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Treinta y ocho


XXXVIII. Regresar.

El primer recuerdo de Nilah eran sus pies descalzos pisando la nieve. Su infancia la vivió junto su madre en aquel país que correspondía a la ahora llamada "Zona Norte" y, aunque no nació allí, lo consideraba su hogar.

Otro de sus muchos recuerdos era su progenitora, la hermosa Airlia Velkan, elevando sus oraciones a la diosa de su raza; la luna. Cuando el pequeño Nilah le preguntó por qué cada noche agradecía a ese lucero en el cielo, su madre le sonrió mientras acariciaba su mejilla.

—Porque me ha otorgado un milagro.

Nilah era muy joven en ese entonces para comprender los motivos por los cuales su madre oraba tan fervientemente a la tal diosa. Él estaba más ocupado cazando animalejos para jugar y chapoteando en los ríos cercanos, pacíficos y seguros. Cosas tales como dioses y milagros no le interesaban.

Eran sólo él y su madre, hasta que un día ella le informó que formaría una manada de la cual ellos no serían parte. Algo confuso, pero simple cuando comprendió que allí irían todas las lobas que no tuviesen compañero ni familia. No le importó, le gustaba jugar con las cachorras, aunque estas fueran demasiado vigorosas para su gusto. Él disfrutaba más de admirar paisajes y de su soledad en la cabaña, en la que obviamente siempre estaría acompañado de su madre.

Era la persona más importante para Nilah.

Mas su pasión por capturar hermosos lugares con su mirada sólo lo llevó a desear más. Cuando su juventud llegó, él ya estaba ansioso por viajar y conocer otros países y culturas. La dama Velkan no opinaba al respecto, pero se podía apreciar el temor a quedarse sola en sus ojos dorados. Lástima que Nilah estuviese lo suficientemente entusiasmado como para ponerle atención a esos detalles. Su madre ya no era alguien joven a pesar de su apariencia, pero su raza era longeva y él tenía tanto por delante que no creía que un par de años separados fueran un real problema. Él era ignorante, aún no conocía el mundo fuera del Norte ni la realidad detrás de las maravillas de los licántropos, pero lo averiguaría yendo a por ello. Por el saber, por la experiencia, por el vivir. Confiaba en su vigor y en la eternidad de un ser etéreo como su madre.

Y se fue.

Ella lo despidió con una sonrisa de ojos tristes, lanzando un beso al aire con su mano, como siempre hacía. En ese momento el lobo negro no sabía que sería la última vez que vería esos luceros de oro reflejar vida. Él se fue pensando que serían un par de años lejos de casa, pero no era humano, sino cambiante y un par de años para ellos significaban décadas, sino es que siglos. Pero no pensó eso cuando se fue, ni que ese par de años no pasarían en vano sobre la dama Velkan, quien se adentraba en una irrevocable vejez. Y en su mente se repetía siempre la excusa de que no supo en su momento lo que pasaría, porque de haberlo sabido, jamás se habría ido. El mundo habría perdido su brillo al saber que su madre en su ausencia perdería el suyo.

Pero no lo sabía, por eso partió, por la gracia que le concedió la ignorancia.

Y si bien adquirió el conocimiento necesario para llenar ese vacío de saber, este le otorgó la verdad sobre su decisión y sobre sí mismo. Cuál era su destino. Aunque tardó demasiado en dedicarse a aprender, a estudiar su historia, pues cuando lo supo ya fue tarde y el aviso había llegado.

Su madre moría.

Había pasado mucho tiempo fuera y esos años no fueron piadosos con su madre. Camino de vuelta a su hogar, después de tantas décadas, los recuerdos más lúcidos de su infancia tomaban sentido y cobraban significado al repensarlos. Ahora comprendía por qué u madre agradecía tanto a la luna; el milagro era él, al haber sido concebido sin ser fruto de un amor destinado. Gracias a lo que había aprendido durante su larga travesía, se enteró de que era muy extraño lograr una unión entre dos almas que no estuviesen entrelazadas y que las posibilidades de obtener un hijo de esa unión eran casi nulas. Su madre lo había conseguido después de tantos años buscándolo y por ello agradecía a la diosa, por el favor concedido.

