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4 - Debilidad


El día de hoy es el primero en el cual no tengo ese temor al despertarme; el primer día en el cual no siento que debería estar en otro lugar, cubierta por otras sábanas, viendo otros colores; viendo solo gris y azul en vez de todo el marrón que me rodea ahora.

Esta es mi casa; por fin mi cerebro lo reconoce. ¿O es mi corazón el que lo hace?

Aún así, sin el temor y la ansiedad, no todo se siente bien; no tengo ni las más mínimas ganas de levantarme de la cama. Quizá lo haría solo para cerrar las persianas, si tan solo tuviera unas. El brillo del sol sigue siendo algo molesto para mí; me sigue recordando a todas las cosas que evitaba cuando estaba en la ciudad: El trabajo, mis viejos amigos, mi familia, mi ex y su nueva pareja, tan felices caminando con la calle, ignorando en todo momento mi existencia y mi dolor.

Miro mis cicatrices, que sobresalen en mi piel, un poco oscuras, más marrones. No voy a negar que por unas cuantas semanas había logrado olvidar por qué estaban allí, qué me había motivado finalmente a hacerme los cortes que dieron paso a todo esto; sabía que había estado triste, sabía que había estado mal, hundida en mis emociones y mis sueños rotos, pero por mucho tiempo ni siquiera esa explicación tuvo sentido; por mucho tiempo me habían parecido algo pequeñas y estúpidas todas esas razones; por un momento incluso me dieron vergüenza, tanta vergüenza como me siguen dando aún mis marcas.

Pero ahora recuerdo las verdaderas razones por las cuales alguna vez me corté, por las cuales casi me quito la vida; era algo más profundo; no solo mi tristeza, sino todas sus causas, todo lo que me hizo prisionera de mi cama, de las paredes grises, del filo de muchas cosas, del dolor en mis brazos.

Mis cicatrices cosquillean, me piden ser abiertas de nuevo, quizá aquí sí muera, no parece haber hospitales cerca; ni siquiera hay gente que pueda visitarme y darse cuenta de lo que me he hecho...

Este es realmente el lugar adecuado para morir.

Mis pensamientos —y con ello mis ganas— se ven interrumpidos cuando suenan golpes en la puerta; suaves, casi amigables; por un momento me recuerdan a los que daba mi familia cada vez que iban de visita a mi anterior casa; por un momento me tenso, pienso en ellos, en la posibilidad de que estén aquí...

Pero no se escucha la voz de mi madre, o de mi padre, o de mi hermano; solo hay silencio, y unos segundos más tarde, el maullido de un gato, suave, casi amigable. Casi me causa ganas de vivir.

¿Me necesitará? ¿Estará perdido? ¿Debería ir a verlo?

Vuelve a maullar. Yo suspiro, luego levantándome como si estuviera obligada a abrir la puerta y ver al gatito; como si fuera completamente necesario, como si algo horrible —no la muerte, no eso que deseo, sino algo millones de veces peor— fuera a pasarme si no salgo de la cama en este preciso momento.

Busco en el suelo un par de zapatos, los que sea; los primeros que encuentro son mis zapatos favoritos, unos flats que podrían llegar a ser realmente aburridos por ser solamente de tela blanca, pero que adquieren mucho encanto con ese hermoso moño que los adorna, cerca de las puntas de mis dedos.

Verlos me causa algo de alegría, o... Mejor dicho, me reduce la tristeza, porque a pesar de todo sigo teniendo neblina en la cabeza y comezón en mis cicatrices. Siento unas enormes ganas de que el gato que está allí afuera me ataque y me abra heridas enormes, satisfactorias, porque huí de mis problemas, pero sobreestimé la capacidad que tendría de huir de mis recuerdos y de mis propias emociones.

Suspiro. Empiezo a caminar. Me acerco a la cocina y soy muy consciente de ello, no puedo dejar de pensar en eso, en lo que podría ocurrir una vez que llegue allí.

Y llego. Y pienso en lo cerca que tengo los cuchillos, en lo fácil que sería morir ahora mismo.

Luego el gato vuelve a maullar.

No me pone en mis cinco sentidos, pero claramente me invita a recapacitar; me redirige el pensamiento y redirige mis pies: Hacia la puerta. Hay un animalito detrás de la puerta que quizá me necesita; es insistente, a decir verdad; por algo debe ser. Por algo bueno.

O eso quiero pensar.

La neblina no desaparece y mis cicatrices no dejan de cosquillear, pero tengo una motivación; pequeña, muy difícil de obedecer. Pero aquí estoy, obedeciéndola.

Abro la puerta. Doy tres pasos. Miro hacia los lados en busca de la criaturita...

Luego se escucha la caída de una cubeta, su golpe contra el suelo; otra vez el maullido del gato, y siento que algo me cae sobre los pies.

Escucho una risa que me resulta familiar y al mismo tiempo no, muy entusiasta y en un tono algo grave; realmente le resultó hilarante lo que sea que haya pasado. Me volteo para ver que es Vladimir, que golpea sus muslos, invitando al gato a subir a sus brazos; él así lo hace, y parece reírse también, o al menos sonríe de la misma forma que lo hace su dueño.

Miro hacia abajo al notar un mal olor; tengo los pies llenos de estiércol. Ahora soy yo quien aprieta los puños.

Levanto la mirada para contemplar el escape de Vladimir. Carga a su gato y se sigue riendo; su carcajada se escucha cada vez más lejana, y yo grito lo más fuerte que puedo, esperando que logre escuchar mi rabia a pesar de todo el espacio que ahora hay entre nosotros:

—¡Inmaduro de mierda!

Claramente quiero decirle muchas cosas más, y claramente quiero perseguirlo y jalarlo de la camisa, del cabello, de cualquier parte de su ropa o cuerpo; quiero acercarlo a mí y poder gritarle directo a la cara y volverle a decir lo que ya he dicho, solo para cerciorarme de que me haya escuchado, de que sepa que se está metiendo con la persona equivocada.

Pero a pesar de todo esto, solamente puedo sentarme en el porche de la casa y echarme a llorar como si esto fuera lo peor que me ha pasado en toda la vida. Me abrazo a mí misma y no me molesto en secarme las lágrimas hasta que sé que dejarán de salir. Y no sé cuánto tiempo me toma eso.

Pateo mis zapatos para quitármelos mientras seco mis últimas lágrimas, esperando que no salgan más, que haberme pasado las manos por los ojos repetidas veces haya valido la pena.

Sollozo otras tres veces, pero ya no resbala una sola lágrima más. Me llevo los zapatos conmigo al patio trasero de la casa, donde está el lavadero, esperando que la suciedad se pueda ir; me paso tanto tiempo tallándolos, los lleno de jabón tantas veces, pero quedan manchas marrones por todos los lugares del par de zapatos. Casi me echo a llorar otra vez, casi... Pero no; mi rabia gana.

Y la rabia me hace rendirme. Dejo los zapatos donde están, aún mojados y bien cubiertos con el polvo del jabón, y voy a bañarme. Seguro tengo cosas mejores que hacer. Seguro de esto podría encargarme mañana; ¿limpiar? ¿tirar? ¿llevar a lavar? Justo ahora no importa. Es el problema de la Dandara del futuro.

Vuelvo a mirar los zapatos. Me preocupan, a decir verdad; debería comprar más jabón y tallarlos más. Al menos ya no estoy enojada.

Nota mental: El agua quita las ganas de morir.

Me encojo de hombros y camino de vuelta a la cocina; tomo el dinero que hay sobre una encimera y lo contemplo; aún me pregunto si debería conservarlo e intentar dárselo a Vladimir de vuelta; debería ser suyo. Pero luego recuerdo lo mal que insiste en tratarme y el hecho de que fue muy claro con lo que pidió: No necesita ese dinero; no lo quiere. Me da algo de risa; no quiere aceptar nada de mí. Realmente patético.

Me meto las monedas al bolsillo otra vez y pienso en qué es lo primero que debería hacer con ellas. Me invade el recuerdo de lo vacío que se ve el patio trasero: Hay un lavadero y absolutamente nada más; sembrar algo allí no me vendría mal; tendría que gastar menos en comida, incluso; mi sueño de tener unas cortinas en la ventana del cuarto podría hacerse realidad.

Me atrevo a visualizar la habitación con la luz apenas pasando por unas cortinas rosas y traslúcidas. Se siente adecuado; es más, me causa algo en el corazón que siento que podría ser emoción, que por un momento duele. Estoy sintiendo esto otra vez; qué raro.

