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23

Quise arrojar su nota al tacho de basura apenas la leí.

Se había ido.

Mucha de su ropa continuaba guardada en mi armario, pero su valija ya no estaba. Había tenido tiempo suficiente para seleccionar lo que quería llevarse.

Había pensado exactamente qué hacer.

Había planeado dejarme tal como temí.

No respondió mis llamados, llamados que hice a pesar de saber de antemano que sería ignorado.

Opté por otro mensaje.

Y me lo respondió.

Con el corazón desgarrado asumí que era el único que lucharía por mantenernos a flote; pero no era justo. Solo no podría, como tampoco ayudaría a librar sus propias batallas.

Nuevamente, yo no era suficiente.

Mi amor no lo era.

Candela dijo que me amaba y creí fervientemente que lo hacía. Sin embargo, imaginar que sus palabras y su emoción solo eran a causa de un asunto hormonal, disparado por el embarazo, me acechaba.

La idea de que estaba conmigo por el bebé, por mi anhelo personal y sus miedos, cobró la patética forma de realidad. Cuando ya no hubo un bebé en común, me descartó.

Respeté su duelo en desmedro del mío. Respeté sus silencios.

Respeté cada estallido de bronca. Respeté cada vez que fingía estar dormida para ni siquiera abrazarme.

Pero seguí sin ser suficiente.

Al día siguiente a su huida compré unas cajas de mudanza y comencé a guardar su ropa; debía tener algo de amor propio, una pizca de orgullo que me permitiera seguir en pie. Tenía un trabajo, una reputación profesional que mantener.

Morí por llamarla, por saber cómo estaba.

Cada vez que la veía en línea me comía las uñas esperando que me escribiera.

Nada sucedía.

Cada prenda que miraba tenía una anécdota. Metí la pila de ropa sin analizarla y la cerré. Quizás, algún día ella volvería a buscarlas.

Día tras día esperaba ser el motivo de su regreso, que me esperara en la cafetería frente a mi consultorio y me dijera que no podía vivir sin mí.

Cada noche daba vueltas buscando su perfume, el calor de su cuerpo.

En el club, las chicas me preguntaban cómo estaba; los chicos solo me palmeaban la espalda, sabiendo la respuesta.

Antes de dormir miraba por largos minutos el anillo que Bea me dio para entregarle a su nieta. Un anillo que nunca podría colocar en su dedo.

Era devastador asumirlo, pero tendría que devolvérselo.

Ir a casa de la abuela significaba cruzarme de una forma u otra con Candela.

¿Soportaría tenerla tan cerca pero tan lejos?¿Podría montar un personaje en el cual no me importara su indiferencia?

Carajo, ¡íbamos a ser padres!¿Cómo se había ido todo al demonio?

Mi amigo José vino a casa tras varias semanas de ausencia; presente en un congreso en Sudáfrica, algo sobre nanotecnología y temas intrincados que no sabía qué demonios significaban, se la pasó hablando de sus proyectos y no pude captar ni una de sus palabras.

El pobre santo solo quería distraerme.

Y así corrieron mis horas.

Sebastián y Leandro pasaron por casa todas las noches, cansados de que rechazara sus invitaciones para salir.

―Boludo, no quiero. No tengo ganas de salir. ―Era sábado y la Liga Argentina de Fútbol estaba más que interesante.

―Entonces nos quedamos. ¡Gringo, pedí pizza y birras! Vamos a chupar como esponjas.

Alcorta comandó la cena, él nunca obtenía un no como respuesta y no fui la excepción. Comimos como bestias y bebí hasta que no supe ni cómo me llamaba. Su objetivo fue cumplido solo por mí, puesto que ellos apenas tomaron una cerveza cada uno.

―Tendrías que boxear, golpear el saco un rato te saca la mufa. ―Aseguró el morocho.

―Soy muuuuy tooooorpe, como un torpedo. ¿Son de la misma familia de palabras? ―Hipé, diciendo tonterías y con terrible pedo encima.

―Ojo que así te puede lanzar encima. ―Sebastián aportó por detrás con voz nítida, siendo una figura difusa.

El Gringo me arrojó sobre la cama y antes de incorporarse por completo, lo sujeté del codo.

