7 - Patadas de vaca
Camino lento mientras las gallinas me siguen, con sus pasos cortos y torpes; miro hacia atrás para ver si no me hace falta ninguna, a pesar de que dudo de siquiera poder darme cuenta en caso de que alguna se haya ido; ¿cuántas son? ¿Cómo se ven? No lo recuerdo en lo absoluto; incluso podría decir que lo ignoro totalmente.
Aún así, creo que las tengo a todas aún, y con eso es suficiente. Con creer.
Llego a la casa de Vladimir, y veo el corral casi vacío que hay a un lado; a los pocos segundos, puedo ver también cómo las gallinas que me estaban siguiendo corren hacia aquellas que aún quedaban dentro; cacarean tal como creí que lo harían, y me doy cuenta de que este es quizá el mejor suceso de sus vidas. Y de pronto me siento mal por haberles arrebatado a sus amigas y familia por tanto tiempo.
La gallina hiperactiva entre mis brazos empieza a picotear a sus compañeras y a lastimarme los dedos como hizo el día en el cual me la llevé, y entiendo que es momento de dejarlas ir. Me inclino hasta que sus patitas tocan el suelo, y reduzco la fuerza de mi agarre hasta que éste se desvanece por completo. Mis brazos ya no las limitan, y las gallinas, viéndose libres, van corriendo hasta que llegan con las demás; se unen al coro de cacareos felices y yo no puedo evitar sonreír, en una mezcla de ternura y orgullo.
Y entonces veo algo que me borra el gesto y todas esas emociones por completo.
Vladimir viene caminando desde su patio trasero; pasa por un lado del corral y permanece cabizbajo, con una mano cubriéndole el rostro. Lo escucho quejarse repetidas veces; gime de dolor. Luego levanta la cara, quizá sin siquiera tener idea de que estoy allí, viéndolo.
Hay sangre corriendo por todo su rostro.
Mi orgullo de pronto ya no existe; lo único que hay en mi interior es lástima y preocupación. Me muerdo el labio y mis dientes se niegan por completo a soltarlo. Aún así, logro gritarle a la distancia:
—¡Vladimir!
Él se ve realmente sorprendido por mi presencia, quizá aún sin haber visto sus gallinas, o habiéndolas visto pero sin esperar que yo quisiera hablar con él.
No me habla, pero me sigue mirando, ignorando por completo su propio sangrado, ignorando que el color rojo le estorba a la visión; ignorando que, muy probablemente, su cara duele. Y sigue en completo silencio mientras intenta entender mi presencia.
¿O está intentando decirme que me vaya?
A pesar de todo, me acerco; me acerco mientras lo miro, esperando que note la pregunta en mis ojos. Parece hacerlo, pero la ignora completamente, y entonces me veo forzada a hablar:
—¿Estás bien?
Me siento casi estúpida por preguntarlo.
Él inhala y exhala de la forma más ruidosa posible; luego me mira como si fuera la persona más molesta del mundo, y me sorprende aún sabiendo que en sus ojos realmente lo soy.
Luego, suspira.
—No.
Esa confirmación hace que me muerda el labio otra vez, aunque por mucho menos tiempo; ahora tardo menos en reaccionar y volver a hablar:
—¿Qué te pasó? —Casi después de cuestionarlo, me doy cuenta de que esa no es ni de cerca la pregunta correcta; me hace ver como una chismosa, que lo soy, pero no es la imagen adecuada en este momento. Tengo que verme preocupada; o al menos eso es lo que creo ahora, ahora que soy débil ante la sangre que cubre su cara—. Eh... ¿Quieres que te lleve con un doctor? ¿Hay doctores aquí?
—Sí, hay uno, pero... No lo necesito.
Hay algo en mí que me dice que sí, y que debería llevarlo incluso si no quiere; que me necesita y necesita que lo cuide, aún si me detesta o si quiere hacerse el muy independiente.
