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9 - Amor (Parte 1)

Dandara

La vida se ha vuelto tan rara y diferente que ya no me deja dormir.

La primera noche después de haber cuidado a Vladimir, de haberle contado toda mi historia, de que me hablara de su familia, de su persona, de todo lo que lo convierte en él... Realmente se sintió como si supiera muchas cosas de las cuales no merecía enterarme; se sentía realmente como haberme metido en un asunto que ni siquiera era mío. Y se sentía como si él de repente supiera todo de mí, tanto que resultaba incómodo; y al mismo tiempo, tanto que resultaba pacífico.

Solo pude pensar en eso mientras estaba en la cama, dando vueltas, intentando conciliar el sueño para que eso calmara mi mente, como si funcionara así y no al revés. Pensaba en cómo Vladimir me había hecho sentir un tipo de confianza y calma muy familiar y muy nuevo a la vez, de los que me arrepentí en ese momento y a veces ahora me sigo retractando; esa confianza que me hizo contarle uno de los peores y más privados momentos de mi vida, y esa calma que no me decía "todo está bien ahora", sino "todo va a estar bien siempre".

El tipo de calma que me pone ansiosa de una u otra forma; que hace que mi corazón lata con fuerza, que mi apetito se vaya y dé lugar a mariposas, y que enrojezca de repente pensando en lo bien que me siento.

¿Me habrá visto? ¿Me habrá visto enrojecer?

Realmente espero que no; yo sé lo que estaría pensando de ser así, y es justo lo que yo también pienso; justo lo que no quiero que ocurra, por orgullo, por mi experiencia, por lo que sea.

Solamente... no quiero que sea así.

Eso es lo que me mantuvo despierta por esa noche y todas las siguientes, en las cuales apenas estuve en los brazos de Morfeo por apenas unas cuatro horas diarias. Cinco días después, aún no se arregla; aún hay insomnio y confusión, ansiedad por cosas que tal vez nunca debieron pasar, por otras cuantas que están pasando y por muchas que podrían ocurrir. Que van a ocurrir.

Es el quinto día que despierto en una mañana pacífica, sin ningún tipo de ruido pasando por las paredes; sin rasguños de un gato en las ventanas, sin la risa de alguien que me quiere hacer la vida imposible, sin una sola broma hecha hacia mi persona. Es un día tan normal como podría querer; tan normal que es extraño. Aún no puedo acostumbrarme; se siente... tan incorrecto.

Intento ignorarlo mientras reviso la cocina para darme cuenta de que ya no tengo tocino; el estómago me gruñe específicamente por eso, así que me limito a gruñir también y cerrar el refrigerador; me dirijo al cuarto y luego al baño. Me doy una ducha y me visto con lo primero que veo; no mucho estilo, no mucha belleza, pero de todas formas los suficientes para ir a la tienda de Doña Margarita.

El camino hacia allá está soleado, es casi como si las casas y los árboles no hicieran ni siquiera un poco de sombra. Yo me encojo de hombros e intento relajar el cuerpo mientras siento las enormes piedras bajo las plantas de mis pies.

Siento que apenas he dado muy pocos pasos cuando por fin veo una sombra, realmente oscura y con una forma peculiar que llega a resultarme familiar. Me da asco y vergüenza lo rápido que me volteo para ver a Vladimir, y la sonrisa que tengo mientras lo hago. Las mariposas volviendo a mi estómago y haciéndome olvidar que hace unos minutos quería tocino.

—Hola —saludo, mas casi sin voz, casi nerviosa y odiando ese ánimo tan estúpido.

—Hola —saluda él, mucho más tranquilo que yo, sonriendo con mucha más facilidad, sintiéndose en tanta confianza... Y no parece que esté arrepentido de ésta—. Quería preguntarte algo.

—¿Querías?

—Quiero, perdón.

Mi corazón se salta un latido, y los siguientes son irregulares. Trago saliva en un intento completamente inútil de calmarme.

—Dime —Termino pronunciando en un hilo de voz, aún intranquila.

—¿Quieres comer en mi casa? A las tres.

—¡¿Por qué?! —grito en sorpresa sin siquiera pensarlo primero; casi en el momento, me invade el miedo de haber sonado grosera; no es algo que quiero que ocurra después de que ya todo está bien, de que estamos en paz.

Pero él no parece tomarlo mal, sino que ríe levemente y luego se explica, tranquilo, con tanta tranquilidad que me da envidia:

—Siento que te debo algo por haberme hecho la cena el otro día.

—Yo era quien te debía eso.

—Yo también estoy en deuda; no preguntes por qué, solo acéptalo.

No sé si se refiere a aceptar su deuda o a aceptar la comida, pero lo cierto es que no sé cómo negarme a ninguna de esas dos cosas. ¿Realmente puedo decirle que no? Las mariposas me ruegan para que no le diga que no, y desobedecerlas dolería; lo sé porque me duele solamente pensar en eso.

—Nos vemos a las tres entonces —Le digo, y de inmediato me pregunto por qué hice eso. Siento que podría golpearme la cabeza solo por eso... Pero no lo hago, solo me despido de Vladimir y continúo mi camino.

Con solamente dejar de mirarlo, mi estómago se siente vacío de nuevo, y vuelvo a querer el tocino.

