23. La decisión de Irenne
Vermont, 1977.
En marzo de 1977 Isabel volvió a casa. La recibieron sus padres, su hermanastra y Marcos. Aunque su semblante había mejorado, su desempeño en la escuela había decaído notablemente. Los maestros hablaron con sus padres para hacerles saber que la joven no se encontraba en condiciones de seguir estudiando.
Era difícil para ellos cuidar de una joven que presentaba continuos episodios hipoglucémicos. Y ni la docencia ni las pocas amigas que había hecho querían lidiar con su enfermedad.
Al rostro de Isabel no se asomó una sola lágrima. Aunque no cayó en estado de depresión, como al inicio de su enfermedad, se le veía constantemente triste y distraída.
Irenne hacía lo posible por animarla. Sin embargo, lo único que parecía devolverle la vida eran las visitas de Marcos Sullivan y las rosas multicolores que adornaban la habitación.
—Puedes convertirte en autodidacta —le sugirió un día Irenne mientras comían en la cocina.
Isabel no respondió. Miró con asco su plato de carne cocida. Cuchareó la sopa de garbanzos y dirigió una mirada al platillo jugoso que engullía Irenne.
—¡Soy tan estúpida! —gimió la rubia y retiró su plato de carne con patatas fritas—. Claudette. —Se dirigió a la cocinera—, ¿puedes de ahora en adelante servirme lo mismo que a Isabel?
—Sin problemas, señorita —contestó aquélla; en seguida sirvió una ración similar a la de Irenne.
—No tienes que hacerlo, Irenne. Sé muy bien que te mueres por los dulces y las comidas grasosas —susurró Isabel.
—¡Esto se trata de solidaridad!
Irenne tomó la mano de su hermanastra y le sonrió con los ojos bien abiertos. La cabellera revuelta y la nariz respingada le daban una apariencia graciosa.
—Además me viene bien bajar un poco de peso y comer saludablemente —añadió, le guiñó el ojo y le dio una gran mordida a su pedazo de carne cocida.
Isabel sonrió.
—Vas a desaparecer de la faz de la tierra si bajas un poco más de peso.
—¡Mmm! —dijo Irenne mientras le daba un sorbo a la sopa—. ¡Pero si esto sabe delicioso!
—¡Mentirosa!
—Bueno. Sí es mentira. ¡Sabe horrible!
La cocinera dejó de cortar la lechuga y le dirigió una mirada desdeñosa.
—No sé si funcione eso de estudiar por correspondencia —suspiró Isabel.
—Seguro que funcionará. Muchos lo hacen y con buenos resultados. Además, solo será por un tiempo. No pienses que no volverás al college. —La animó.
—¿En verdad lo crees, Irenne? A veces pienso que mi enfermedad ha frenado todos mis planes...
Irenne meneó la cabeza.
—Para nada. Esto es sólo temporal. Eres una magnífica estudiante. ¡Puedes estudiar donde sea! Además, en poco tiempo volverlas a Wellesley. Te lo puedo asegurar.
Isabel asintió y en silencio empezó a comer nuevamente.
Irenne se sentía descorazonada al ver a su hermanastra con sus sueños rotos. La chispa de alegría que antes asomaba a sus angelicales ojos se había esfumado para siempre.
Los domingos, como siempre, Marcos Sullivan llegaba a la residencia Riveira. Luis comenzó a recibirlo con agrado, casi como antes. Sus visitas lograban sacarle francas sonrisas a Isabel. Sin embargo, a quien buscaba Marcos era a la jovencita de cabellos de fuego que se había apartado de él desde que Isabel había enfermado.
Un día el joven siguió los pasos de Irenne y la esperó hasta que saliera de la Academia Braintree.
Ella llevaba una blusa de manga larga de lino color blanco y una falda color naranja que le llegaba un poco más arriba de su rodilla. En el cuello se había enredado un chal del mismo color. Su cabello, como siempre, estaba recogido en una coleta alta. Se despidió sonriendo de sus amigas mientras apuraba el paso acomodándose en el hombro el tirante de la mochila. Por la sonrisa y la algarabía de su amada, Marcos supo por fin que había cruzado la puerta de salida. Recargado en un árbol de cerezo en flor, preguntó:
—¿Puedo hablar contigo?
—Seguro —dijo Irenne mirando hacia ambas direcciones.
Caminaron por un sendero que a ella le pareció eterno, hasta que el joven se detuvo a las orillas de un lago. Ella se mojó los pies en la orilla. Su mirada se perdió en el reflejo del agua.
—¿Hasta cuándo piensas ignorarme? —preguntó él sin voltear a verla.
—Marcos, ya lo hemos hablado... —Suspiró Irenne. La brisa primaveral hacía ondear sus pocos cabellos sueltos.
—¿Qué quieres de mí, Irenne? —La miró con ojos suplicantes—. ¿Quieres que te deje de amar a ti y elija a tu amiga?
—Sería lo mejor para todos...
—Hablas en plural, como si en realidad nos beneficiara a todos.
—¿Es que no puedes amar a Isabel? —preguntó Irenne controlando su voz.
—Yo quiero a Isabel. Lo digo sinceramente —contestó él de inmediato—. También me preocupo por ella. Quiero hacer todo lo posible para que sea feliz. Pero... Irenne, no me pidas que la ame. Mi corazón te pertenece sólo a ti. —La abrazó.
Hacía tanto tiempo que Irenne no sentía la proximidad de ese pecho cálido y ese corazón palpitante que por un momento se perdió en sus brazos y le correspondió. El joven buscó sus labios sin encontrar resistencia. Entonces se atrevió a explorar esa boca color frambuesa que tan bien conocía y que lo hacía perder la razón. La tomó por la cintura y la acercó más a él. Irenne se rindió por unos momentos ante el amor que hacía fluir en sus venas un torrente de pasión.
—Te amo tanto... —suspiraba Marcos sin parar de besarla, dirigiendo sus dedos hábiles por su cintura y su espalda.
Perdida entre los besos, las caricias y las dulces palabras del joven, Irenne no supo en qué momento terminó recostada en el empapado césped. Sintió el peso del joven caer sobre ella y cómo una mano ávida se deslizaba por sus muslos y caderas y terminaba muy cerca de su pecho. Quería detenerlo, quería continuar y nunca separarse del hombre que hacía que su corazón latiera de esa manera. Él desató la cinta de su cabello y lo extendió sobre el suelo. Besó la cortina dorada y buscó nuevamente los labios. Luego, con nerviosismo, desprendió los dos primeros botones de su blusa. Se detuvo por un momento para mirar los ojos esmeralda, que brillaban más que nunca. Agitada, Irenne comenzó a juguetear con los cabellos color arena de Marcos, quien, decidido, dio cuenta de los últimos botones e inició la exploración del pecho de la joven, al tiempo que su mano seguía las curvas de sus piernas, sus caderas...
—No... Marcos —interrumpió Irenne con un susurro cuando sintió que la razón estaba abandonándolos por completo. Él detuvo el recorrido y se recostó en el agitado pecho de ella.
—Lo siento, Irenne... me dejé llevar. Perdóname si te ofendí.
Ella se incorporó.
—Fue mi culpa también —admitió.
—¡No puedo vivir sin ti! Por favor, Irenne... cásate conmigo.
—No, Marcos. No puedo hacerlo.
—Por favor... —rogó una vez más, con los ojos húmedos— ... casémonos y vayámonos lejos de aquí. No me abandones ni vuelvas a hundirme en la zozobra.
Irenne se puso de pie, abotonó su blusa, acomodó sus cabellos y recogió del suelo su mochila echándosela al hombro.
—No es a ti a quien quiero. Discúlpame por favor.
Marcos la encaró:
—Otra vez dices que no me amas cuando tus labios y tu cuerpo me dicen lo contrario. ¡Sé que me amas! —gritó y la tomó del brazo—. ¡Ya basta de negar tus sentimientos hacia mí!
—¡No te amo! —el llanto ahogó sus palabras—. ¡No vuelvas a buscarme! Mi respuesta será siempre no.
Entonces lo abandonó. Irónicamente, el cielo empezó a dejar caer gotas de lluvia, como si quisiera solidarizarse con el dolor del corazón de Marcos, porque éste también derramaba lágrimas.
En el césped, yacía enlodado el listón blanco que había desenredado del cabello de Irenne tan sólo unos momentos atrás. Lo tomó entre sus manos. Parecía mentira que eso fuera lo único que él podría conservar de la mujer que amaba.
2 de abril de 1977
Me dolió dejar a Marcos sin mirar atrás. Su mirada dolida fue como una daga atravesando mi corazón. Si me quedaba un momento más mi voluntad se quebraría y hubiera terminado aceptándolo...
¿Verdad que hice bien? No puedo lastimar a Isabel y robarle más de lo que ya le he quitado. Ella piensa que es a mí a quien todos aman. Le demostraré que no es así. Sé que Marcos podrá amarla si yo me hago a un lado. Ella lo necesita. Él la hace sonreír... mucho más que yo.
Aunque yo lo quiera...
¿No es verdad que no es el único hombre al que puedo amar? ¿No es verdad que a mi vida llegará alguien más? Mucho mejor que él. Alguien a quien pueda amar sin remordimientos...
¿Verdad que no me equivoco...?
I.S.
❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀
Luego de escribir en su diario, Irenne deambulaba por su habitación rosada mientras decidía cual sería su siguiente movimiento. Debía alejarse de la casa Riveira, pero no sabía cómo. A pesar de ser mayor de edad, aún no era independiente. Le faltaba más de un año para terminar su diplomado. ¿Adónde iría? Sabía que su tío tomas nunca había cedido su custodia, pero también que Luis manejaba todas sus operaciones. Si huía, seguramente no la seguiría ayudando. Seguiría siendo la pobre huérfana Irenne San Luis. ¿Volver con las madres del colegio San Jorge? Sin duda alguna la recibirían con los brazos abiertos. La madre Rita todavía vivía, igual que Hermes y Celia. Pero... terminaría como su madre, fregando pisos y lavando ropa ajena La idea la hizo estremecerse. Jamás volvería a ese lugar. Pero aunque amara a Isabel, sabía que tenía que alejarse de ella; de otra manera, Marcos jamás podría quererla.
Por otra parte, la cercanía de Luis la desconcertaba cada vez más. Desde lo sucedido evitaba encontrarse con él. Quería a su protector. Pero, si Marcos tenía razón, aquel hombre estaba perdidamente enamorado de ella. Eso representaba un gran peligro. No estaba dispuesta a jugársela por él.
Alguien llamó a su puerta.
—Adelante —susurró mientras abrochaba su bata de baño. Era Luis. La chica se ruborizó y el hombre bajó la mirada.
—¡Lo siento! —exclamaron casi al mismo tiempo.
—Discúlpame, Irenne —susurró él—. Tienes una visita.
—¿Quién es?
—Un amigo tuyo.
Por un momento, el corazón de Irenne se aceleró. ¿Acaso era Marcos? No lo veía desde el día del lago.
—Voy para allá.
Con rapidez secó su larga cabellera y se puso un vestido. Se dirigió al vestíbulo. Un hombre de apariencia corpulenta la esperaba.
—¡Carlo! —saludó emocionada. El joven se giró a mirarla.
—¡Irenne! —Se dieron un abrazo.
—¿Pero qué haces aquí? —preguntó ella—. ¿No se suponía que regresarías hasta el verano?
—Ya casi es verano, Irenne. —Le sonrió. Irenne hizo lo propio.
—¿Cuánto tiempo estarás aquí?
—Solo dos semanas, Irenne. Luego volveré a Rhode Island. Vine porque me tomé unas vacaciones en el despacho.
—¡Oh! —Suspiró ella—. ¿Por qué no me lo cuentas todo?
—¡Me encantaría! ¿Qué dices si salimos esta noche a cenar?
Irenne dirigió una mirada a Luis.
—Claro —agregó Carlo—, si usted lo permite, señor. Luis agachó la mirada. Sabía que todas sus batallas estaban perdidas de antemano.
—No tengo ningún inconveniente, Carlo.
En la vida tomamos muchas decisiones apresuradas creyendo que es lo correcto. tal vez es porque pensamos que la espontaneidad es lo que mejor funciona. Irenne tomaría en aquella primavera de 1977 la que sería la primera decisión errada de su vida.
Antes de regresar a Rhode Island, Carlo le declaró su amor a Irenne. Ella no lo amaba, pero creyó que podía hacerlo. Él no tenía ni siquiera un rasgo parecido a Marcos. Nada en él podía recodárselo. Eran completamente diferentes. Y aunque buscara encontrar en sus ojos verdes aceituna la misma mirada cálida que Marcos le otorgaba, Carlo, definitivamente, miraba diferente.
—¿Cuándo volverás a visitarme?
—No lo sé, Irenne —dijo él mientras le daba un sorbo a su copa de vino. En el lujoso restaurante, el pianista empezaba a ejecutar una pieza conocida de Bach—. Tengo un contrato para trabajar en Minnesota en un nuevo bufete. No sé cuando pueda volver a Vermont.
—¿Qué pasará con el bufete de Rhode Island? —inquirió ella mientras limpiaba delicadamente una esquina de su boca.
—Seguro mi padre encontrará quien me supla. ¿Sabes, Irenne? Quiero independizarme, alcanzar mis camino con mis propios esfuerzos, no únicamente por ser el hijo de mi padre.
—Me parece bien, Carlo, y seguramente todo saldrá bien.
—Seguro que sí —respondió Carlo, confiado—. Solo me duele algo que voy a dejar detrás —confesó.
—Y ese algo es...
—Creo que sabes la respuesta.
Irenne soltó una risa nerviosa.
—Irenne... ¿por qué no vienes conmigo?
—¿Y tú crees que soy esa clase de chica? —preguntó mientras le dirigía una mirada pícara.
—Bueno, si no lo quieres de esa manera... ¿qué te parecería si pidiera tu mano? ¿Me dirías que sí o me sacarías a patadas de tu vida?
Ella lo pensó por un momento.
Aunque no era su tipo, podría decirse que algo en aquel hombre fornido le llamaba la atención. Además, era un hombre rico. Tal como lo había deseado en su niñez y adolescencia. Ahora se le presentaba de la nada. Quizás él era su príncipe azul.
Tal vez fue que extrañaba terriblemente la compañía de Marcos, que deseaba independizarse, escapar de la falsa tutela de Luis, comenzar de nuevo, en otro lugar, con gente nueva, y, finalmente, asegurarse de que Marcos eligiera a Isabel... Tal vez fue el fuerte vino que bebió esa noche... el caso es que dijo:
—Si pidieras mi mano... te diría que sí —rio histérica.
Carlo no podía dar crédito a la respuesta.
—¡Irenne, nos casaremos en cuanto tú lo digas! ¡Donde quieras! ¡Pídeme lo que quieras y yo te lo cumpliré!
—Casémonos en Rhode Island, tan pronto como puedas, dijo ella.
El hombre pagó la cuenta y salieron del restaurante con la firme convicción de comunicárselo cuanto antes a los Riveira.
Antes de llegar a la cuadra donde estaba la mansión, Carlo detuvo el automóvil en un callejón oscuro.
—¡Irenne —dijo solemne—, me haces tan feliz! Desde que te conocí no he dejado de pensar en ti. ¡Te quiero, te deseo tanto! —Y la besó.
Pero ella no sintió nada, ni las mariposas alocadas en el estomago, ni el ansia por besarlo cada vez más.
—¡No! —Un manotazo de Irenne obligó a Carlo a recuperar la sensatez—. ¡Hasta que nos casemos!
El joven encendió el automóvil sin pronunciar palabra. La joven cerró con fuerza sus ojos, tratando de olvidar a Marcos. La decisión ya estaba tomada. Se casaría con Carlo Sanford.
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La tarde del día siguiente comunicaron la noticia. Isabel se quedó sin palabras, Estela prorrumpió en vítores y Luis dirigió su mirada hacia la ventana, como buscando consuelo para dolor que su corazón estaba sintiendo.
—¿Por qué tan pronto? —preguntó Isabel.
—¡Ya sabes cómo soy! —Irenne intentaba que sus palabras fueran convincentes—. Carlo y yo hace mucho tiempo que estamos enamorados, pero lo mantuvimos en secreto. Ahora que se muda a Minnesota, lo extrañaré mucho. Por eso pido su consentimiento para casarme con él.
—¿Cuándo piensan casarse? —preguntó Luis sin entusiasmo.
—Señor —dijo Carlo—, queremos hacerlo en mayo.
—¡Eso es el siguiente mes! -
—exclamó Luis—. ¡Es muy poco tiempo! ¿Tanta prisa tienen?
—Irenne... —interrumpió Isabel— ...¿Estás segura de lo que quieres? ¿Quieres dejarnos tan pronto?
—¡Tonterías! —terció Estela—. Si los chicos se quieren, ¿Por qué no dar nuestro consentimiento? Carlo es un buen partido para nuestra Irenne. ¿Por qué no hacerlo, Luis? —Se dirigió a su marido.
Luis guardó silencio durante unos minutos. Fumaba su pipa como tratando de encontrar una respuesta. Después de todo, aquella escena era pura formalidad. Sabía de antemano que Irenne no le pertenecía. Si él se negaba, de igual manera se casaría con el joven. No era ni su padre ni su tutor legal, y ella, para su desgracia, ya había llegado a la mayoría de edad.
—Daremos nuestro consentimiento —dijo con acento fúnebre—, pero sólo si esperan hasta julio. Me gustaría que se casaran aquí, y que Estela e Isabel participen en todo lo concerniente a los preparativos de la boda.
—¿Tres meses? —Suspiró Irenne, pero si era la única opción, la aceptaría.
—¡De acuerdo, Luis! —concedió Carlo. Se dieron un apretón de manos, como cerrando un trato.
Irenne sintió que estaba siendo tratada como una posesión. Pero no dijo nada.
—¿Que Irenne se casa? —Se escuchó una voz a lo lejos. Marcos estaba de pie en el marco de la puerta. Isabel, que estaba sentada en el piano de cola, le contestó con una sonrisa.
—Así es, querido Marcos. Con la sorpresa de que nuestra Irenne está completamente enamorada de Carlo.
Irenne no se movió. Sintió que la sangre se le escapaba del cuerpo. Hubiera querido que Marcos no se enterara de esa manera.
—Pues... No puedo nada más que desearles felicidad. —Marcos intentó sonreír, pero una mueca de dolor se dibujó en su rostro—. Irenne, tengo algo que darte, algo para tu máquina de escribir, aunque no sé si ahora vaya a ser de utilidad... —Fingió una sonrisa-. ¿Me acompañarías a mi automóvil?
—Claro —dijo ella soltando la mano de Carlo.
—Buenas tardes a todos, y con permiso —dijo Marcos con una ligera inclinación de cabeza—. Perdón por haberlos interrumpido; el portero me abrió sin anunciarme. Solo vine para darle a Irenne un regalo, pues mañana salgo de viaje y no regresaré hasta después de su cumpleaños.
Irenne sintió un nudo en la garganta y un hueco en el corazón. Marcos se marcharía, y tal vez jamás lo volvería a ver. Lo siguió por el jardín hasta que llegaron a su automóvil. Él seguía sin mirarla. Extrajo del asiento del copiloto una caja adornada divinamente con un gran moño amarillo con rosa. Irenne tomó el obsequio entre las manos.
—No debiste... Marcos.
El joven apoyó los brazos en el techo del automóvil. Entonces hundió el rostro en sus manos y empezó a sollozar.
—Maldita seas, Irenne, por herirme así...
—¡Marcos! No me digas eso, por favor...
—¿Y qué quieres que te diga? —La miró—. ¿Que te felicite porque te casas con ese grandulón a quien ni siquiera amas?
—¡Yo lo amo, Marcos! —Ninguna de sus palabras pareció creíble para Marcos.
—No, Irenne. ¡No lo amas! ¿Por qué sigues empeñada en apartarme de ti?
Marcos secó sus lágrimas. En un último intento por hacer cambiar de opinión a su amada, sujetó sus manos.
—¡Todavía estás a tiempo, Irenne! ¡Dile que no! ¡Cásate conmigo! ¡Por favor! ¡Por favor! ¡te lo estoy implorando!
Abrazó a Irenne y comenzó a sollozar como un niño. Deslizó el rostro hasta su pecho, luego hasta su cintura, su vientre... Ella lo atrajo.
—Por favor... —rogó una vez más.
Irenne no pudo evitar derramar lágrimas ante tal escena. Su corazón le dolía tanto que parecía que crecía y se hacía tan grande en su pecho que le impedía respirar.
—Levántate, Marcos... por favor —sollozó—. Yo no merezco esto.
—Por favor, Irenne... quédate conmigo.
Ella lo apartó y se dio la media vuelta.
—Me olvidarás pronto, Marcos. Esto que sientes por mí se te pasará.
Después de una pausa, Marcos rompió el silencio.
—Eres una tonta, Irenne... —susurró.
—Esto no lo olvidaré. —Se puso de pie y secó las lágrimas—. ¡Ni tú tampoco! Siempre me amarás. ¡Aunque te cases con mil hombres! ¡Ninguno de ellos te hará sentir lo que yo! ¡Y recuerda muy bien mis palabras cuando estés con ese hombre! Entonces te acordarás de mí, y querrás que sea yo quien te bese, que sea yo quien te acaricie y te diga palabras de amor al oído. ¡Desearás con toda tu alma que sea yo quien te haga mía, no él!
—¡Ya cállate, por favor! —suplicó—. No lo entiendes... ¡No puedo romperle el corazón a Isabel!
—Quédate tranquila, Irenne... —Marcos trataba de frenar el torrente de lágrimas que vertían sus ojos—. Al único al que le has roto el corazón es a mí...
No hubo más palabras que decir. Marcos subió al automóvil y partió.
A lo lejos, divisó por el espejo retrovisor la figura de la mujer que amaba con toda su alma. Su hechicera danzarina. Aquella que lo había despreciado. Aquella que había preferido la amistad de su hermanastra a su amor incondicional.
Cuando el sonido del escape del automóvil dejó de escucharse, Irenne abrió el obsequio del joven.
Dentro había un estuche para su máquina de escribir, del color amarillo rosado que era su preferido. también encontró una pequeña tarjeta con dedicatoria.
Para el amor de mi vida.
Mi querida Irenne... No importa el tiempo que tenga que esperar.
Siempre estaré ahí para ti. Sé que al final seremos solo tú y yo, y nos amaremos tanto que desearemos vivir dos vidas juntos.
Por siempre tuyo...
Marcos.
Si alguien hubiera estado cerca de Irenne, habría acudido a ayudarla al instante, pues el dolor que sintió en el pecho fue tan grande que la hizo doblarse y caer al suelo. Aún sujetaba la pequeña nota, pero la caja junto con la mochila había rodado por el suelo.
Gruesas gotas de sudor surcaban sus mejillas, mientras intentaba recuperar la respiración. Sus cabellos se adherían a su rostro bañado en lágrimas, y el viento de abril agitaba los listones de la caja de regalo.
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