Pero también comprendía lo que había causado la lejanía del milagro y del destino negado.

Su madre moría de hipotermia progresiva, la maldición de los lobos solitarios. Había pasado una vida entera sin su otra mitad y el perder la compañía de su único hijo sólo había agravado el síndrome. Su tía, quien viajaba con él y acababa de conocer, intentaba tranquilizarlo en vano, diciéndole que no era su culpa, pero él no le creía. Nilah tenía la certeza de que era su responsabilidad la enfermedad de su madre y un cizañero siseo interior le decía que, si ella moría, cargaría con esa culpa por siempre. Y él la aceptaría, porque se hallaba culpable.

Llegaron al Norte, agradecidos por la discreción del lugar —pues ser criaturas cada vez se tornaba más peligroso— y entraron solemnemente a la cabaña Velkan. Ahí adentro había una mujer que rozaba la tercera edad, de contextura considerable y ojos celestes. Los recibió con suma reverencia, alegando que era un honor conocer a los miembros de aquella familia de grandes lobos. Al parecer esa señora, llamada Agda, había perdido a su grupo familiar o manada no hace mucho y la madre de Nilah la había acogido en su manada, por lo cual estaba muy agradecida. Cuando terminó de contarles su historia, se avergonzó un poco por su efusividad y con una reverencia los invitó a pasar a la habitación principal, donde la dama Velkan dormitaba entre las pieles, tiritando tenuemente. Había entrado a la etapa del sueño eterno, el final del síndrome, el cual inducía al sujeto en una inconsciencia profunda que sólo acabaría cuando la muerte fuese en su búsqueda. No había una gota de esperanza, su madre ya estaba condenada y lo único que quedaba era esperar el terrible momento en que se diera la noticia de que ella había dejado este mundo.

Nilah murió un poco con ella.

Pasaron semanas velando los sueños de una casi difunta, la que dormía plácidamente, sin ambición de despertar. Su hijo no se despegaba de su lado, creyendo que su presencia y calor quizá podrían revertir aquella cruenta enfermedad, pero en el fondo sabía que se engañaba, no había nada en sus manos para remediar la situación.

Uno de esos días de angustia, Nilah sintió el apremio de hablarle a su madre. No entendió por qué, pero hizo caso a su impulso y mientras la mantenía en un abrazo acogedor, comenzó a charlarle.

—Madre, estoy aquí, he vuelto. Volví hace tiempo, en cuanto supe de... bueno. Siempre he estado aquí, mi corazón se quedó en mi hogar, ¿lo sentías, cierto? Que parte de mí seguía contigo. ¿No fue suficiente? Debí dejar más de mí, así no habría sucedido esto... Quizá mi voz sea el puente que te traiga de vuelta, yo aún no pierdo la fe, creo que despertarás y vivirás muchos años más a mi lado. Te prometo que no volveré a irme. Mira, siente mi calor, soy muy joven y puedo compartirlo contigo, además, pronto encontraré a mi compañera y deberás darle el visto bueno, por lo que debes quedarte. Estoy seguro de que ella estará encantada de conocerte, lo presiento. Y tus nietos te amarán tanto como yo te amo y jugarán en la nieve, así como yo jugué, y cuidarán de tu legado. Quizás encuentren su destino en él también. Quiero que veas todas esas cosas, mamá, que pronto vendrán a mí. Mi vida está recién comenzando y ya erré al irme, por lo que necesito enmendarlo. No te vayas, ¿sí? Quédate conmigo, mamá.

Pasó una noche cálida acurrucado junto a su durmiente madre, como el niño que solía ser. Cuando llegó la mañana, ella ya no estaba con él. No se había quedado. Así como él se fue una vez.

Se puso de pie al darse cuenta de que su madre no respiraba. La ojeó por unos instantes y entonces caminó hasta la sala de estar, donde ambas mujeres dormían sentadas en el sofá. Nilah despertó a Agda con cuidado y cuando ella puso sus ojos sobre él, reveló:

—Perdón por despertarla, es que creí no sentir la respiración de mi mamá y me gustaría que le eche un vistazo de ser posible.

—¿Qué...? —soltó incrédula la mujer, sin entender el comportamiento del joven lobo.

—Sé que no es nada extraño, pero está muy fría también. Podría conseguir mantas para abrigarla más y chequear que respira con normalidad. Mis sentidos no están muy buenos últimamente, así que yo creo que me confundí. En todo caso, nada perdemos con asegurarnos.

Alarmada, Agda se precipitó a ir con la dama Velkan. La otra mujer de la familia, Ademia, despertó de un exabrupto ante el ruido y miró a Nilah con interrogación, pero él lucía desconcentrado, como si pensara en nimiedades. Ademia agudizó su oído, como venía haciéndolo hace semanas para comprobar el latido de su hermana, pero palideció al no sentirlo. Corrió a la habitación y pronto se comenzaron a escuchar quejidos lastimeros y llanto, mas Nilah los ignoró, poniéndose una bufanda que estaba colgada en el perchero y saliendo al patio trasero, que estaba árido y libre de vegetación.

Soltó vaho de su boca al suspirar, pensando en que cuando su madre despertara, él haría reparaciones en toda la casa y sus alrededores, poniendo especial énfasis en el descuidado jardín. Él no era muy limpio ni prolijo, pero por algo se empezaba. Ese patio tan desordenado le estaba causando irritación, por lo que tomó unas oxidadas tijeras de podar que había ahí y comenzó a cortar el pasto seco con dificultad. Adentro de la cabaña, resonaban los lamentos y alaridos de tristeza, pero Nilah se encontraba ajeno a ese dolor.

Minutos después, se oyeron unos pasos sobre el alero. La nieve comenzó a caer silenciosamente, encerrándolo todo, encapsulando los sonidos y colores. Nilah frunció el ceño, ahora todo era demasiado blanco, pero aun así había manchas de barro que perturbaban la belleza de la nieve. La voz de su tía, quebrada y muy triste para su gusto, también enlodó el paisaje que deseaba lograr para su madre.

—Nilah. Tu mamá...

El lobo negro soltó un rugido corto, interrumpiendo a su tía. Luego siguió con su tarea de quitar el pasto feo, pero ahora arrancándolo con las manos. Ademia lloró.

—Sobrino, escúchame —pidió, acongojada.

—¡¡Ah!!

Los trozos de hierba amarilla sobrevaloraron al joven furibundo. Su respiración se volvió profunda y ardiente, pero no se movió.

—¡Nilah, ella se ha ido!

Ademia no obtuvo contestación. El cambiante siguió en el suelo, acuclillado, con sus manos afianzadas a la hierba seca. La mujer creyó que él no diría nada, pues la mayoría de los hombres lobo no hacían galas de emotividad, pero de a poco se comenzó a escuchar un ruido, ronco y gutural, semi estrangulado, que creció gradualmente hasta convertirse en un prolongado grito de pura agonía. Ademia dio un paso hacia atrás, sus oídos zumbando, pues Nilah pretendía desgarrar su garganta al seguir bramando así. Su grito fue largo y tortuoso, cada vez más fuerte, horroroso, tan inhumano que asustó hasta a los animalitos que de niño cazaba. Y cuando perdió el aliento, respiró hondamente, sólo para volver a soltar ese mismo alarido con brío, como si le estuviesen sometiendo a la más terrible de las torturas. Se mantuvo así durante lo que parecieron horas hasta que perdió la voz. También en sus gritos parte de su alma se fue con ellos. La mañana se esfumó, la tarde pasó y la noche llegó, pero él siguió ahí tirado en el lodo, empapado y cubierto de nieve, conociendo por primera vez el frío abrasador y dándose cuenta de que este lo acompañaría durante mucho tiempo, más del que se tardó en volver.