―¿Ni siquiera me invitaste un café y ya me trajiste a la cama? ¡Atrevido! ―una carcajada estruendosa salió del fondo de mi pecho y de golpe, comencé a llorar ―. Boludo...sos un buen flaco...―le di golpecitos en su pecho con mi mano, apenas haciéndole cosquillas ―...no sé cómo mi hermana se casó con ese tarado de Pedro y no con vos...

No recordé más de esa noche fatídica a excepción de una última pregunta, proveniente de Sebastián. Algo así como "¿De qué está hablando?", dirigida a su primo.

Upsi...

***

Al día siguiente mi resaca fue de novela, un dolor de cabeza insoportable similar al de quinientas dagas incrustándose en mi cráneo. No hubo brebajes ni aspirinas que calmaran mi malestar en todo el domingo.

Durante la semana, mi descontrolado horario laboral y la bolsa de papas fritas en el sillón de casa como cena, me mantuvieron vivo o zombi, no lo sabía con exactitud.

Más tarde que de costumbre, el martes me quedé actualizando algunas historias clínicas.

―¿Puedo pasar? ―Florencia asomó su cabeza en mi consultorio.

―Florencia, perdón, no sabía que todavía estabas acá.

―Sí...mm...bueno...supuse que lo correcto era quedarme por si necesitabas algo. ―Su actitud coqueta era indiscutible. Atractiva a más no poder, con gafas y aire de bibliotecaria sexy, era la fantasía de cualquier adolescente cachondo.

Lo cual no era mi caso, ni por lo de adolescente ni por lo de cachondo.

―Yo ya me voy. ―Miré mi reloj, percatándome de que eran las 9 de la noche.

Barrí mi cabello con cierta culpa, la chica, aunque no se lo había pedido, se quedó hasta cualquier hora por si precisaba algo de último momento. ¿Estrategia para estar más tiempo a mi lado o extrema responsabilidad laboral?

―¿Podés esperarme cinco minutos? Termino con algo y salgo. Te llevo a tu casa. ―su cara se iluminó como el obelisco en navidad.

―Claro, por supuesto. Ya no hay nadie.

―Lo sé, el Dr. Fraga y el Dr. Ferro se despidieron de mí. ―Confirmé.

Tal como estimé, diez minutos más tarde nos encontramos caminando hacia mi coche y dos después, en dirección a su casa, en Liniers.

Quedaba en el otro extremo de Capital, pero era un caballero, ante todo.

Nunca extrañé tanto el silencio como en ese momento; Florencia no dejaba de hablar de su tesis en psicopedagogía, de sus hermanos menores y sus vacaciones en La Barra, Uruguay, con sus amigas de universidad. Yo asentía fingiendo que me importaba lo que decía. Nada más lejos.

―La próxima cuadra, sobre mano derecha, la casa de rejas negras. ―Señaló y seguí sus indicaciones.

Al estacionar frente a su vivienda, le agradecí haberse quedado hasta tarde no sin antes advertirle que, a partir de ese momento, de no ser por expreso pedido de alguno de los doctores, su horario terminaba a las 6.30 de la tarde.

Ella se sonrojó, pude verlo a pesar de la oscuridad reinante dentro del coche.

―Lo hice porque te vi muy atareado, últimamente estuviste tan absorto en tu trabajo que creí que necesitabas ayuda ―su voz melosa y su descaro me propinaron un beso fogoso en la boca.

Sorprendido por el atraco, quedé con los ojos abiertos mientras ella ensayaba un beso con lengua y todo. Abrí mis labios, accediendo a su contacto, pero me aparté tan pronto como supe que eso era un error y no se me movía una célula de lugar.

―Florencia...Florencia...pará ―la separé de mí atrapándole las muñecas ―, esto no funciona así.

―¿Y cómo funciona? ―Seductora, una de sus manos se escabulló por mi entrepierna.

―¿P...pero...qué mierda estás haciendo, nena? ―Grazné, fuera de mí. Ella abrió los ojos como el dos de oro.

―Pensé que te vendría un bien estar con otra persona.

―¿Por qué querría estar con otra mujer?

―Porque la loca esa de tu novia te abandonó.

―No voy a permitir que la difames y en todo caso, mi vida privada no es asunto tuyo. ―Consciente de su error, Florencia tragó duro. Se acomodó el blazer azul y extendió su cuello, componiéndose ante mi rechazo.

―Está bien doctor, entendí el mensaje.

―Eso espero...―Descendió del auto dando un portazo y a los dos pasos, bajé el cristal y la llamé por su nombre. Ella se volteó de inmediato ―. Ni se te ocurra volver por el consultorio, estás despedida.

Congelada, con la mandíbula rígida como el mármol, se giró sobre sus talones y estampando los tacos en el piso, abrió la reja y entró a su casa enfurruñada.

Percatándome de su seguridad, marché aturdido.

¿Qué rayos había pasado?

***

―¿La despediste?¿Estás loco? Vamos a tener que indemnizarla. ―el Dr. Ferro me preguntó en nuestra pequeña cocina, antes de atender al público al día siguiente. La otra secretaria, Carla, estaba como loca lidiando con todas las agendas en simultáneo.

―Tengo un buen abogado, hará lo que tenga que hacer.

―¿Y se puede saber por qué se fue? ―preguntó Damián Fraga.

―Porque me acosó en mi auto.

―¿Qué? ―el esposo de Adriana, Ismael, se rio irónicamente.

―Ayer se quedó sin que se lo pidiera. Como era tarde la llevé a su casa y antes de bajar me besó y me tocó la entrepierna.

―¡Jodéme! ―con la taza de café en la mano, Damián no salía de su asombro.

―Ojalá hubiera sido una broma. Nunca me sentí más incómodo en mi vida.

Llevándoles tranquilidad, prometí conseguir alguien idóneo para que empezara el lunes y nuestra conversación terminó.

Una vez dentro de mi consultorio, miré el calendario: el miércoles burlándose de mí. Del cajón de mi escritorio saqué la caja con el anillo de Bea, hoy mismo se lo llevaría y aunque me doliera dejar de lado la rutina que teníamos, le diría que en tanto y en cuanto mis asuntos con sus nieta no estuvieran arreglados, no regresaría a jugar al ajedrez.

Pensé en esconderme tras una tonta excusa y desaparecer como Houdini, pero Bea no se merecía eso. Yo había sido un nieto para ella y ella una abuela para mí. ¡Me había dado su posesión más grande!¡Me había dado su anillo para que le pidiera casamiento a su nieta!

Mis padres me darían un sermón y bien merecido que lo tendría si no daba la cara.

Cuando la hora de marcharse llegó, saqué pecho y conduje hasta Martínez como casi todos los miércoles de los últimos años.

¿Qué le diría al ver a Candela?¿Mi corazón resistiría su distancia?

Un accidente sobre la Avenida Libertador retrasó mi viaje unos cuantos minutos; luego, en General Paz, un choque me detuvo nuevamente. Se sentía como si el destino estuviera diciéndome que no debía ir a casa de Bea.

De no ser porque era más problemático regresar a casa que continuar mi camino, no lo pensaría más. Hora y media más tarde de lo habitual, llegué. Las luces de la casa familiar estaban encendidas.

No podía huir.

Recosté mi cabeza sobre el respaldo del asiento. Incluso mi auto tenía los mejores recuerdos junto a ella.

―Dale, no seas cagón. Perdiste un round, no la pelea. ―Me di ánimos, como cuando competía por una medalla.

Miré por última vez la cajita de felpa azul; no perdía la esperanza de que volviera a mi bolsillo, rogando por otra oportunidad.

Toqué timbre antes de entrar, dos veces para ser preciosos, anunciando mi llegada.

No sonó. Evidentemente, el arreglo que hice no bastó para dejarlo funcionando correctamente.

Saqué el pasador de la verja baja de hierro y caminé hasta la puerta. Golpeé fuerte suponiendo que, a esta hora, Bea estaba en la cocina.

Extrañamente, nadie vino a abrirme. Volví a golpear y esta vez tuve suerte.

―Esteban...―la mirada de Bea era nerviosa y su menudo cuerpo no se apartaba de la puerta.

―Hola, Bea, ¿todo bien? ―Si forzaba el ingreso, la empujaría y podía hacerle daño.

―Sí...mmm...¿por qué mejor no vas a tu casa, querido? No...no pude llamarte para cancelar y...

―Bea, mirá, si no querés que venga porque está todo mal con Candela decímelo de una y no me mientas. ¿Qué pasa? ―impuse mi voz ―. Bea... ―Repetí, en tono intimidatorio.

Finalmente, como si ya no estuviera padeciendo horrores esta pausa, la figura de un hombre apareció por detrás de la abuela.

―¿Alguien te está molestando? ―En un castellano dudoso pero descifrable, entendí por qué Bea no me quería adentro.

―Bea ―le exigí a la dueña de casa que tomara una postura. Ella aflojó los hombros y me dejó pasar. Al instante, Candela quedó de piedra cuando me vio en la sala.

―...Esteban...―Su pecho se desinfló.

―¿Quién es este? ―preguntó en inglés su exnovio. O actual prometido. O quien corno fuera.

―Podés preguntármelo a mí directamente, sé mi nombre. ―enuncié, hostil como nunca ―. Soy Esteban Rossini ―Extendí mi mano, haciendo gala de mis buenos modales.

El tipo, vestido con lo mejor de Europa, me miró con asco.

―Es el hermano de Marisol ―Aclaró Candela, visiblemente nerviosa, refregándose las manos y con la voz inquieta.

―Ah, hola. ―finalmente, respondió mi gesto.

―Hola, Candela, buenas noches ―La saludé, mezcla de decepción, dolor y desorientación ahogando mis sentidos.

―Hola Esteban, pensé que no vendrías.

―Hoy es miércoles de ajedrez con tu abuela, ¿por qué no vendría? ¿O tenías otros planes y no querías que me enterara? ―Brazos en jarra, mentón en alto, la confronté.

―No, por supuesto que es miércoles...se me pasó volando la semana...―dijo para cuando lo vi.

A él.

Al anillo de compromiso más fastuoso y brillante del planeta. Un anillo que solo podría comprarle si vendiera mis órganos en el mercado negro.

Mi corazón se cayó al piso y fue como si un camión me pasara ida y vuelta sobre él hasta deshacerlo por completo. Miré a Candela fijamente, en silencio, utilizando ese lenguaje especial que supimos construir en este breve tiempo.

Ella llevó sus ojos a su dedo anular y por instinto, se lo cubrió con la otra mano.

―Esteban, él es Mike ―Bea intercedió cortando la tensión o eso creyó que hacía al presentar al imbécil que seguía parado en la sala como un muñeco de torta.

―Oh, sí, es Mike Trenhall. ―Agregó su nieta, como si doliera menos.

―Soy el prometido de Candela ―Completó el muy bastardo sujetando por la cintura a la que fue la madre de mi hijo por nacer, a la única mujer a la que le había entregado mi corazón por completo, la que lo tuvo desde que la vi en la clase de gimnasia con mi hermana.

Bea bajó la cabeza, avergonzada. Mike se pavoneó apretando a Candela contra su cuerpo, en tanto que ella miraba a la nada.

―Felicitaciones. ―pronuncié, completamente vacío.

―Gracias. Vine a convencerla de regresar a Londres. Además, en el instituto están esperándola. Ava me dijo que estaba contenta con la respuesta que le diste días atrás.

¿Propuesta?¿Ava?¿Londres?¿Días atrás?

Mi cerebro hizo horas extras conectando puntos. Ava era la directora del colegio donde trabajaba Candela, lo que daba margen a pensar en una sola posibilidad: que Candela había decidido regresar a Londres.

Había aceptado mientras estaba conmigo y, Mike, el idiota inglés, lo sabía mejor que yo.

―Oh, entonces...se van...ya...―afirmé, la mandíbula a punto de quebrarse, mis puños hechos dos rocas sólidas.

―Mañana por la tarde. ―respondió él con sus dientes de anuncio publicitario y los ojos brillantes.

―¿Es cierto, Candela? ¿Te vas mañana con él? ―Me acerqué a ella hasta donde su, nuevamente, prometido me lo permitió. Esquivando su cuerpo, algunos centímetros más bajo que el mío, exigí que ella me mirara ―. Candela, respondéme. ¿Mañana te vas con él? ―Su labio inferior colgaba tembloroso, una lágrima recorrió su mejilla hasta morir en su cuello ―. Contestáme, ¿te vas? ―¿Cuánto más tenía que suplicarle que me responda, que sea valiente y me enfrentara?

―¡Sí! Me voy. No puedo vivir acá. ―Sus ojos firmes terminaron de enterrar la daga en mi pecho, destruyéndome, matándome en vida. Sus palabras me condenaron a un futuro negro.

Zafándose del brazo de su novio corrió hacia su habitación y cerró la puerta con un golpe fortísimo.

―¿Qué fue eso? ―preguntó el inglés a medio camino de la habitación. Ni siquiera sabía interpretar las señales de su prometida.

―Eso fue tu futura esposa renunciando a su felicidad para siempre.

―¿Qué?

Altanero, devoró la distancia entre ambos y se puso frente a mí. No fui menos: me planté con mi metro ochenta y cinco extendido, ningún idiota y menos uno como él me iba a amedrentar.

―¿Tienen problemas auditivos en Londres? ―me burlé ―. Dije que, yéndose de acá, Candela solo está escapando de su felicidad.

―Basta chicos, ¡basta! ―Bea apareció empuñando una escoba y de no ser porque yo estaba caliente como una pava y lisiado de órganos vitales gracias a Candela, me hubiera descostillado de la risa por su bizarra intervención―. Esteban, por favor, andáte. Candelita ya decidió lo que decidió...―su abuela tampoco estaba contenta, era obvio ―, y vos Mike, por favor tomate un taxi y andá al hotel que alquilaste para pasar la noche.

―No renté nada ―aseguró ―. Supuse que sería hospitalaria conmigo. Después de todo ella es mi prometida y...

―¡Y nada! Esta es mi casa y me reservo el derecho a decidir a quién quiero tener de invitado. Y, querido, lamento decirte que no sos bienvenido.

Mike se quedó duro.

Bien por Bea. Lo había puesto en su lugar sin siquiera rozarlo con el palo de la escoba.

El inglés caminó y tocó la puerta de la habitación de Candela, pasando casi de inmediato.

―Esteban, lo siento mucho, pero te juro que Cande no sabía que iba a venir...

―No me importa lo que sabía o no. Me mintió. Ella también.

―No, hijo, estoy segura de que no lo sabía.

―No, Bea, no hablo de la visita de Mike ―sus ojos eran comprensivos y los míos, huecos ―: Ella decidió marcharse a Londres antes de dejarme. Respondió la solicitud del colegio donde trabajaba mientras estaba conmigo, sin siquiera conversarlo.

―Ayyy, esta chica...

―Yo...yo no vine solo a jugar...―una sonrisa triste tiró de mis labios ―, vine a traerte esto. ―Le devolví la caja con su anillo.

―No, no, de ningún modo. Si mi nieta es tan estúpida de dejarte ir, no quiero que nadie lo tenga más que vos.

―Gracias, pero ¿para qué lo querría? No es más que un recordatorio de un amor que jamás fue mío.

―Ella es tuya y siempre lo será, te lo aseguro. La conozco.

―Bea ―ladeé la cabeza, desinflándome ―, yo también creí conocerla y mirá dónde estamos. ―No había modo de convencerme de mantener los brazos en alto, de seguir luchando por ella.

Candela no estaba dispuesta a pelear por nosotros, por la pareja feliz que fuimos, por los sueños que alguna vez tuvimos.

¿O fue solo un espejismo y nunca quise ver la realidad?

Quizás.

Dejé la caja sobre el extremo de la mesa, Bea se negó a agarrarlo.

Minuto más tarde, Mike salió del cuarto con un pequeño bolso de mano y sin siquiera saludarme, se marchó dando un portazo.

Bea sacó la lengua a sus espaldas y sonreí sin ganas.

―Dáselo ―me entregó nuevamente la caja ―que sepa lo que se pierde.

―Lo sabe, Bea.

―No importa. Recordáselo.

Tomé la caja y a grandes zancadas me paré frente a la puerta.

Toqué suavemente y a pesar de no recibir una respuesta inmediata, abrí y entré.

Mierda que dolía el rechazo.

*************

Birras: cervezas.

Lanzar: vomitar.

En pedo: borracho

Obelisco: emblemático hito arquitectónico ubicado en las intersecciones de la Av. 9 de Julio y Av. Corrientes, en el centro de la Ciudad de Buenos Aires.

Corno: cuerno.

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