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Yo era el tipo de usuarios de redes sociales que posteaba una foto cada mil años, compartía alguna que otra publicación de mis clases de taekwondo en el club de Sebas y era etiquetado contra mi voluntad por parte de mis contactos.
No es que tuviera muchos, pero sí lo suficientes como para que alguien pudiera rastrearme si quisiera. En mi caso, me había armado un Facebook básico para seguir el rastro de Candela.
Tan loco como eso.
Durante el primer año en que estuvo en Londres, esperé tener noticias de ella, que me contactara por el chat privado o que me solicitara amistad. Nada de eso sucedió. Dejé de prestarle atención a las redes por un tiempo, mucho más teniendo en cuenta que estaba de novio, por lo que esa pequeña obsesión por la amiga de mi hermana terminó.
O eso creí.
Años después, Marisol subió fotos del viaje que hizo a Londres junto a Pedro. Nunca voy a olvidar cómo se estrujó mi corazón cuando vi a Candela con otro hombre, posando con mi hermana y su pareja con la abadía de Westminster por detrás. De inmediato supe que ese arrebato en los baños del boliche donde festejaron su fin de curso y en el que me confesó su virginidad, no había sido más que uno de los mil caprichos de niña rica y consentida que se le habían subido a la cabeza.
Nunca hice caso a su reputación de "ligera" , del que ella protestaba.
Era un torbellino de actitud, rápida de respuestas y siempre tenía la última palabra. Podía entender los rumores que la ponían como una chica lanzada y aventurera. Mi hermana la defendía a capa y espada; la escuché decirle a mi papá que no podía creer que la tildaran de puta en el colegio.
La noche que la oí, tuve ganas de salir corriendo, tocar la puerta del caserón enorme donde vivía y decirle que nadie hablaría mal de ella nunca más.
¿Pero qué derecho tenía yo sobre ella? Era una chica de 17 años y yo un flaco de 21 que recién salía del cascarón y estaba noviando con otra chica. La doble moral me carcomía.
No me fue indiferente el modo en que Candela miraba a mi novia cuando coincidían en mi casa: prácticamente la incendiaba con sus ojos. Yo simplemente lo atribuía a que se sentía amenazada por el sexo femenino, dada la exigencia de su madre y la mala relación que tenía con las otras chicas del curso, a excepción de Marisol.
―¿Adónde te llevo? ―le pregunté, enfrascado en la autopista.
―¿Te acordás dónde queda la casa de mi abuela?
―Sí, por supuesto. Todas las semanas voy a jugar ajedrez con ella.
―¿¡Qué!? ―Giró el cuello como Linda Blair en "El exorcista".
―Eso, Bea y yo seguimos hablándonos.
Su boca se abrió, queriendo esbozar palabras que no salieron. Miró hacia el frente, procesando que yo aun mantuviera contacto con su abuela.
Bea había sido como mi abuela durante estos años. Cuando eran chicas y Marisol y ella iban a su casa, yo las pasaba a buscar con el Taunus de mi papá. Con el viaje de su hijo y sus nietas, la abuela quedó devastada y tanto mi hermana como yo la llenamos de afecto.
Generalmente era quien el que le arreglaba algún desperfecto de la casa, o quien recibía las compras que pedía online. Yo le había enseñado a elegir los productos en el supermercado virtual y esperaba a los muchachos del reparto para que no se preocupara de abrir la puerta a desconocidos. Bea no podía con su genio y siempre les daba una propina por entrarle las compras hasta la cocina.
Sin pelos en la lengua, no dudaba en decirme cuando hablaba por teléfono con Candela, su nieta predilecta. No escatimaba en elogios hacia ella y despotricaba contra el "témpano de hielo" de su novio. Yo la escuchaba jugando al distraído mientras movía mis piezas de ajedrez. Sabía que lo hacía adrede para desconcentrarme y también, porque quería que yo armara mi bolso y saliera corriendo a Londres a reclamarla como mi chica.
Pero no podía hacerlo: Candela había elegido quedarse allí, tener una carrera y un novio y yo, tenía un casamiento pendiente.
No estaba en nuestras cartas unirnos. Al menos no en ese entonces.
―No puedo creer que Bea no me haya dicho nada de esto. ―Yo omití el hecho de que le hice jurar a su abuela que no dijera ni una palabra porque, caso contrario, le retiraría mi saludo.
Obviamente no hubiera sido tan cruel, pero la extorsión dio sus frutos.
―No es algo tan importante ―Desestimé, en dirección al domicilio indicado.
Por unos cuantos minutos no hablamos cosas relevantes; ella mencionó el calor que hacía, señalaba a algún que otro conductor que pasaba de carril sin el parpadeo de luces y cosas naturales, como si no fuera la primera vez que estábamos viajando en el mismo auto.
