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18. El amor de Marcos

Vermont, 1976.

El cumpleaños de Isabel se aproximaba. Irenne había intentado contestar su carta, pero todos sus esfuerzos se habían convertido en bolas de papel acumuladas en el cesto de basura. Como cualquier poeta al que no le gusta su obra porque carece de inspiración.

Marcos llegó esa tarde a casa de los Riveira. Luis lo recibió con desgano. El joven percibió que su visita ya no era grata como en otras ocasiones. Charló un poco con él y en seguida pidió permiso para llevar a Irenne al cine. Estela asintió complacida. Su esposo no tuvo más remedio que llamar a su hija.

Con la alegría de siempre, Irenne salió de su cuarto poniéndose descuidadamente un abrigo con figuras simétricas de cuadros y rectángulos blancos y negros; llevaba puestas unas botas negras de piel que le subían casi hasta las rodillas.

—Tienen que volver temprano —aclaró Luis mientras escudriñaba a la pareja. La seriedad de su rostro los tomó por sorpresa—. Recuerda que mañana tienes que ir a la academia y en la tarde te presentarás con Simón Swanson. Ya te asignaron un lugar especial. Hubieras hecho la invitación un viernes, Marcos —reprendió al joven con frialdad—. Tú también trabajas mañana.

—¡No te preocupes, Luis! Estaré más fresca que una lechuga el día de mañana. ¡No haré ningún papelón y seré muy eficiente! —prometió Irenne, esperando que el humor de Luis cambiara, pero este solo se limitó a darles la espalda para ponerse al lado de Estela.

Sin nada más qué decir, los jóvenes salieron aún sintiéndose contrariados y confusos por la actitud de Luis. En los últimos tiempos, los altercados entre Luis y Marcos eran frecuentes. Discutía con él por cosas sin importancia. En temas en los que con anterioridad sus opiniones concordaban, simplemente Luis le llevaba la contraria sin más. Marcos intentaba conservar su ecuanimidad y no verse inmiscuido en un problema con su superior. Después de todo, él había sido amable y lo había hecho sentir como parte de su familia. Sin embargo, entre más frecuentaba a Irenne, parecía irritarse más.

—¡Cualquiera diría que estás celoso! —se burló Estela mientras se abrochaba su camisón de lana y le dirigía a su esposo una sonrisa con sorna—. ¿Tan mal te cae Marcos? ¿Qué te ha hecho ahora para que lo hayas bajado del pedestal donde lo tenías?

—Yo no lo tenía en ningún pedestal. Es solo que pienso que es un joven imprudente. Supuse que era más centrado, pero parece que olvida lo que son los modales. ¡Venir por Irenne a las nueve de la noche! ¿Te parece eso correcto?

—Si no te parecía correcto no debiste dejarla salir.

—Lo hago porque Irenne le tiene aprecio, y aunque sea así, aún confío en él.

—Dime la verdad, cariño —dijo ella mientras sacaba del gran armario el traje de vestir que Luis usaría al día siguiente—. ¿Es porque Marcos no muestra interés por Isabel?

—También es eso... —reconoció Luis—. No sé porqué se ha interesado en Irenne y no en Isabel. Yo sé que mi hija está enamorada de él, y cuando regrese a casa se va a enfrentar con que su hermanastra es la persona a quien eligió Marcos.

—Pero tú no puedes hacer nada, Luis. ¿Por qué no vives tu vida y dejas a los jóvenes vivir la suya? Después de todo, uno no decide de quien enamorarse. ¿O sí?

—No. Uno nunca lo decide... —rumió mientras cerraba los ojos intentando dormir.

Esa noche, más tarde, Marcos e Irenne paseaban por los jardines de la mansión. Aunque en el cielo se veían unas pocas estrellas, la luna brillaba tiñendo los árboles con una luz plateada.

—Ya es tarde, Marcos. Casi media noche, y hace frío. Es mejor que me retire; si no, Luis se enojará conmigo.

Irenne caminó de puntitas sobre la fuente.

—Yo quisiera decirte algo antes de que te vayas. —Marcos trataba de seguir el paso de la joven.

—Me lo dirás después. Cuando Isabel llegue.

—Es algo que solo tengo que decirte a ti.

—En realidad, me tengo que ir —repitió ella, pegando un salto—. Lo digo en serio, Marcos. Luis va a castigarme si no regreso pronto.

—¿Es que él te castiga todo el tiempo, Irenne?

—Solo cuando lo merezco. Supongo.

