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3 - Curioso ocho de mayo

En aquella mañana de un simple ocho de mayo, Salva iba caminando por la calle, tranquilamente pensando en qué iba a hacer ahora que lo estaban transfiriendo al cine nuevo que habían abierto. En realidad, el cine en sí era nuevo, pero no el edificio, el cual había sido un teatro mucho antes. Llevaba cerrado desde que él podía recordar; es más, jamás lo conoció abierto, y eso que él tenía ya veintiséis años y llevaba allí desde que salió del hospital tras nacer.

En este lugar, habían optado por ubicar salas de cine algo más lujosas que las habituales, aprovechando el aspecto del lugar y su ubicación privilegiada prácticamente en el centro de la ciudad. «Cines Las Vegas», rezaba el cartel, con tres brillantes estrellas doradas bajo aquellas palabras. Salva observó el rótulo con detenimiento. No estaba muy seguro de aquello; le quedaba demasiado lejos de casa, el horario era diferente y le preocupaba que hubiese allí demasiado niño pijo al que no podría controlar durante la jornada. Sí, el sueldo sería mayor y eso, en realidad, le vendría de perlas, pues aún no había reunido dinero suficiente para adquirir una moto nueva tras aquel desastroso accidente, del cual la aseguradora le tachó de único responsable —lo cuál era injusto, pues él tenía el convencimiento de que el camión había aparecido de repente—. Llevaba desde entonces yendo a pie a todas partes, y ya empezaba a echar de menos la velocidad, la máquina entre sus piernas, el control, la adrenalina que sentía cuando adelantaba. Añoraba todo, pero se tenía que fastidiar.

Dio un largo suspiro y metió el primer pie por la entrada, accediendo luego al lugar y quedándose absorto en la decoración. Una taquilla a la antigua, adornos con filigranas por doquier, grandes posters que no opacaban la belleza de lo que una vez fue un teatro. Frente a él, unas amplias escalinatas con una alfombra roja en el centro y una rampa para sillas de ruedas que, supuso, era algo añadido al reformar. Subió y observó la cafetería abierta en el centro del vestíbulo, con mesas y sillas de apariencia antigua que encajaban a la perfección. La máquina de palomitas era tan antigua como lo demás. ¿Acaso funcionaría todavía? Salva no sabía a dónde mirar, pues todo captaba su atención.

Cuando el responsable del lugar llegó hasta él, regresó al mundo real y se enfrascó en una conversación que duró mientras hacían el recorrido por toda la construcción.

Cuando salió de allí, su mentalidad había cambiado. Bien cierto era que le quedaba más lejos, pero lo visto había cautivado parte de su ser y, además, ese extra en el sueldo era más que bienvenido. Iba andando mirando a su alrededor, cuando una hermosa Yamaha se grabó en sus retinas. Sin casi mirar, cruzó al otro lado y se aproximó a ella mientras miraba por todos lados. Era perfecta, quizá hubiese que cambiarle el color pero, por lo demás, no había nada que no le gustase. Colocó una mano sobre el asiento cuando una voz lo detuvo en seco.

—¡Alto, vaquero! —Le gritaron—. Aparta tus zarpas de mi moto o no lo cuentas.

El chico se dio la vuelta con pasmosa rapidez y no fue capaz de responder pues vio a una muchacha acercarse a él a toda velocidad con el ceño fruncido y cara de pocos amigos.

Le pareció que algo vibraba en su pecho, aunque no tuvo ocasión de meditar sobre ello pues ella lo apartó intempestivamente del vehículo, poniéndose en el mismo lugar que él había ocupado hasta hacía escasos segundos.

La observó con la boca abierta sin recuperarse de la impresión. Toda la escena era extraña, pero él únicamente podía pensar en una cuestión: ¿quién era ella?

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