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3

Así como odiaba el invierno londinense al verano argentino, también. Aunque húmedo y pegajoso, debía reconocer que los días soleados eran maravillosos: diáfanos, sin una nube y de un turquesa precioso.

Después de hacer una escala en Madrid, continúe mi viaje rumbo a Buenos Aires. Recordé en pleno vuelo que tendría que haberme bajado alguna aplicación para reservar un taxi y ahorrarme la cola enorme de pasajeros que encontraría al bajar.

Evidentemente mi cabeza no estaba enfocada, sobre todo después de la acalorada charla que tuve con mi madre antes de subir al avión por segunda vez. Aproveché mi intervalo de casi dos horas en tierras españolas para llamarla y notificarle mis planes.

Como era de esperar, le importó un bledo que tuviera una más que sobrada adultez para regañarme como si tuviera ocho y hubiera robado una golosina del quiosco. Tenía la virtud de hacer aún más incomodas las cosas que ya lo eran.

No se privó de tildarme de inmadura, de poco inteligente por dejar a Mike por un viaje a la Argentina y no entender cómo seguía siendo amiga de esa trepadora.

―Aunque se vista de seda, mona se queda ―dijo apenas supo que Marisol se estaba por casar con el hijo de un importante empresario agrícola de Buenos Aires. ―. Ella nunca será una chica de alcurnia, como ustedes.

Lo más gracioso era que mi padre era hijo de inmigrantes que se habían roto el lomo para darle estudios y ella fue la única y privilegiada hija de un matrimonio de casta española. Ella y las diferencias de clase me asqueaban; nunca interpreté cómo funcionaba el matrimonio de mis padres ni mucho menos cómo era que seguían juntos sin matarse.

¿Tendrían amantes extramatrimoniales?¿Tendrían un pacto secreto? ¿Se soportaban por nosotras, sus hijas en común? No se amaban en absoluto, a menos que amarse significara saludarse con un beso en la frente por las mañanas, discutir sobre política y decidir a qué familia snob de la aristocracia inglesa invitarían el fin de semana.

Cuando corté la conversación tras su rosario de reproches, limpié mis lágrimas y pensé en mi abuela; ella sabría entender mi pesar y me abriría los brazos apenas supiera que estaba en camino. Estar con ella era una de mis prioridades, era una mujer muy mayor y su reciente fractura de cadera la tenía a la maltraer.

De no ser por mí, ni siquiera sabía qué era de la existencia de mis hermanas y mucho menos de la de su propio hijo.

Era cierto que yo llevaba mucho tiempo en Londres y que mi vida en Argentina había tenido muchos matices, pero era mi lugar. Mi tierra.

Darla y Charlotte eran dos chicas, también profesoras del instituto donde dictaba hockey, de las que me hice muy cercanas. Solíamos salir a cenar, incluso íbamos al mismo gimnasio, pero no había logrado conectar como con Marisol. Quizás por compartir un pasado, la inocencia de la adolescencia y hablar de nuestros sueños juveniles, nos hacía estar vinculadas a otro nivel.

Con estas nuevas amigas hablábamos de moda, de los romances más resonantes de la farándula y de lo que sus novios le hacían en la intimidad.

Eran desvergonzadas en ese punto y sinceramente me divertía escuchándolas, pero nunca me había sentido cómoda para chusmear sobre mis sábanas. Mientras que detallaban sus nuevos modelos de vibradores y posturas sexuales, yo solo asentía entre carcajadas, guardándome el aburrimiento de mis cuatro paredes para mí, deseando en silencio la desfachatez que desataban en sus dormitorios.

El inglés más aburrido del planeta me había tocado a mí. Lo que se dice, una suerte de mierda.

Bueno, no era como que yo hubiera experimentado mucho; antes de Mike, había salido con un par de chicos que conocí en bares o por amigos en común, pero ninguno, ni siquiera mi pareja, había logrado despertar esas cosquillas en mi estómago como las que sentí tantos años atrás.

