38. La cruz de plata
Cuando mi madre cumplió cuarenta y seis años, quise obsequiarle un caro medallón que había comprado con mis ahorros del tiempo que trabaje en Roger's Pizza. Ella estaba sentada en nuestra amplia mesa del comedor repasando la lección que impartiría a Sonia, una pequeña niña de ocho años con grandes ojos verdes y cabellera tan clara como la paja.
Para mi sorpresa, mi madre no aceptó mi regalo. Puso cara de frustración cuando desenvolví eufórica la pequeña caja donde estaba colocado el relicario, en una preciosa y finísima cadena dorada.
—¿Y cuánto te costó esto? —me preguntó desviando la mirada.
—Unos doscientos dólares —admití con pena.
—¿Puedes devolverlo? Es mucho dinero, Annia. No estamos para derrocharlo en banalidades como ésta —repuso con severidad—. Aun así, te lo agradezco, hija. Hubieras pensado en algo simple... una sencilla tarjeta de cumpleaños habría estado mejor. —Se giró hacia sus partituras, fijó su mirada en ellas, y despejó de su frente unos ligeros cabellos que se le escapaban del rodete de pelo.
Una vez más supe que ella nunca cambiaría. Me reproché por haber comprado algo tan caro para una mujer que seguía sin acercarse a mí.
Ahora que yo parecía haber superado la muerte de Aaron, mi madre volvía a alejarse de mí, como si creyera que ya era lo bastante fuerte como para continuar yo misma.
Además, la verdad era que no podía regresar la joya. Ni siquiera se había tomado la molestia en observar el relicario. tenía su nombre grabado, con la primera inicial de su apellido de soltera, como a ella le gustaba ser nombrada. Ilusamente, había creído que dentro de él, mi madre pondría una foto nuestra, es decir, de nuestra familia, y siempre nos llevaría a mi padre y a mí cerca de su corazón. Abandonaría, por lo tanto y por fin, ese viejo crucifijo plateado que a veces llevaba puesto, del cual yo no conocía la procedencia. Nunca comprendí por qué mi madre lo escondía entre los abultados encajes de sus blusas, y cuando no lo llevaba puesto lo encerraba bajo llave en el ropero, como si fuera uno de sus más preciados tesoros, cerca de sus cartas.
Lo que ella no sabía era que yo sí me daba cuenta cada vez que portaba el crucifijo. Porque cuando se encontraba nerviosa o meditabunda, siempre rozaba su pecho con la mano, como acariciándolo. Además, su silueta se dibujaba a través de la tela del vestido. Nunca le pregunté nada.
Supuse que era un misterio más en la vida de Isabel y de Irenne. Esas cartas guardadas en lo más íntimo, pero nada de mi padre... ni una pequeña fotografía.
Molesta conmigo misma, más que con mi madre, lancé el relicario por los aires, y fue a estrellarse precisamente donde descansaban la bolsa con los recuerdos de Aarón y una caja con los regalos de Clara. Me sentía aliviada cada vez que cerraba la puerta corrediza de esa parte de mi armario. Cada capítulo pesaroso de mi vida terminaba sumido en ese rincón.
Pero yo no era como mi madre. Jamás echaría a la basura los recuerdos que alguna vez me hicieron feliz, como ella hizo con los de mi padre. Entre más lo pensaba, menos lo creía, pues no podía imaginar adónde se había llevado el recuerdo de su amado esposo. El basurero era la única imagen que venía a mi mente cuando me hacía esa pregunta. Ahí estaban mis preciosas muñecas y las joyas de fantasía que con tanto amor me regaló; sus cartas de cuando se encontraba lejos y las tarjetas de felicitación de cada cumpleaños.
Cuanto más lo pensaba tanto más aborrecía el mutismo y la actitud serena de mi madre, sus ojos fríos y amenazantes cada vez que sacaba el tema a flote. Me dolía su actitud, como siempre, pero hacía lo posible por comprenderla. Era mi madre, después de todo. Me repetía esto cuando sentía que mi amor por ella se debilitaba. tenía derecho a equivocarse, y yo la perdonaría una y otra vez.
Ella me quería a su manera. Me había consolado en los momentos más difíciles de mi vida, y, más difícil aún para ella, había abandonado todo su orgullo y resolución cuando me permitió revivir nuestro jardín y me entregó aquella bolsa con incontables semillas. Era como la mamá pájaro que cuida a su cría mientras es pequeña, o si está herida se queda a su lado para alimentarla, pero tan pronto como la pequeña ave puede volar, la abandona creyendo que ya ha cumplido con su misión y su deber de madre termina ahí.
Me prometí que ésa sería la última vez que le regalaría algo y lloraría por su rechazo.
Todo volvió a la normalidad el último semestre de mi carrera. Gracias al taller de pintura, empezaba a sobrellevar mejor mis depresiones e inquietudes. Era relajante sentarme en el caballete y aprender cada día algo diferente. Clay siempre estaba deseoso de enseñarme y había desarrollado una actitud paternal conmigo a base de consejos. No sabía si era la pintura o sus charlas amenas lo que empezaba a sanarme y me hacía tener esperanzas nuevamente.
También estaba Mario, que no me soltaba. Se había tomado muy en serio mi petición desesperada de que no me abandonara él también. Aún recordaba aquella tarde en la que con ojos llorosos y voz ahogada se lo supliqué. Recordaba cómo había acariciado mis cabellos y besado mi frente consolándome.
Siempre supe que cumpliría lo que en silencio había prometido. Me llevaba al Ensueño cada vez que teníamos tiempo libre. Comúnmente, los domingos, cuando él no trabajaba.
Cargábamos con nuestras mochilas repletas de emparedados y frituras, películas y libros, y pasábamos la mayor parte del tiempo en la casita de campo. Cuando el clima no estaba tan helado, salíamos a los prados y disfrutábamos de las más bellas vistas que nuestro pequeño paraíso solía otorgarnos.
Mucho tiempo después, me contó cómo había reparado el lugar, y aunque fue modesto diciendo que no había invertido mucho dinero, no le creí. Casi diez años de abandono no podían remediarse con unos cuantos centavos.
—No preguntes... —me decía sonriendo—. Solo disfrútalo.
De Clara no sabía mucho. En la escuela la veía pasar a veces y llegamos a tomar alguna materia juntas, pero ella se veía tan lejana, tan diferente de la muchachita alegre que conocí. Me preguntaba si no era mi imaginación que fuimos como hermanas. Desde la muerte de Aarón no volvió a hablarme, luego de reprocharme, en ese lúgubre día que aún me duele recordar, que todo había sido mi culpa, por mi egoísmo y estúpido perfeccionismo. Me repetí hasta el cansancio que ella lo habría cuidado mejor, lo habría hecho mejor.
Se veía diferente. Su cabello estaba teñido de un color rubio mucho más intenso, y lo llevaba rizado, casi a media espalda. Recordaba aquella ocasión en la que renegaba frente al espejo de su escasa cabellera, culpando a su madre por ello.
Siempre envidió sus rizos dorados, brillantes. Jamás me volví a acercar a ella ni a la casa Sanford, pero, contrario a lo esperado, eso no fue motivo para que la amistad de Mario se debilitara. Él se había convertido prácticamente en mi sombra. Estaba ahí, puntual, a las siete de la mañana, para llevarme a la escuela, y por las tardes me recogía al terminar mi clase de dibujo. Anton dirigía una mirada burlona cada vez que lo veía acercarse a la parada del autobús, donde muy comúnmente ese chico y yo nos encontrábamos. «Remedo de Einstein», decía, despota y echaba una leve carcajada. Entonces encaminaba sus pasos hacia otra dirección, pues Mario ya le había dejado muy en claro que no debía acercarse a mí ni pasarse de la raya con sus comentarios. Era como si mi amigo cargara todo el tiempo con una poderosa metralleta.
