Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

19. La casa del abuelo

El primer fin de semana de cada mes solía tomar el autobús hacia Bennington, que partía de Boston al medio día. Cuatro horas más tarde, después de un transbordo a un autobús local, llegaba a casa de mi abuelo. El camino se había vuelto monótono, con no muchos lagos o prados que mirar ni construcciones o algo nuevo que despertara mi atención.

Tal vez era porque odiaba la inaccesibilidad del lugar. Era más fácil ir a Nueva York, que en teoría se encontraba más lejos, pero había una infinidad de líneas de tren y autobús que iban y venían cada quince o veinte minutos a la gran ciudad y sin necesidad de hacer molestas conexiones. Pero mi abuelo había decidido quedarse a vivir en Vermont, y mi madre no me tenía la suficiente confianza para comprarme un automóvil con el que pudiera desplazarme a placer.

Lo raro era que mi madre nunca visitaba a su propio padre. Lo hizo solo un par de veces, y el tiempo que permaneció con él fue menor que el que ocupó en llegar. Ciertamente, esto y la casa tan extraordinariamente grande despertaban en mí muchos interrogantes. Sabía, por mi padre, que trabajó con él en sus primeros años de contador, que mi abuelo fue un hombre muy rico, pero también muy listo, con facilidad para hacer dinero y multiplicarlo. Como el rey Midas. No obstante, un día algo le sucedió, y perdió más de la mitad de su cuantiosa fortuna.

Quienes lo consideraban un afortunado hombre de negocios no se explicaban qué había contribuido a que llegara a ese límite. Aun así, no era uno de los magnates de la ciudad pero tenía la suficiente solvencia económica como para vivir tres veces una vida sin trabajar, de una manera decorosa y sin pasar ningún tipo de privación.

Después de eso, mis padres decidieron vivir en una modesta casa en Lynn, desprovista de todo lujo. Mi madre renunció a su vida de joven rica al casarse con mi padre, quien sólo pertenecía a la clase media. Pero era un hombre responsable que pudo satisfacer los deseos y exigencias de una esposa que nunca pudo trabajar y que se dedicó únicamente a dar lecciones particulares de violín y piano a niños pequeños, y de una hija a la que le sobró todo durante su feliz infancia.

Por fortuna, antes de morir, mi padre alcanzó a dar el último pago de nuestra casa y dejó un seguro de vida a nombre de mi madre y un fondo de ahorros universitarios para mí, el cual fue cobrado cuando cumplí la mayoría de edad. Con eso y las clases esporádicas que impartía mi madre, nos las arreglábamos. Debo aclarar que era mi abuelo quien pagaba las exorbitantes colegiaturas que mi universidad demandaba. Pensaba que ya encontraría yo la manera de retribuírselo. El tiempo se encargaría de ello.

Mi padre solía contarme acerca del edén que poseía la casa de los Riveira en la época en la que él solía cortejar a mi madre. Pero no quedaba nada que pudiera recordarlo. Era simplemente un enorme patio lleno de árboles secos, cubiertos de musgo, hojas muertas danzando por el escuálido césped cada vez que el viento soplaba, y rosas que apenas florecían. No muy diferente del estado en el que se encontraba el jardín de mi casa, luego de que mi madre hiciera arrancar todos los rosales y dejara morir los tiernos arbustos y árboles.

El Ensueño tampoco sobrevivió al paso del tiempo y la falta de cuidado. Me preguntaba con frecuencia qué papel representarían los jardines e invernaderos en la vida de mi padre, mi madre y mi abuelo, así como por qué dejarían morir las rosas y toda vida natural de aquel mítico jardín; por qué mi madre destruyó el nuestro.

Suspiré antes de tocar el portón blanco que se alzaba ante mí. Aunque disfrutara de las visitas a la casa de mi abuelo, siempre se me ponía la piel de gallina en cuanto ponía un pie dentro.

Raymond Hubert me abrió la puerta. Era el único sirviente que conservaba mi abuelo, además Claudette, una alta y rolliza morena que a un tiempo desempeñaba las labores de enfermera, cocinera y ama de llaves.