El reloj en la pared de la cocina dice que son las dos con cincuenta minutos de la tarde; yo de repente tengo náuseas, tengo nervios, tengo...

Siento que podría morir en cualquier momento, en un futuro realmente cercano, y la idea me causa pánico.

A pesar de todo, salgo de la casa; sería grosero no ir, en especial por estas razones absurdas; no estoy realmente indispuesta, solo ansiosa, o al menos eso es lo que quiero creer. Y, de todas formas, a pesar de todo, tengo muchas ganas de ir; se siente como una necesidad dentro de mi pecho y estómago, y me va a consumir por completo un dolor en el cuerpo entero si no hago esto; si no llego a su casa y como con él.

La caminata vuelve a sentirse corta; tal vez por fin estoy acostumbrada. Incluso con nervios y silencio, ya casi cualquier camino es de un largo decente, y ya no es cansado; cada vez me duelen menos los pies; cada vez mis piernas se sienten mejor.

O bueno, se sienten bien hasta que toco la puerta de Vladimir; entonces empiezan a temblar, de forma tan intensa que me da miedo. Tiemblan más. Tiemblan hasta que está frente a mí; parece que intentan actuar normal, tal como lo procura el resto de mi cuerpo.

—Hola —murmuro, aún nerviosa.

—Hola —Él vuelve a saludar de manera tranquila, con una sonrisa perfecta y calmada. Otra vez siento una envidia que amenaza con invadirme y matarme como una enfermedad.

Pero me la trago y entro a su casa, sintiendo el olor de pollo y mantequilla. Eso es la comida: Milanesa de pollo cocinada de la mejor manera, con arroz primavera. Las mariposas no aparecen, simplemente mis tripas gruñen y se me hace agua la boca. Camino hacia los sartenes para servirme mi plato, pero Vladimir se adelanta: Hay un plato listo en la encimera y ya está sirviendo el segundo, con las porciones perfectas, justo lo que creo que puedo y debo comer.

A veces me conoce muy bien sin necesidad de hacerme preguntas. Me revuelve el estómago de una forma muy peculiar, que reconozco de inmediato... Y quiero que se detenga. No quiero aceptarla; no quiero que se convierta en otra parte de mí.

Dejo de querer eso en cuanto empiezo a comer y la conversación inicia también; me distraigo por completo, inmersa en las historias que Vladimir cuenta sobre su infancia y que a veces llegan a recordarme a la mía, a pesar de la gran diferencia de escenarios y personas que existe. Yo le cuento anécdotas también, en especial las más felices, las que en realidad no revelan mucho de mí; ahora decido no dejarme llevar por la comodidad del momento ni por lo especial que pueda sentirse.

Porque sí, la verdad es que se siente especial; es una felicidad distinta a la habitual. Y quiero gritar por ello; gritar porque no logro soportarlo, porque aún no sé cómo disfrutarlo o quererlo. Sé perfectamente qué es lo que significa... Y lo voy a seguir ignorando.

O al menos eso es lo que quiero; lo que no se me permite durante todos los siguientes días, cuando Vladimir me habla y me busca todo el tiempo y yo soy muy débil para decirle que no; cuando cosechamos fresas juntos, comemos en su casa o en la mía, compartimos un sofá para hablar, cuando me regala leche, huevos y muchas otras cosas que antes jamás me hubiera ofrecido.

Y mucho menos puedo ignorarlo cuando la demás gente del pueblo empieza a notar que ahora nos comportamos diferente, que Vladimir por fin habla con alguien y lo hace seguido, que ahora nos visitamos frecuentemente, que se nota que hay amor allí.

Todos dicen que Vladimir está estrenando pareja, y la chica nueva del pueblo también. Eso solo puede significar una cosa, ¿verdad?

Solo que esa cosa no es algo cierto, incluso si suena bien o muy posible.

A pesar de todo, la idea no se quita de la cabeza de nadie, y siempre lo cuentan como si fuera lo mejor o lo más interesante que hubiera ocurrido en este pueblo.

—¡¿Cómo que eres novia de Vladimir?! —Me pregunta una vez Mónica, quedándose con la boca abierta aún después del grito.

—No lo soy —Intento explicarle mientras tomo el café que me ofreció, intentando ignorar toda la tensión que siento.

—¿Pero te gusta?

La respuesta es clara, pero aún no la acepto, solo enrojezco y dejo que ella también se dé cuenta.

—Claro que te gusta.

Solo esa frase me enciende... algo. Todavía más pánico que antes, pero no por evitar el sentimiento, sino por el hecho de estar de frente a éste; ya no se presenta como un pensamiento en mi cabeza que podría evitar, ni como un rumor al que podría hacer oídos sordos. Ya no es una pregunta ni un chisme; ya no es solamente ansiedad o molestia. Ahora es una verdad contundente que se me escupe a la cara, que me golpea directamente en vez de solo pasarme por un lado.

Y entonces sigo enrojeciendo. Oculto mi cara y pienso en lo feliz que me sentí esta mañana cuando comí específicamente los huevos que me había dado Vladimir; lo feliz que me siento cuando él hace de comer para mí o cuando carga mis canastas con fresas o compras.

Hay amor allí. Podría haberlo en mí también.

Bueno, no, no podría. Lo hay.

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