritando—, supongo que es mi personalidad. Soy alegre y divertida. ¿Te imaginas si anduviera por la vida sola, arrastrándome como algunas personas lo hacen? Bueno, pues yo creo que no tendría ningún amigo, ni nadie se fijaría en mí. ¿No crees?
—Sí, sí, sí. ¡Claro! —admitió la tal Lucy, como temiendo decirle lo contrario—. ¡Además de bonita tú eres muy agradable! ¡Por eso tienes tantos amigos y pretendientes!
—Ajá. —Asintió la otra, aún mirándome de soslayo mientras apilaba el montón de tarjetas dedicadas que se amontonaban en su pupitre—. ¡Tantos que no puedo decidir con cuál quedarme!
Ya me había acostumbrado a las indirectas de Clara. En parte tenía razón, si no me hubiera arrastrado, como ella decía, durante dos años, tal vez ese día habría recibido aunque fuera un pequeño clavel, pues incluso los compañeros que alguna vez consideré más impopulares tenían sobre sus mesas un par de flores y sus tarjetas de felicitación.
Un arreglo de rosas rojas de tamaño descomunal se asomó por la ventana de la puerta de proporciones estratosféricas. Finalmente el mensajero pidió permiso para leer el nombre del destinatario. Desganada, la profesora asintió.
—Annia Sullivan —leyó en voz alta el mensajero.
De pronto, todos los ojos se giraron en mi dirección. Levanté la cabeza, como lo hiciera un avestruz sacando su cuello del hueco en la tierra, preguntándome si realmente alguien había leído mi nombre. Me despejé los cabellos de las orejas para escuchar bien.
—Annia Sullivan —repitió la voz.
Me puse de pie automáticamente. todas las miradas seguían mis pasos, y los cuchicheos se hacían cada vez más sonoros. Con pasos inseguros me dirigí hacia el chico que sostenía tremendo arreglo. Era tan grande que por un momento creí que no sería capaz de cargarlo por mí misma.
Más de cincuenta rosas rojas formadas, haciendo un semitriángulo, en una base de cristal bellamente adornada con listones púrpuras. Lo tomé aún con manos temblorosas, deseando que todo el mundo apartara su vista de mí. Incluso hasta la profesora se mostraba un poco asombrada.
—¡Vaya! ¿Quién será el enamorado? —Se oyó decir.
La mirada de Clara se posó sobre mí y mis cincuenta rosas.
—¡Eh! ¿Cuándo te moriste? —preguntó alguien en son de burla.
—Ayer —dije—, y hoy me enterraron en la mañana.
El chico enmudeció y giró su rostro hacia el frente, sin agregar nada más.
De pronto otra chica cuyo nombre no recuerdo se acercó a mí.
—¡Oye, Annia! ¡Eso está muy bonito! ¿Quién te lo manda?
—Sí, ¿quién? —preguntó otra curiosa.
—¡Seguro se lo envió ella misma! —Las carcajadas explotaron.
Sin hacer caso al comentario, leí en la tarjeta:
¡A que te sorprendí! ¿A poco pensabas que esta fecha no era importante para mí? Soy físico, pero también tengo sentimientos. te veo a la salida. Te prometo que haré que este día sea especial para ti.
El Sabihondo
—¡Hey! ¡Es de Mario! —grité, como si todo el mundo conociera el nombre de mi amigo.
Nadie lo comprendió. Nadie, excepto Clara. Puso una cara de incredulidad primero, y luego de desaprobación. Luego torció la boca y me miró con rencor, con el mismo rencor con el que me miró el día en que le confesé que Aarón y yo nos amábamos.
Ante el alboroto que reinaba en el lugar, la profesora por fin levantó la voz para poner orden.
—¡Gracias al cielo esto sólo pasa una vez al año! —Suspiró.
Coincidí con ella. No obstante, esa vez Mario realmente me sorprendió. Gracias a él, ese San Valentín no sería el día más miserable del año.
Y ahí estaba, muy sonriente, a la salida de la escuela.
—¿Y bien? —preguntó con el rostro iluminado en cuanto me acerqué a él—. ¿Te sorprendí?
—¡Vaya que sí! ¡Ahora sí que te has ganado mi respeto! No sabía que fueras fan del romanticismo —le respondí mientras intentaba balancear el peso de las flores y los útiles.
—Qué tontita eres... —Rio quedamente mientras me ayudaba con mis cosas y colocaba el arreglo en el asiento trasero— ...a veces suelo comportarme como un humano.
Reí también:
—Así es. ¡Oye! ¡todo el mundo se quedó pasmado!
—¡Misión cumplida! —Una sonrisa alegre iluminó su rostro—. ¿Nos vamos?