—¿Qué tal ha estado su viaje, señorita? —me saludó Raymond sin expresión. Con la misma pregunta que siempre me hacía el primer sábado de cada mes.

Y yo siempre respondía lo mismo:

—Cansado... muy cansado. —Le dediqué una rápida sonrisa de cortesía.

De todas formas, el viejo mayordomo no hablaba mucho. Se limitaba a abrir y a cerrar la puerta y a rondar por la casa como si fuera un fantasma.

Mi abuelo se había trasladado a vivir al primer piso, donde fue el cuarto de estar, al lado del despacho en el que alguna vez trabajó con entusiasmo y vigor. El segundo piso no era visitado ni siquiera por el ama de llaves. La gruesa escalinata imperial recordaba la suntuosidad de antaño. El contraste entre ambos pisos era evidente.
Mientras la planta baja se encontraba más o menos limpia, el piso que le seguía estaba totalmente abandonado. Yo nunca subí. Una mirada de desaprobación se pintaba en el rostro de mi abuelo cada vez que me adivinada intrigada por las habitaciones que se distribuían a lo largo de las alas este y oeste. Así que sólo me limitaba a observar desde abajo. Me preguntaba cómo habría sido el espléndido edificio cuando mi madre era niña.

Mi abuelo ya me esperaba en su despacho. Una amplia sonrisa se dibujó hasta casi tocar sus ojos.

—¡Mi niña querida! ¡Mi hermosa nietecita ha llegado al fin!

Daba pena ver a un hombre de sesenta y seis años encajado en una silla de ruedas. Si fue buen mozo alguna vez, su rostro envejecido prematuramente no dejaba ver más rastro de ello que unos ojos azules amorosos y una sonrisa piadosa.

—¡Abuelo! —saludé con efusividad—. ¡Tenía tantas ganas de verte! ¡Pero, espera! ¡No vengas hacia acá; yo iré a donde estás! —añadí cuando vi que el hombre pulsaba el control remoto de su silla para dirigirse a mí.

—¿Es qué piensas que tropezaré con algo si avanzo hacia donde estás? ¿De verdad crees que tienes un abuelo tan tonto?

—¡Claro que no! —Sonreí—. ¡Si mi abuelo es el hombre más listo y guapo del mundo!

—Bueno, bueno. Pero déjame verte. ¡Mira cómo estás bonita! ¡Cada vez te pones más guapa! Cuéntame. ¿Algún pretendiente por ahí?

—Sí, abuelito. ¡Te lo contaré todo!

—Bueno. Pero primero comeremos. Debes de estar hambrienta. Le he pedido a Claudette que prepare tu comida favorita y el postre que tanto te gusta. ¡Pero tenemos que ver si me ha obedecido! Siempre dice que sí a todo, pero la verdad es que es una vieja floja. ¡Debería de despedirla! —dijo cerrando el puño derecho.

—Qué va, abuelito... siempre dices lo mismo.

❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀

Silencio, mucho silencio había en esa casa. tanto que me parecía enloquecedor. Mi abuelo se había echado a dormir, presa de los estragos de las pastillas que ingería para amedrentar su migraña.

No había nada en esa casa que pudiera entretenerme. Aún no había televisión de satélite. Me habría entretenido con cualquier programa de televisión, aunque fuera local, que era, y sigue siendo, mala y aburrida.

Pensé en sintonizar alguna estación de la radio en el estéreo viejo y polvoriento que se encontraba en el despacho de mi abuelo. O en poner uno de los viejos casetes de música setentera que se amontonaban en grandes torres amorfas al lado del tocadiscos. Esta idea no era de mi total agrado, pero pensé que seguramente reconocería por lo menos un par de canciones en cuanto el aparato comenzara a recorrer la cinta magnética. Confirmé que mi abuelo no se había enterado de la invención de los CD, ya no digamos de los DVD. Había incluso pilas y pilas de enormes discos de vinilo; sucios pero en muy buenas condiciones.