Al día siguiente se realizó el funeral, al que acudió mucha gente; las lobas de la manada, Agda y sus ayudantes, familiares que nunca se habían aparecido y algunos vecinos, pero Nilah no se presentó. Presidiendo la ceremonia, un chamán guía santiguaba el cuerpo de la loba para que su alma ascendiera sin ataduras al mundo de los espíritus. Todos despidieron a la dama Velkan con profunda tristeza y reverencia, repitiendo los cánticos que guiarían su alma hacia el descanso eterno. La habían tendido sobre un altar con sus mejores prendas y montones de flores rodeándola. Después de un día entero de cantos y llanto, el chamán produjo un fuego que quemó todas las plantas alrededor del altar, hasta que se consumieron y el fuego se apagó, dejando solo cenizas para purificar el lugar de la sombra de la muerte. Cuando el hoyo en la tierra estuvo cavado, prepararon el cuerpo con diferentes hierbas sagradas y, poniéndole una ramita de tejo en su pecho, entre sus manos, la enterraron. Al estar sellada la tumba, pusieron otra ramita del mismo árbol sobre esta y algunas flores blancas para denotar la presencia del sepulcro. Después de eso, los asistentes de funeral se fueron retirando. La presencia de Airlia, la dama Velkan, se había borrado de ese mundo.

Y el gran lobo negro presenció todo desde la montaña.

Ademia estuvo viviendo temporalmente en la cabaña antes de decidir qué hacer. Se le había pedido que reemplazara a su hermana como alfa, pero ella era se consideraba demasiado huraña para liderar, llena de dolores internos que no le permitían guiar a esas lobas con seguridad. Además, temía por su sobrino, y no porque no se llevaran bien, pues no se llevaban de ninguna forma. Antes de la enfermedad de su hermana no había ni conocido al peculiar cachorro, pero ahora que venía a conocerlo ya era todo un hombre y el tiempo perdido no parecía poder ser recuperado, sobre todo por el estado de él. Estaba algo trastornado, desde la muerte de su madre se la había pasado internado en el bosque y Ademia sabía a ciencia cierta que no había vuelto a su forma humana ni una sola vez. Quizá quería dejarse dominar por la salvaje herencia que corría por sus venas y convertirse en un lobo verdadero, no lo sabía, pero intuía que parte del motivo por el cual no volvía a la casa era ella o su apariencia, mejor dicho. Con su hermana habían sido mellizas y aunque no idénticas, el parecido entre ellas era bastante y eso no debía ser algo fácil para el joven, ahora huérfano. Ademia quería amainar su dolor como única familia, pero no sabía cómo, al ser ella alguien hosca que no tenía idea de cómo consolarse a sí misma de sus propias penas. Se cortó el pelo, a ver si él regresaba, pero no pudo saber si eso ayudó, porque Nilah no volvió a enfrentar su rostro en años.

El lobo negro se volvió a ir.

Caminó por una senda de oscuridad y violencia instintiva durante mucho tiempo. No sólo él, sino el mundo se había convertido en un lugar más oscuro y Nilah se adaptaba como las sombras a él. No hacía daño sino a sí mismo, se maltrataba, quería padecer y la crueldad de ese mundo era ideal para asesinarlo lentamente, así como se lo merecía. Despacio y doloroso, deseaba que su muerte fuera vengativa con él y congelara su corazón al punto de que este se quebrase al golpearlo. Deseaba recibir el castigo que se le daba a los monstruos.

La calamidad acechaba los pueblos como un manto negro que absorbía las almas y llenaba de temor el aire. Entre los arbustos, se podían oír las pisadas de la bestia. Y en las noches, aullidos horrorosos inundaban el ambiente y los pueblerinos sentían como si el innombrable les respirara en la nuca. Pero no había ganado muerto, ni jóvenes desaparecidas, mucho menos valientes guerreros mutilados, tan sólo una atormentada presencia que les succionaba el aliento y no les dejaba dormir tranquilos por las noches. Allí se quedaba, nunca se iba.

Tantos años de oscuridad.