Bueno, técnicamente habíamos compartido el coche, aunque nunca estuvimos completamente solos dentro de uno.
―Mmm...y...¿tu novio? ―No distraje mi vista del parabrisas, evitando que detectara lo importante que sería su respuesta para mí.
―En Australia. ―Descomprimió el pecho en una gran exhalación.
―Ah, viene después...―Deslicé, no estaba conforme con la respuesta anterior.
―No, no viene.
―Oh...
―Sí, oh. ―Resopló, de brazos cruzados y sin esperarlo, cambió de tema ―: Che, lamento mucho lo de tu papá...―Él había muerto hacía tres años, pero supuse que Candela estaba aprovechando el tiempo que teníamos para disculparse de todas las cosas que quedaron pendientes, como si quisiera estar más liviana.
―Gracias, se complicó su estado renal en los últimos meses.
―Hubiera querido venir, pero estaba en Bélgica acompañando a Mike en un viaje de negocios.
―No hay problema, la vida sigue. ―Le guiñé un ojo. Lo cierto es que había esperado verla, aunque las posibilidades eran mínimas considerando sus horas de viaje y la rapidez con que todo se desbarrancó.
Nuevamente en silencio, avanzamos sobre Avenida Libertador; súbitamente, comenzó a señalar la nueva impronta de la avenida, con negocios actualizados, los que aún permanecían y el cambio de aspecto de algunos edificios emblemáticos.
Su abuela vivía cerca del hipódromo de San Isidro, en una casa de esquina, con verja de madera baja color blanca. Era una vivienda tradicional de una planta con un gran terreno a pesar de su disposición en la cuadra.
Cuando llegamos, noté la excitación y el nerviosismo de Candela. Sin pensarlo, entrelacé mis dedos con los de ella y la miré fijo. Sus ojos titilaban como dos estrellas, asombrados por nuestra cercanía.
Su piel se sentía bien contra la mía y no quise ni imaginar cómo sería tener otras partes del cuerpo unidas.
Tosí ligeramente y la conduje conmigo hasta la puerta de Bea.
Ya tendríamos tiempo de recoger la valija.
―¿Estás lista? ―pregunté. Sus ojos eran tan cual como los recordaba; avellana, y según el reflejo del sol, parecidos al color de los caramelos Butter Toffees. Unas línea de expresión en torno a ellos daban cuenta del progreso de los años. Sus labios, con un ligero brillo color durazno, lucían apetitosos.
Recuerdos vinieron a mí como ráfagas.
Sus besos osados en el boliche, el modo en que me provocaba cuando pedíamos helado a domicilio y siempre comía chocolate con nueces y lo saboreaba chupando la cuchara. También, una vez en que abrió la puerta del baño accidentalmente justo cuando yo terminaba de darme una ducha y estaba cubierto solo con un toallón...y con una erección furiosa.
Su mirada en ese momento fue épica; una risita graciosa y sus talones repiqueteando en el corredor de mi casa, bastaron para que quisiera meterme bajo tierra.
La rueda del hámster en mi cabeza no dejaba de girar. Todas fueron señales. No tomé ninguna.
Pero ahora era distinto; habían pasado diez años y ella no era la adolescente problemática a la que rechazaban sus padres sino una mujer hermosa, caliente como el infierno y estaba frente a mí. Tentándome.
Mierda si no tenía ganas de pegarla contra la pared y decirle que esta vez no la dejaría ir...
Iluso, tiene novio.
Esas palabras me golpearon como látigo.
Novio. Cierto.
Game over.
―Sí, estoy lista. ―Sonrió hermosamente. Golpeé la puerta de la abuela y puse a Candela detrás de mí, escondiéndola a la primera vista de Bea.
La viejecita abrió mientras se limpiaba las manos en el delantal.
―Hey, nene, ¿Qué haces? Hoy no es día de ajedrez...¿o es miércoles y no me di cuenta? ―Frunció el ceño, su rostro era un pergamino.
―No, es lunes. No es mi día de visita, pero vine a traerte una sorpresa.
―¿Sorpresa? No sabés que a mi edad la sorpresas pueden traer paros cardíacos ―Me abofeteó el brazo y de inmediato vio a Candela, quien salió por detrás de mi espalda y se abrió camino para abrazar a su abuela ―...p...pero...¿y esto...?
―¡Abu Bea! ¿Me extrañabas? ―Candela acababa de estallar en llanto. Inclinando su torso sobre su abuela, dado que existían como quince centímetros de diferencia entre ambas, se emocionaron a la par.
No quise romper el momento, por lo que regresé al automóvil, tomé las pertenencias de la amiga de mi hermana y las entré hasta la sala.
―¿Por qué no me dijiste que venías, chiquita? ―Bea tomó asiento en uno de los grandes sofás del comedor, con su nieta arrodillada a sus pies.
―Porque no hubiera sido una sorpresa. ―respondió entre risas y moqueos.
―¿Te fue a buscar Esteban al aeropuerto? ¿Están saliendo finalmente? ―Casi me ahogo con mi saliva; Candela giró su cabeza y me miró, buscando un gesto cómplice que obviamente, no encontró. Mis mejillas ardían.
―Abuela, Esteban y yo somos...amigos. Marisol le pidió que pasara a recogerme, fue un favor a su hermana.
―Si me hubiera dicho desde un principio que venías a Buenos Aires y que te tenía que ir a esperar al aeropuerto lo hubiera hecho de todos modos, mala onda.
―Ya, ya, no se peleen que no tienen quince años ―Bea desbordaba de felicidad ―. Me gustaría mucho que se sienten y tomen un tecito conmigo. Justo estaba sacando unas galletitas de avena con chispas de chocolate del horno.
―Bea, ¿qué te dije de usar el horno? ―Con los brazos en jarra fui tras ella hasta la cocina. La vieja tenía un empuje bárbaro.
―Las horneé en el eléctrico. No quería usarlo, pero me convenciste ―me pellizcó la mejilla como si fuera su nieto de cinco años.
―Mejor así, entonces. De todos modos, lamento mucho no poder quedarme. Hoy a las 8 tengo clases en el club.
―¿Clases? ―preguntó Candela lavándose las manos en la pileta y así agarrar una de las galletas. Sopló y el solo gesto de deleite, provocó que desviara mi mirada para evitar cocerme en mis jugos. Limpié mi garganta.
―Sí, doy clases de taekwondo para chicos en el club de boxeo de un amigo.
―Waw, veo que nunca dejaste de lado tu vocación.
―No, además puedo combinar deporte con niños.
―Es lo tuyo. ―Sus ojos se tornaron soñadores, pero rápidamente los bajó a sus pies como para poder analizarla en profundidad.
Con el tiempo apremiando, le di un beso a Bea en la cima de la cabeza y agité mi mano hacia Candela. Me di cuenta de que, ni siquiera cuando llegó a Ezeiza, nos habíamos saludado con un beso.
A largas zancadas atravesé la sala con los pasos de Cande por detrás; gentil, me acompañó hasta la salida.
―Gracias por traerme y por haberte ocupado de ella este tiempo. No fui una buena nieta. ―Se mostró acongojada.
―Candela, hiciste lo que pudiste. Por otra parte, ella siempre fue genial conmigo y con mi hermana y tampoco tenemos familia. Fue un ganar-ganar ―reí, obteniendo una sonrisa franca de su parte ―. Bea tiene mi número de celular pegado en la heladera con un imán. Cualquier cosa, pero cualquier cosa, me llaman ―enfaticé con el dedo en alto ―, en serio. En auto estoy en un toque.
―¿Vivís por la zona? ―Su pregunta salió ansiosa.
―No, vivo en Palermo desde hace varios años. Está cerca del centro pediátrico que abrí con unos colegas.
―Entiendo. Bueno, me alegro haberte visto de nuevo.
―Yo también.
No tenés idea cuánto.
―Ahora le voy a avisar a mi hermana que llegaste sana y salva.
―Y yo voy a ponerme al día con Bea y después le agradeceré a Marisol por la molestia.
―No fue nada, aunque hubiera preferido que me dijera que vos venías en ese vuelo.
―¿Hubiese cambiado en algo las cosas? ―Tomándose de la puerta, preguntó en un murmullo coqueto. ¿Estaba en su naturaleza continuar siendo tan seductora? No había perdido su toque, al menos no conmigo. Me tenía tan hipnotizado como antes.
―Te hubiera esperado con un cartelito ―Su fuerte carcajada me inundó el pecho de satisfacción. Con un movimiento de cabeza, fui hasta la verja cuando sentí que su mano me tomó por el codo.
―Sos un gran hombre, Esteban Rossini ―susurró cerca de mi oído y plantó un beso suave en mi mejilla. Mis ojos se derritieron ante los suyos, chispeantes y emocionados.
―Nos vemos. No dudes en llamarme si necesitan algo.
Tímido, siendo el adolescente lento que fui siempre, subí a mi coche y me aferré al volante.
No solo tendría que avisar a mi hermana que su amiga estaba en lo de la abuela Bea. Tendría que admitir que continuaba estando en lo profundo de mi alma.
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