5 - El odio de un gato
Estoy de vuelta en la tienda de Doña Margarita; estoy, en realidad, en el mismo cuartito de las verduras, y no sé qué estoy buscando allí, si yo puedo jurar que todas mis compras están hechas. Paseo por todos lados en busca de un recuerdo que jamás llega.
Eso sí, por un momento siento recordarlo cuando paso junto a las papas y Vladimir está allí otra vez. Siento... emoción, incluso.
Sí, esto es. Tienen que ser las papas; no puede ser Vladimir. Quizá quería papas para comer después de haber plantado todas las que compré ayer; aunque no recuerdo haberlas plantado todas ayer... Pero tiene que ser esto; tienen que ser las papas. No puede ser él, no puede... En serio no puede.
Mi mano se acerca a las papas y roza la de Vladimir tal como el día de ayer; siento exactamente lo mismo que aquella vez, pero miles de veces más intenso; así, termino con ganas de huir desde el primer momento. Pero necesito llevarme las papas. Pero siento que necesito algo más, y que lo necesito más de lo que necesito cualquier tubérculo o verdura.
De pronto no sé qué estoy pensando ni qué estoy haciendo; en un solo parpadeo, mi mano está sujetando fuerte el cuello de la camisa de Vladimir, nuestros rostros están tan cerca otra vez, otra vez la tentación es algo tan fuerte... Tan fuerte que, en otro abrir y cerrar de ojos, la obedezco; así, mis labios se encuentran con los de Vladimir, que no se opone a mis acciones, y es algo tan placentero...
Pero también algo que no quiero hacer, o que al menos no debería querer hacer; algo que me convierte en la perdedora de las guerras que hemos tenido.
Me separo de inmediato, pero no logro irme; mis mejillas están calientes, todo mi cuerpo lo está. Quiero huir otra vez, pero estoy paralizada...
Entonces se escucha un chillido muy cerca de mis oídos. Todo lo que veo desaparece de repente y abre paso a un color rojo y molesto.
Me doy cuenta del detalle más humillante de todo esto: Fue un sueño.
Qué asco de sueño.
Qué puto asco de sueño.
Abro los ojos y luego los cierro de nuevo; los aprieto mientras vuelvo a escuchar el chirrido, doloroso en mis oídos, acompañado por el maullido de un gato.
Y siento que puedo reconocer ese sonido. Siento que puedo reconocer también la risa del hombre que se ríe junto al animal, hermosa e irritante a partes iguales. Entonces me siento aún más arrepentida de todas mis debilidades de ayer, y del sueño que acabo de tener; mi orgullo debería estar ganando. Mi orgullo va a ganar.
Necesito enfrentarme a él y convencerlo de una vez por todas de que no le conviene intentar molestarme; que no le conviene, en realidad, lograrlo.
Me levanto de la cama y miro hacia la ventana; allí está el mismo gato naranja que me tiró estiércol a los pies ayer, con las uñas bien filosas y muy cerca de la ventana; tenía toda la intención de volver a rasguñar mi ventana. Tiro un zapato hacia ésta y lo veo mientras salta; escucho su maullido de terror y a Vladimir preguntándole si se encuentra bien, con una preocupación que se oye tan genuina... Ahora soy yo quien ríe, en una carcajada que no logro controlar y que se siente realmente placentera, que parece sanarme completamente por unos cuantos segundos.
Solo dejo de reír cuando golpean la ventana de vuelta; hace un estruendo tal que me hace pensar que ahora está a punto de romperse, aunque se ve bien, sin fisura alguna, una vez que volteo hacia arriba. Tal como siempre, el único defecto que tiene ese vidrio es que no haya ni una sola cortina para cubrirlo.
Suspiro de alivio; luego mi rabia regresa al escuchar de nuevo a Vladimir:
—¡Nadie se ríe de Roberto, maldita!
Roberto. El gato se llama Roberto. Vladimir ha delatado su propia falta de creatividad, y yo solo puedo reírme mientras lo escucho murmurar como si de verdad le hubiera hecho la peor de las ofensas con solamente reírme de su gato.