Recorrí con el dedo índice los forros de cartón que envolvían cada long play. Pero ninguno llamó mi atención. Curiosamente, permanecían ordenados alfabéticamente. Cuando llegué a la letra «R» me di cuenta que figuraban repetidas veces los Rolling Stones. No había diez ni veinte. ¡Había alrededor de cincuenta discos de la grandiosa banda británica de rock! Desde los clásicos sencillos y las grabaciones en estudio y los álbumes oficiales, hasta cada uno de los conciertos y las recopilaciones hechas por disqueras.

No sabía que a mi abuelo le gustara ese tipo de música...

Los discos seguían un orden fiel desde 1964, año en que se encumbraron con el disco The Roling Stones, hasta el último de apenas un par de años atrás. Me sorprendí de que mi abuelo siguiera comprando discos de vinilo de ese grupo. Sin embargo, tanto ése como los correspondientes a las últimas décadas parecían no haber sido siquiera desenvueltos.

Saqué el montón de discos y los tendí sobre la alfombra púrpura. Sin saber por qué, recordé a Mario, fiel coleccionista de todo lo que ameritaba ser coleccionable. Sin duda lo que se presentaba ante mis ojos le emocionaría. ¡Y vaya que podría hacerse de muy buen dinero el que poseyera una colección similar!

Seguí hurgando con la intención de grabar en mi memoria hasta el más mínimo detalle de la apariencia de aquellos objetos, para después hacerle a Mario un relato fiel de aquella colección musical. La primera mitad de los vinilos parecían gastados y manoseados, como si se hubieran tocado en muchísimas ocasiones, incluso algunas de las portadas tenían garabatos y letras de colores. Pensé que eso reducía su valor. Me detuve para preguntarme por qué se me venía eso a la cabeza. En primer lugar, ni siquiera era mía la colección. Y supuse que tal vez era por lo que un día me explicó Mario. Extendía su índice derecho haciéndose el sabihondo como siempre.

—Lo más importante de poseer una colección es que se encuentre en buen estado; si no, desmerece su valor.

—Bueno, ¿y qué importa si está en buen estado o no? De todas maneras se trata de una colección, ¿no?

—Sí, claro. Pero cómo saber si un día te encuentras en un apuro y entonces toda tu vida depende de vender una de tus colecciones... Apuesto a que te gustaría que valiera mucho más. ¿A que sí?

Sonreí y meneé la cabeza. Mario a veces era divertido.

Traté de imprimir en mi memoria uno a uno los discos. Si bien los garabatos y las letras se veían tan gastados como las portadas, la tinta seguía siendo un tanto chillante. Cuando presté atención me di cuenta de que todas decían lo mismo, y en ellas figuraba la siguiente inscripción rodeada: «Propiedad I.S.». Y después, las iniciales se repetían por todo el cartón. Algunas veces encerradas en un corazón; otras, flotando entre nubes. Pareciera que la persona que las había dibujado estaba muy orgullosa de sus iniciales. Cerré los ojos tratando de imaginar a quién pertenecían. Nada vino a mi mente. Claro, pensé que podría tratarse del nombre de mi madre. Después de todo, sus iniciales de casada eran I.S. Pero ella nunca utilizaba el apellido Sullivan, sino Riveira.

Como dije, sólo la mitad de la colección tenía esos dibujos. Me pareció extraño...

❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀

Se estaba haciendo tarde. Solo tenía un par de horas más antes de salir corriendo hacia la parada de autobús para ir hasta la estación central. Con suerte llegaría a casa antes del anochecer. Pero mi abuelo todavía no despertaba. No podía irme sin despedirme; además de que sería de muy mal gusto, no quería herir sus sentimientos.

Bueno, podía echarme en el sofá y seguir pensando en Aarón, pero ya había gastado mucho su recuerdo. Hasta en el cereal veía su cara, y la de mi amiga. Retumbaban en mi mente las últimas palabras que me dirigió al terminar la clase de gimnasia. Antes de que empezara a ignorarme.

—¡Pues allá tú si piensas que realmente le interesas! ¡Y vaya! ¡Qué buena amiga resultaste ser! ¡La próxima vez que algo me guste no te lo diré!

Dio media vuelta. Sus rubios cabellos se revolvían sobre el cuello de su blanquísima camiseta deportiva.

¿Cómo aclararía las cosas? En realidad me molestaba y deprimía que Clara me ignorara. La extrañaba, pero tampoco estaba dispuesta a renunciar a mi amor por Aarón. Aunque pensé en más de una ocasión dejarlo por complacerla y conservar su amistad.

—¡Qué va! —me dijo Mario—. Dale unos quince días. Será tiempo suficiente para que se le pase el berrinche. Volverá a hablarte como antes.

El reloj seguía avanzando. Las cuatro de la tarde y mi abuelo dormía como si lo hubieran golpeado con un mazo de veinte kilos, totalmente inconsciente.

—Pobrecito abuelo —susurré mientras despejaba un par de mechones de su cara—. Luego me acurruqué a su lado. No podía evitar sentir tristeza cada vez que lo veía o pensaba en él.

Se me encogía el corazón cada vez que lo recordaba inmovilizado y solo. Su mirada era triste y taciturna, como la mirada de Mario, pero aún más profunda, más melancólica. Como si en algún momento de su vida hubiera perdido algo que jamás pudo recobrar.

Yo no tenía ningún recuerdo de mi abuelo que no fuera en silla de ruedas; es decir, antes del accidente. Y eso era muy anterior a mi llegada al mundo. Él y mi madre se habían dejado de hablar. Nunca le pedí a ella ninguna aclaración, porque sabía que sería en vano. Lo único que me decía era que vivía en Vermont y que estaba muy ocupado en sus asuntos.

Un día llegó a oídos de mi madre la noticia de que mi abuelo había quedado paralítico. Entonces, dobló su orgullo y volvió a dirigirle la palabra. Aunque lo hiciera escasamente, se hizo una costumbre rigurosa enviarme a visitarlo regularmente. Al menos podría darle esa alegría al hombre. El ver a su única nieta. Yo trataba de hacer sus días más alegres, pues me gustaba mucho verlo sonreír.

No conocí a mi abuela Estela. Ella murió mucho antes de que mis padres se casaran. Mi abuelo no volvió a fijarse en otra mujer. Tal vez esa fue la causa por la que nunca quiso abandonar Bennington. Y a mí me daba tristeza ver tantas habitaciones, y todas ellas cerradas. De pronto una idea me hizo levantarme de un salto.

Claudette se había ido y no volvería hasta el anochecer, y el viejo Raymond probablemente se encontraba también durmiendo plácidamente, como mi abuelo. La curiosidad de explorar el segundo piso me hizo presa. Deslicé mis pasos hasta la puerta de la habitación.

Encontrándome al pie de la imponente escalera de marmolina blanca, dudé por un momento.

«Vamos, sube de una vez, nadie se dará cuenta...»

Mirando hacia ambos lados empecé a subir. El barandal se encontraba tan cubierto de polvo que daba la impresión de no haber sido limpiado durante la última década. Sacudí mi mano en el vestido. Una vez arriba, siguiendo una lógica común, torcí hacia el ala este. El piso de madera crujía bajo mis pies.

Paseé una mirada rápida a las cinco habitaciones, separadas con una simetría perfecta. Debía de haber al menos siete metros entra cada una. La última estaba tan lejana que parecía perderse de vista.

Tal vez si hubiera contado con más tiempo y con la seguridad de que no estaba siendo vigilada por alguien más, como lo sentía, me habría lanzado a explorar cada cuarto. Pero decidí que debía concluir lo que había empezado, y de una manera rápida.

La primera puerta se abrió con facilidad pero emitiendo un chirrido de bisagras y madera, como si hubiera permanecido cerrada por más de un siglo. Las telarañas se adhirieron a mi cuerpo. Me detuve un momento, con la respiración muy quieta, tratando de aguzar el oído para averiguar si alguien había escuchado el ruido. Esperé un tiempo razonable, pero no sucedió nada. Procuré ser más silenciosa. Me quité las sandalias y traté de andar sobre las puntas de mis pies. Como una ladronzuela me deslicé en el interior de la recámara.

Mi imaginación retorcida me había hecho creer que encontraría algo más que una cama, dos cómodas y un enorme ropero.

No esperaba encontrarme con un duende sosteniendo un cazo desbordándose de oro, pero me sentí decepcionada. No obstante, el espacio superaba tres veces el que tenía mi habitación de mi sencilla casa en Lynn. La recámara parecía haber sido bonita. Las paredes estaban pintadas de blanco, y de los cuatro ventanales que daban hacia el jardín principal colgaban viejas y polvorientas cortinas color salmón, tal vez un rosa pálido en el pasado, como la alfombra. Sobre la gigantesca cama dos graciosos peluches descansaban en una cómoda y enorme almohada púrpura. Al lado izquierdo había un peinador blanco. La luz de un sol dorado se escurría por las ventanas alumbrándolo todo. Me acerqué a examinar el peinador. Había unos joyeros de porcelana cubiertos de una fina capa de polvo. No me sentía muy orgullosa hurgando por ahí, pero mi curiosidad iba más allá de mi sentido común. Aunque, después de todo, no estaba dañando a nadie, sólo curioseando, y en un momento terminaría con aquello.

Sin duda esa habitación había pertenecido a mi abuela, o a mi madre. Aunque no existía nada ahí que me ayudara a confirmarlo. Ni siquiera esculcando en los roperos los vestidos polvorientos y anticuados que aún colgaban podía darme una idea. Algunos conjuntos de colores llamativos (opacos ahora) ya empezaban a mostrar el daño irreparable que el tiempo y las polillas ejercían sobre ellos. De pronto sentí a varios de estos animalillos recorriendo mis manos.

Tuve que hacerme de mucho valor para no gritar. Con terror cerré la puerta del ropero. Luego me limpié los dedos sobre mi pantalón. Le achaqué aquel mal rato a la vieja Claudette, que se limitaba a medio limpiar la cocina, el despacho, el vestíbulo y el cuarto donde dormía mi abuelo.

Con la agilidad de un gato, me escurrí a través de la puerta semiabierta, procurando no volver a hacerla rechinar. Cuando me encontré fuera, nuevamente me enfrente a las dos opciones: seguir hasta concluir toda el ala este, o dirigirme hacia las habitaciones del lado contrario. Después de cavilar por unos momentos, decidí cruzar hacia el otro extremo. Con las sandalias todavía en la mano y de puntitas, miré hacia el primer piso, tratando de advertir cualquier peligro. No vi nada. Conté hasta tres, y entonces me lancé con pasos agigantados. tal como lo había pensado, el ala oeste era una exacta réplica de la otra.

La primera habitación podría ser predecible, tal como lo había sido la que ya había visitado. Así que sólo me limité a abrir un poco la puerta y a echar una ojeada en el interior. Se trataba de otra recámara. Los muebles estaban colocados exactamente como si fueran el reflejo de la habitación del ala oeste. Eso me tomó por sorpresa, porque tenía los mismos de muebles dispuestos de la misma manera. Sólo el tapizado de la pared era de un color amarillento, y la alfombra era una mezcla de rojo y rosa. Los muebles también eran blancos y de los cuatro ventanales colgaban unas rojizas cortinas arrugadas.

Cerré la puerta con cuidado y conduje mis pasos hacia la segunda habitación. Abrí sin problemas. Esa otra recámara tenía muebles de cedro y cortinas azul marino. Me deshice de las telarañas mientras avanzaba. Afortunadamente, si había un insecto al que no le temía ni me sentía asqueada al mirarlo eran los pequeños arácnidos, y las abejas, cuando eran amistosas.

El tercer cuarto era un enorme baño de piedra marmolada y tinas, lavabos y retretes de porcelana azul. Incluso había un delicado biombo y un vestidor vacío. Este cuarto se veía un poco menos sucio y polvoroso.

La puerta de la cuarta habitación se resistió. A diferencia de las otras, se me estaba prohibiendo la entrada justo cuando mi curiosidad iba en aumento. Intenté una vez más, pero la puerta seguía sin ceder. Supuse que finalmente no se necesitaba de mucha experiencia para destrabar un simple seguro. Podía hacerlo justo como lo había visto en las películas, o como en una ocasión en que la puerta de mi habitación se cerró. Sin embargo, me parecía obvio que si alguien pone un cerrojo es porque algo o muy feo o muy desagradable o muy privado se encuentra dentro. Me pregunté si realmente estaría bien invadir una propiedad.

Mi buen sentido común y el bicho de mi conciencia me decían que desandara mis pasos, pero, por otro lado, ya había avanzado mucho en mi exploración como para darla por concluida en ese momento. Además, mi curiosidad seguía picándome aunque fuera sólo para terminar de ver todas las habitaciones y comprobar si las del ala este también seguían la simetría con sus muebles y decorados.

¿Qué tenía de malo abrir con uno de mis pasadores aquella puerta? Quizá simplemente alguien había corrido el seguro de la perilla sin darse cuenta. Por supuesto, no pensaba encontrar un animal mitológico de tres cabezas o un insecto gigante.

«Excusas para justificarme.»

—¡Ya, pues! ¡La abriré de todas formas! —exclamé.

El mal había triunfado sobre el bien. Una vez más.

Desprendí un pasador de entre mis cabellos y lo introduje en el hueco de la perilla. Lo hice girar hacia un lado y otro sin obtener resultados. Lo extraje y lo hice entrar una vez más. El seguro seguía sin correrse. Suspiré por unos momentos. Casi cuando había desistido, la perilla giró y la puerta se abrió ante mis ojos haciendo el mismo ruido espantoso que la primera vez.

Todavía no terminaba de vanagloriarme de mis dotes innatas cuando miré con asombro lo diferente que lucía esa habitación. Sin duda, era mucho más pequeña y modesta que las anteriores, y parecía un poco más limpia, como si solo hubieran pasado unos meses desde que fuera aseada por última vez.

Entré para apreciarla más de cerca. El color del papel tapiz era rosado con franjas amarillas verticales. Alineado con la pared izquierda se encontraba un grande y alto peinador de cedro. En el centro, y sobre una alfombra persa, había una camita cubierta por una colcha amarilla. La cabecera era blanca, y había dos pequeños burós a cada lado.

A la derecha se alzaba un ropero, y detrás de él una falsa pared. Daba la impresión de que el cuarto hubiera sido reducido a propósito. Dirigí mis pasos hacia la pared de escayola que se erguía hacia la mitad del cuarto. Justo al terminar ésta, había un breve pasillo que se pegaba a la pared principal, de aproximadamente un metro de ancho por dos de largo. también estaba rodeado de la falsa pared, que lo seguía hasta el final. En ambos extremos tenía pasamanos de hierro.

Al fondo, una estrecha puerta de madera, desportillada en los extremos, que se dejó abrir sin dificultad, daba lugar a un baño de mosaicos amarillos y rosas, con su ducha, su lavabo y su retrete de porcelana rosada. No parecía sucio ni olvidado; más bien se veía como si recientemente alguien hubiera realizado una limpieza. Aunque no exhaustiva, porque todavía colgaban del tubo de la ducha viejas telarañas. Eso sí, las toallas se encontraban dobladas y acomodadas en los toalleros, como esperando a ser nuevamente usadas. Perfumes, jabones y cremas se alineaban en una repisa colocada encima de la bañera. Incluso los artículos de limpieza personal se veían recién puestos. La bañera lucía limpia, al igual que el retrete. Sólo en los rincones había polvo y telarañas, y unas marcas de dedos se apreciaban en los espejos y llaves de los lavabos.

La pared falsa me impedía ver qué más se escondía detrás. Aun así, conduje mis pasos hacia la salida. Ya había visto suficiente. Esa habitación era sin duda lo más extraño de mi expedición. Me hubiera gustado saber a quién había pertenecido.

En un último intento por averiguar qué clase de persona había habitado aquella curiosa recámara, pensé en abrir los cajones del modesto peinador y ver qué clase de ropas se guardaban ahí. Sin duda la habitación era de una chica; los colores rosa y amarillo y el baño tan femenino no dejaban ninguna duda.

Ahí estaba yo, frente al peinador, sorprendida por lo que tenía frente a mí. Oculto por los joyeros y cajitas musicales, un largo y grueso mechón de pelo largo y rubio como el sol, torcido en una trenza, con listones que lo sujetaban por ambos extremos, impidiendo que escapase siquiera alguno delicados cabellos. Descansaba sobre un pañuelo de seda blanca, bordado en los extremos con hilo azul.

Mi corazón se estremeció. No le encontraba sentido a lo que veían mis ojos. Con una especie de miedo y curiosidad, extendí la mano con el propósito de alcanzar el mechón...

—¡Ahhhhh! —La mano que se clavó en mi hombro me hizo sentir una descarga eléctrica y lanzar un grito de terror.

—¿Qué está haciendo aquí, señorita?

Raymond había seguido mis pasos. Su mirada era fulminante.

—Me perdí... —tartamudeé—. Los profundos ojos negros de aquel hombre me empezaron a atemorizar.

—Creí que no era curiosa, señorita.

Yo temblaba.

—Por favor, no le diga a mi abuelo que me encontró aquí; no era mi intención llegar tan lejos —supliqué. El hombre torció la boca.

—¡Y sin embargo lo hizo! —soltó lo que me pareció ser una risita de sarcasmo—. No se puede esperar más. todas las mujeres que han vivido en esta casa han sido curiosas. Por eso todas han sido desgraciadas... y han hecho desgraciados a los demás. ¡El que busca queriendo encontrar, siempre halla algo! —Se oía el chasquido de dientes que producía la rabia.

Un vago pensamiento cruzó por la mente de Raymond, porque puso cara de que estaba hablando más de lo que debía. Entonces hizo un silencio, y el rostro sereno que confiere la vejez regresó a su semblante.

—No le diré nada a su abuelo porque se decepcionaría de usted. Pero haga el favor de permanecer siempre en el primer piso.

Ahora el viejo se mostraba mucho más tranquilo. Aproveché la oportunidad para encarármele, ahora que no mostraba una actitud amenazadora. Me erguí y lo miré desafiante.

—¿Y por qué no? No soy ninguna extraña. Soy de la familia. ¿Qué hay de malo en entrar en estas habitaciones?

—Porque a su abuelo no le gusta. Puede sufrir un accidente merodeando por aquí. El piso no está en buenas condiciones. Podría derrumbarse de un momento a otro.

—A mí no me parece tan viejo—lo contradije.

—Hay insectos y animalejos que pueden hacerle daño. La madera está apolillada, y hay chinches, arañas, cucarachas por doquier.

Esta parte de la casa no se ha limpiado en años.

—¿Es solo por eso? —inquirí incrédula.

—Y porque su abuelo se lo pide. —Raymond terminó la conversación. Extendió su largo brazo, señalando la puerta.

—¿Va a salir ya de la habitación? Su abuelo ya despertó y pregunta por usted. Le he dicho que ha salido al jardín.

Vacilé unos momentos. Luego busqué desesperadamente mi par de zapatos.

El viejo seguía ahí de pie, inmóvil. En cuanto pude calzarme nuevamente me escoltó fuera de la habitación.

—Sé el camino de regreso al primer piso —bufé mirándolo por encima del hombro.

Dirigí mis pasos hacia la escalera de mármol sin mirar atrás.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro