26. Recuerdos
Me encerré en mi cuarto durante la siguiente semana, como si eso fuera a ayudarme en algo. No quería ver a nadie, y estaba agradecida de que finalmente la universidad hubiera terminado. Solo tenía que ir por los resultados de los exámenes finales. Pero no me interesó saber si había tenido buenas calificaciones; ni siquiera recuperar el bolso que olvidé en la discoteca.
Aarón me llamó todos los días, pero no contesté. También iba a buscarme a casa diariamente. Amenacé a mi madre con irme muy lejos si osaba darle el paso a mi habitación, a él o a cualquiera que se atreviera a visitarme. Así que él se topaba con la mirada severa de mi madre y su voz implacable diciéndole: «Vete a casa, Aarón. Ella no quiere verte».
En seguida yo corría a la ventana del cuarto de Isabel para verlo marcharse con las manos metidas en los bolsillos y su cabello arenoso cayendo sobre su frente. Sentía pena por él, pero también quería castigarlo por lo que me había hecho. Me di cuenta de lo insoportablemente necia y orgullosa que podía ser.
No sabía nada de Clara. Lo último que vi de ella fue su odiosa sonrisa de triunfo aquella terrible noche. Después de pensarlo mucho, me di cuenta de que todo había sido un plan hilado por ella. Eso de salir en cuatro había sido la excusa perfecta para intentar acercarse a mi novio. Entre más lo recordaba menos creía que me hubiera traicionado de esa manera.
Estaba rabiosa con todo el mundo; ni siquiera quería hablar con Mario. No me había buscado, tal vez porque no sabía exactamente qué había sucedido esa noche, ni yo había marcado su número por temor a escuchar la voz de Clara.
En mi sexto día de reclusión, mi madre asomó la cabeza por la puerta.
—¿Quieres hablar, hija?
Algo bueno tenía que salir de aquella pesadilla. Al menos mi madre parecía estar preocupada por mí e intentaba establecer comunicación conmigo.
—Supongo... —Asentí.
Le había referido con anterioridad lo que había sucedido, solo que omití los detalles principales. Le conté que una mujer estaba coqueteando con Aarón frente a mis narices y que él no la había rechazado; que salí como alma que lleva el diablo cuando los descubrí y que, finalmente, Aarón me había alcanzado en la puerta de salida, atribuyendo su comportamiento embrutecido al alcohol.
Eso fue suficiente para que mi madre dejara de hacer más preguntas y respetara mi silencio y mi soledad. Pero seguramente pensaba que algo tenía que estar muy mal, además de eso, para que yo rehusara las visitas de Aarón y para que Clara se hubiera desaparecido de la faz de la tierra.
—¿Piensas perdonar a Aarón algún día? —me preguntó mientras me hacía compañía sentándose a mi lado en el sencillo juego de sala de mi habitación.
—Ya lo perdoné —respondí malhumorada—. Solo que él no lo sabe.
—Es un buen chico. ¿Por qué no le das otra oportunidad? Siento mucha pena cada vez que le digo que se marche. Muchas veces no se va. Se queda sentado en la acera de enfrente esperando a que tú bajes y le abras la puerta.
—Mamá... —Mis manos empezaron a torcerse por la angustia que me causó lo que iba a decir— ...la chica que estaba coqueteando con Aarón era Clara...
Una sombra severa nubló los ojos de mi madre.
—La misma historia... —murmuró y agachó la mirada.
—¿Cuál historia? —Estaba segura de haber escuchado sus palabras muy bien.
Ella volteó hacia otra dirección, jugueteó con uno de los encajes de su vestido y después de una pausa contestó:
—La misma historia que suele pasar entre dos amigas que están enamoradas del mismo hombre.
Me sorprendí, pero no quise preguntar más. Si ella no quería hablar de ello, no insistiría.
Para cortar el silencio que se hizo, dijo:
—¿No me dijiste que Clara fue la primera en interesarse en él?
—Sí, pero el me eligió a mí, mamá.
—Parece que no eligió a ninguna...
—¿Crees eso en realidad?
—¡Aléjate de ese muchacho! —me aconsejó al tiempo que se ponía de pie—. En tu vida puedes conocer a otros hombres que sí puedan jurarte fidelidad. Ese chico ya probó de lo que está hecho. Por tu bien, apártalo de tu vida, y si él quiere irse con tu amiga, que se vaya. Eso será también una muestra de que la amistad de Clara nunca fue sincera. En esta vida no hay amistades sinceras, Annia. Estamos solos, y así tenemos que arreglárnoslas. ¡Espero que siempre recuerdes eso y que lo sucedido te sirva de lección!
Me quedé de una pieza. Me preguntaba qué clase de consejo me estaba dando mi madre y dónde había quedado eso de perdonar y dar una segunda oportunidad.
—¡No quiero que vuelvas a ver a ese joven, Annia! ¿Me escuchaste? ¡Por tu bien, aléjate de él! —remató.
Me quería dar de topes. Eso me pasaba por confiar en ella. Había complicado las cosas aún más, y me sentía peor de lo que estaba antes.
—¿Lo harás? —insistió.
—Sí... —dudé. No estaba segura de poder cumplir la promesa.
El fuego en los ojos de mi madre se desvaneció y una leve sonrisa se asomó en su bello rostro.
—Mamá... —me atreví a preguntar— ...¿por qué dices que no hay amistades verdaderas? ¿Acaso no era la madre de Clara como tu hermana?
—Lo fue... alguna vez... —Volteó para otra dirección.
Yo sabía que aún recordaba a la madre de Clara, aunque su recuerdo, al igual que el de mi padre, se empezaba a desvanecer.
—¿Por qué se marchó, mamá?
—No lo sé, Annia. Ella simplemente nos dejó.
—¿Cómo pudo abandonar a sus dos hijos?
—Algunas mujeres no nacen para ser madres.
—¿La extrañas?
Estaba yendo muy lejos con mis preguntas. Mi madre rara vez hablaba de su pasado y de sus sentimientos.
—A veces —susurró.
—Mamá... ¿cómo conociste a Irenne?
—Ya te lo comenté una vez. Fuimos a la misma secundaria.
Yo recordaba a Irenne vagamente, pero era su risa lo que aún permanecía en mi memoria. Mi madre y ella eran tan unidas que muchas veces llegué a decirle tía. Ella nunca se molestó; al contrario, parecía sentirse sumamente halagada.
Los ojos de mi madre se perdieron en la nada, sacudió levemente su cabeza y entonces se puso de pie.
—Annia, un detective llamó esta mañana. Quería hablar contigo, pero le dije que estabas dormida. Dijo que llamaría más tarde.
—¿Detective? ¿Y eso?
—El caso del incendio de la universidad aún no se ha resuelto. Parece que ahora se está entrevistando con todas las personas que asistieron a la fiesta.
Habían pasado tres meses y todavía nadie tenía una idea sobre lo que realmente había sucedido.
—¡Y yo qué puedo saber! ¡No sé más de lo que le he contado a todo el mundo! —respondí irritada. No quería tener nada que ver con asuntos policiacos ni investigaciones.
—Bueno, creo que no puedes negarte. Están recabando toda la información posible, y no solamente tú serás entrevistada.
Eso me ponía la piel de gallina, a pesar de que yo no tenía nada que ocultar.
—Está bien, mamá. Lo atenderé cuando venga.
Mi madre depositó un tierno beso en mi frente y me atrajo hacia su pecho.
—No pienses mal de mí por lo que te he aconsejado. Eres mi hija, lo único y lo más valioso que tengo... No quiero que sufras ni que nadie te lastime.
—Lo sé —correspondí a su abrazo.
❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀
Esa misma tarde recibí la visita del detective trevor Johnson, un hombre alto, flaco y escuálido con ojeras amoratadas y grandes ojos, como de sapo, inyectados en sangre.
Le referí la historia que había contado un millar de veces tiempo atrás. Él me escuchó paciente mientras captaba mi voz con una moderna y pequeñísima grabadora digital.
Sentí curiosidad por escuchar cómo se oía mi voz. Me asaltó la idea de pedirle que me prestara su aparatejo.
—¿Entonces, no vio nada, aparte de las llamas del incendio? —preguntó con frialdad, poniendo fin a la tonta pregunta que formulaba en mi mente. Sentí que un escalofrío me recorría la columna al rememorar la espantosa experiencia.
—Solo eso...
—De acuerdo.
—Oí que dicen que no se trató de un accidente —pregunté osada, sin pensar siquiera que sus investigaciones no eran de mi incumbencia.
Para mi sorpresa él contestó:
—No fue un accidente. Alguien planeó el incendio. Encontramos los restos de unos petardos cerca de donde se encontraba el equipo de sonido, y otros más cerca de los tanques de gas. Usted sabe que el uso de esos artefactos está prohibido en el país; sin embargo, alguien se las arregló para comprarlos ilegalmente y prender fuego a la casa de campo.
Todo ese tiempo yo había pensado que sí lo había sido y que todas las murmuraciones contra la universidad eran infundadas.
—He sabido de casos en los que niños traviesos suelen conseguir esos fuegos pirotécnicos sólo para divertirse. ¡Pero sin hacer daño a nadie! —protesté ilusamente, tratando de convencer al detective con mis palabras.
—¡No cuando se encuentran más de veinte petardos! —rio para poner en evidencia mi falta de información—. Quien sea que haya encendido los fuegos sabía exactamente lo que estaba haciendo y las consecuencias que tendría. Aún seguimos investigando por qué la puerta principal fue cerrada antes de la media noche.
Me extendió una tarjeta de presentación mientras yo todavía continuaba con la boca abierta.
—Mi teléfono está ahí. Llámeme si tiene más información al respecto.
El hombre se marchó de mi casa. Me resultaba difícil creer que alguien había elaborado un macabro plan para acabar con siete vidas. No imaginaba qué clase de ser humano era capaz de urdir tan abominable proyecto.
❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀
La visita de aquel hombre me puso mal. No dejé de dar vueltas en la cama durante la noche. Las llamas del incendio acudían a mi memoria nuevamente y revivía la terrible sofocación. Solo podía pensar en el fuego abrasador y las grandes columnas de humo que se alzaban aquel día; la multitud pisando mi cuerpo y la visión borrosa de la puerta de salida tan lejana.
Empecé a respirar con dificultad. Me incorporé y abrí la ventana esperando que el aire fresco pudiera llenar mis pulmones. Sin embargo, afuera, la humedad relativa del ambiente debía de estar en los ochenta grados, pues me costó todavía más trabajo inhalar ese aire caliente y pegajoso. La dificultad para respirar fue inmediata.
Estaba reviviendo la pesadilla que creía haber olvidado, y nuevamente me sentía sola, desprotegida y a punto de desfallecer. Me desplomé y adopté la misma posición embrionaria de aquel día, sobre el suelo terroso, y en lugar de gritar para pedir ayuda, me quedé estática, como siempre que el miedo o el desconcierto me hacían presa. No podía moverme.
Debí de haberme desmayado durante unos segundos. Otra alucinación me asaltó. No era un sueño, porque yo ya no soñaba desde el día en que la paloma que se posó en mi ventana se llevó mi sueño.
Deliraba, y en mi desvarío solamente pude distinguir sombras. Entre las sombras, unos colores purpúreos que se acercaban a mí me rodeaban y luego se dejaban caer como gotas de lluvia. Tomé algunas entre mis manos y entonces dejaron de ser pequeñas gotas de agua para convertirse en mis adoradas lilas. Las lilas que mi padre entretejía en mis cabellos; las mismas que había encontrado atadas en mi vestido el día después del accidente, y las que Aarón me había regalado la noche en que nos hicimos novios... Entonces, inmediatamente me incorporé.
Aspiré grandes bocanadas; el pecho comenzó a dolerme, pero al menos ya podía respirar con normalidad.
Recordé a Aarón, a mi Aarón... Lo injusta que había sido con él, porque aparentemente ya había olvidado que fue él quien me salvó de morir esa noche. Estaría en deuda para siempre. Lo menos que podía hacer era darle una segunda oportunidad. Se la debía y siempre se la daría. No me importaba lo que mi madre dijera. Yo lo amaba.
No podía esperar al día siguiente.
Apenas comenzó a rayar el alba salí de puntitas de mi habitación y me dirigí a la calle.
Ahí estaba Mario, como siempre, fiel a mis absurdas peticiones.
—¡Apúrate, Buñuelo! —siseó—. ¡De verdad que estás un poco loca!
Abrí la puerta de su automóvil, ajusté el cinturón de seguridad.
—¡No sabes cómo te lo agradezco! —Suspiré hondamente mientras reía.
—Ya me las cobraré, Annia... ¿Crees que es muy agradable que a uno lo despierten a las tres de la mañana?
Puse una mueca de disculpas y alcé los hombros.
—No sabía a quién hablarle...
—Te agradezco que confíes en mí. ¡Aún no puedo creer lo que mi hermana hizo! Ella no me contó nada de eso, solo me dijo que habían tenido una pelea de chicas. No le di importancia. —Chasqueó los dientes—. ¡¿Pero qué diablos le pasa a Clara?!
—Yo tampoco entiendo su comportamiento.
—Sé que pronto se disculpará contigo. Con razón la he visto rondando la casa como un fantasma. Ni siquiera se ha ido de compras como suele hacerlo cada vez que se deprime. Tal vez está de veras arrepentida.
—Sí —bufé.
Mi amigo arrancó. El ruido del escape me taladró los oídos.
—¡Shhh! ¡Qué ruido más espantoso, Mario! ¿Qué le pasa a este auto? ¡Se supone que no debemos hacer ruido para no despertar a mi mamá!
—¡Lo siento, Annia! No pude traer mi Mustang. Lo estoy reparando. Disculpa las molestias que este viejo Golf te pueda ocasionar —dijo apenado—. Es de un amigo... se lo estoy arreglando. Es que te oías tan apurada...
—Está bien, Mario. —Le sonreí—, bastante haces con cumplir mis caprichos.
Después de que el insoportable ruido aminoró, Mario preguntó:
—Y bien... ¿dónde vive tu Casanova?
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