21. Camino sinuoso
Vermont, 1976.
El amor de Marcos florecía tanto como el sentimiento de traición que se había apoderado de Irenne. Pero ella decidió callar un poco más.
Transcurría ya el mes de enero. Isabel volvió a los estudios y ella a la academia. Por las tardes iba al despacho de Simón Swanson y hacía la función de secretaria personal. Y aunque el viejo hiciera todo lo posible por hacer desgraciadas sus horas de trabajo, cuando el reloj daba las ocho y cuarto salía como alma que lleva el diablo a encontrarse con el joven de los ojos castaños que ya la esperaba en una placita ubicada a una milla de ahí. Aún no querían hacer pública su relación y se portaban de una manera discreta. Él le abría la portezuela del automóvil y ella escurría rápidamente su graciosa figurilla pretendiendo pasar inadvertida.
La felicidad que trajo a la vida de Irenne el amor y las atenciones de Marcos fue sublime, irreal, pero, sobre todo, muy breve. Los días corrían como si fueran segundos. Después de aquella noche de navidad, pronto los sorprendió el año de 1977. Una tarde de enero, a media semana, Irenne regresó a casa y se encontró con la noticia de que su hermanastra se hallaba en cama con un terrible resfriado. Aunque resultase común enfermarse durante el periodo invernal, no lo era para Isabel, mucho menos caer en cama por esta razón.
—Isabel se encuentra muy enferma —informó Luis—. Ha tenido que volver a casa para recuperarse. Creo que le gustaría que estuvieras a su lado el mayor tiempo posible. La fiebre no cesa. Es muy raro en ella.
Los días que siguieron a la llegada de Isabel y su convalecencia le resultaron a Irenne insoportablemente eternos. El color había escapado de las mejillas de Isabel y estaba mucho más delgada. Si bien la fiebre había cedido, la joven no podía recuperarse; siempre cansada, sin las fuerzas necesarias para abandonar su habitación. Luis y Estela veían con espanto que su hija seguía perdiendo peso, a pesar de que, cuando conseguían que no devolviera la comida, parecía comer muy bien. Sus hermosos cabellos se iban desprendiendo poco a poco y el brillo de sus ojos se había apagado; en su lugar solo había un par de cuencas pardas. No pospusieron ni un minuto más su traslado a un hospital en Montpellier donde le realizarían una serie de exhaustivos exámenes médicos.
—Moriré pronto, Irenne... ¿no es así? —susurró Isabel una tarde en la que recuperó el conocimiento.
Irenne dejó caer el libro que apenas hojeaba, tal fue el espanto que le produjeron aquellas palabras. De inmediato se puso de rodillas junto a la cama de Isabel y tomó una de sus delgadas y blanquecinas manos.
—¡No! ¡No digas eso, Isabel! ¡Te vas a recuperar! ¡Yo lo sé! —sollozó—. Estás en el mejor hospital de Vermont. Pronto sabrán qué es lo que tienes y todo mejorará.
—Siempre supe que moriría joven —musitó Isabel; su mirada se desvió hacia las flores recién cortadas que le había llevado Marcos esa mañana—. Tenía la esperanza de que tal vez viviría lo suficiente para formar una familia. Ahora sé que jamás saldré de este cuarto —unas delgadas lágrimas surcaban su rostro.
—No. No lo digas —gimió Irenne; finalmente expuso el llanto contenido—. Todo saldrá bien. tienes que tener fe, Isabel. Te repondrás, te casarás y vivirás muchos años, y me darás una sobrina tan hermosa como tú.
—Suena tan bonito. —Solo se oía un hilo de voz—. De todas maneras, si logro salir de aquí, estoy segura de que no me casaré.
—¿Por qué? ¿Por qué lo dices?
Irenne comenzó a temblar. Isabel se incorporó un poco y posó sus ojos en los de Irenne. Acarició su melena alborotada.
—No soy tonta, Irenne... no me digas que pensabas que no lo sabía.
Irenne sintió que su corazón se paralizaba.
—Sé que Marcos te quiere, y no pienses que soy tan estúpida como para no darme cuenta de que es correspondido. ¿Por qué no me lo dijiste?
Irenne sintió el peso del mundo caer sobre sus hombros y un dolor en el corazón. El remordimiento se clavaba en su pecho como un millar de finas agujas.
—¡No! ¡Ya no digas nada! —Pidió Irenne rompiendo en sollozos—. ¡Perdóname si te mentí, Isabel! ¡No quería lastimarte! ¡Yo lo dejaré! ¡Te juro que lo dejaré! No permitiré que un hombre nos separe. ¡Nunca lo haré!
—No te pido que lo dejes, Irenne. Jamás he dicho eso. Al fin y al cabo, es a ti a quien siempre aman...
—Isabel, por favor, no digas eso. todos te aman a ti también. —Aferró sus manos—. ¿No ves que todos nos preocupamos por ti? Queremos que sanes. Por favor, Isabel, no digas eso. Te amamos. ¡Todos te amamos!
—No soy amada más que tú, Irenne. Siempre ocuparé el segundo lugar... —Liberó sus manos y dirigió la mirada hacia el techo—. Ahora vete. Por favor. Quisiera dormir un poco más...
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El diagnóstico de los médicos se dijo sin rodeos. Irenne no pudo comprender cómo esas personas que salvaban vidas, que parecían ser ángeles enviados por Dios, eran capaces de hablar sin siquiera aparentar que se tentaban el corazón:
—Su hija padece de diabetes.
Estela se echó a llorar en los brazos de su marido. Irenne sentía como si se le hubiera escapado toda la sangre del cuerpo. Había escuchado que era una enfermedad terrible y sin cura, mucho más agresiva cuando se presentaba en jóvenes o niños.
—Como deben saberlo —prosiguió el médico tratante—, no existe todavía cura. Sin embargo, se trata de un padecimiento que le permitirá vivir, siempre y cuando se sujete a una serie de cuidados específicos...
—¿Cuánto tiempo...? —Se atrevió a interrumpir Irenne con la pregunta que quizá todos deseaban hacer.
Estela se cubrió el rostro con las manos mientras daba rienda suelta a su dolor; Luis, en cambio, reprendió con la mirada a Irenne.
—Es difícil decirlo —continuó el doctor—; siguiendo las indicaciones puede vivir un largo tiempo. Existen casos en los que personas diabéticas mueren por causas ajenas a la enfermedad. Deben entender que para mejorar la calidad de vida debe haber disciplina, como tomar la medicina a la hora exacta, cambiar de dieta y prescindir de algunas actividades que ya no podrá realizar. Dependerá de ustedes, pero más de ella misma, que se pueda mantener estable y llevar una vida casi normal.
Marcos estaba mudo y lívido.
El doctor continuó hablando durante minutos que parecieron horas. Irenne deseaba volver el tiempo... solo unos meses... ver a Isabel riendo... «¡Qué cruel resulta ahora la palabra casi!»
Lo más doloroso fue darle la noticia a Isabel. No dijo nada. Su mirada permaneció fija en un punto perdido, como si realmente no le importara lo que escuchaba.
—¿Entonces puedo irme a casa? —interrumpió con hostilidad, dejando perplejos a quienes estaban ahí para apoyarla.
—Señorita Riveira —la amonestó el doctor—, es importante que me escuche. Usted ya es mayor de edad y, por lo tanto, es indispensable que conozca la realidad de su padecimiento.
Isabel rio con amargura.
—La realidad de mi padecimiento... La realidad es que no hay nada que hacer, ¿o sí, doctor? ¿Dígame si tiene algún remedio mágico que me alivie? ¿Dígame por qué tengo que seguir escuchándolo si no es capaz de darme alguna cura? ¿Dígame si tiene algún sentido? ¿Lo tiene acaso? ¡No... maldición!, no lo tiene... —masculló ella—. Entonces, solo deme un folleto con la información necesaria para diabéticos como yo y ahórrese sus palabras.
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La joven fue dada de alta y trasladada a su hogar. Pasaría algunas semanas en casa, antes de regresar al college. Irenne dejó de asistir a la academia para hacerse cargo de su hermana, que aún continuaba debilitada por el furioso resfriado que había contraído y por los estragos de la enfermedad que se iniciaba.
Los pómulos, los hombros y las costillas empezaron a mostrar la osamenta. No quería ver a nadie. Se encerró en su cuarto y pidió que solo entrara una de las cocineras para llevarle los alimentos, preparados estrictamente según las indicaciones del nutriólogo. Luis contrató a una enfermera específicamente para inyectarla cada dos horas con la insulina que su cuerpo necesitaba. Isabel odiaba las agujas.
—¡No quiero que me inyecten más! ¡Odio las agujas! ¡Las odio! ¡Y odio que esa enfermera esté siempre aquí! ¡Haz que se marche, papá! ¡No la necesito!
De pequeña siempre fue una niña muy sana, ni siquiera recordaba bien las veces en las que se había enfermado. Su piel no había conocido más inyecciones que las que tuvieron que aplicarle para prevenir la tuberculosis y aquella que le aplicaron cuando se hirió su tobillo con una vara de fierro. Y desde entonces las odió.
Una tarde llegó Luis con una pequeña caja:
—Despediré a Martha con una sola condición —le dijo a Isabel, que sollozaba en silencio, con el rostro hundido en la almohada—: aprenderás a medicarte y a controlarte tú sola. De otra manera, hija, siempre dependerás de alguien más. «¿Depender de alguien más?», ella odiaba depender de alguien, fuera de lo que fuera.
Dentro de la pequeña caja había tres compartimentos. En el más largo y grande estaban dispuestos cinco pequeños frascos de vidrio con medicamento; en los dos siguientes, unas cuantas jeringuillas de vidrio, alcohol y gasas. Se preguntó cómo se suponía que iba a aprender a vivir con eso. Si tan sólo no les tuviera tanto temor a los objetos punzantes. Y no era todo: cada día también se tendría que pinchar los dedos para medir la glucosa, asegún palabras del médico. Apartó la caja de su vista. Era demasiado para ella, más en esos momentos en que no se sentía con el suficiente valor para enfrentar su realidad.
Transcurrieron casi dos semanas. La enfermera Martha aún seguía cuidando de ella. Aunque esto le molestara, Isabel no le permitía el acceso a nadie más que a la amable mujer de cabellos grises. Marcos mismo terminaba dejando un ramo de rosas en el pasillo cada vez que intentaba verla. En la estancia ya se habían acumulado las flores y rosas multicolores que el ama de llaves retiraba cada día después de su visita. Irenne dejó de ver a Marcos. Él comprendió que lo mejor era esperar a que Isabel se sintiera mejor.
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Una mañana, Irenne entró al cuarto de Isabel sin tocar la puerta, como solía hacerlo de chiquilla. La reacción de Isabel fue también la misma de siempre.
—¿Qué haces en mi habitación? —rugió. Su aspecto era deprimente. No se había lavado el cabello desde hacía más de una semana. Su melena castaña y larga hasta la cintura estaba opaca y revuelta. Vestía un desaliñado camisón amarillo que le llegaba hasta los pies. Unas grandes y oscuras ojeras rodeaban sus angelicales ojos—. ¡Maldición, Irenne! ¡Eres la misma entrometida de siempre! ¿Por qué no llamas antes de entrar?
—¡Porque, si lo hiciera, no me dejarías poner un pie en tu habitación! —se defendió—. He tratado de verte todos los días, pero tú no quieres hablar con nadie. ¿De qué otra manera puedo hacerlo entonces?
—¡No te quiero ver! ¡¿Me oyes bien?! ¡Ni a ti ni a nadie! ¡¿Por qué no me dejan en paz?!
—Por favor, Isabel —rogó Irenne mientras se acercaba a la chica—, vuelve a ser tú misma. Nos estás preocupando a todos con tu actitud.
—¿Y qué actitud quieres que muestre? —Se giró para gritar en la cara de su amiga—. ¿Quieres que ande así, como si nada? ¿Como si todo fuera como antes?
—Isabel, es como antes. Ya dijo el médico que esto no es una enfermedad si la mantienes controlada. Tienes que acostumbrarte, por duro que parezca. Todavía estás viva y puedes hacer muchas cosas. todo lo que te propongas. tienes que adaptarte y aceptar esta nueva forma de vida.
—¿Adaptarme? —preguntó aquélla hoscamente—. ¿Te adaptarías tú a esto? ¿Crees que alguien puede adaptarse a esta vida? ¡Claro! ¡Lo dices tú porque puedes andar por todas partes con tus pies desnudos sin temor a coger alguna bacteria o a herirte con algo, porque a ti no te los cortarían, ¿no?...! ¡ ¿Lo oyes?! ¡Lo dices tú porque puedes comer lo que se te dé la gana sin temor a enfermar; correr y saltar todo lo que te plazca sin siquiera preocuparte de si alterará tanto tu organismo que te pueda sobrevenir una crisis. ¡Lo dices tú porque no tienes que pincharte el dedo cada mañana para ver si estás lo suficientemente sana como para animarte a continuar tu vida, fingiendo que eres una persona normal! Pero tú no eres la que tienes que hundir estas agujas en tu carne dos o tres veces al día... No vengas y te plantes en mi puerta con tus buenos ánimos para decir que tengo que adaptarme. ¿Tú qué sabes de esto?... —concluyó Isabel con un tono tan triste que las lágrimas nublaron sus ojos y, por cierto, también los de Irenne.
—No, Isabel... no lo sé... tienes razón. —Irenne se acercó y buscó los ojos de su amiga—. Lo único que sé es que estás viva, y eso es lo que realmente importa. No te falta ninguna parte del cuerpo, y aun si ése fuera el caso, también te diría lo mismo. Porque tienes vida, Isabel, y es maravilloso estar vivo. ¿A cuántas personas desahuciadas no les gustaría tener una segunda oportunidad para seguir viviendo, como fuera? ¿Cuántas personas no se aferrarían a este sueño? —sollozó—. Mi madre se aferraba, Isabel... no quería morir. Cuando supo que no le quedaba mucho tiempo... lo calló para no hacerme sufrir. Aún recuerdo su mirada amorosa y llena de alegría en esos últimos meses que estuvo con vida.
Isabel miró a Irenne fijamente. Ella no solía hablar de su madre con frecuencia.
—Mi madre no se quejó, Isabel —continuó Irenne—. Recuerdo que aun estando tan pálida, delgada y con un dolor insoportable, no lloraba ni se lamentaba. Al contrario, cuando salíamos a los jardines del colegio hacía su mayor esfuerzo para ponerse de pie e ir hacia mí. Luego nos sentábamos y dejábamos que el pasto mojara nuestros pies. Me decía que la vida era el mejor regalo que podíamos tener; que era maravilloso que cada mañana el sol se colara por la ventana y la brisa le hiciera cosquillas en la nariz; que pudiéramos levantarnos y admirar las cosas que Dios había creado para nosotros. Se regocijaba viendo el aleteo de los pájaros, la forma de las nubes, escuchando el sonido del viento y del agua al caer. Éramos muy pobres y vivíamos en un cuartucho. Y a pesar de que se sacrificaba fregando los platos, ella era feliz. Lo era, Isabel, a pesar de que no tuviera un esposo que velara por nosotras. Ella moría y aun así era feliz. La única vez que la vi llorar fue una tarde en la que ya estaba marchitándose por completo. Me dijo que lo único que lamentaba era dejarme sola y no poder verme convertida en una mujer. «Daría lo que fuera por estar contigo el día de tu boda», dijo, y le rogó al Señor que yo fuera feliz. Y todas las noches, cuando ella cerraba los ojos para intentar dormir aunque fuera un poco, yo escuchaba sus plegarias suplicándole a Dios que le concediera un poquito más de vida. «Solo un día más», rogaba ella; «Dame, Señor, un día más».
El llanto ahogó las palabras de Irenne al recordar a su hermosa madre. Después de una pausa se animó a proseguir.
—Vive, Isabel. Decide vivir —le dijo mientras le daba un abrazo y le hablaba al oído—. Todavía puedes realizar tus sueños. todavía puedes. Mientras tengas vida...
Irenne salió de la habitación. Isabel permaneció un rato mirando cómo se extinguían las últimas llamaradas en la chimenea. Después desvió la mirada hacia la cajita de madera.
Orgullosa, como siempre, Isabel le pidió a su padre que despidiera a Martha, deseando que pronto encontrara otro empleo con una persona que realmente necesitara de su ayuda y no fuera tan chocante como ella.
Frente a la mesita de tocador, podía imaginar que la caja se burlaba, como diciéndole: «¡Eh, tú, niña miedosa!, hay chiquillos que se inyectan a sí mismos, y tú eres casi un adulto y te dan miedo las agujas». Como en un delirio, las agujas aparecían bailando alrededor de ella. Conforme transcurrían los segundos, empezaron a crecer y la joven a empequeñecerse hasta proporciones incontrolables.
—¡Estúpida caja! —De un manotazo tiró el objeto al piso, pero en seguida se arrepintió—: ¡Oh, Dios! ¡Más vale que no haya roto nada!
Se recompuso. En seguida sacó el instructivo, que había leído ya muchas veces, y volvió sobre sus líneas para asegurarse de que haría lo correcto. tomó una jeringa y la llenó con la insulina. La aguja debió de medir unos doce o trece milímetros, pero a ella le parecía grande, muy grande. No sabía qué tan rápido tendría que introducirla. La acercó al antebrazo izquierdo. Dudó. «Vamos, hazlo de una buena vez.» Lo hizo, pero lo único que logró fue romper la aguja con el dedo meñique, pues sujetaba la jeringuilla con demasiada fuerza. No obstante haber arruinado una dosis, decidió que seguiría probando. Lo repitió sin éxito muchísimas veces, con el saldo de algunos capilares reventados. De pronto se sintió impotente y una oleada de furia la hizo lanzar por los aires la dichosa cajita, que fue a estrellarse en uno de los cajones de su peinador.
Rompió en llanto, gimió, maldijo.
—¡Estúpidas agujas! ¡Las odio tanto...! ¡Las odio! ¡¿Cómo seré independiente si ustedes me hacen la vida tan difícil?! ¡Las odio! ¡Púdranse para siempre! ¡Púdranse!
Irenne sabía que algo así podía pasar. Por eso, se había sentado en el piso alfombrado del pasillo, con la cabeza recargada en la puerta del cuarto de Isabel, quien ahora se encontraba discutiendo con unos objetos inanimados. «¿De verdad se está peleando con las jeringas?»
—¿Puedo entrar? —preguntó.
—¡No! ¡Lárgate!
Irenne suspiró.
—Voy a entrar de todos modos...
A los pies de la cama, Isabel lloraba como una chiquilla desconsolada. Irenne sintió pena al ver su brazo amoratado.
—¿Cómo seré independiente si no puedo hacer algo tan simple? —se lamentó Isabel—. No puedo, Irenne... no puedo... tengo tanto miedo. ¡Y las odio tanto! —Lloró de nuevo, aferrándose al cuerpo de Irenne como si se estuviera hundiendo en el mar.
—¿Con que esas tenemos? ¡Que me parta un rayo si te dejas vencer por esas agujas! —Irenne tomó la caja. Algunos de los frascos estaban rotos, y solo quedaban tres jeringas. Se acercó a Isabel—. Es sencillo, ¿ves? tomas la jeringa, jalas el émbolo hasta el número tres, luego pinchas la botella y sueltas el aire.
Isabel limpió sus ojos para poner atención. Parecía una chiquilla a la que le estuvieran enseñando cómo sumar y restar.
—Luego jalas el émbolo otra vez, hasta el número tres. ¿Ves, Isabel? Es una jeringa tonta, sin chiste. ¡Totalmente inofensiva! Ahora sacamos todas las burbujas que se nos hayan quedado dentro. ¡Y listo!
—Pe... pero —balbuceó Isabel temiendo el siguiente paso.
—Mira. Tómala. ¿Ves que es muy pequeña? No te hará daño. Además, entre más rápido lo apliques más pronto te dejará de molestar. —La joven tomó la jeringa con la mano derecha—. Ahora sólo limpiamos con alcohol esta parte —Irenne señaló el abdomen de Isabel.
—¡Oh, Dios mío! ¿En el estómago?
—Será más fácil de esta manera. Además, ya tienes el brazo un poco arruinado —rio apenas—. Solo haz como que pellizcas esa zona y no pienses mucho cuando introduzcas la aguja. En cuanto esté dentro, empuja el émbolo hasta el final.
—¡Lo dices tan fácil, Irenne! —suspiró Isabel.
—¡Porque lo es! te prometo que no te dolerá. Hazlo rápido. Te doy mi palabra de que no dolerá. ¡Puedes pegarme y pincharme con todas las agujas que quieras si te he mentido!
Aunque dudó por un momento, Isabel confió en las palabras de Irenne. Con una rápida inserción, terminó la pesadilla. De pronto, por primera vez después de tantos días, la sonrisa asomó a su rostro. Se abrazaron con tanta fuerza que sus risas nerviosas rompieron el silencio con un estruendo.
Luis y Estela acudieron en segundos. Las dos chicas continuaban riendo mientras una secaba las lágrimas de la otra. Los padres de Isabel suspiraron y también lloraron porque sabían que a partir de ese momento su adorada hija había elegido vivir nuevamente.
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