Mario me abrió la puerta de su Mustang. Cuando estaba a punto de subir escuchamos una voz gritando su nombre:
—¡Mario! —chilló Clara, acercándose con paso seguro hacia nosotros—. ¿Viniste a llevarme a casa? —preguntó sin siquiera mirarme. Mario dudó por unos momentos:
—No sabía que quisieras que te llevara a casa, Clara. Ayer dijiste que tenías planes con tus amigas para el día de hoy.
—Pues los cancelé —respondió irritada.
—¿Cómo saberlo? Comúnmente vuelves a casa después de pasearte con tus amigos.
—Eso es porque hace mucho tiempo que dejaste de preocuparte por mí —reprochó—, pero todavía sigo siendo tu hermana, ¿de acuerdo?
Cerré la puerta del automóvil y me escurrí por detrás de mi amigo. Clara se veía amenazadora, con ese brillo característico que iluminaba sus ojos cada vez que algo no salía como ella quería.
—Eres tú la que se aparta de mí. —Se defendió Mario—. Te la pasas todo el tiempo con tus amigos, y me has dejado muy en claro que mi compañía te estorba.
No me gustaba ver a los hermanos Sanford discutir enfrente de mí. Hice un movimiento cuya intención Mario adivinó:
—¡No, Annia! ¡No te vayas! —suplicó al tiempo que alcanzaba mi mano y me obligaba a retroceder—. Hagamos esto. —Nos miró a ambas—: las llevaré a las dos a casa, o quizás —rogó—, podamos hacer algo juntos.
Sonaba como en los viejos tiempos...
Clara negó con la cabeza.
—Llévame a casa Mario —ordenó—. ¿O es que además de no obsequiarme nada este día también me dejarás volver sola?
—Claro que tengo un regalo también para ti, hermana. Está en casa.
Ella sonrió vagamente por unos momentos, pero la sonrisa se esfumó en un instante.
—Pero... —Agachó la cabeza—... ¿Tenías que entregarle el arreglo más grande a ella?... —preguntó casi para sí misma— ...¿Enfrente de todos mis compañeros? ¡Yo soy tu hermana, Mario! —Alzó de nuevo la cabeza mientras me señalaba—. ¡Ella es sólo una extraña para ti!
—No es una extraña, Clara, por favor. Annia siempre fue como una hermana para ti.
—Llévame a casa —repitió con voz aguda, ignorando por completo las palabras del hermano—. O le diré a papá tu comportamiento. ¡No puedes abandonarme en pleno día de San Valentín!
—Está bien, Mario —repuse desafiando a Clara con la mirada—, puedo volver sola.
Ella torció el gesto y se apuró a subir al automóvil.
Mi amigo dudó unos momentos; me miraba a mí y luego Clara, quien se había acomodado a sus anchas en el asiento delantero, con la plena seguridad de que él le daría preferencia. Él suspiró y dejó caer los hombros.
—Lo siento, Annia —dijo en voz queda—, pensaba... —se interrumpió a sí mismo— ...creo que tengo que cambiar un poco mis planes.
—No te preocupes. —Sonreí—. Será en otra ocasión.
—Te llamaré más tarde, ¿de acuerdo? Te entregaré el arreglo después; creo que tendrías problemas si vuelves con él a pie.
Me daba pena dejar mi hermoso arreglo a merced de Clara y de su envidia. De pronto ella mostraba un nuevo interés por su hermano. ¿Es que también sentía celos de él? En realidad me habría gustado pasar el tiempo con Mario. Ya había fantaseado acerca de lo que íbamos a hacer. Pero tendría que regresar a casa, sola, donde, sabía, nuevamente la tristeza y la depresión se apoderarían de mí.
—Nos vemos. —Me despedí, tratando de no demostrar la sensación de infelicidad que me embargaba, y emprendí la marcha.
Anduve algunos pasos, luego me giré un poco y alcancé a ver la figura de Mario, que permanecía de pie mirando hacia mí, como esperando a que volviera, o debatiéndose entre alcanzarme o no. De alguna manera, su rostro desencajado y melancólico me recordaba un poco a Aarón, a la expresión de sus ojos cada vez que creía que cometía algún error, cada vez que sentía que podía perderme.
Sentí una brisa demasiado fresca revolviéndome el fleco y enfriándome las orejas. Subí la capucha de mi chaqueta y metí las manos en los bolsillos, mientras caminaba en dirección a la estación de tren más próxima. Todo parecía indicar que pronto caería otra nevada que alargaría el invierno, ya de por sí interminable.
Tardé más de la cuenta en el trayecto porque iba prácticamente arrastrando los pies, a pesar de que quería sentirme alegre. La pérdida de mis seres queridos me hacía sentir vacía y sin ilusiones.
Aunque no podía negar que tenía un remanso de bellos recuerdos, además de Isabel y Mario, y el viejo Clay, por cierto. Pensé que al menos quizás ese día tendría la fortuna de verlo y de oír sus charlas amenas e interminables, y su sonrisa y consejos paternales. Entonces recordé la promesa de mi padre: «Hasta que vuelvas a sonreír». Pero la esperanza se había empañado con la duda de si mi padre me había mentido.
Aún me resistía a creer que él había engañado a mi madre, que la hubiera herido hasta tal punto que ella lo llegara a odiar. De pronto, todo a lo que me aferraba parecía dañado, corrompido, descompuesto.
Lancé un suspiro apesadumbrado. tenía que animarme y no agobiar a mi madre con mis tontas depresiones. Traté de componer mi cara antes de doblar por la calle que me llevaría a mi hogar.
Sin esperarlo, a lo lejos descubrí la figura de Mario apoyado en la puerta de mi casa y mirando con aire distraído hacia ambas direcciones. El ostentoso arreglo floral descansaba en el primer escalón de la entrada.
En ese momento mi cielo
oscuro fue atravesado por un rayo de sol, nítido y luminoso.
Nunca supe cómo hacía Mario para saber exactamente cuándo lo necesitaba. Corrí torpemente hacia él y me eché en sus brazos, que correspondieron inmediatamente a mi alocado abrazo.
Estaba tan feliz de verlo. No me había defraudado. No me había dejado sola. De alguna manera, había arreglado las cosas para no herir a su hermana, ni a mí. Mario siempre lo resolvía todo. Siempre encontraba la manera de hacerlo.
—Bueno, no llores, Buñuelo. Este día no tiene porque ser triste. —Sonrió con ternura y limpió en seguida las lágrimas que brotaban de mis ojos sin que pudiera controlarlas—. Te prometí que sería especial.
—Gracias... —susurré mientras lo abrazaba de nuevo.
—No es nada —dijo con una voz apenas audible—. Anda, aquí te espero.
Entré a la casa para cambiarme de ropa y saludar a mi madre. Le dije que saldría con Mario y volvería un par de horas después. Se mostró feliz al saber que no pasaría otro día de los enamorados mirando por la ventana lastimosamente. Me preocupaba un poco dejarla sola, pero me aseguró que todo estaría bien.
—Diviértete. Tienes derecho.
La besé en la frente y subí corriendo las escaleras para arreglarme un poco. Estaba tan animada que decidí dejar a un lado las ropas oscuras que me acompañaban hacía tanto tiempo. Me recogí el cabello hacia atrás con unas cintas de colores, y me maquillé. Estrené un vestido de invierno rojo, y me cubrí con una gabardina de tonos similares y una bufanda de colores.
Parecía otra persona. Saqué de uno de los cajones del peinador una botellita de perfume de jazmín. Tarareaba una tonta canción mientras lo rociaba detrás de las orejas, en el cabello y en las muñecas. Me detuve en seco cuando me di cuenta de que la fragancia se había hecho muy evidente.
Alarmada, deposité el frasco en su lugar. En seguida me miré al espejo con detenimiento y me pregunté qué estaba haciendo, por qué me arreglaba de esa manera. Disimulé ante la evidente respuesta; es decir, que fuera Mario quien hubiera provocado mi esmero.
Un sentimiento de incomodidad me embargó: mi amigo esperando abajo sin imaginarse mis locuras. Corrí al baño y me tallé con un trapo el cuello y las muñecas hasta dejarlos completamente rojos. tenía que disminuir al menos un poco la intensidad del aroma, aunque era casi inútil, pues, para mi mala suerte, el perfume era tan bueno que no desaparecía fácilmente. No tuve más remedio que acudir al encuentro de Mario.
Cuando por fin me escuchó bajar por las escaleras, levantó la vista. Sus ojos azules suaves brillaron con alegría juvenil al verme. Me sonrió con alegría. Por primera vez su sonrisa me hizo sentir nerviosa. De pronto quise dar media vuelta y subir las escaleras de regreso a mi cuarto.
—¡Te ves muy linda! —admitió, mientras yo trataba de ocultar en vano mis enrojecidas manos. Vacilé un poco mientras dirigía mis pasos hacia él.
Mi madre observaba mis movimientos con interés.
—¡Que te ves muy bonita, Buñuelo! —repitió Mario sonriendo jovialmente.
—Gracias... —dije distraída— ...ya podemos irnos.
Nos despedimos de mi madre. Ella correspondió, como siempre solía hacerlo, por pura amabilidad y cortesía.
—¡Santo cielo! ¿Qué te pasó en las manos? —preguntó Mario.
—¡Nada! —grité mientras sentía que mi rostro se ponía rojo.
—De acuerdo. —Sonrió Mario, y no preguntó nada más.
Una vez que nos acomodamos en el automóvil guardé silencio por unos momentos.
—¿Estás bien?
—Muy bien, Mario —dije recobrando la compostura—. ¿A dónde vamos?
—Ah... eso será una sorpresa.
Mientras me acomodaba, con el reflejo de las cintillas de colores que me regresaba el espejo lateral, mi desconcierto retornó.
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