—Irenne, por favor. —Marcos decidió no hacer ninguna pausa—, tal vez pienses que lo que te voy a decir es indebido o incluso morboso, pero... —Se detuvo al observar los asombrados ojos de Irenne—. ¿Te has dado cuenta de que tu protector no te ve como a una hija?

—¿Cómo puedes decir eso, Marcos? ¡Por Dios! ¡No puedo creerlo! —retrocedió—. Él es como el padre al que nunca conocí. ¡Me dobla la edad! ¿Cómo puedes pensar así?

—Irenne. No te lo digo sólo porque se me ocurrió. Yo soy hombre, pienso como hombre y sé lo que somos capaces de querer o desear. Cuando te mira, él no lo hace de la misma manera como mira a Isabel. Estoy seguro de que tú también lo has notado. Aunque quizá te has hecho de la vista gorda.

—¡Eso no es verdad! ¡Eso lo dices porque tienes telarañas en la cabeza!

Marcos lamentó haber iniciado esa conversación; sin embargo, ya no podía parar. Aunque no estaba seguro de qué rumbo tomaría o de sus posibles consecuencias.

—Irenne, escúchame. No lo digo por decir. Lo he observado todo este tiempo. ¿Por qué crees que se pone tan extraño cuando vengo a recogerte? No aprueba, no le gusta verme contigo, y no disfraza sus sentimientos. tiene celos de mí. ¿Qué otra cosa puede ser?

—Quizás esté celoso, pero es porque quiere lo mejor para mí. —Lo defendió—, y porque eres el primer chico con el que salgo. Solo por eso. Como cualquier padre, es protector con su hija —dijo esto último con un tono de seguridad que ni ella misma creyó. Mas en el fondo, tal vez muy en el fondo, ella sabía que su relación con Luis no era exactamente la de padre e hija.

—No, Irenne. He visto cómo te mira. Ese hombre te ama. Puede que te doble la edad, pero eso no es un impedimento para personas como él. Además... —agregó suavizando la voz—, tú eres tan hermosa... ¡Oh, Dios! —suspiró mientras acariciaba sus mejillas—. Eres tan hermosa, tan dulce que no puedo culparlo de que también esté enamorado de ti.

«¿También?»

Marcos la atrajo hacia sí, y de pronto ella se vio irremediablemente cerca de su rostro. Podía escuchar el suave sonido del viento que movía las hojas de los árboles y, a lo lejos, un coro de grillos entonando una rítmica melodía. Su corazón palpitaba mientras sentía la respiración del joven cada vez más cerca de su rostro. Ella lo miraba con temor. No sabía si escapar. Pero de quedarse, ¿qué se suponía que debía hacer? Había visto demasiadas películas románticas, pero a sus dieciocho años nunca había sido besada por un hombre. Y ahí se encontraba, indefensa, con las manos de Marcos que se introducían entre sus cabellos y acariciaban su nuca, su cuello, sus mejillas, la línea de sus labios.

Él la atrajo mucho más cerca. Irenne cerró los ojos. Sus labios se fundieron en un beso, inocente al principio, pero apasionado sólo unos instantes después.

Asombrada por descubrir lo que era ser besada, Irenne seguía con atención el ritmo de los candentes labios de Marcos. Para ella era como tocar el cielo y bailar con las estrellas. Quería salir corriendo, brincar de alegría y, al mismo tiempo, quedarse para siempre ahí, perdida entre los besos y el calor del abrazo de Marcos.

—Sé mi novia —pidió Marcos entrecortadamente—. Sé que tú también me quieres.

Sí. Ella le habría dicho que sí de no haber recibido la carta de Isabel. ¿Cómo podría traicionarla? Isabel la quería, confiaba en ella. Ya sentía que le había robado mucho, como la atención de Luis. Y aunque nunca se lo hubiera reclamado, ella lo sabía a la perfección; a cambio, Isabel le había dado tanto... Un hombre era un hombre al fin y al cabo, y ella era tan joven que podría encontrar a alguien más.

Pero allí estaba ella, besándose con el amado de Isabel, a pocos días de haber leído su carta, sin poder decir que ella lo amaba también. Se convenció de que seguramente encontraría la manera de olvidarse de él. No le arrebataría esa ilusión, la única que la hacía feliz. Después de sus padres y de Irenne, Isabel no tenía a nadie más. Nunca amaría a nadie como amaba a Marcos.

Se separó de Marcos.

—No. No puedo, Marcos. No puedo ser tu novia. —Agachó la mirada. Sintió cómo se apenaba su corazón por abandonar los cálidos besos de su amado.

—¿Por qué no? Dímelo, mi preciosa hechicera —suplicó Marcos, enredando uno de sus dedos en los bucles que caían por su frente—. ¿Necesitas tiempo? Yo te lo daré. Puedo esperar...

—¡No, Marcos! ¡No necesito tiempo! —interrumpió ella abruptamente—. Yo no quiero estar contigo. ¡Yo no te amo!

—¿Que no me amas? -—La tomó de los hombros—. ¿Cómo dices que no me amas cuando me miras como lo haces, cuando correspondes a mis besos de esta manera? Me has besado con pasión, y tu boca me dice que tu corazón me pertenece.

—No creas que puedes leer mis pensamientos, Marcos. Así como te besé, puedo besar a quien me plazca.

El joven dirigió una mirada dolida hacia Irenne, y se dio media vuelta para seguir hablando. No quiso que ella mirara sus ojos porque sentía unas inmensas ganas de llorar.

—Entonces... ¿Qué sientes por mí?

Ella vaciló por un momento, pero logró reunir el suficiente coraje para herir al joven y quitarle toda esperanza.

—Solo te quiero como mi amigo... y si te besé es porque me gustas. Eso es todo. Pero así como me gustas tú, me gustan muchos más —aclaró secamente.

Si Marcos no se hubiera dado la vuelta, habría podido ver cómo dos gruesas lágrimas se escapaban sin querer de aquellos ojos esmeraldas. Si hubiera visto su rostro, se habría dado cuenta de que mentía, y tal vez todo habría sido diferente.

—Buenas noches, Irenne. Sigue con tu vida y con tus muchos amigos. No volveré a molestarte. —Marcos se abrochó el abrigo, acomodó su sombrero y rápidamente su sombra se perdió entre los jardines.

Y ahí se quedó ella, sintiendo como nunca que su corazón le dolía como si se hubiera quebrado en mil pedazos. Se preguntó si habría una receta para los corazones adoloridos.
Sin duda, ella compraría todas las pastillas que se requirieran, con tal de dejar de sentir ese dolor incesante. todo había sido tan rápido. En un instante sintió lo que era el amor. Su primer beso, su primer amor, una alegría y una excitación indescriptibles. Y después, súbitamente, todo había terminado. Se encaminó hacia la entrada de su casa, repitiéndose a sí misma que todo estaba bien, que todo estaría bien; que existían más hombres; que existía otro Marcos Sullivan y ella lo encontraría. tal vez a alguien mejor, mucho mejor que él. Alguien a quien amar sin restricciones.

En el umbral de la puerta, una figura se adivinaba. Era Luis.
Irenne no saludó. Sintió miedo de aquel hombre parado en la entrada sin ninguna luz que le alumbrase el rostro. Ahora se encontraba tan confundida que sólo quería ir a su cuarto y perderse en un profundo sueño, donde nadie la molestara, donde su corazón dejara de padecer.

—Es más de media noche, Irenne. ¿Por qué me has desobedecido? —reprochó aquella sombra.

—Regresé hace más de una hora. Estaba afuera, platicando con Marcos —dijo sin mirarlo y apresuró un poco más sus pasos.

Luis la siguió por el vestíbulo y la alcanzó cuando ella intentaba subir las escaleras.

—¿Y tú crees que es de una señorita decente estar con un hombre a estas horas paseando por los jardines? —La detuvo del brazo.

—¿Qué desconfianza tienes de «ese hombre», como le llamas? ¿No fuiste tú el que lo trajo a esta casa? ¿No eras tú el que hablabas maravillas de él? ¿Qué te pasa que ahora no lo toleras, si antes tenía tu entera confianza?

—¡Yo no lo traje a esta casa para que estuviera contigo! —rugió Luis. Su vozarrón pareció cimbrar las paredes de la casa.

Irenne desconoció al hombre que siempre era paciente y ecuánime con ella. De pronto su cara se transformó y toda la dulzura de su rostro se fue con la noche. Solo estaba un hombre rudo, con aliento alcohólico y lastimando su brazo.

—Yo no traje a ese hombre para ti, Irenne. Yo no puedo verte con él. No puedo... —De súbito Luis recobró la cordura. tal vez fue la mirada de terror que vio en los ojos de ella lo que lo hizo regresar a la realidad. Su rostro se dulcificó gradualmente y su rígida mano soltó el brazo de Irenne.

Aun en la oscuridad, Irenne reconoció en los ojos de su protector aquella mirada tierna, limpia y clara de siempre.

—Irenne, ve a tu cuarto. Yo he bebido demasiado. He tenido tantos problemas con las compañías. Tengo tantas cosas en qué pensar. Lo que quise decir es que yo creía que Marcos e Isabel se querían. Creí que él se enamoraría de ella... eso fue lo que creí. Irenne, si ustedes se quieren y las intenciones de él son buenas, yo nunca me opondré...

Irenne estaba muy confundida. Luis le hablaba con la dulzura de un padre que quiere lo mejor para su hija. Sin embargo, momentos antes, le había mostrado una faceta que ella no conocía. Algo que la había horrorizado. Aún recordaba las palabras de Marcos advirtiéndole que ese hombre alto, mirándola con ternura, la amaba como un hombre ama a una mujer, no a una hija. De pronto quiso escapar de todo eso. Sintió que estaba corriendo peligro.

—No te preocupes, Luis —dijo ella tratando de impregnar sus palabras de absoluta ecuanimidad—. Yo no lo quiero, ni él a mí. Seguramente quiere a Isabel, y ella a él. Así que puedes estar contento y tranquilo.

Irenne subió a su habitación. Solo cuando estuvo dentro se dio cuenta de que sus piernas temblaban. Algo había cambiado esa noche en esa casa a la que ella ya no sentía pertenecer. Algo se había roto y nunca más podría unirse.

Afligida por lo sucedido con Marcos y asustada por el extraño encuentro con Luis, encontró por fin las palabras que estaba buscando para responder la carta de Isabel. La escribió decidida y de una sola vez.

Querida Isabel:

En casa todos te extrañamos. Nos alegramos mucho de que ya pronto estarás aquí. Compraremos juntas los adornos de navidad y traeremos el más bonito de todos los árboles del mercado. La pasaremos muy bien, y el día de tu cumpleaños iremos a cenar.

Gracias por confiarme tus sentimientos hacia nuestro amigo Marcos. Él es un buen chico y me agrada salir con él. Aunque no es mi tipo. tú sabes que me gustan los hombres fornidos, y él como que es escuálido. Además, a veces su plática me irrita. Pero le tengo estima. Isabel, es sólo eso. Lo quiero como un amigo, nada más, y sé que él a mí me quiere de la misma manera. No te aflijas. Sé que él prefiere a las chicas como tú. Disculpa que sea tan breve, pero sabes que me da una pereza increíble escribir cartas. Además, ya pronto se llega el tiempo en que estarás aquí.

Con amor, Irenne.

❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀

Llegaron por fin las vacaciones de invierno. Isabel regresó a casa, cargando un montón de bolsas de regalos para sus padres y para Irenne. Cuando cruzó el umbral de la mansión, la primera persona a quien colmó de abrazos fue a Irenne. Estaba radiante, reía y no cesaba de platicar acerca de sus planes para las fiestas. Irenne sabía cuál era la causa de tanta felicidad.

Más de una semana había transcurrido desde su última entrevista con Marcos. El joven no volvió a buscarla, y ella se encontraba la mayor parte de las tardes extrañándolo, deseando ver aunque fuera por un momento sus bellos ojos y su sonrisa franca y desenfadada. Por primera vez en esos interminables días, a Irenne se le escapó su sonrisa y animosidad de siempre.

Todavía estaba confundida. Sabía que tenía que andarse con cuidado. trataba de evitar a Luis y de no usar pocas o ajustadas ropas, ni de pasearse cerca de su estudio cuando se encontraba ahí. Se sentía paranoica, pero un incidente un día después de que Isabel regresara a casa, le dejó las cosas muy en claro.

Irenne regresaba después de un día de compras, con las manos congeladas y la nariz roja, casi goteando por la temperatura invernal.

Había elegido con cuidado los regalos de sus seres amados, y se sentía bastante contenta. El portero le ayudó a subir el montón de bolsas y cajas y a colocarlas debajo del gigantesco árbol. Ella se quitó el abrigo y lo colgó en el perchero del vestíbulo; luego miró hacia todos lados para comprobar que se encontraba sola.

—¿Han salido los señores? —preguntó al hombre.

—Los vi salir hace más de una hora. No estoy seguro, pero me parece que el señor conducía el vehículo; a la señora y a la señorita sí las pude distinguir.

—Gracias, Raymond —dijo Irenne y se despidió de él.

Irenne se descalzó y se dispuso a encender el fuego. Se dirigió a la sala. Movía con el atizador los pedazos de leña quemada hacia el extremo final de la chimenea mientras se preguntaba qué estaría haciendo Marcos en vísperas de la navidad. tal vez había ido a visitar a su familia, en Wisconsin, o se había mudado de ciudad. Quiso preguntarle a Luis dónde estaba Marcos; después de todo, el seguía siendo su empleado de confianza, pero tenía miedo de su reacción.