Yo no quería peleas de ningún tipo, así que seguía los consejos de Mario y me mantenía siempre al margen de él. Cada vez que veía sus ojos oscuros y su boca torcerse con sorna, no podía dejar de pensar en los relatos escalofriantes de Mario. Mas extrañamente parecía seguir mis pasos. Lo cierto es que yo atraía con facilidad los problemas.
Cuando superé la desilusión del relicario de mi madre, comencé a tratarla como siempre. Nuestra relación había mejorado un poco. Ella seguía sumida en sus lecciones musicales, y a veces me parecía que escribía cosas, como breves relatos. Lo hacía a la antigua, pues nunca le llamaron la atención las computadoras. En cierta forma, se parecía a mi abuelo, alejado por completo del bullicio de la tecnología, con sus costumbres muy arraigadas en su juventud pasada.
Una noche bajé a la sala para despedirme de ella antes de irme a dormir. Estaba reclinada en uno de los sillones de nuestra pequeña sala escribiendo con lentitud sobre un cuaderno de hojas muy grandes. Me alarmó ver la gravedad de su rostro. Estaba lívida, y hundidos sus bellos ojos perfectamente delineados.
Fue como si hubiera envejecido súbitamente. Temí que desfalleciera ahí mismo. Me sonrió con dulzura cuando vio mi preocupación. En efecto, me dijo que no se sentía muy bien y que se iría a la cama en cuanto terminara lo que estaba haciendo. Luego me dio su bendición de madre y me despidió, asegurándome que todo estaría bien y que al día siguiente iría con el doctor Parker para que la examinara, como lo hacía cada mes.
Agotadora rutina de la enfermedad de mi madre. también por eso la comprendía y le daba silenciosamente segundas oportunidades. Toda la vida tuve presente que algún día tendría que marcharse, y no quería que lo hiciera sin saber que yo la amaba.
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Esa noche no pude dormir. Los ojos sin vida de mi madre me atormentaban en todo momento. Presa de un mal presentimiento salté de la cama y atravesé el pasillo hacia su cuarto. La cama seguía hecha. Sentí el mismo escalofrío que me recorrió el cuerpo la mañana en la que Arlette me dijo que Aarón se había ido solo a la costa. Bajé con premura las escaleras dominando mi nerviosismo. tuve la certeza de que estaba condenada a ver morir a todos los seres que amaba.
Encontré a mi madre desvanecida en el sofá, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Su manuscrito se veía en la esquina de una de las mesitas; el lápiz había rodado para estrellarse con una de las patas del diván. La llamé en repetidas ocasiones, pero no contestó. Dejé escapar un alarido.
Quise acariciar sus cabellos, arroparla, pero la sola idea de tenerla cerca me hizo retroceder. Finalmente, pude reunir todo el coraje de que era capaz, me acerqué y tomé su mano helada. Estallé en sollozos. Mi madre también me había abandonado...
Con dificultad jalé el teléfono y oprimí un par de teclas mientras sostenía la mano de mi madre, vertiendo en ella todas mis lágrimas mientras sentía que la costura que había cerrado por un momento mi corazón empezaba a abrirse, punto por punto, lenta y dolorosa. Un ruido estruendoso me hizo voltear.
Era Mario, quien luego de azotar la puerta corría hasta la sala a mi encuentro. No dijo nada, solo me abrazó fuertemente mientras yo continuaba llorando, cada vez más fuerte, sin consuelo alguno. Segundos después, escuché su voz flotando detrás de mí.
—¿Llamaste a emergencias?
Tuvo que repetir la misma pregunta un par de veces, pues yo no parecía entender lo que me estaba preguntando. Un fuerte pinchazo en el estómago me dobló impidiéndome respirar.
—Escúchame, Annia... —suplicó Mario estrujándome— ...dime si llamaste a emergencias. ¡Tu madre está viva! ¡¿Entiendes?!
—¿Viva?... —balbuceé confundida.
—¡¿Llamaste o no?! —El tono de desesperación de Mario me hizo por fin comprender lo que estaba sucediendo.
—Sí, sí... llamé a emergencias —contesté al fin.
—Se pondrá bien. —Me consoló mi amigo mientras acariciaba la frente de mi madre.
Al poco tiempo las sirenas sacudieron las tranquilas calles del vecindario. Un equipo de paramédicos entró de inmediato, gracias a que Mario había derribado la puerta de ingreso.
Se llevaron a mi madre, aún inconsciente, con un pulso tan débil que yo no había sido capaz de detectarlo. Me aferré al abrazo de Mario mientras viajábamos en la ambulancia. Los médicos hacían todo lo posible por hacerla volver de un aparente coma. Al llegar al hospital un equipo profesional comenzó a atenderla. Lo importante era sacarla del estado de inconsciencia.
Los médicos fueron reservados en sus pronósticos. Las primeras ocho horas serían críticas, pero si lograban corregir la severa deshidratación y la hipoglucemia que había sometido a mi madre en ese trance, se pondría bien. Lo único que me quedaba era rezar...
Me paseé de un lado a otro, entré al cuarto, sujeté las manos de mi querida madre y acaricié su rostro, rogándole que no me abandonara. todavía no. Era la primera vez que mi madre caía enferma, de esa manera tan preocupante.
Mientras observaba su rostro sereno y la cánula intravenosa que se insertaba en su delicada mano. Me preguntaba cómo había hecho para soportar años y años de enfermedad; qué energía tan grande la movía y le daba fuerza para continuar, aun después de tanto sufrimiento.
La tarde del día siguiente abrió sus ojos. Miró en todas direcciones. Me regocijé cuando entornó sus ojos para encontrarse con los míos. Había vencido una vez más. Estoica y orgullosa salía adelante y le ganaba otra batalla a la muerte.
Corrí a abrazarla, tratando de no lastimar su frágil cuerpo. Cubrí de besos sus manos blanquecinas mientras le agradecía que fuera tan valiente y le suplicaba que me perdonara por haber estado molesta con ella durante tanto tiempo.
Me sonrió apenas:
—Annia...
—¿Sí, mamá?
—Nada es culpa tuya...
Quiso incorporarse un poco, pero se lo impedí. Luego palpó entre sus ropas cerca del pecho y con aire distraído preguntó:
—¿Dónde está?
—¿Qué cosa?
—Mi cruz... —Miró a un lado y a otro, como si buscara el objeto perdido en algún rincón de aquella habitación— ...estaba aquí... conmigo. ¿Dónde está ahora?
—No sé, mamá —dije contrariada. ¿Acaso buscaba su crucifijo de plata?
—Lo necesito... —rogó—. Lo necesito, Annia... tráemelo....
—No sé de qué hablas, mamá. —Lamenté mentirle. Además, sabía a la perfección dónde se encontraba. Pero ella interpretó mi respuesta insegura. Me sujetó el brazo con su lívida mano.
—Tú lo sabes... —Suspiró antes de cerrar los ojos otra vez— ...tráemela...
Con paso veloz salí del cuarto, dejándola sumida en su inconsciencia. En el pasillo me topé con Mario.
—¿Cómo está? —preguntó alarmado.
—Recuperó la conciencia. Mario, necesito ir a casa. Necesita...
—Iremos juntos —interrumpió mi querido amigo tomándome del brazo.
Revolví el ropero de mi madre hasta dar con la mugrosa caja de cartón ennegrecida por el tiempo. Ahí estaba la cruz de plata, ese extraño objeto que sobrepasaba el valor sentimental de los regalos de mi padre y míos. Me estremecí al recordar que mi madre estaba al tanto de que yo había hurgado en sus pertenencias.
Qué avergonzada me sentía. Las cartas de Irenne seguían allí, envueltas en la misma cinta rosada que en aquella ocasión no me atreví a desatar.
Cerré el ropero y salí a toda velocidad. Lo único que ahora importaba era la salud de mi madre, y si aquel crucifijo podía hacerla sentirse mejor, no tenía más tiempo que perder. Debía entregárselo de inmediato. Subí de un salto al automóvil de Mario.
—Mira... —dije soltando la cadena del crucifijo que llevaba en el puño. Sostuve el otro extremo de la cadena y la cruz de plata comenzó a balancearse—. Esto es lo que necesita mi mamá.
Un brillo asomó a los ojos azules de Mario, quien esbozó una leve sonrisa de alegría.
—¿Eso? —tartamudeó—. ¿Eso es lo que busca Isabel?
—¿Por qué dices eso? —pregunté extrañada; luego tomé la cruz y cerré la mano con fuerza.
—Déjame verla —rogó con un poco de impaciencia.
Sin remedio se la extendí, al tiempo que me preguntaba qué sabía mi amigo de todo eso. Recorrió con el dedo índice la silueta de la cruz, después la tomó entre sus manos y acarició la pequeña palomita que se ceñía en el centro.
—Esto... —Vaciló— ...esto era de mi madre.
—¿De tu madre? —pregunté contrariada.
—Sí. Apenas lo recuerdo. Apenas... Ella siempre lo llevaba adonde quiera que fuese. ¿Sabes por qué lo recuerdo? Un día ella me sentó entre sus piernas y comenzó a hablarme de Dios. Esa cruz había pertenecido a su madre.
»Me explicó, como puede explicarle una madre a un niño de tan solo tres o cuatro años, lo que significaba la pequeña palomita que estaba incrustada en el centro. «Ese es el espíritu de Dios. A él siempre tienes que escucharlo. Él es tu compañero fiel». Cuando ella se fue, creí que se lo había llevado consigo. Mi madre amaba este crucifijo, simbolizaba tantas cosas para ella... ¿Por qué lo tiene Isabel?
Yo estaba tan confundida como Mario. ¿Qué hacía mi madre con la preciada cruz de Irenne?
—No lo sé, Mario. No lo sé. ¡No sé tantas cosas! —grité fastidiada.
Todo siempre tenía que estar oculto: la muerte de mi padre, sus lágrimas resbalando por su rostro mientras adornaba mi habitación en mi onceavo cumpleaños, las cartas y los diarios de Irenne, la distante actitud de mi madre... mi abuelo y sus dos amores muertos, mi abuelo y su accidente, mi abuelo y la relación rota con mi madre... todo era como un inmenso rompecabezas imposible de armar porque faltaban demasiadas piezas.
—Cálmate, Annia. Algún día entenderemos muchas cosas.
Camino del hospital le pregunté a Mario con una actitud tan desafiante o más bien de descaro que me sorprendí:
—¿Sabías que tu madre y la mía vivían juntas en Vermont? ¿Sabías que mi abuelo adoptó a Irenne y la llevó a vivir a su casa?
Mario no despegó la vista de la carretera, pero pude percibir que con cada pregunta que yo le hacía, una avalancha de rocas se estrellaba en sus pensamientos.
—¿Lo sabías? —Continué acosándolo—. ¿Sabías que mi padre estaba enamorado de tu madre cuando eran jóvenes?
Por un momento creí que no iba a responder, pero finalmente confesó.
—Lo sé...
—¿Y por qué nunca me lo dijiste? —pregunté sintiendo en las entrañas una furia creciente.
—Eso está en el pasado. ¿Para qué atormentarnos? Si tu madre quiso guardar silencio, yo no era nadie para venirte con historias del ayer.
—Debiste habérmelo dicho —recriminé mientras me cruzaba de brazos—; siempre he confiado en ti.
Un gesto de dolor se dibujó en su perfil, como si realmente le doliera lo que acababa de decirle, pero no me retracté.
—Lo siento, Annia. No pensé que fuera tan importante.
—¿También lo sabe Clara?
—No. Ella nunca lo supo.
—¿Y tú? ¿Cómo te enteraste?
Mario suspiró.
—Parte de la historia la escuché de mi madre, y parte de mi padre. Aunque todavía existen muchas lagunas.
—Mario... —Me detuve antes de hacer la pregunta más difícil, porque sabía que él estaba en todo su derecho de no contestarla—. ¿Con quién se escapó tu madre? ¿Con quién se fue? —El semblante de mi amigo se ensombreció:
—Eso no lo sé... —dijo mirando al vacío.
Un sentimiento de incomodidad se apoderó de mí y me hizo recapacitar. No me importaba con quién se había escapado Irenne. Como Mario lo había dicho minutos atrás, todo eso pertenecía al pasado. Ahora solo existía el presente, y en mi presente se encontraba mi madre. Mi madre luchando contra su terrible y odiosa enfermedad. Mi madre, que me necesitaba a mí y a esa cruz.
—Discúlpame, Mario— admití una vez que recuperé el sentido común.
—No hay nada que disculpar —dijo como en un susurro.
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Mi madre continuaba dormida con las manos cruzadas sobre el abdomen. Su rostro lucía agotado y macilento. La larga cabellera parecía una segunda almohada, tan sedosa y brillante como siempre.
Deposité la cruz de Irenne en una de las mesitas, muy cerca del jarrón de rosas rojas que tan amablemente la madre de Sonia Miller, la niña prodigio a quien mi madre enseñaba piano por las tardes, le había obsequiado. Un poco alarmada al ver esas flores tan hermosas, como las que mi padre solía regalarle, decidí deshacerme de ellas. Si llegara a despertar, supuse, seguramente serán lo último que querrán ver sus ojos. Con mucho cuidado llevé al baño el delicado objeto de cristal. Mientras vaciaba el agua me pregunté si sería mi madre capaz de enfrentarme y explicarme qué hacía ella con la cruz de Irenne. En ese momento oí que se destrababa el seguro de la puerta de la habitación. A continuación escuché un leve rechinido que indicaba que alguien ingresaba con sumo cuidado. Sintiendo una fuerte corazonada, decidí permanecer dentro mientras no supiera de quién se trataba.
—Sigue dormida —bisbiseó una voz masculina.
—Me quedaré aquí hasta que despierte. —Reconocí en seguida la voz de mi querido abuelo.
Miré por la abertura de la puerta. Lo vi sentado en su silla de ruedas, bien afeitado, echados los cabellos hacia atrás, con los lustrosos zapatos y la ropa fina de siempre, con el dobladillo y la línea del pantalón perfectamente marcados. Se veía espléndido, más joven que nunca. Era bien parecido. Nunca lo había visto así. Muy al contrario, con viejos suéteres y pantalones descosidos, con la barba sin afeitar y el cabello tan crecido que se le enmarañaba en la frente. Me pareció extraño que hubiera sido capaz de salir de la casona, de su propia cárcel de recuerdos.
—Nosotros esperaremos un momento afuera.
Quien hablaba era uno de los dos hombres que estaban con él; alto y de cabello cenizo, vestido con un traje verde muy oscuro. El otro era un poco más bajo, de cabellos revueltos, muy rizados en las puntas, y de tez mucho más morena que la de su compañero.
Por algún motivo no deseaba que mi abuelo me viese. Nada tenía que ver con el pobre viejecito solitario que yo visitaba en Vermont de vez en cuando.
Mi madre abrió sus ojos a los pocos minutos. Supuse que la fuerte presencia de mi abuelo la hizo salir de su delirio. Le tomó unos pocos minutos distinguir la figura paterna. Por un momento se miraron fijamente sin decir una sola palabra. Con seguridad había pasado mucho tiempo desde la última vez que habían estado frente a frente. Yo recordaba vagamente una o dos ocasiones en las que mi madre viajó a Bennington, de entrada por salida, para tratar algunos asuntos económicos con mi abuelo. Supe después que se trataba de los pagos para la universidad.
—¿Qué haces aquí? —La voz ronca y seca de mi madre me sonó completamente desconocida.
—¡Oh, mi querida Isabel! ¡No puedes seguir apartándome de tu vida! ¡Creí que también a ti te perdería! —sollozó mi abuelo, perdiendo la serenidad, mientras rodeaba con su silla de ruedas la cama, queriendo situarse lo más cerca posible de su hija.
—¿Quién te aviso que yo estaba aquí? —preguntó ella, rehusando encontrarse con los ojos de él.
—Chester y Miles. —Admitió mi abuelo agachando su cabeza.
—Los soplones de siempre —se burló mi madre—. ¿Algún día les ordenarás que dejen de perseguirme?
—No me dejas otra alternativa, Isabel. No sé nada de tu vida. No sé cómo estás ni cómo ayudarte. Si me mantuvieras informado acerca de lo que haces, no tendría que recurrir a esos soplones, como les llamas. Además, ellos sólo cumplen órdenes —sentenció mi abuelo, con un tono autoritario que jamás en mi vida le había escuchado—. Si no fuera por ellos, jamás me habría enterado que estuviste a punto de morir.
—Como si realmente te importara, papá... —Luego de esas secas palabras, mi madre clavó la mirada en el techo de la habitación.
—Es porque me importa que estoy aquí, Isabel.
—Ya no soy una niña, papá. No puedes estar pendiente de todos mis movimientos. Hace mucho tiempo dejé de confiar en ti. No creas que algún día recobrarás mi cariño. Diles a esos tipos ociosos con los que tanto crees contar que dejen de seguir mis pasos y los de mi hija. Nosotras no somos de tu propiedad, y si piensas que puedes quedarte con Annia el día que yo muera, estás muy equivocado. Ella jamás vivirá contigo en esa casa horrenda, llena de pesarosos recuerdos. Si he permitido que te visite es solo porque no quiero privarla de la oportunidad de convivir con su abuelo. Pero tú sabes exactamente las condiciones que hemos pactado para cada una de esas visitas, y espero que no hayas eludido ninguna de ellas.
—He mantenido silencio, Isabel. te lo puedo jurar —admitió mi abuelo agachando la cabeza humildemente.
—No quiero que le causes pesares a mi hija. No a ella. Annia no tiene la culpa de nada.
Él no contestó. No supe de qué estaban hablando. Cómo odiaba los acertijos, las medias verdades, las frases inconclusas que se quedaban flotando en el aire. Cómo aborrecía que hubiera tantos secretos.
—Yo nunca lastimaría a mi nieta; la quiero demasiado.
Mamá rio, sarcástica.
—¿Como nos querías a mi madre y a mí?
Él guardó silencio por unos momentos. Luego preguntó:
—¿Tanto daño les hice al haber puesto a Irenne bajo mi protección? —preguntó con aflicción.
El rostro de mi madre palideció aún más. Pude ver sus manos estrujando las sábanas en señal de nerviosismo.
—Siempre la preferiste, papá... siempre... —masculló ella.
—Irenne no hizo nada malo. Ella siempre fue buena contigo. Siempre se sacrificó por los que amaba.
—Y tú la amabas por eso —susurró ella—. La amaste siempre...
—Lo hice —admitió mi abuelo—. La amé mucho, y aunque ella nunca me correspondió, siempre quise protegerla.
—¿Más que a mí, papa? —Se encendió mi madre; haciendo acopio de fuerza continuó casi gritando—: Cuando yo enfermé no estuviste ahí. No hiciste nada más que confiar en que algún día yo lo aceptaría. Creíste que lo superaría sin tu ayuda, que no te necesitaba. Bien, pues lo hice, pero porque Irenne estaba conmigo, porque ella me dio las fuerzas que necesitaba para continuar. Pero... ¿por qué, papá?, ¿por qué tuviste que cuidar de ella hasta el último momento? ¿Por qué sabiendo lo que nos hizo?
—Isabel, escúchame. Ella no tuvo la culpa de nada...
—Yo la quería, papá... ¡La quería tanto! Aún ahora mi corazón entra en conflicto cada vez que la recuerdo. Una parte de mí siempre la querrá, siempre la añorará. Ella era mi hermana entrañable... más que eso. Pero hay otra parte, aún más pesada, que se inclina a pensar que ella sólo me traicionó. ¡Irenne me arrebató lo que yo más amaba!
—No fue su culpa —repitió mi abuelo—. Irenne no fue más que una víctima del destino. Irenne jamás quiso robarte a Marcos.
Las palabras de aquel hombre que rogaba cayeron sobre mí como una descarga eléctrica. Recordé las cartas y los diarios que siempre me parecieron un misterio; las palabras de Clara: «Se fue con un hombre», y las propias palabras de mi padre impresas en ese pedazo de cartón: «Siempre tuyo. Marcos». Me quise morir al pensar si acaso ellos...
—Pero lo hizo, papá. —La afirmación de mi madre, acompañada de lágrimas, cortó mis pensamientos—. El corazón de Marcos siempre estuvo con ella, y el de ella con él. Yo siempre lo supe, pero creí que con el tiempo Marcos me amaría a mí. Estuve tan equivocada, estuve tan ciega tantos años... ¡Yo la quería tanto, papá! Amaba tanto a Irenne que le permití regresar a mi vida. Me hacía tanta falta que cuando ella me pidió una segunda oportunidad yo no vacilé en dársela. En ese entonces pensé que mi pobre Irenne era sólo una víctima de las malas lenguas del pueblo y de un estúpido mal entendido entre mi madre y ella. Sufría tanto por haberla perdido. Se me desgarró el corazón cuando la vi salir de nuestra casa después del funeral de mi madre. Yo quise detenerla, pedirle que no se fuera, pero la herida era tan grande y la gente hablaba... y tú... y tú la amabas tanto, papá. Por eso decidí dejarla entrar en mi vida nuevamente, a pesar de que mi madre me advirtió, justo antes de morir, que me alejara de ella. Yo no podía estar sin mi Irenne. Era parte de mí. Debí escuchar las palabras de mi madre moribunda. Pero me causó el peor de los dolores, papá. Aún no puedo perdonarla; ni a Marcos ni a ti.
—Por favor, Isabel. Alguien tenía que cuidar de Irenne.
—¿Por eso decidiste llevarla a vivir contigo nuevamente? ¿Cómo pudiste traicionarme? ¿Cómo pudiste preferirla a ella que a mí una vez más? ¡Yo también necesitaba consuelo!
—Tú me mantenías alejado de tu vida, Isabel; desde la muerte de tu madre no quisiste saber nada de mí. Nunca quisiste visitarme, y después me odiaste por darle asilo a Irenne. Pero bien sabes que ella necesitaba ayuda.
—Ella misma se lo buscó, papá. Ella trazó su destino. Pero, como siempre, tú jugaste a ser su salvador. tú siempre estarías ahí para ayudarla. A ella, siempre a ella.
—¿No es suficiente lo que he tenido que pagar hasta el día de hoy, Isabel? —Lloró mi abuelo—. ¿Algún día dejarás tu rencor y tu orgullo de lado? ¿Qué castigo más grande puedo tener que haber perdido a mis tres maravillosas joyas? No me interesa no poder caminar de nuevo... ¡No me importa! ¡Si tan sólo pudiera recuperarte! ¿No ha sido el tiempo severo conmigo, arrebatándome todo lo que yo amaba? ¿No crees que he pagado lo suficiente por haberte causado tanto dolor? Perdóname, hija —suplicó con los ojos llenos de lágrimas—. Por favor. Perdona todo el daño que te he hecho.
Mi madre no contestó. En su lugar volteó en otra dirección.
—¿Sabes, papá? —habló mirando al vacío—, muchas veces deseé no haber conocido a Irenne. ¡Oh, papá! ¿Por qué no fuimos ese día a otra parte? ¿Por qué te empeñaste en llevarme al cine? Pudimos haber dirigido nuestros pasos hacia otra parte, lejos, muy lejos de ella. Entonces todo habría sido diferente. Mi madre jamás hubiera muerto creyendo que tú la habías engañado. Marcos se habría enamorado de mí, no de ella. Y, finalmente... ellos no me habrían traicionado. ¡Cuánta alegría y cuánto dolor trajo Irenne a nuestras vidas, papá! ¡La odio porque me hizo quererla, porque me hizo necesitarla, porque aún ahora la extraño y la necesito a mi lado! ¡Extraño su alegre voz, sus dulces manías, su amor y sus palabras de aliento! ¡Maldita sea la hora en que la conocí! ¡Malditos sean Marcos y ella por hacerme amarlos tanto! —Rompió en débiles sollozos.
—¿Tanto los odias, Isabel? —Mi abuelo hizo un vago intento por alcanzar la mano de su hija—. ¿Todavía no los has perdonado?
—No lo sé, papá... —repuso ella quedamente— ...el dolor aún es muy grande. Siento que los aborrezco y los añoro tanto a la vez. El anhelo de verlos siempre me consume...
Mi madre continuó después de tomar aliento:
—¿Por qué fui tan ciega, papá? ¿Por qué acepté el amor de Marcos sabiendo que no era a mí a quien amaba? ¿Por qué mantuve la estúpida esperanza de que en el futuro me amaría con la misma intensidad? No papá... Pero el error más grande de mi vida fue permitir que Irenne volviera a ocupar un lugar en mi corazón; abrirle las puertas de mi hogar, creer que nuestro doloroso pasado ya estaba olvidado. Y me engañó... al final ella también me traicionó. No puedo perdonarla, papá. Nunca lo haré.
Mi abuelo suspiró hondamente, mientras el dolor transfiguraba su rostro sereno. Mi madre secó las primeras lágrimas que yo veía después de muchos años. Aquellas que reservó para sí el día del sepelio de mi padre, aquellas que retuvo aquel gris día en que le dieron la noticia que él había muerto. Era la primera vez que yo veía llorar a mi madre.
—Si no la has perdonado, ¿por qué aún conservas su cruz? —Mi abuelo dirigió la mirada a la repisa donde yo había dejado el crucifijo de plata—. ¿Por qué te aferras a ella cada vez que te sientes afligida o sin esperanza?
La bella paloma con las alas extendidas parecía brillar con los últimos reflejos dorados de la luz exterior. Se veía aún más hermosa, y parecía brindar aún más esperanza. Los ojos de mi madre se perdieron en el preciado objeto.
Mi abuelo alargó el brazo hasta tomar la cruz.
—Se cuán importante era esta cruz para Irenne. La llevaba puesta el día en que la conocimos, y desde que su madre murió. Decía que era su prenda más amada y que sólo se la entregaría a la persona más importante en su vida, aquella que en realidad la necesitara. Los últimos años de su vida a menudo le preguntaba qué había sido de su querida cruz. Irenne sonreía y me respondía que ahora estaba en manos de alguien que la necesitaba más que ella, de la persona que más amaba. —Hizo una pausa para observar la expresión de mamá. Ella tenía los ojos bien abiertos y observaba la hermosa joya.
—Ahora veo que la tienes tú —continuó él—. Ahora puedo ver que su cariño hacia ti siempre fue sincero. Yo no sabía quién tenía la cruz de Irenne. Hasta hoy...
Con un hilo de voz mi madre acotó:
—Me la obsequió cuando estaba esperando a Annia. Yo tenía tanto miedo. Era un embarazo de alto riesgo y las probabilidades de que... —Hizo una corta pausa— ...de que Annia heredara mi enfermedad eran muy altas. Irenne llegó un día a mi casa. —Sonrió levemente al traer ese viejo recuerdo a su memoria—, con su alegría de siempre, riendo por aquí y por allá. Sus bellos ojos chispeantes me sonrieron y corrió a abrazarme. Yo estaba en cama, deprimida y preocupada por mi condición. Pero ella estaba ahí, como siempre, dándome las fuerzas que a veces me faltaban. Me dijo con su voz cantarina: «Esto es para que dejes de estar triste. Esta cruz te dará alegría y consuelo cada vez que lo necesites. ¿Ves la pequeña palomita del centro? Es la esperanza, Isabel. La esperanza que siempre debe perdurar, a pesar de todas las dificultades. todo saldrá bien. Seré muy dichosa el día en que tenga entre mis brazos a mi hermosa sobrinita». Sabía que era importante para ella, pero me la obsequió. Desde entonces la cargo conmigo. No pude deshacerme de ella como deseché las cosas de Marcos... Simplemente... no pude. toda la vida me he debatido entre llevarla puesta o dejarla encerrada para siempre, fuera de mi vista. De alguna manera, cuando la llevo cerca de mi pecho siento que ella está conmigo, que no me ha abandonado, que aún sigue mis pasos, con su andar vivaracho y su sonrisa despreocupada, diciéndome que no importa lo que pase, todo saldrá bien.
Mi abuelo guardó silencio. Evidentemente, el recuerdo de Irenne sumía a él y a mi madre en un profundo abismo de tristeza. Comprendí en ese momento que la amaban tanto que aún lamentaban su pérdida, aunque mi madre se debatiera entre quererla u odiarla. Su amor por la cruz de Irenne indicaba que ya la había perdonado.
—Ella debió ser honesta conmigo, papá —continuó mi madre y alargó la mano para coger el crucifijo—. Yo nunca le exigí que renunciara a Marcos. Yo pude haber comprendido su amor. Pero ella siempre me mintió.
—Irenne sólo quiso hacerte feliz, y aunque amara a Marcos, pensó en ti antes que en ella misma.
—¿Y de qué me sirvieron esos años de felicidad al lado de Marcos? ¿De qué sirvió el sacrificio de Irenne si al final me engañaron? Destrozaron mis sueños, echaron abajo mi castillo de arena. Irenne debió aferrarse a sus sueños desde el principio, para no arrebatarme los míos al final.
—Isabel... —Insistió mi abuelo— ...las cosas no son como tú crees. ¿Por qué nunca le diste a Irenne la oportunidad de aclararlas? ¿Por qué te rehusaste a hablar con ella cuando te buscó? Mi querida Isabel, mi niña orgullosa. ¿Por qué no la escuchaste? Y tampoco me escuchaste a mí.
—No había nada que escuchar, papá —contestó mi madre con un tono más frío que el aire invernal que soplaba fuera. Sé lo que pasó entre ellos dos. No había nada que aclarar, y yo no iba a permitir que Irenne entrara de nuevo en mi vida y me lastimara otra vez. Ni ella ni tú ni el recuerdo de Marcos —concluyó con gravedad.
—Ojalá comprendieras, Isabel —rogó mi abuelo—. Ojalá algún día...
—Vete, papá —interrumpió de pronto mi madre—. Vete, por favor, y no vuelvas nunca.
—¡Por favor, Isabel! ¡No me alejes de tu vida! ¡Déjame quererte! ¡Déjame cuidarte como cuando eras mi niña!
—Cuida de Irenne y sus recuerdos —sentenció ella endureciendo la mirada y apretando la línea de los labios tan fuerte que parecía que jamás los volvería a separar—. Así como la cuidaste hasta el día en que murió. Sigue llevándole rosas al cementerio. Sigue creyendo que ella algún día volverá. Sigue pensando que la dulce Irenne fue la mártir de toda esta historia. —Cerró los ojos en señal de que no diría una palabra más.
Mi abuelo esperó unos minutos, con la esperanza de que lo hiciera, pero fue en vano. Las lágrimas resbalaron por las arrugas de su rostro. Sentí que mi corazón se encogía al saber por fin por qué mi madre odiaba a mi abuelo, porqué tenía ese profundo resentimiento.
Poco a poco las piezas comenzaban a encajar. El hombre enamorado de su hijastra, la habitación rosada en el segundo piso. Ahora que lo pensaba mejor y la recordaba con más detenimiento, no era más que una recámara acondicionada para un enfermo. El pequeño baño rosa, la accesibilidad para llegar a él valiéndose de las barras metálicas a los lados del pasillo. En esa habitación Irenne vivió los últimos días de su vida, y mi abuelo había cuidado de ella, quizá brindándole las mejores atenciones médicas.
De pronto recordé los relatos de Mario y Clara. Irenne agonizaba en un hospital en Vermont, no en uno cualquiera, sino en el mejor y más caro. Hasta ese día nunca me había preguntado de dónde había salido el dinero para pagar toda la atención que Irenne había recibido.
Pero quedaba una duda que taladraba mi corazón sin piedad: ¿Con quién se marchó Irenne? ¿Con quién? «¡Oh, papá! ¡Mi perfecto padre! ¿De verdad fuiste capaz de traicionar a mi madre? ¿Fuiste tú aquel con el que Irenne se escapó?».
Los ojos de mi abuelo se cruzaron con los míos. No estaba segura de si me había visto agazapada al lado del lavabo, con un par de rosas en la manos. Podría decirse que por un momento nos miramos fijamente, aunque tal vez sólo miraba en mi dirección. Tan absorto estaba en sus pensamientos y en su dolor que no pude distinguir alguna mueca en su rostro que me revelara que efectivamente me había visto. Luego agachó la vista e inclinó su cabeza como quien ha aceptado su derrota.
En la habitación solo se escuchaba el ligero golpeteo de las ramas secas de los arboles estrellándose en la ventana y, allá a lo lejos, en los pasillos, el ajetreo de médicos y enfermeros corriendo de un lado a otro para salvar vidas.
Mi abuelo salió por la puerta con el temple sereno que mostró al llegar, no sin antes echarle una última mirada a mi madre. Su orgullo inquebrantable jamás se doblegaría, por nadie ni por nada. Para ella no existían segundas oportunidades, aunque sintiera que se quebraba y lo perdía todo. Si alguien la hería, jamás lo olvidaría ni perdonaría. Un día se hizo esa promesa que le tendría cautiva por el resto de su vida.
Esperé y esperé antes de salir. Nunca deseé tanto pasar inadvertida, desaparecer. Mientras acariciaba las bellas rosas rojas recordé a mi padre, su dulce visión del Ensueño, el reconfortante lugar adonde mi mente podía viajar para sanar las heridas de mi corazón. No obstante, me asaltó la misma duda: ¿Me había engañado a mí también? ¿Amaba a Irenne más que a mí? ¿Más que a mi madre?
Si yo había visto que el amor florecía y reinaba en mi hogar. ¿Acaso había sido todo una ilusión? Por más que me esforzaba, no recordaba ninguna discusión, ningún ceño fruncido o a mi madre llorando. Al contrario, todo siempre fue perfecto, todo felicidad. Podría ser quizá que yo quería recordarlo de esa manera y que en realidad existieron grietas en la relación de mis padres de las cuales yo nunca me percaté.
Lo cierto es que al parecer todo estaba claro: Irenne San Luis se había escapado con mi padre...
Pero la tabla de salvación a la que me aferraba en todo momento era que las fechas no coincidían. Irenne se marchó después del horrible accidente de mi padre. ¿Cuánto tiempo después? Era tan pequeña en ese entonces, y estaba tan afectada por la muerte de mi padre que no podía recordar las fechas exactas. Me devanaba los sesos tratando de ubicar la imagen de Irenne en el funeral de mi padre. No la recordaba. Pero existía alguien que podía refrescarme la memoria. tarde o temprano, Mario contestaría mis preguntas.
Mi madre volvió a caer en un profundo sueño. Salí de su habitación sin que ella lo notara. Enredada en su mano, estaba la cadena plateada y la cruz descansaba en su regazo. «Pobre, tanto dolor encerrado en su frágil cuerpo».
Los médicos me tranquilizaron al decirme que estaba estable. Me deslicé a hurtadillas por los pasillos del hospital, temerosa de encontrarme con mi abuelo. Aunque ya había pasado más de una hora, cabía la posibilidad de que aún estuviera rondando por ahí.
Aunque quería verlo, sabía que no era el momento adecuado. Para mi suerte no lo vi. Sin embargo, sí vi al par tipos a quienes mi madre había llamado soplones. Estaban cerca de una de las máquinas de hacer café. El de traje verde estaba sentado en una silla, con las piernas cruzadas, escuchando al otro. Me detuve unos momentos detrás de una gruesa pared. La pareja me parecía un tanto conocida. Me sentía incómoda al pensar que nos tenían vigiladas a mi madre y a mí. ¿Qué tan de cerca lo hacían y con cuánta frecuencia? Pensé que mi abuelo no estaba haciendo lo correcto, aunque fuera por nuestra seguridad. Estaba invadiendo nuestra privacidad, y no le asistía ningún derecho para hacerlo.
Pero no era lo que en esos momentos me importaba. Me precipité hacia la calle buscando un teléfono público para llamar a Mario. Contestó al cuarto timbrazo.
—¿Pasa algo malo? —preguntó al reconocer mi voz.
—Necesito verte lo más pronto posible —dije sin expresión alguna, como si estuviera dando una orden.
—¿Está peor tu madre?
—No. Ella está bien. Soy yo la que necesita hablar contigo —se hizo un silencio prolongado—. ¿Puedes venir? —dije impaciente.
—Ahora mismo no puedo... estoy en medio de una clase.
El ruido de muchas voces y algunos chiflidos comprobaron su justificación.
—¿Cuándo estarás libre?
—En unas dos horas tendré un breve descanso.
—Entonces iré a tu escuela.
—¿Tan importante es? ¿No puedes esperar hasta que anochezca? —preguntó, muy contrariado.
—No, Mario, no puedo —aclaré tajante.
Suspiró tan hondamente que me pareció tenerlo frente a mí.
—Está bien. Si puedes venir al colegio, aquí te espero.
—Allí estaré —colgué.
❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀
A las dos horas exactamente arribé a los patios del St. Patrick College. Todavía no oscurecía cuando me reuní con él. Corrió a mi encuentro, como si se tratara de una emergencia. Menguó mi irritación cuando me percaté de su mirada asustada de chiquillo al que están a punto de imponerle un castigo.
Se veía lindo, tuve que admitirlo. Con sus cabellos lacios, peinados hacia atrás y bien sujetos con una boina con visera color gris oscuro. Su gabardina de lana lo hacía ver aún más alto y elegante, y su jersey de cuello de cisne, de una tonalidad azulada, reavivaba aún más el azul profundo de sus ojos.
—¿Y bien? —preguntó después de saludarme, aún con esa mirada cautelosa.
—Tú eres mi amigo, ¿verdad? —pregunté, forzándolo a que me dijera nada más que la pura verdad.
—Siempre —susurró sosteniéndome la mirada.
—¿Me dirás todo lo que sabes?
—¿Respecto a...? —Sus cejas se arquearon.
—Mario —supliqué asiéndome de su brazo—, hoy fue mi abuelo a visitar a mi madre. Me escondí en el cuarto de baño. Sé que estuvo mal, pero no me dio oportunidad de salir antes de que él llegara —me justifiqué—. ¡Ellos hablaron de nuestros padres, Mario!
—¿Qué fue lo que dijeron? —Su mirada se dirigió hacia una de las pequeñas estatuas de querubines que adornaban el jardín.
—Mario... —dudé por un momento—. ¿Cuánto tiempo después de la muerte de mi padre... —Tragué saliva antes de continuar— ...se marchó tu madre?
No contestó por unos momentos.
—No estoy seguro.
—¿Cuánto tiempo después, Mario? Piensa.
—Es difícil recordarlo —suspiró hondamente, clavando su mirada en los adoquines del patio—. Días, supongo...
—¿Días?
—¿Tuvo algo que ver la muerte de mi papá con su huida? —pregunté, no muy segura de la respuesta que podría escuchar.
—No, Annia. No tuvo nada que ver con el accidente de tu... —La lengua de Mario se trabó y un nudo en la garganta le impidió terminar lo que iba a decir.
Entonces me di cuenta de cuánto le afectaba también a él recordar el pasado. Las palabras se quedaron atrapadas detrás de sus dientes, como si se hubiera atragantado.
—¿Sabes... —insistí ignorando la turbación de mi amigo— ... ¿Sabes dónde estuvo tu madre todos esos años?
Negó con la cabeza.
No sabía si Mario mentía o no. De no saberlo, me pregunté si debía decirle lo que yo sabía, cómo lo tomaría. Estaba convencida de que el hombre con el que se fugó Irenne San Luis era mi abuelo. En ese entonces, él podía caminar. Él era el hombre misterioso del cual las malas lenguas hablaban. El hombre del que decían que era «su viejo amor».
—Mario. —Tomé asiento en uno de los bancos de piedra—, sé que mi padre estaba enamorado de Irenne y ella de él. Isabel dice que ambos la traicionaron. ¿Es posible que ellos fueran...? —Quise decir amantes, pero la palabra era tan cruda y su significado en esa ocasión tan fuerte que en ese momento fui yo la que me atraganté.
El aire cansado y la mirada desolada de Mario, que parecía buscar consuelo en alguna de las ramas del arbusto donde sus ojos descansaban me enterneció. De pronto sentí el deseo de no seguir atormentándolo con mis preguntas insistentes.
—¿Realmente te haría más feliz el saberlo? ¿Te ayudaría en algo si te dijera lo que sé? —La pregunta de Mario me dejó helada.
Sabía que la respuesta era no. En nada me ayudaría. Nada podía cambiar el pasado ni hacerme más feliz. Esa parte de la historia no me correspondía. Sin embargo, se trataba de mi padre. Se trataba del ser más bueno, honesto y generoso que yo había conocido. No podía, no quería aceptar que él era tan solo un hombre, un humano al que le estaba permitido equivocarse y cometer errores. Mi padre era diferente, era un hombre excepcional y nada podía manchar su memoria ni empañar su recuerdo.
—Dime todo lo que sepas. —Suspiré al sentir un escalofrío recorriendo mi cuerpo, y me preparé para escuchar la verdad.
—Yo sabía que ellos se querían —admitió—, en silencio, pero... no estoy seguro de si realmente tuvieron una aventura.
Cerré los ojos al escuchar esa palabra.
—Fue una vez, cuando estábamos en la finca —continuó—. Yo tenía diez años, más o menos. Ese día, tontamente uno de mis discos voladores se coló por la ventana de la cocina. Mi padre me mandó a buscarlo:
"'Tú lo perdiste, ahora tu lo buscas', me dijo y yo corrí velozmente hacia la casa, tratando de recuperar mi juguete para regresar lo más pronto posible a su lado.
"Parecía que el destino así lo tenía planeado —agregó, dejando caer sus hombros apesadumbrados—. Yo era muy chico en ese entonces para comprender lo que pasaba; sin embargo, lo intenté.
"El juguete cayó debajo de la enorme barra de la cocina. Me agaché y arrastré hasta llegar a él. En cuanto lo tuve en las manos, sonreí. Antes de ponerme de cuclillas, escuché la voz de mi madre entrando a la habitación. Su tono me sorprendió: parecía que estuviera muy afligida. 'Algún día tendrás que perdonarme, Marcos', dijo alzando la voz. Entonces yo salí de mi escondite para mirarla. '¿Por qué le estaba pidiendo perdón mi madre a tu padre? ¿Qué daño le había hecho un ser tan dulce como ella?', me pregunté. Marcos pronto aclararía mis interrogantes. —El relato de Mario cobró vida. Casi podía ver la misma escena que sus ojos infantiles vieron hacía ya más de diecisiete años. Él prosiguió:
"'No tienes idea de lo que fue mi vida después de que te marchaste', dijo Marcos aún sin mirarla. El rostro de mi madre se contrajo en una mueca de dolor. 'tuve que irme, Marcos... sabes muy bien lo que sucedió. Nadie me quería en ese lugar.' '¿Y de nuevo pensaste en todos menos en mí? ¿Por qué no me buscaste? Yo podía haberte protegido', le reprochó él mirándola a la cara. 'Los planes con Carlo ya estaban hechos, Marcos. tenía que ser así.' 'Tú lo decidiste así', corrigió él. 'Ha pasado mucho tiempo y aún no me perdonas... ¿lo harás alguna vez?', suplicó mi madre con sus ojos esmeralda llenos de lágrimas. 'Te esperé, Irenne, te esperé tanto tiempo...
Incluso cuando Isabel fue a buscarme, aún seguía esperando por ti, una llamada, una carta, algo que me dijera dónde estabas. No habría desamparado a Isabel, pero habría cruzado el mundo entero por encontrarte. Sabes que lo habría hecho.' 'Así tenía que ser, Marcos. Al final, te casaste con ella.' '¡Porque creí que nunca volvería a saber de ti! Pasaron más de tres años cuando Isabel recibió una carta tuya. te habías casado y tenías un hijo. ¿Qué otra prueba necesitaba para por fin convencerme de que ya no me pertenecías?' '¡Marcos! ¡Marcos! ¡Cuánto lo lamento! Habría deseado que las cosas fueran diferentes!', rogó ella tratando de alcanzar las manos de Marcos. 'Ya está hecho, Irenne; el tiempo no puede volver atrás y nosotros hemos construido nuestras vidas lo mejor que hemos podido...' Mi madre lo miró con desolación: ¡Tenías razón... tus palabras resuenan en mis oídos todo el tiempo', dijo agachando la mirada. Marcos la miró con los ojos bien abiertos. 'Nunca te olvidé, nunca amé a Carlo como te amé a ti. Aún ahora...', aseguró ella, estrujando el cuello de su vestido. 'Ya no hay nada que hacer, Irenne', la interrumpió. 'Ambos tenemos responsabilidades.' Mi madre asintió. 'Es mejor así. Fue mejor así', dijo ella, como para convencerse a sí misma de que todo estaba bien. Él no respondió. Dirigió sus pasos hacia la puerta de vaivén. Antes de abrirla para dejar pasar a mi madre, agregó:
'Quizá... querida Irenne... quizá podremos estar juntos algún día, en otra vida. Irenne, si volviésemos a nacer, tal vez nada ni nadie nos separaría'.
"Mi madre lo miró con infinita melancolía antes de salir del cuarto. No sabía en qué creer o qué pensar después de escuchar sus confesiones. En realidad, mi corta edad no me permitía comprender por qué mi madre no amaba a mi padre, por qué se había casado con él, por qué nos había
engañado a todos.
"Cuando me incorporé y miré por la ventana hacia el amplio jardín, fui testigo de una escena que quedó grabada en mi memoria. Me pareció como un sueño, una alucinación. A lo lejos, mi padre platicaba con Isabel. tú estabas sentada a sus pies, pegada a la falda de tu madre mientras jugabas con Clara, quien se asía del pantalón de mi padre con una de sus pequeñas manos. Mi madre y Marcos salieron de la casa. Se miraron larga y melancólicamente. Después me pareció que dirigieron la mirada hacia ustedes. Se sonrieron. En su semblante pude ver la añoranza que sentía el uno por el otro.
"Porque se amaban. Sin embargo, parecía que estaban decididos a olvidarse. Caminaron con paso seguro hasta que pudieron alcanzarlos. Marcos te alzó en sus brazos y mi madre hizo lo mismo con Clara. todos sonreían. Esa era la imagen perfecta que yo tenía de mis dos familias: todos felices, sin secretos. Después de muchos años, comprendí que mi madre y Marcos se habían dicho adiós ese día.
—Annia... —Mario volvió al presente— ...nos amaban más a nosotros que a sí mismos. Ellos nunca habrían pensado en engañarnos o hacernos daño.
Cavilé unos momentos, en absoluto silencio, tratando de comprender lo que Mario aseguraba. tenía muchas dudas: ¿Pudo mi padre haber amado a dos mujeres al mismo tiempo?
De pronto sentí la necesidad de frenar mi curiosidad, pero quedaban dos cosas que parecían no tener sentido. En primer lugar, las palabras de mi madre: «Marcos e Irenne me traicionaron»; en segundo, las de Clara: «Mi padre descubrió su infidelidad y la corrió de la casa». «Mario cree que no lo recuerdo». ¿Sería posible? ¿Tenía la respuesta frente a mí?
El ligero viento se llevó una leve fragancia que desprendían los árboles que rodeaban el patio de la escuela. El aroma de mis lilas estaba ahí también, manifestándose, invadiendo mis sentidos mientras cerraba los ojos y recordaba la figura diligente de mi padre, podando los arbustos mientras su sonrisa se ensanchaba al verme.
No pude evitar que las lágrimas se asomaran de nuevo en mi rostro. Ya no quise averiguar nada más, aunque sabía que ya era demasiado tarde.
Mario tomó asiento a mi lado, me abrazó y me atrajo hacia él. Como en un susurro escuché sus palabras.
—Está en el pasado, Annia. Nada de lo que hayan hecho nuestros padres debe cambiar nuestros sentimientos hacia ellos. Tu padre y mi madre nos amaron, siempre buscaron nuestra felicidad. Eso es lo único que nos debe importar.
No contesté. Sabía que Mario tenía razón, pero yo no podía aceptarlo como él. La imagen de mi padre estaba dañada. «¿Por qué, papá? ¿Por qué la amabas más que a nosotras?»
❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀
Mi madre volvió a casa dos días después. Me alegraba tenerla en casa; sin embargo, me preocupaba su semblante, todavía pálido y ojeroso. Su pérdida notable de peso la hacía parecer una frágil muñeca de cristal que si no se manejaba con cuidado terminaría quebrándose en mil pedazos. Se cansaba con facilidad, incluso subir las escaleras se había convertido en una tarea titánica para ella.
Por ello, el médico ordenó reposo absoluto y recomendó acondicionar una recamara provisional en la planta baja.
Cuando Mario y yo preguntamos si se repondría totalmente, no se atrevió a dar una respuesta definitiva. Una vez más, todo dependería de ella.
Auxiliada por Mario trasladé los muebles a la sala de estar: la pequeña coqueta de ensueño y la delicada cama. Se añadió un suave colchón de hule espuma para mejorar el descanso. Sabía que mi madre odiaba ser tratada como una chiquilla y depender de mí para ciertas tareas sencillas, como comer o ducharse. No obstante, yo la alentaba con un excesivo y hueco optimismo.
Ella sonreía de vez en cuando, asintiendo como una niña pequeña cada vez que yo le decía que pronto estaría bien. Realmente lo creía.
A menudo observaba cómo sujetaba la cruz de Irenne mientras parecía sumergirse en sus recuerdos. Imaginaba que su corazón anhelaba el verla nuevamente. Por lo que había escuchado de su propia boca tan sólo días atrás, había sido la única que pudo consolarla y contagiarle su vivaz optimismo.
Lamentablemente, yo no era como Irenne; además, no recordaba la última ocasión en que había sonreído y mi vida aún estaba ensombrecida por la duda. ¿Cómo podría yo ayudar a mi pobre madre cuando ni siquiera era capaz de ayudarme a mí misma?
Por cierto, me resultaba increíble que no me hubiera reprendido por haber hurgado entre sus secretos, pues yo sabía perfectamente que su memoria era perfecta. Debió de haberse percatado aquel día en el que tontamente olvidé colocar la cruz en su posición original.
Pocos días después de que mi madre volviera a casa, un día en el que estaba preparando la cena para ambas me llamó a su presencia.
—Mañana viene Sonia. Quisiera que me ayudaras con ella —dijo como dándome una orden—. Es una niña muy inquieta, y pierde fácilmente la atención.
—¿Por qué no cancelas la clase, mamá? Tu salud no es lo suficientemente buena como para lidiar con ella —protesté.
—¿Es que tienes otra cosa que hacer, Annia? —preguntó alzando las cejas.
—No —musité—, te ayudaré.
Sonrió con aprobación, y miró hacia el otro lado de la habitación, donde por la puerta corrediza entreabierta se alcanzaba a ver la figura del finísimo piano de cola que con tanto esfuerzo mi madre y mi padre habían comprado años atrás.
—Es una niña talentosa... llegará muy lejos. Me sentiré muy honrada si interpreta bien sus piezas en el recital de la escuela. No quisiera defraudar a nadie. Sus padres confían en mí. Es importante para mí. ¿Lo entiendes?
La entendía, claro, y sabía de antemano cuánto le habría gustado que fuera yo aquella niña que mostraba tales dones musicales. Pero yo siempre fui testaruda y me aferré a mis propios planes, defraudando un poco sus expectativas.
—No te preocupes, mamá— reafirmé mi promesa—; estaré aquí para ayudarte. No importa si no asisto a mi clase de pintura. No creo que me pierda de nada interesante.
—Solo será esta ocasión... —prometió.
—Las que sean —interrumpí— ...le diré a Mario que no pase a recogerme.
—Annia... —susurró después de unos segundos—. ¿Por qué no te haces de otros amigos aparte de Mario?
—No soy buena haciendo amigos —admití—. Mario es el único que no se ha apartado de mí a pesar de mi comportamiento extraño.
—Sí. A pesar de todo, Mario es un buen chico.
Asentí con una sonrisa.
—Pero... —vaciló por unos momentos— ...¿Se trata solo de un amigo?
—Claro —afirmé con vehemencia—. Sabes que él es como mi hermano.
—¿Y él piensa en ti como su hermana? —inquirió mi madre, con la intriga en su rostro.
—¡Pues claro! —Mi corazón empezó a latir acelerado—. Por supuesto que también me ve como su hermana.
Ella guardó silencio por unos momentos, pero luego, para mi sorpresa, mientras tocaba su cruz habló de nuevo:
—Gracias por entregármela.
No sabía si decir algo o salir corriendo.
—De nada —musité.
—Pero, Annia... —habló como en un susurro, mirando fijamente mis ojos. Un brillo peculiar, como de advertencia, cruzó por sus pupilas— ...que sea la última vez que hurgas entre mis cosas.
Pálida, admití con la cabeza y desaparecí de su vista.
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