Aprieto los labios y la mirada que me da de pronto cambia mucho; se suaviza y al mismo tiempo denota cierto temor ante mi decisión; porque él lo sabe, estoy decidida, soy y seré tan terca como siempre.
Aún así, espera a que hable antes de darme cualquier indicación o de siquiera abrir la boca otra vez:
—Voy a llevarte con el médico, quieras o no.
Casi de inmediato, empieza a darme las indicaciones para llegar al consultorio.
Pensé que sería un consultorio.
Al final, una vez llegada al edificio, resulta que el doctor se encuentra en un gran hospital que dudo de por qué sería necesitado en un pueblo con solo seis personas y solamente un doctor. A través de las ventanas, la luz en casi todos los cuartos se ve apagada, y no hay siluetas de ningún tipo, ni una sola señal de vida. Las paredes están cubiertas de polvo y mugre; mi desconfianza solamente sube y sube conforme me acerco más a la puerta, y me pregunto si Vladimir me trajo aquí para matarme y terminar con esta absurda rivalidad.
¿Tiene sentido pensar eso?
La otra vez, cuando me quiso golpear —o al menos eso parecía—, se contuvo perfectamente y se fue. Lo pregunto otra vez: ¿Tiene sentido?
¿Habrá fantasmas aquí?
Eso tiene aún menos lógica. Debo dejar de pensar, es la única forma de dejar de verme tan tonta.
Como en cualquier buena película de terror, el cielo se va nublando mientras me tenso; el suelo se oscurece por la cantidad de sombra y casi todo a mi alrededor se ve negro o al menos grisáceo. Me asusta cada vez más, pero Vladimir se ve muy tranquilo, como si fuera normal que las nubes vinieran siempre tan de repente al cielo de este pueblo.
—¿No tienes miedo? —Me atrevo a interrogar, sabiendo que la pregunta es absurda.
—No.
Claramente no.
Suspiro mientras seguimos caminando.
Finalmente, después de varios pasos, estamos frente a la puerta; yo la golpeo de forma suave mientras Vladimir me mira con extrañeza, como diciéndome que eso no debería hacerse, o que simplemente jamás se hace. Entonces la empuja y entra como si estuviera llegando a su propia casa, o a la tienda de su madre, a esos lugares para los cuales no necesita invitación.
... Bueno, un hospital es uno de esos.
Entro detrás de él y miro hacia mi alrededor; el interior es realmente blanco y brillante. Contrasta con el paisaje que había allá afuera; allí era miedo, acá es calma, calma por los colores que hay y por la leve sonrisa de la recepcionista, que nos mira como si siempre hubiera esperado que nos presentáramos aquí, frente a ella; como si fuéramos lo mejor que le ha ocurrido en la vida.
—¡Hola! —Saludo antes de que ella lo haga. El brillo en sus ojos me responde. Luego veo cómo se acaricia el abdomen aún mientras nos mira; dudo... Y luego lo suelto—: ¿Felicidades?
—¡Sí, muchísimas! —exclama con alegría y se echa a reír, realmente feliz; se la nota muy cómoda, como si estuviera hablando con cualquier vieja amiga, como si hubiera ido a la primaria conmigo y me hubiera amado en ese entonces. Una vez su carcajada se detiene, sus ojos vuelven a fijarse en nosotros, e interroga—: ¿Vienen a ver a mi marido?
Por un momento la pregunta me descoloca.
—Su marido es el doctor —dice Vladimir a mi oído, y me siento estúpida.
—Sí, ya sabía —respondo yo, intentando que no sepa sobre la humillación que padezco.
Pero se ríe; la reconoce perfectamente. Yo no tengo muchas opciones, solamente enrojecer y preguntarme si es por mi vergüenza o por lo hermosa que encuentro su sonrisa, leve, pero que muestra todos sus dientes, blanquecinos.
—¿Por qué el hospital es tan grande? Digo, solo hay un médico —Le pregunto a Vladimir mientras caminamos hacia el consultorio del doctor.
