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En la vanidad de las flores

En lo personal, a mi jamás me han gustado las flores; ellas son tan... narcisistas. 

El campo de lavandas era un lugar muy peculiar para un tallo sin hojas como lo fui yo, pero era mi hogar. Si, ahí pasé los peores años de mi vida.

Eramos el campo de flores más morado y hermoso de la historia ¡en serio! O bueno, así lo eran ellas. Recuerdo que cuando yo era a penas un tallo las lavandas se reían de mi porque no tenía ni un solo pétalo y ellas rebozaban de ellos; pétalos violeta tan hermosos y perfectos... y yo, como cada primavera, sin uno solo.

Pero la flor que destacaba entre mis abusadoras era, irónicamente, un girasol de exuberantes hojas y el pistilo de polen mas rebosante que había visto. Pero eso si, super presumida, ¡nunca me dejaba en paz! Cada primavera cuando ella y sus amigas despertaban de su triste sueño regresaban a la rutina de burlarse de mi y mis extremidades incapaces de florecer.

Las lavandas se creían las muy muy porque cada mañana y anochecer un amable caballero iba a bañarlas con mucho cariño, mientras que a mi me tocaban de milagro un par de gotas escurridizas, pues cabe mencionar que mi color verde claro no llamaba mucho la atención ¿lo peor de todo? Que si ese sujeto amaba a sus lavandas entonces al girasol la adoraba, era técnicamente su favorita y siempre le daba una ración especial, logrando así aumentar su ego y ganas de molestarme.

Durante un tiempo aquella situación me afectó bastante: estaba creciendo muy encorvado por culpa de sus humillaciones y no tenía muchas motivaciones para tratar de enderezarme. Muy pronto me convertiría en una especie de enredadera amarrada a la tierra, las orugas me comerían fácilmente y moriría, y apuesto a que el girasol y las lavandas esperaban ansiosas a que ese día llegará, solo así estarían contentas.

Entonces, ya llevaba cinco primaveras siendo un tallo aburrido y mis abusadoras continuaban bellas y criticonas, no tenía muchas ganas de seguir pasándola así, pues todo mi día consistía en oírlas presumir y ver la aburrida y seria tierra ante mi raíz. 

Sin embargo, uno de esos días en los que solo quería desaparecer, algo pasó, algo diferente.

Las lavandas se estaban muriendo.

Había una poderosa sequía en camino, y prometía ser la más poderosa de la temporada, o al menos eso dijo el hombre de sombrero de paja antes de desaparecer en una extraña carcacha temblorosa. El cuidador de las lavandas había parado de darles agua, arrancar sus feos pétalos marchitos y llevarse a las más maduras a la nueva vida.

Simplemente las había abandonado.

Las pobrecitas flores no paraban de preguntar a tope por la ubicación del buen hombre mientras sus hojas se arrugaban cruelmente obteniendo un color café como el que estaba tomando mi tallo hacia unas lunas.

El girasol no duró ni una semana y para la segunda semana sin el hombre de sombrero de paja ya todas ellas eran un tallo con polen seco balbuceando por algo de agua ¿y yo? Bueno, era obvio que también tenía sed, pero mientras ellas caían muertas una a una con lentitud y cansancio ante los poderosos rayos de sol yo todavía no llegaba al punto de desfallecer, mi tallo ya se había secado hacía tiempo.

Mi postura encorvada se convirtió en un punto a favor para no tener que ver fijamente los impiadosos rayos secándome la nuca o el tenebroso espectáculo de cadáveres que tenía en frente.

Rezaba cada mañana al despertar insolado y medio muerto y cada noche sofocado que una gota de agua cayera del cielo y me diera una razón, una sola, para continuar de pie.

Mi única hojita ya se había caído en la sequía, ahora si mi noción del tiempo en aquel entonces no fallaba tanto a penas íbamos a mitad de la canícula, y yo entre delirios me reía conmigo mismo porque por fin había callado sus insolentes voces, por fin habían dejado de molestarme con sus pétalos perfectos y su cabeza hueca.

Tenía tanta sed... que en ese entonces habría dado cada una de mis raíces por una sencilla gota, todo mi cuerpo se mantenía en pie por una fina y temblorosa rama que ya amenazaba con romperse, estaba tan seco que un suspiro ya me habría derribado y tan cansado que veía cuádruple. Todo era amarillo cegante, todo era desierto, todo arena, todo muerte.

La tierra ante mi tallo estaba tan dura que parecía roca pura, mi nuca casi soltaba humo del calor y todo mi ser ardía rogando clemencia.

Una sola gota.

Después de los pocos días faltantes para el fin de la canícula no sé que ocurrió, simplemente me quedé dormido, o fallecí, no lo sé, solo pensaba en cascadas repletas de preciada agua mientras mi tallo continuaba en una pieza.

Y de repente, pasó.

El frío volvía a presentarse entre mis ramitas, tan débil pero suficiente como para hacerme sentir que me iba a arrancar de la tierra, el aire era tan fresco y... glorioso. Había minúsculas partículas en el ambiente que indicaban que una tormenta llegaba, y luego, el calor regresó.

No perdí la esperanza, la lluvia estaba cerca y yo listo para recibirla, por lo que me contuve solo unos días más para darle la bienvenida.

Y llegó, y la disfruté, y lloré.

Estaba tan feliz que fue imposible evitarlo, me regocijé con la milagrosa agua que me estaba cayendo del cielo y me extendí como nunca lo había hecho, viendo por primera vez en mucho tiempo el cielo, tan negro e intrigante, regalándome galones más de vida para continuar en esta vida mientras sentía su electrizante choque.

Unas decenas de primaveras más fueron suficientes para darme cuenta de que no era una flor como el girasol y las lavandas, sino un árbol. Por eso había soportado la sequía, por eso mi tallo era marrón, por eso solo producía hojas, por eso se reían de mi: si crecía lo suficiente terminaría aplastandolas a todas, aunque no fue muy diferente a lo que sucedió.

Hoy, por primera vez en mucho tiempo, encontré un nuevo amigo, pues tímidamente junto a una de mis enormes raíces un tallo de pétalos pequeños y celestes está creciendo a mi lado. Si mis conocimientos no me decepcionan será un delfinio, y uno muy bonito.

Así que si algún día se digna a crecer no me burlaré de que no puede producir hojas, alagaré sus pétalos; ni me regocijaré durante la lluvia tapándola con mis grandes ramas mientras la veo sufrir de sed, haré resbalar todas las gotas que pueda para que la fuerte tormenta no acabé con ella; tampoco la haré sentir menos por ser tan pequeña; la haré entender que está en el mejor momento de su vida y debe disfrutarlo. Durante la sequía le brindaré toda la sombra que pueda y en la tormenta me aseguraré de que la velocidad del viento se disipe con ayuda de mis hojas, la protegeré y empaparé de mis conocimientos porque confío solemnemente en que un día me deleite a mi a todos con un bello espectáculo de dotes azulados.

Nunca me han gustado las flores, lo digo ahora y se lo diré cuando sea más grande, aunque bueno, agregaré un complemento más para evitar malentendidos.

No me gustan las flores, son demasiado vanidosas, pero en todo ese ego se oculta una autoestima tan diminuta como una semilla que necesita ser tapada de alguna forma, y eso es disminuyendo a las demás plantas, pues esa es la única forma que conocen para resaltar.

Tu no serás una flor, serás un delfinio, serás tu, y serás la más bella de los delfinios a tu modo, con tu humildad y sencillez, con tu espíritu y tu gratitud. Y algún día, cuando tus hojas no den para mas y tus pétalos marchiten, tu recuerdo será la más bonita compañía.

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