Al poco tiempo, total silencio. Y pienso en la probabilidad de simplemente volverme a dormir; en realidad, lo intento, y fallo rotundamente. Ya había despertado lo suficiente, solo había subestimado mi capacidad de mantenerme así, tan viva, tan poco cansada, tan atenta al mundo.
Entonces me doy cuenta de que es momento de salir al menos al patio, y eso es lo que hago, dirigiéndome al lavadero de forma automática para darme cuenta de que hay mal olor, de que empeora mientras más me acerco a mis zapatos; es distinto al del estiércol y mucho más intenso. También mucho más reconocible.
Jamás podría confundir el olor de la orina de gato.
Y allí está, una mancha amarillenta enorme en mis zapatos, y un charco de más o menos el mismo color a su alrededor, abarcando todo el lavadero. Me hace apretar los puños; me hace suspirar; me hace gruñir; me hace, incluso, sufrir; se siente como si mi corazón se rompiera aún sin razones para hacerlo.
Debería hacer que Vladimir los lavara.
Suspiro. A pesar de mi pensamiento y de las fuertes ganas que tengo de salir corriendo a su casa a tocar su puerta con la misma furia con la cual hace dos días él golpeó la mía, no hago nada; me quedo con los puños apretados hasta que logro sentir cierta calma y tomo otra decisión: Dar una caminata alrededor de mi casa, solamente procrastinando el limpiar mis zapatos; limpiarlos por mí misma, yo sola...
Lo que finalmente me hace decidir que Vladimir debe lavarlos es la misma razón por la cual no termino de dar la vuelta: El shock al darme cuenta de que los arbustos de fresas en mi patio han quedado completamente destruidos; las pequeñas flores blancas que le estaban creciendo se encuentran tiradas por todas partes del suelo, y no hay ni una sola parte de las plantas que siga sujeta al suelo. He perdido esos arbustos para siempre.
Entonces siento un dolor más intenso, más verdadero; no entiendo en lo absoluto sus razones o existencia, pero entiendo sus órdenes, y las obedezco.
Regreso al patio trasero por mis zapatos, y no me importa ensuciarme las manos haciéndolo. Así, salgo corriendo hacia la casa de mi vecino; toco su puerta sin importarme lo loca y estúpida que debo estarme viendo en este preciso momento, y sin pensar siquiera en si está en su casa justo ahora o no.
Tengo la suerte de que está, y de que sale; primero está su rostro amigable, el que solo conozco por unos pocos segundos, el que desaparece cuando se da cuenta de que está hablando conmigo.
—¿Qué quieres? —pregunta, en un tono muy bajo para ser verdad.
—Quiero que laves mis zapatos —digo, siendo directa desde el principio; siendo directa solamente para escucharlo reírse en mi cara, como si hubiera contado el mejor chiste de la historia.
Entonces se agacha y se acerca a mi rostro, y yo ruego al cielo no volver a verme tan débil como ayer, no tener que volver a huir, no tener que volver a soñar con un momento como este...
—No —pronuncia, y entonces vuelvo a la realidad. La realidad en la cual tengo millones de razones para estar enojada y jamás fantasear con besarlo.
—Sí.
—No.
—Sí.
—Oblígame.
Preferiría que me hubiera obligado a callarlo; sería más rápido y no requeriría pensar tanto. Pero sé que me está pidiendo que lo obligue a limpiar mis zapatos. De todas formas puedo hacerlo; siempre tengo el ingenio para salir ganando, y esta no será la excepción.
Pero sin tener ideas aún, suspiro y veo cómo me cierra la puerta en la cara; luego escucho el cacareo de una gallina, y me volteo para contemplar cómo varias de esas caminan en un corralito al lado de la casa.
¿Serán de Vladimir? Creo que lo son.
Tengo una idea... hilarante.
Tan hilarante que no me la saco de la cabeza, y lo sé: No hay forma de que no lo haga.
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