Sacudo la cabeza como si eso me fuera a quitar finalmente la idea y todo lo que siento hacia ella; curiosamente, parece que funciona; entonces quedo con la suficiente paz mental como para salir de la casa y dirigirme a la tienda de Doña Margarita, quien me recibe con una enorme sonrisa y una mirada brillante; parece tenerme mucho más aprecio del que yo haya recibido en toda mi puta vida.

Quizá por eso es inevitable sonreírle de vuelta.

—¡Hola, hija! —exclama con un entusiasmo que no logro creerme, y se retira del mostrador para darme un abrazo fuerte que no logro procesar bien—. ¿Qué vas a llevar hoy?

A mí se me borran todas las palabras que tenía en la mente. Absolutamente todas.

—Eh... Verduras... Y semillas... —Intento recuperar mi habla—. Voy a plantar cosas —resumo, rápido, sin pensar mucho.

—¡Muy bien! —Me responde ella—. Las verduras están por ese cuartito —dice mientras me señala por dónde ir.

—Gracias —digo yo, mientras me adentro al cuartito. Me tenso apenas entrar.

Justo revisando las papas —justo lo primero que quería comprar— se encuentra un hombre de espalda ancha con una camisa a cuadros; desde detrás, se ve intimidante. Y debo aceptarlo, toda la gente me tensa, pero él lo hace más; se siente extraño estar en su presencia, casi peligroso.

Pero me acerco, porque ¿qué más podría hacer? ¿Quedarme quieta y callada como una estúpida mientras espero a que se vaya?

Acerco mi mano hacia una de las papas; mi mano roza la del hombre por un breve y terrible instante. Inevitablemente, retiro mi propio brazo y alzo la mirada hacia la persona a mi lado; él tiene que bajarla para poder observarme de vuelta.

Y entonces me encuentro con un rostro algo más suave y amigable de lo que pensé que sería; reconozco a Vladimir, que se ve casi inocente, mas al verme contorsiona la cara, intentando verse tan intimidante como se ve de espaldas.

Casi me da risa, pero me contengo. Lo que no puedo contener es mi siguiente reacción, motivada por mis recuerdos, por las ganas que tuve antes y que pensé que habían desaparecido:

Lo jalo del cuello de la camisa; queda a mi altura y con su rostro muy cerca del mío, lo suficiente para que el aliento de ambos empiece a sentirse como si fuera uno solo. Y por un momento, se siente casi sensual; se siente como si pudiera rendirme ante él y quedarme minutos contemplando esos gruesos labios que hay debajo de su bigote. Se siente como si pudiera olvidarme de todo y romper la distancia.

Qué perro asco.

Odio esa repentina debilidad; odio no saber de dónde viene; odio verme consciente del silencio en el cual nos está sumergiendo.

Entonces recuerdo que debo hablar, hacer esto un poco menos raro, y al mismo tiempo, todavía peor:

—¿Me escuchaste esta mañana? —Le pregunto, cuchicheando, lo más bajo posible para que Doña Margarita no se entere del pleito entre nosotros, de la posición en la que estamos ahora mismo, del rubor que hay en mis mejillas y de mi repentina debilidad.

Pero a Vladimir no parece pasarle nada; habla de la forma más normal del mundo, casi burlándose de mí:

—Sí, dijiste que soy un inmaduro de mierda —Se carcajea en voz baja ante el recuerdo—. Realmente tienes una boca sucia.

—Aún puedes ensuciarla más.

Me arrepiento de decir eso casi de inmediato. Siento que mi diálogo es raro. Siento que debería desaparecer en este preciso instante.

Mis cicatrices vuelven a picar por un segundo.

—Sí, lo sé. Eso quiero hacer.

Esto es raro. Lo suficientemente raro para que lo suelte, para que lo deje separarse y tome mis papas de la forma más tensa posible. Recuerdo el tacto de su mano sobre la mía; me hace temblar, lo reconozco. Me pone realmente nerviosa.

Quiero huir, quiero huir, quiero huir. Siento que se nota que huyo cuando salgo del cuartito de las verduras. Siento que Doña Margarita nota que estoy conteniendo la respiración.

—Vladimir es un buen chico —Es lo que elige decir; nada que me tranquilice. Yo solamente quiero que me trague la tierra—. Deberías llevarte bien con él —continúa mientras guarda los víveres en una bolsa.

No digo nada. Siento que se nota que estoy huyendo cuando salgo de la tienda, a pasos acelerados. Aún no puedo respirar.

Mi corazón se siente como si estuviera estallando.

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