Para entonces, era una jovencita quinceañera, inexperta y rebelde, incapaz de definir la palabra amor...sin embargo, tantos años después, me encontraba comparando mi situación actual con la de aquel momento.

Probar los labios de ese chico un día antes de marcharme a Londres había sido letal; jamás podría quitarme de la mente sus ojos celestes mirándome asombrados, mucho menos la timidez cuando empezó a bajar sus manos camino a mi culo, tratándome como el más frágil de los cristales.

Había deseado tanto que fuera mi primer hombre...

Hurguetear entre los libros de anatomía de la biblioteca del colegio y ver algún que otro video porno me habían dado un panorama bastante claro de lo que había que hacer: uno metía donde el otro recibía.

Fin del misterio.

Lo que esos libros no detallaban eran la excitación de tu sexo, de la humedad que se gestaba entre los muslos ante el deseo descarado y mucho menos del golpeteo salvaje de tu corazón cuando la persona que deseás con toda tu alma te besa como si no hubiera mañana y te clava los dedos en los glúteos hasta dejártelos marcados.

Había sido una buena elección llevar minifalda ese sábado.

Para entonces, me había depilado con la maquinita, ganado unos cuantos cortesitos con el filo en el intento por tener la piel de un recién nacido y me maquillé con sutileza, además de plancharme el pelo y que me quedara brillante como un espejo. La minifalda de jean blanca era provocativa y me la puse apenas supe que el hermano de mi mejor amiga estaría allí, en la fiesta de egresados que organizamos en un boliche de San Isidro.

Por un año y medio estuve esperado el momento de abordarlo; Esteban era introvertido y estudioso. A menudo discutíamos de tonteras de la TV y me encantaba llevarle la contra para mantenerlo cautivo de mi charla.

Cuando me enteré de que estaba de novio, me angustié mucho. Pasé noches llorando porque no me había elegido a mí por sobre esa chica.

Cada vez que me quedaba a dormir en su casa, cuestión que se incrementó en los últimos cuatro meses de la secundaria, él terminaba de cenar y se encerraba en su cuarto, alegando que tenía exámenes al día siguiente.

Aunque me gustaba su aspecto nerd, con gafas gruesas y cabello hacia atrás que a veces ajustaba en una colita, su operación de vista le había dado puntos extra.

Sin anteojos mediante, yo podía ver claramente sus ojos, analizarlos en profundidad y acosarlo con mi insistente mirada. Él sonreía a desgano cuando me descubría, probablemente adivinando mis pensamientos lujuriosos, permitiéndome ver ese hoyuelo hermoso que se le formaba a la izquierda de la comisura de sus labios.

Respetuoso, más de lo que me gustaba admitir, jamás me había puesto un dedo encima ni dicho una palabra desubicada. Era cordial, sumamente educado y servicial. Cada tanto, me burlaba de él por el accidente con el palo de hockey y él me concedía una de esas carcajadas de colección que aparecían como el cometa Halley, una vez cada setenta u ochenta años.

A menudo me encontré merodeando a Marisol por él; disimuladamente, hacía preguntas tales como "¿sigue de novio con la rubia que trajo el otro día?" o "¿esta noche se fue con sus amigos?", obteniendo casi nada de información.

Ella no era celosa de su hermano, sino más bien, despistada. Levantaba su hombro en señal de "no lo sé" o "no me di cuenta" taaaan frustrante.

Todavía en el avión, presioné el botón de la pantalla frente a mí buscando otra película. Eran aburridísimas y no tenía muchas opciones para matar el tiempo. Tenía sueño y estaba un poco nerviosa pensando en lo que me encontraría al llegar; mi mejor amiga estaba a un paso de dar el sí y yo tendría que esperar a la llegada de su luna de miel por una conversación real y jugosa con ella.

Solíamos hablar tan seguido como podíamos, pero la diferencia horaria muchas veces nos impedía explayarnos como pretendíamos. Aunque su jefa Virginia era un amor de mujer y no la regañaba por hablar en horas de trabajo, Maru no podía darse el lujo de estar chismoseando por teléfono todo el día.

Desde que la dueña de la veterinaria había quedado embarazada por tercera vez, las responsabilidades de Marisol se duplicaron; no era nueva en el consultorio veterinario, pero comenzó a hacerse cargo, a cambio de un ajuste de salario, de nuevas tareas.

Noté su preocupación cuando me dijo que debería abandonar su puesto; Pedro, su futuro esposo, la había convencido de vivir en una casa en San Vicente, cerca de su estancia familiar y a una distancia cansadora de su empleo en Martínez.

¿Qué sería de la casa familiar de los Rossini cuando ella se mudase? No estaba en la zona mejor cotizada del distrito, tampoco había sido modernizada por falta de presupuesto.

Miré hacia la ventanilla, perdiéndome en las infinitas versiones de la topografía argentina; las nubes algodonadas eran cortadas por las alas del avión.

Sería una tarde abrasadora según los registros climáticos. Agradecí no haber empacado tanta ropa gruesa y optar por la fina; aunque el cambio de divisa me favorecería y podría ir de compras si algo me faltaba, no estaba en mis planes perderme en shoppings y en tiendas del Centro, que según recordaba, se destacaban por estar atiborradas de gente a cualquier hora del día.

No contaba con una agenda marcada; disfrutaría del jardín trasero de mi abuela, donde tenía muchos setos florales y árboles frutales. Seguramente, también muchos yuyos por cortar y emprolijar.

Buenas tardes a todos ―Comenzó a decir el comandante en un castellano entendible con un sesgo claramente inglés ―, estamos por arribar al aeropuerto Ministro Pistarini en la ciudad de Ezeiza. Actualmente, nos esperan unos cálidos 34°C y el cielo está mayormente despejado. Gracias por habernos elegido. Los esperamos nuevamente.

El mensaje quedó en el aire y los pelos de mis brazos se erizaron. Me acababa de quitar el abrigo, mi sweater de cachemira nada tendría que hacer en mi cuerpo a menos que quisiera morir de deshidratación.

Abroché mi cinturón y el avión se deslizó sobre la pista, provocando a los tripulantes ese tirón tan particular del aterrizaje.

Estaba de regreso en Buenos Aires después de una larga década, años en los que pensé por qué demonios no vine apenas cumplí la edad para hacerlo.

Una década en la que fui protagonista de una vida que no elegí por completo; amaba mi profesión, me gustaba instruir a niñas de un colegio para ser buenas jugadoras de hockey, pero en mi cuerpo aun existía un vacío enorme que no sabía con qué llenar.

¿Matrimonio?¿Hijos? Nunca había soñado con eso. Al menos no conscientemente. Creía en mi independencia y en cierto punto, mi instinto maternal era vertido en cada clase de deporte con mis alumnas.

Cuando bajé, el aire aún permanecía templado en la manga de salida. Fui en busca de mi equipaje cuando comencé a sentir el calor de la ciudad mezclándose con el de los acondicionadores.

La fila extensa de pasajeros esperando un taxi dentro del aeropuerto era previsiblemente eterna.

Arrastrando el peso de mi valija, hice malabares en dirección a la puerta para pedir otro vehículo, cuando lo vi.

A él.

Entre la multitud, cabeceando como si buscara a alguien a quien recoger.

No. Puede. Ser.

Mis pies se paralizaron como si fuera Sara, la del Antiguo Testamento. Mi boca se secó y mi sudor cayó a raudales por mi espalda sin siquiera haber salido a la superficie.

Parpadeé en lo que fue mi única reacción física; mis ojos estaban fijos en él.

En Esteban Rossini.

Era tan alto como lo recordaba, pero su contextura había cambiado. Continuaba siendo delgado, aunque de las mangas cortas de su chomba azul podían distinguirse sus brazos venosos y fuertes.

Esteban lucía mucho mejor.

En tanto que mis caderas fueron las principales víctimas de mi post adolescencia, todo en él era apetecible, más lleno para bien. Su cabello estaba más corto de lado que de arriba y sus pantalones con bolsillos laterales ensanchaban sus muslos.

Descubrí su sonrisa ladeada y también vi su hoyuelo, aquel con el que había soñado para no olvidarlo.

La última vez que nos vimos fue en el bochornoso baño del boliche donde nos besamos hasta perder la conciencia. De no ser porque tuvo un ataque de moralidad y un aburrido discurso sobre su reciente novia y mi edad, habría perdido la virginidad en ese tugurio abarrotado de gente.

En su momento lo viví como un rechazo, ahora, con un poco más de frialdad y adultez, entendí que fue un acto de respeto hacia mí, hacia él y hacia quien luego fue su prometida.

Esteban ladeó la cabeza y avanzó entre la gente hasta ponerse de pie frente a mí.

Decir que estaba a punto de morir de un infarto, era subestimar a mi sistema circulatorio.

―Hola ―Superpusimos el saludo, nerviosos. Era extraño y apasionante en partes iguales.

―Tu hermana lo hizo...¿cierto? ―pregunté acomodando un mechón de cabello color castaño oscuro detrás de mi oreja.

―Sí, en realidad no me dijo que eras vos la pasajera a la que venía a buscar. Me pidió un favor con esa voz de ternero degollado a la que no me pude resistir.

―Que conste que yo me estaba por pedir un taxi ―Agité mi teléfono mostrando la aplicación de Uber recientemente abierta.

―Bueno, creo que encontraste auto gratis y yo, a una pasajera de lujo. ―Se encogió de hombros. Tan lindo.

Llegamos a su automóvil en un silencio cargado de sonrisitas tibias y miradas de contrabando. Cuando me senté dentro del Focus, fue inevitable taparme la cara con ambas manos y traer a colación mi embarazoso incidente. ¿Con que necesidad? Con ninguna, claro, pero mi boca necesitaba hablar y meterse en problemas, como siempre.

―No me digas que estás pensando en...eso...―Se me anticipó, leyendo mi mente.

―Era chica, tonta...ufff...y había tomado de más. ―Reconocí, justificando mi atrevimiento de abordarlo en el sector de baños.

―Cande ― susurró y mi respiración se cortó al escucharlo. No era un sueño, era realidad ―, ya fue. Yo también tenía unos tragos extra y lo que pasó, fue lo mejor. De haber avanzado quizás hoy ni siquiera estarías sentada junto a mí.

―¿Te parece?¿Por qué lo decís? No, dejá, no me digas ―Presa de un ataque de manos errantes y de un torrente de vocabulario inusual, tropecé con mis palabras.

―Tranquila, lo que quise decir es que...bueno...era tu primera vez...y que fuera en un baño no hubiera sido del todo memorable. ―Mis mejillas fueron dos tomates. Mierda.

Ni el aire del auto podía bajar mi calor corporal.

―¿Cómo sabías que yo era...?

―¿Qué eras virgen? ―¿En serio estábamos hablando de esto? Era, por lejos, lo más bizarro del mundo y solo yo era la culpable ― . Me lo dijiste al oído entre ronroneos ―Él tosió. Me alegré con que al menos no fuera la única que se sentía fuera de lugar.

―Oh...fui un libro abierto...―Esteban me miró como cuando cenábamos en su casa y yo lo pescaba haciéndolo: serio, casi frunciendo el ceño. De repente, largó una carcajada estruendosa que vibró en mi pecho, llenándome de un conforte que me hizo repensar toda mi vida hasta entonces.

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Bledo: nada.

Boliche: salón bailable, donde además venden bebidas.

San Isidro: localidad del norte de la provincia de Buenos Aires, considerado como uno de los distritos más costosos a nivel inmobiliario y de gente acaudalado.

Centro: se refiere al Centro Porteño, donde hay numerosas tiendas de ropa.

Tugurio: Establecimiento miserable.

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