Hasta que un día, aquella horrible bestia, que merodeaba por las calles sin vergüenza alguna ni aprensión por los trinches, se topó con dos niñitos vagabundos tirados afuera de una iglesia. La noche desconsideradamente helada no tenía piedad de sus deditos descalzos ni de sus narices rotas por la congelación. El niño y la niña, al verlo, trastocados por el hambre y el frío, hicieron a un lado su sentido común y arrastrándose por el suelo, abrazaron por las patas a la colosal criatura, desesperados por obtener migajas de ese bendecido calor. La bestia, atónita, no alcanzó a reaccionar cuando sintió que el agarre de los infantes se deshacía y caían uno sobre el otro, besados por la poderosa muerte.

Murieron de frío. Murieron de hambre. Murieron de peste. Murieron en la calle.

Ademia quedó boquiabierta cuando vio a Nilah en la entrada de Amor omnia vincit. Venía vestido como un caballero, regio en su traje y abrigado bajo una capa gruesa de terciopelo negro. Sus ojos ennegrecidos brillaban como cuando era un niño y su sonrisa decía que había vuelto a su hogar. Ambos se fundieron en un abrazo que pactó un silencioso acuerdo entre alfa y protector; entre familia.

Ya no se iría, y si lo hacía, volvería al hogar donde le esperaban.

—Déjate crecer el pelo, Ademia, está bien.

Así, Nilah pasó sus años entre idas y venidas. La paz en el Norte era sin igual. Afuera, apreciaba cómo los humanos avanzaban hacia el retroceso y cómo mientras más poder e inteligencia poseían, más burdos se volvían. En uno de sus viajes conoció a Misha, un lobo ruso y escandaloso que no tenía idea de sí mismo ni de su especie. También conoció a Aberración, el ser más perturbador como poderoso que podría existir. Conoció a muchas personas, hizo amistades, quiso, se despidió, volvió, se fue, y la juventud eterna pasó como un soplido primaveral, cálido y efímero.

Hasta que un día comenzó a enfriarse.

Lo demás es historia. Los humanos, su caída, las manadas, los monstruos y uniones que parecían aire, presentes, pero invisibles. La vida había sido gentil con él a pesar de todo, se decía a sí mismo al creerse cerca del congelamiento, pero una inusitada tristeza le invadía al pensar que cierta maldición se cernía sobre los Velkan, que les privaba de ser amados. Eso era lo que pensaba un día, el mismo en el cual percibió el olor a miedo, polvo, hojas y soledad. Era ella y se esfumó. Aunque no importaba ya.

Porque era suficiente razón para resurgir de la oscuridad habiendo conocido la luz.

Volviendo a su presente, notó que la mañana había llegado y supo que ella no había dormido en toda la noche. Le había estado mirando largo rato, casi pudo sentir cómo sus ojos recorrían su cuerpo con curiosidad inagotable. Al observar su cuerpo desnudo y pacífica faz por lo que fueron horas, la humana había descubierto todos sus secretos. Logró identificar su esencia: dulce como ninguna y su tierna amargura, víctima de haber amado y perdido a la vez. Níniel reconoció en los músculos que acarició una profunda fuerza que traspasaba las barreras del poder, la que fue alcanzada al lograr levantarse cuando no tenía deseos de dejar el suelo. Y ella le amó, Nilah lo supo cuando sollozante anheló sus besos, su existencia y su alma que le correspondía. Ella lo deseó porque sabía que era suyo y parte de sí misma. Ese hombre que dormitaba profundo le había entregado fielmente su corazón a ella, Níniel; la chamán humana, quien deseaba que Nilah tuviese una larga vida para seguir disfrutando de noches plácidas como aquella.

La calamidad era una criatura magnífica.

Nilah despertó con el conocimiento de todas estas cosas, pues el alma de su amada se las transmitía con pasmosa claridad. Y sonrió al percatarse de que cuando él hizo amago de despertar, ella fingió dormir, como lo haría una niña. Aprovechó su falso dormitar para admirarla en toda su honestidad, carente de ropajes y polvos que ocultaran quién era ella. Había sido especial, inocente, curiosa, deseosa, tanto que el sólo recuerdo lo acaloró. Cuando se unieron él lloró como un niño, tan feliz que le dolía el corazón, ese que creyó congelado y que se resquebrajó al sumergirse en ella, su compañera.

Suspiró encantado, rozando con sus dedos un largo mechón de cabello ébano. Percibió la tensión de las mejillas femeninas, luchando por no arrebolarse en una sonrisa. Níniel abrió sus ojos de plata y le miró. En ese instante Nilah creyó que Nana nunca lo había querido para sí misma, sino para la humana, por lo que permaneció dormida, pero presente en la humana, esperando el momento para manifestarse. Ya sea por el destino o por la gracia de la diosa, se había efectuado otro milagro.

Ojalá la pequeña loba pudiese descansar en paz.

Níniel, como leyendo sus pensamientos, puso una cara muy seria. La joven titubeó antes de acercarse a él y posar su mano en el pecho masculino. Nilah suspiró, complacido por su toque, pues jamás pensó realmente que ese día llegaría. Con sus ojos cerrados mientras disfrutaba el contacto, se sorprendió al sentir los labios resecos de su amada sobre los suyos. Le había besado.

—¿Lo hice bien? —preguntó en un susurro—. ¿El beso?

Nilah emitió una risa chispeante.

—Sí, lo hiciste perfecto.

El lobo percibió su alegría por haber sido adulada hasta que otra vez la ola de preocupación la embargó. Algo la inquietaba, y, por ende, a él también.

—¿Sucede algo? —inquirió, dubitativo. Ella asintió con pesar.

—Hay algo que debo hacer hoy... en la noche.

Nilah volteó a verla con los ojos muy abiertos.

—Pero hoy es luna llena.

Una sombra cubrió a la joven.

—Lo sé.

El licántropo sintió un nudo en la garganta que amenazaba con no dejarlo respirar. El vínculo esa noche forjado gracias a la unión de sus cuerpos y almas había activado todos los instintos primitivos que siempre luchaba por gobernar. Níniel quería salir durante esa peligrosa noche, seguramente por algo relacionado con su madre y aquello no vaticinaba nada bueno. ¿Cómo lidiar con eso sin sentirse posesivo ni sobreprotector? Deseaba decirle un rotundo no, que cómo se le ocurría tal cosa, que no le permitiría salir, pero ¿cuándo ella le había pedido autorización? Y, ¿qué exactamente le daría potestad para impedirle salir? Como un golpe inesperado le llegó un recuerdo; los ojos de su madre cuando hablaba de viajes y aventuras. Los ojos dorados de la dama Velkan gritaban un mudo "jamás", pero ella munca cortó sus alas.

Descorazonado, se dio cuenta de que nadie podría detenerla a Níniel en su senda y que él no sería el primero, al igual como su madre no lo detuvo en la suya. La joven debía hacer lo que tenía que hacer y él en su devoto corazón de lobo esperaría a que volviera. Debía ser un espectador del renacer de su doncella y alzar sus plegarias a la diosa para que favoreciera a su amada y le permitiera alcanzar su objetivo con entereza.

Él ya no tenía miedo.

—Estaré aquí esperándote, en nuestro hogar.

Porque ahora sería Nilah quien esperaría —orando a la luna— a ese alguien que estaba por regresar.


¡PRIMER CAPÍTULO DEL AÑO!
*léase con voz de Germán rockeando*

Antes que nada, ¡feliz 2022! Le tengo mucha fe a este año, ¡ojalá nos vaya bien a todos!

Y como regalo, un capítulo groso, de 4000 palabras. ¡Sus impresiones y demás sería genial leerlas aquí!

Ya que se acabaron las fiestas, creo que podré volver a actualizar los viernes. ¡Gracias por la paciencia!

Déjame un voto, comentario y comparte, please Marce pleeeeese.

¡Nos leemos!

HLena.

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