El fuego empezaba a arder ante los ojos fijos de Irenne. Pensaba en cosas pasadas y presentes, e imaginaba cómo sería su futuro a partir de los últimos acontecimientos. Destrenzó su cabello, sujeto por pasadores con incrustaciones de pequeños diamantes en los extremos, y lo dejó caer sobre sus mejillas, que ya empezaban a enrojecer gracias al calor de las crecientes llamas. Se dejó caer sentada sobre la alfombra persa. Frotaba sus pies descalzos cuando escuchó una voz masculina detrás de ella. Se incorporó de un salto y se puso en guardia.

—¿Por qué te alejas de mí, Irenne?

Tan perdida en sus pensamientos estaba que ni siquiera reparó en la figura de Luis sentado en su sillón favorito. Con una mano sostenía un puro de los que ella le había regalado en su último cumpleaños y con la otra una copa de vino. Se veía solitario y triste.

—¿Has estado aquí todo el tiempo? Discúlpame... no te vi. —Fue lo único que pudo decir; buscó por todos lados sus zapatos.

—¿Puedes responder a mi pregunta antes de que te vayas? ¿Por qué ya no vienes a mi despacho ni me saludas ni me besas y abrazas como antes?

—Yo... —vaciló ella. Lo veía tan diferente; más joven y apuesto tal vez por la tenue iluminación de la sala. Diez años más joven, diez veces más apuesto, pensó—. Yo no me estoy alejando... Luis. He tenido cosas que hacer. Hoy, por ejemplo, he ido al centro, recorrido miles de calles...

—Te ves tan hermosa. Mi dulce niña de cabellos largos. Siempre has sido tan linda, tan bella. No te alejes de mí porque me haces daño...

Imploraba Luis, con ojos anhelantes y voz suplicante. Se puso de pie, e Irenne permaneció quieta, sintiendo sus mejillas arder y su corazón palpitar enloquecido. Quería correr y, sin embargo, también quería quedarse. ¿Qué había sucedido con ella? De pronto dejó de ser una chiquilla despreocupada; parecía que los hombres vivieran bajo su hechizo.

Sorpresivamente, aquel hombre tan alto y garboso se agachó para tomar la delicada figura de la joven entre sus brazos. Su cabeza permaneció entre los dorados cabellos. Ella no correspondió; en su lugar, miró hacia el techo con los ojos muy abiertos. Sus brazos colgaban a los lados. No sabía qué decir o hacer.

—Mi adorable niña. —Acariciaba sus cabellos con ternura—, nunca me dejarás, siempre estarás conmigo, ¿verdad? Yo lo sé. Soy el único que puede protegerte. El único que nunca te lastimará.

Un portazo y la algarabía de la voz de Isabel llegó hasta la sala. Luis liberó a Irenne justo cuando Estela entraba. Los dos mostraban una actitud extraña. Irenne, refugiada detrás del piano de cola, y Luis, con su largo brazo en el dintel de la chimenea y mirando el fuego.

—¿Está todo bien? —preguntó la mujer mientras se agachaba un poco para dejar caer un par de bolsas en la alfombra.

—Sí, querida. —Luis le obsequió una leve sonrisa—. ¿Cómo les fue de compras?

—Maravilloso —dijo Estela, aún con desconfianza—. La pasamos estupendo. Marcos nos ayudó a escoger algunos adornos.

«¿Marcos?». Irenne alzó la vista, contrariada por las palabras de Estela. En ese instante el joven hizo su aparición seguido de Isabel. Le dirigió una mirada dolida a Irenne, y la saludó fríamente. Sin duda, aún estaba herido. Fue Isabel quien rompió el incómodo silencio. Corrió a abrazar a su amiga.

—¡Debes ver todo lo que hemos comprado, Irenne! ¡Me da tanto gusto estar contigo otra vez! ¡Ven! —La arrastró hacia fuera del salón—. No te imaginas las escarchas y lucecitas que compramos para adornar las ventanas!

Irenne trató de recuperar el ánimo. Apenas sonrió. Fueron juntas a revisar las enormes cajas repletas de angelitos, campanas y esferas. En el salón, donde aún el fuego ardía, el corazón de dos hombres también se inflamaba. Ninguno de los dos se atrevió a decir una sola palabra, presintiendo que ambos eran presa del mismo dolor.

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