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27. El final de un sueño

Vermont, 1977.

Tres días antes de la boda de Irenne, Estela irrumpió en el estudio de Luis. Él se encontraba tomando una siesta. Tras rondar varias horas como alma en pena por toda la mansión, encontró la ocasión perfecta para esculcar entre las pertenencias de su marido algo que pudiera comprobar si sus temores eran ciertos.

En el piso de arriba, Irenne se probaba el vestido de novia. Isabel le ayudaba a escoger el maquillaje adecuado para tan importante día. La ceremonia se llevaría a cabo en la majestuosa catedral St. John the Baptist, en el norte de Bennington. Después de la recepción, los novios partirían a Minnesota.

A Estela ya nada de eso le interesaba. Estela había permanecido noches en vela, sintiendo el dolor de su corazón y su alegría fragmentada en mil pedazos. Día y noche su mente se afanaba en un sinfín de preguntas sin respuestas.

La actitud de Luis no había mejorado, por más que él quisiera aparentar. La historia del anillo, la cinta cuidadosamente guardada... Un velo de incertidumbre cubría la vida de Estela. Se daba cuenta de que no quería Luis envejecer con ella. Recordó los votos de fidelidad de aquella hermosa tarde de primavera en la que contrajeron matrimonio. El hecho es que Luis estaba lejos... tan lejos que ella ya no podía alcanzarlo.

Jamás fue curiosa, jamás revolvió los documentos de su marido ni abrió sus cajones o leyó su correspondencia. Su confianza era ciega y total, porque Luis siempre había sido un buen hombre, y ella lo amaba, tanto que nunca indagó más allá de lo que él quiso decirle.

Nunca existieron secretos ni nunca sintió la necesidad de hurgar en la vida de su marido... Hasta ese día.

Con manos temblorosas pero decididas, escudriñó de extremo a extremo cada uno de los compartimentos del escritorio. No encontró nada revelador. Una vez más pareció recobrar su sano juicio. Luis no podía engañarla, y menos con alguien como Irenne.

Pero estaba el bendito anillo... La inscripción grabada en él se había grabado también en su corazón con un fuego abrasador que le impedía respirar. No podía ser que tanto la quisiera como para comprarle una prenda tan fina y delicada.

Ya no consideraba a Irenne como parte de su familia. No soportaba ver su belleza ni su juventud ni su alegría desbordante ni sus chispeantes ojos verdes. «Esa chiquilla vulgar... —se repetía— ...mi corazón no me mintió aquella noche en la que un augurio me reveló que todo terminaría mal. No me equivoqué, y Luis no me escuchó... ¿Cómo, si la última palabra siempre la tiene él?»

Estaba claro para Estela, que esa niña de trece años se hizo pasar por una pobre huérfana para colarse en sus vidas y posicionarse como uno de los miembros de la familia Riveira... Algo había detrás de esa sonrisa despreocupada, de esas manías divertidas aunque vulgares, detrás de esos ojos bellos y vivarachos. Nada más que mentiras...

Una nueva oleada de furia sacudió sus pensamientos. tenía que dar con la verdad, fuera la que fuera. Entonces pensaría en cómo enfrentarla.

Con suerte, pensaba, todo tenía una explicación. Amaba tanto a Luis que le permitiría explicarle todo. Lo de la cinta, lo del anillo, su comportamiento huraño y su rechazo en la cama... Pero no lo que encontró al descorrer la puerta de un solitario mueble de madera arrinconado en una esquina. Dentro de un sobre amarillento había incontables fotografías de Irenne. Con las precarias ropas que usaba antes de que llegara a vivir con ellos, luciendo su uniforme del colegio, hasta sus flamantes dieciocho años... cada cambio que revelaba su paso de niña a mujer. Otras dos cintas de cabello ataban un manojo de cartas escritas por Luis y nunca entregadas. «Mi amada Irenne, mi amada Irenne», todas ellas empezaban con el mismo saludo.

Estela sostenía horrorizada las cartas y las fotografías. Había dado con la verdad, y aunque creyó ser lo suficientemente fuerte para soportarla, un dolor en el pecho la obligó a doblase. Se apoyó en el mueble para no desfallecer. Mil preguntas se arremolinaron en su mente: ¿Qué clase de hombre era su marido? ¿Con quién había estado casada por más de veinte años? Y el anillo... el anillo se encontraba ahí también, más bello que nunca, más brillante, con la misma odiosa leyenda grabada en su interior. Estalló en un grito al tiempo que arrojaba por los aires los montones de cartas y fotografías de la mujer que le había robado el corazón a su marido.

—¡Maldito seas, Luis! —le gritó al hombre que acababa de entrar en la habitación. Se abalanzó hacia él y envuelta en un llanto desesperado comenzó a golpear su pecho—. ¡Hipócrita! ¡Hipócrita! —gritaba como enloquecida, mientras un confundido Luis trataba de entender lo que estaba sucediendo. Jamás había visto a su esposa comportarse de esa manera. Ni en una sola ocasión había elevado su voz como lo estaba haciendo en esos momentos.

—¡¿Qué tienes, Estela?! ¡Cálmate, por favor!

—¡Lo sé todo! ¡Lo sé todo! —aulló como desquiciada... trataba de arrancarse los cabellos—. ¡¿Cómo pudiste?!

Luis dirigió una mirada a los papeles que se encontraban regados por el suelo. Entonces lo comprendió todo.

—¿Por qué has hurgado entre mis cosas?

—¡¿Qué importa?, ¿qué importa ya?, ¿cómo pudiste herirme así?!

Comenzó a golpear el pecho de un hombre que intentaba detenerla y acallar sus gritos.

Mas todo fue en balde. Irenne e Isabel corrieron hacia la habitación donde, histérica, Estela vociferaba olvidándose por completo del ajuar de novia de su hija. Algunos de los sirvientes también acudieron al lugar. Ese tipo de escenas no eran comunes en la siempre tranquila y apacible Casa Riveira.

—¡Por Dios, mamá! ¿Qué tienes? —Isabel corrió hacia su madre para tratar de calmarla.

Irenne trató de hacer lo mismo, pero una fuerte bofetada que enrojeció su mejilla la detuvo:

—¡Tú! ¡Tú eres la causante de todo! —rugió Estela mientras Irenne se llevaba una mano al rostro y la miraba atónita—. ¡Viniste a esta casa sin nada y nos engañaste a todos con tu cara y tu belleza angelical! ¡Te aprovechaste de nuestras buenas intenciones! ¡No eres más que un demonio disfrazado de ángel! ¡Aquí está tu anillo! ¡tu costoso anillo! ¡¿Lo querías todo, verdad?! —Caminó hacia Irenne para encarársele—. ¡Pues aquí lo tienes! —Estrelló en el piso la pequeña caja de terciopelo.

Irenne dirigió una mirada rápida a Luis y después a Estela. En segundos lo comprendió todo.

—¿Qué anillo, mamá? ¿De qué hablas? ¿Por qué te diriges a Irenne de esa manera? —preguntó Isabel atemorizada.

—¡Tu padre! ¡Tu padre y esta mocosa! ¡Oh, Dios mío! —Estela se llevó una mano al pecho—. ¿Desde cuándo, Luis, desde cuándo?

Isabel cubrió su rostro con las manos.

—¿Qué dices, mamá?

—No es culpa de Irenne —respondió Luis arrastrando las palabras, las tres mujeres voltearon a mirarlo—. Todo ha sido culpa mía; Irenne no sabía nada. Quisiera que nunca hubieras entrado en esta habitación, Estela... ojalá pudiera volver el tiempo atrás y evitarte este mal rato.

Estela lo miró incrédula y rompió a llorar.

—Me engañaste, Luis. Todo este tiempo... La trajiste a esta casa diciendo que sería como tu hija. ¿En qué momento te enamoraste de ella? ¿Cómo pudiste hacerlo? ¡Mírala! —gritó extendiendo el brazo hacia Irenne—. ¡No es más que una chiquilla desgarbada! ¡No mayor que tu hija Isabel! ¿Qué clase de persona eres?

Irenne sabía que era su culpa. Debió haber abandonado esa casa mucho tiempo atrás. Marcos se lo advirtió, ella misma lo sabía. Desde aquella madrugada en la que Luis la alcanzó en la escalera estrujando su brazo como un hombre celoso, debió irse... No sabía por qué se había quedado. Lo único que sabía era que lo había arruinado todo... y lastimado a Marcos y a Estela sin razón.

—Estela, yo... —Quiso Irenne acercarse a ella—. La mujer la abofeteó de nuevo.

—¡No quiero oírte hablar! ¡Lárgate de nuestra casa! ¡Nunca fuiste una Riveira, ni nunca lo serás!

Irenne buscó la mirada de Isabel para encontrar consuelo en ella, pero sus ojos no eran más que dos fríos y profundos charcos.

—Sal de la casa, Irenne —dijo secamente—. Tu presencia pone mal a mi madre.

—¡No la puedes correr así! ¡En todo caso seré yo el que se marche! —bramó Luis.

—¡Oh, papá! —Lloró Isabel—, aún no puedo creer que sigas poniéndote de su parte. ¡Siempre la preferiste antes que a nosotras!

—Isabel... —gimió Irenne. Pero su hermana mantuvo esa mirada dura e impenetrable.

—Sal de la casa... —dijo nuevamente.

Tampoco Isabel la quería en su vida. Ese era el final de todo... todo se había venido abajo. No fue más que un castillo de arena en el que Irenne pensó vivir feliz, y para siempre. Tal vez estaba condenada como todos los San Luis, a vivir en soledad y a morir sin tener a nadie a su lado. Se preguntaba por qué habría creído que algún día iba a ser merecedora de tanta dicha. Nunca fue una Riveira, lo sabía. Y nunca lo sería. En cambio, siempre sería una rústica San Luis, una mujer sin clase, sin nadie más que sí misma. Así como había entrado en esa casa una tarde de verano seis años atrás, llevando nada más que sus ropas, así se iría en esa ocasión.

El sueño había terminado, y su presencia en esa casa sólo había generado desgracias. La enfermedad de Isabel, el corazón roto de Marcos y, ahora, el sufrimiento de Estela. Giró sobre los talones y con los ojos nublados en llanto bajó la cabeza y se dispuso a salir corriendo. Sin embargo, un grito ahogado la detuvo. Cuando se dio la vuelta, vio a Estela en el piso, sin sentido.

❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀

Estela no pudo llegar con vida al hospital. Murió víctima de un infarto fulminante. Irenne partió el día siguiente de su entierro. La noticia corrió tan rápido por las calles de Bennington que los ojos acusadores de la gente señalaron a la pueblerina como la única responsable. Había engatusado y seducido a uno de los hombres más importantes de la ciudad. Era solo una vulgar, como todos le llamaron el día del sepelio, que se había aprovechado de la bondad de la familia Riveira.

Ataviada con su vestido negro, recogió su veliz y se marchó. Carlo fue el único que no le dio la espalda. Fue a recogerla ese mismo día. Irenne se despidió del jardín edénico en el que se había enamorado, de aquella jovencita orgullosa a la que había aprendido a querer como a una hermana, y de aquel hombre en el que alguna vez creyó encontrar un padre.

Vio a Isabel de pie en su ventana. Deseaba percibir, aunque fuera, una seña amable de despedida, algo que le hiciera saber que ella no creía lo que la gente decía, algo que le dijera que ella todavía la quería como a una hermana. Pero no vio nada... Adentro de la mansión, el corazón de Isabel también lloraba. Quiso detenerla... sintió su alma quebrarse al verla salir. ¡La quería tanto! Pero no estaba dispuesta a soportar otro sufrimiento... tenía que olvidarse de Irenne, tenía que apartarla de su vida para siempre. «Irenne sólo trae desgracia a los que la rodean, aléjate de ella», había alcanzado su madre a decirle antes de morir. Corrió la cortina de su ventana y la figura de Irenne desapareció de su vista. Irenne entendió que ella jamás la perdonaría. A los pocos días, Isabel también abandonó la casa Riveira.

Dispuso de su herencia para ir en busca de Marcos, la única persona en la que ahora podía confiar. Él, por su parte, abandonó su trabajo en Maine y todo lo referente a la papelera que con tanto trabajo Luis había echado a andar. Irenne se había ido e Isabel lo necesitaba. Después de todo... también la quería y su querida hechicera se había marchado para siempre. Su corazón siempre la lloraría, y su anhelo por verla de nuevo lo mantendría con vida.

Luis Riveira permaneció en la mansión, que se fue cubriendo día con día de polvo y recuerdos. Nunca más escucharía la algarabía de Irenne ni vería su sonrisa en sus ojos esmeralda. La sonrisa de su bella hija también se había ido con el viento... y el siempre incondicional amor de su esposa yacía sepultado para siempre.

Cada noche se preguntaba qué había hecho mal. En su despacho, durante sus noches solitarias, encendía un cigarrillo y pensaba en ella...

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