Por primera vez, no me mira como si mis dudas fueran estúpidas, sino que empieza a contar la historia con toda naturalidad, como si hubiera estado años queriendo hacerlo:
—Antes había muchos médicos y se usaba mucho; luego... Bueno... Hubo una epidemia, o algo así. Mucha gente se enfermó de influenza y murió por complicaciones; la mayoría de los médicos fallecieron también, en especial los ancianos. Los que no murieron en ese tiempo, de todas formas se fueron después por su edad. De hecho, por unos... dos o tres años ni siquiera hubo un solo médico; cualquier enfermedad o molestia nos obligaba a ir a la ciudad o esperar a curarnos. Luego el doctor nos encontró.
—¿Los encontró?
—Sí, nos encontró —insiste—. Por el reportaje de un lugar casi despoblado donde no hay ningún médico. Él dijo que sintió que debía ayudarnos, y dejó su trabajo en un hospital privado para venir aquí.
—Eso fue muy amable de su parte.
—¿A tí qué te hizo venir? —preguntó después el hombre, ignorando por completo mi comentario. No lo juzgo, de todas formas; en su lugar, yo también lo habría hecho; fue un diálogo muy... plano.
—Yo...
Antes de que pueda hablar de mi deseo de muerte, nos encontramos con la puerta del consultorio del doctor, justo al final del pasillo; es traslúcida, me deja ver a la perfección la luz blanquecina que hay detrás. No hay ninguna sombra; se ve tan abandonado como el resto del edificio, y hay tanto silencio...
Toco la puerta.
Otra vez, Vladimir continúa solamente abriéndola.
—Adelante —dice el doctor después de que Vladimir ya se ha sentado; parece estar leyendo algo en una carpeta. Luego levanta la mirada—. ¡Vladimir!
—Tadeo —pronuncia con indiferencia mientras lo mira a través de la sangre.
—¡¿Qué mierda te pasó?! —El doctor le habla como si fueran amigos de toda la vida; Vladimir lo sigue mirando como si fuera un completo extraño, o incluso como si fuera alguien a quien conoce bien pero detesta con toda su alma.
En fin, la misma mirada que le da a absolutamente todo el mundo.
Suspira y luego da respuesta, sabiendo que es su única opción, o tal vez solamente queriendo desahogarse:
—Me pateó una vaca.
Tadeo se echa a reír de la forma más genuina posible, desatendiendo a su paciente por unos segundos que llegan a parecer eternos.
—¡No me digas! ¡¿Cuál fue?! —cuestiona mientras sigue riendo—. Déjame adivinar... ¡Patricia!
—Sí, fue Patricia.
—¡Otra vez! Qué bárbara... —comenta mientras empieza a limpiarle la cara, tallando bien para quitar toda la sangre que ya se ha secado. Y a pesar de ello, su piel sigue viéndose algo rojiza cuando el líquido se ha ido—. No te lastimó tanto, solamente fue en la cabeza; por eso sangró mucho. Solo... come algo y reposa. Y que ella te esté viendo, por si algo se complica, pues vuelves aquí —dice mientras me señala; a mí casi se me sale preguntar por qué debo ser yo quien lo cuide.
Pero me mantengo callada y asiento con la cabeza.
—Gracias —murmura Vladimir con esa amargura que lo caracteriza; él tampoco parece muy feliz con la idea. Aprieta la mandíbula mientras me mira.
A pesar de eso, intenta comportarse mejor y verse más amable mientras paga por el servicio y sale del consultorio junto a mí.
—Entonces... Vas a ir a tu casa, ¿no? —cuestiona, probablemente queriendo darme a entender que no disfruta mi presencia.
—No.
—¿Por?
—El doctor dijo que me quedara contigo —insisto, a pesar de que a mí tampoco me agrada la idea de quedarme con él y verlo por horas. O al menos eso es lo que quiero pensar.
Él suspira y luego acepta mi terquedad; sabe que no puede hacer nada en contra de ello.
—Bueno, ven conmigo.
Y caminamos.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro