✶𝟐✶ N
"Solo verán lo que él
quiere que vean"
Los pasajeros a mi alrededor estaban inmersos en sus propias vidas: una pareja discutía en voz baja, unos adolescentes se mantenían sumidos en un juego online con sus dispositivos; jugaban en grupo pero parecían estar a kilómetros de distancia unos de otros. La señora que me había hablado antes continuaba acariciando a su híbrida mascota.
En algún punto, el miedo se convirtió en un constante murmullo de fondo y solo quedamos él y yo. Las imágenes a nuestros costados eran líneas de una película que pasaba en modo rápido. Su capucha estaba mas alta y una máscara de tela negra, lisa, le cubría casi todo el rostro. Y por mas que yo lo intentara, no lograba ver el color de sus ojos que era lo único que quedaba visible. Era como una... aparición.
Pero estaba ahí, lo sabía, aunque se mantuviera quieto en medio de los cuerpos, como una sombra que no pertenecía, inmune al caos que lo rodeaba porque él solo ya constituía su propio caos.
Finalmente el tren se detuvo en mi parada de destino y no esperé a que los pasajeros bajaran primero, el pánico me subió por la garganta al ver la capucha moviéndose, moviéndose hacia mí. Maldije por lo bajo y me abrí paso entre el mar de personas, empujando a los que se interponían en mi camino. El espacio se estrechaba, el ambiente me asfixiaba, y él seguía acercándose.
Con un movimiento brusco conseguí salir por las puertas, recibí un codazo en las costillas, par de gritos de protesta y creo que le pisé el pie a alguien, pero logré abrirme paso afuera y aprovechar al máximo la red de personas que se había creado entre él y yo.
Y corrí, corrí como alma llevada por los circuitos robóticos más rápidos de Netrópolis.
Al salir de la estación subterránea el aire nocturno fue ese golpe de realidad, pero no paré de correr. Las luces de neón, los drones zumbando en lo alto, las vías del flujo elevado serpenteando por encima de mi cabeza, todo estaba ahí, pero se volvía borroso a medida que corría a mi apartamento.
Hasta que me detuve de golpe.
No podía ir a mi apartamento.
No podía llevarlo allí.
Excepto ese día, él nunca me había seguido tan lejos ni durante tanto tiempo. ¿Sería finalmente esa noche la noche? Mi plan no seguía ese rumbo, y no me apetecía cambiarlo y dejarme atrapar. Así que me apresuré por otra dirección mientras su irritante presencia continuó siguiéndome. Al día siguiente pondría en marcha mi plan.
Si estaba viva para contarlo.
Me fui dando terapia de positivismo a medida que avanzaba sin rumbo fijo por las calles. Las personas iban y venían, hablaban por celular y se ocupaban en sus asuntos, la vida transcurría a mi alrededor como siempre había transcurrido en la gran ciudad. Pero para mí no era una noche monótona: tenía un tipo de casi dos metros, que muy probablemente fuera el asesino serial, persiguiéndome. Uno que sabía mi pedido habitual y me había comprado un paquete de donas.
Saqué mi teléfono para ver la hora. Era tarde, pero Marie estaría despierta en la comisaría. Tal vez si la llamaba... tal vez me dejaba ayudarla con los informes; lo que implicaría que hiciese todo el camino de vuelta, pedir un taxi autónomo (porque el próximo tren no pasaba hasta dentro de una hora) y gastar más de lo previsto en transporte. Lo pensé y decidí que lo haría. Estaba dispuesta a lo que fuera con tal de sacarme a ese loco de encima.
Marqué el número de Merie pero la operadora artificial dio su tono de número incomunicado. Merie nunca apagaba el teléfono. ¿Se habría quedado sin carga? Intenté de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, con el mismo resultado. Solo por probar, marqué el número de la comisaría. Saltó el tono de incomunicado, otra vez, y un terror líquido corrió por mi garganta.
Maldije.
Estaba sola, sin rumbo, e incomunicada.
Entonces miré a todos lados percatándome que el encapuchado no estaba. ¿Habría desaparecido? ¿Tal vez había cumplido su cuota de persecución diaria? ¿Por qué había desistido?
Nunca me había perseguido hasta mi casa, era un hecho. Desde que todo comenzó, o al menos desde que yo me di cuenta, su vigilancia no había abarcado mi intimidad. O eso creía...
Decidí en última instancia ir a mi apartamento. Pero solo por si acaso, no lo hice por el camino habitual. Di un rodeo, deteniéndome en un cruce de calles. Allí esperé que las luces del semáforo cambiaran y por alguna razón, las observé en un charco de la acera frente a mis pies. Parecía una visión de una realidad diferente... y fue extraño sentir una punzada de familiaridad con esa idea.
Cuando el semáforo alumbró en rojo crucé y avancé hasta un callejón que correspondía a la parte trasera de mi edificio. Después de tanto andar, ya no se me ocurrían más combinaciones para llegar a mi casa.
El callejón era estrecho, con paredes de ladrillos cubiertas de graffitis y contenedores de basura a rebosar. Y por todos los robots, el olor nauseabundo podía sacarte la bilis. Era vergonzoso que nadie se preocupara por ser puntual en recoger la basura podrida y quemarla a las afueras de la ciudad. Todo estaba en silencio, ni siquiera se veían los gatos mutantes que siempre andaban merodeando. El sonido del tráfico se escuchaba distante cuando terminé de atravesar el callejón y por muy extraño que me resultase reconocerlo, finalmente sentía algo de paz. Era el ambiente, que ya no me perturbaba.
La esencia de él..., la inquietante esencia que absorbía todo a su alrededor, había desaparecido.
Alcancé las escaleras metálicas de emergencia que daban acceso a la parte trasera del edificio y comencé a subir hasta mi apartamento. Cuando forcé la ventana de la cocina descubrí que mis manos temblaban.
«Ya está Selene. Llegaste a casa, segura.» repetí hasta colarme adentro.
Lo primero que hice del otro lado fue cerrar la ventana y asegurar todas las demás. Comprobé la cerradura de la puerta principal. Hice lo mismo con todo el acceso del apartamento al exterior: lo revisé y cerré. Mientras estaba en la faena, mi respiración agitada llenaba el aire, y aunque tuviera relativa paz, no podía permitirme relajarme del todo. Finalmente encendí todas las luces y solté un largo suspiro.
«Las peores cosas ocurren en la oscuridad.»
Vivir sola tenía sus ventajas, pero era muy triste. Después del accidente que le quitó la vida a mis padres cuando yo era una niña, me había mudado con mi abuela a las afueras de la ciudad y allí crecí hasta que me vine a Netrópolis con una beca. El ajetreo de la vida que había llevado no me había dado margen a preocuparme por mi soledad. Incluso las citas románticas habían sido esporádicas. En la capital no influía lo mucho que se gustaran las personas, sino la compatibilidad de horarios de ambos. Y prácticamente esa era la razón por la que la mayoría de parejas no podían continuar sus relaciones.
Yo había sido parte de ese sistema hasta decidir que tomaría un tiempo libre para mí, enfocarme en mi carrera y establecerme económicamente. Mientras, me conformaría con mi pequeño apartamento y la soledad que lo abarcaba, sin ni siquiera un robot de los que cocinaban. Aunque justo en esos momentos, mi hambre había desaparecido. Fue cuando los ojos se me posaron en el paquete de donas que había dejado en la encimera. Mi estómago, exaltado con toda la situación, se permitió calmarse ante la vista, después de todo eran mis donas favoritas.
Abrí el paquete y...
La sensación de paz volvió a extinguirse. La asfixia, los latidos descontrolados, el pánico..., todo regresó de golpe cuando vi la nota.
Era una nota cuadrada, de papel satinado color crema, suave al tacto, sin brillo. Conocía ese papel, se fabricaba usando fibras de seda. Era un lujo en el país que había llevado la cabecera en tecnología por tantos años. Los distintos tipos de papel eran escasos. Pero ese, ese solo podía permitírselo la gente que era algo más que rica.
«La gente poderosa.»
Tomé la nota sin dejar de mirar la caligrafía firme y elegante con la única letra: N
Al final, debajo de la letra y hacia la punta de la nota, había dibujada, pequeña pero inconfundible, una estrella de seis puntas. Mi corazón dio un vuelco. Apreté la nota entre mis dedos y el papel se estrujó.
«Fue él.»
Miré por acto reflejo a todos lados aunque ya había comprobado lo vacío del lugar. No había otra presencia además de la mía. Volví a mirar la nota, la N y la estrella de seis puntas... ¿Sería una organización secreta? ¿Una señal o cualquier clase de aviso para el futuro?
Rompí con furia el papel a trozos y arrojé cada pedazo al cesto de basura más cercano. Ese maldito hombre sin rostro no iba a atormentarme. Al día siguiente hablaría con el comisario, lo denunciaría. Sin pruebas, sin nombre, pero no podía permitir que la situación se prolongara mientras yo me quedaba de brazos cruzados y era intimidada.
Con esa resolución fui a mi habitación. Le pasé cerrojo a la puerta y me acosté en la cama animándome con la idea de que al día siguiente me sentiría mejor. Sin embargo, la paranoia no quiso alejarse de mis pensamientos, no importaba cuánto yo deseara dejarlos en blanco. Mi mente estuvo dando vueltas alrededor de todas las posibles respuestas sobre el encapuchado, su nota con una única letra y la inusual estrella.
Necesitaba dormirme.
Necesitaba que acabase.
Aunque muy dentro de mí, en mis tinieblas más profundas, algo me dictaba que esto apenas estaba comenzando.
***
Para cuando atravesé la puerta principal de la comisaría el peso en mis hombros se había triplicado, me ardían los ojos y me dolía la cabeza. Todo era culpa del mal dormir, de mis infinitas vueltas sobre la cama sin conciliar el sueño. Llegar tarde no era propio de mí, pero esa mañana había empezado fatal.
Tenía un mal presentimiento.
Aunque el bullicio de la comisaría pareciera normal, entre los policías que iban y venían distinguí informáticos de la N.O con sus solapas, lo que significaba que el asunto con el hacker había escalado según lo previsto. Me fijé también que habían mujeres ajenas a la plantilla de la comisaría de Netrópolis que llevaban carpetas entre brazos e iban vestidas de traje; de seguro también venían con los del Ministerio. El ambiente en general se sentía cargado. Cuando pasé por el pasillo que conectaba al de mi oficina, un grupo de personas, todas de considerable edad, salieron de la sala de reuniones con rostros preocupados.
Más miembros del Ministerio Secreto.
Traté de no interponerme en el camino de ninguno de ellos y me adelanté a mi oficina, donde me esperaba una Merie extremadamente exaltada. Ni siquiera me dio tiempo para saludarla.
—¡¿Dónde estabas?! —chilló con histeria.
—Bueno yo... anoche no fue precisamente...
—Tuvimos una reunión antes de que llegaras —dijo cambiando radicalmente el tono de voz a uno más bajo, como si no quisiera que los demás oyeran.
Dejé mi bolso sobre la mesa y me esforcé por mantener la compostura sobre la silla.
—Hoy la comisaría está llena de personal de los altos rangos—expresé lo que ambas sabíamos a la vez que abría mi portátil, aunque no tenía la menor intención de empezar a trabajar todavía.
Todo me daba vueltas, aumentando las náuseas.
—Revelaron oficialmente lo del hacker, ya es de conocimiento general. Todos saben que está involucrado en los asesinatos y también en las violaciones a la N.O —soltó sin hacer pausas y sus palabras se quedaron flotando a nuestro alrededor.
Yo la observé, sin parpadear.
—Cómo... ¿cuándo...? ¡¿De verdad logró violar el N.O?
—No del todo, pero algo ha conseguido del programa para tener aquí a toda esa gente —reveló Merie señalando a las afueras de nuestra oficina.
Por las paredes de cristal aún se veían las personas ajenas a nuestro centro de trabajo, caminando de un lado a otro y consultando con los detectives.
—¿Y cómo saben que está relacionado con los asesinatos? ¿Cómo puede ser la misma persona?
Merie se inclinó hacia mi derecha para tomar uno de los bolígrafos. Escogió el de tinta negra y empezó a dibujar en la primera hoja de una pequeña libreta de notas.
—Porque tanto virtualmente como en los asesinatos, siempre deja la misma marca —explicó terminando de dibujar causando que mi corazón trepara a la garganta.
Los trazos del dibujo de Merie me congelaron hasta el pulso. Por un momento dejó de respirar. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza.
Una N, con una estrella de seis puntas justo debajo.
Todo a mi alrededor desapareció, como si el tiempo se hubiese detenido con mi respiración. El pánico empezó a crecer en mi interior, arrastrándome hacia un abismo oscuro y él, el encapuchado, mi perseguidor, el hombre que sabía mi hora de salida del trabajo, mi pedido de donas, y que probablemente también sabía dónde vivía, me esperaba en el fondo.
—Selene, ¿estás bien? —la voz de Merie sonó lejana, como si me hablase desde el otro extremo de un túnel.
Las imágenes volvieron a mi mente de golpe, como una bofetada. El mareo fue tan fuerte que sentí ganas de vomitar. Todo a mi alrededor se volvió opaco, como si estuviera viendo el mundo desde debajo del agua. ¿Qué significaba? Si era el asesino, ¿por qué no me había matado todavía? Le gustaría... ¿jugar con su presa?, ¿era eso lo que estaba haciendo?
—Selene te has puesto muy pálida. —Merie me sujetó por los hombros intentando buscar otra reacción en mí diferente a quedar petrificada.
—Tengo... tengo que ver al comisario.
—Por todos los circuitos eléctricos —exhaló ella apartándose como si hubiese tocado algo prohibido—. Dime que no has recibido una nota con la letra N, Selene...
Quise responder, pero las palabras no salieron de mi boca, aunque no hacía falta dar los detalles para adornar la trágica conclusión a la que Meridae había llegado. Y yo no estaba en condiciones de detallar, me sentía atrapada en la imagen, en la consonante que se había vuelto la peor letra del alfabeto.
—Tengo que hablar con el comisario —repetí mecánicamente, mirando al vacío.
Entonces me puse de pie. No escuchaba ni veía bien, apenas podía coordinar mis pasos. Me detuve frente a la puerta de la oficina del comisario, respirando hondo antes de tocar. Luego golpeé la puerta, a sabiendas que la acalorada reunión con los del ministerio recién había concluido.
—Adelante —respondió la voz profunda y familiar del comisario Levinsko.
Entré tratando de controlar la respiración. El comisario estaba sentado detrás de su escritorio y no poseía su expresión de marinero que controla la tempestad. Estaba ansioso, muy ansioso, y eso solo sirvió para acrecentar mis nervios. Me quedé un rato ahí, parada frente a él que estaba demasiado ocupado revisando archivos en la computadora, comparándolos con fotografías forenses. Tan enfrascado continuaba en la tarea que pareció olvidar que alguien había entrado. No fue hasta que se llevó las manos a la cara y se restregó los ojos por el cansancio que se fijó en mí, y pareció recordar que habían tocado la puerta.
—¿Qué ocurre? —preguntó en tono serio, no frío. Nunca pudo ser frío conmigo.
Conocí al comisario hace años en realidad, pero era demasiado pequeña para recordarlo. Él me contó que era amigo de mis padres, aunque el trabajo de cada uno los volvió lejanos con el tiempo. Después del accidente en el laboratorio que dejó mi casa destruida y acabó con la vida de mis padres, Levinsko viajó hasta nuestro pueblo Dalgrave para el funeral y contactó a mi abuela, ofreciendo su ayuda económica para que terminara mis estudios. Mi abuela nunca supo exactamente por qué alguien que no fue muy cercano a nosotros quiso donar dinero para que yo continuara hasta el bachillerato, pero en ese momento lo aceptó a insistencia del comisario. El dolor y la pena le habían dejado estragos, y el dinero también se había vuelto una preocupación y necesidad.
Años después, Levinsko comenzó a tener contacto cercano conmigo, animándome en mi meta de estudiar criminología y facilitándome una oportunidad en la comisaría después que me ganara una beca en la universidad. En algunas ocasiones solía hablarme de mis padres, y de lo feliz que se hubieran sentido si hubiesen visto mis progresos.
Pero allí en su oficina, uno al frente del otro, no veía al mismo hombre jovial y amable que de antaño. La situación estaba destruyéndolo de la peor manera: sus profundas ojeras, el sudor que corría sin parar por su frente, los ojos desorbitados y el tic nervioso en el derecho... Incluso sus manos se agitaban de una forma distinta y toda su persona se veía atrapada en un estrés constante que no tenía intenciones de abandonarlo pronto.
Me atreví a razonar que la situación lo había tocado de un modo personal.
—Comisario, necesito decirle algo... algo importante —comencé con voz baja pero decidida.
—Tendrá que esperar señorita Aesteporth, no es un buen...
—Es grave —insistí y él, al escucharlo, apoyó las manos sobre su escritorio y se inclinó hacia adelante, como si me invitara a hablar.
—Siéntate entonces.
Lo hice, pero aún no tenía una idea muy clara de cómo contarle todo de la mejor manera. Consideré si valía la pena mantener el orden cronológico.
—¿Y bien?
—Me vigilan.
Levinsko frunció el ceño, pero no con escepticismo. Era más una mezcla de curiosidad y preocupación.
—¿Estás segura de...?
—Estoy segura —expresé sin dudas y mi seguridad hizo que él se recostara en su asiento.
—Selene, quiero que entiendas que estamos aquí para ayudarte. Pero sin pruebas concretas, es difícil actuar. Necesito algo más sólido para poder...
—He recibido una nota con la letra N y una estrella de seis puntas —solté de una, pasando por el arco del triunfo el orden cronológico.
El comisario, el presunto amigo de mis padres, el hombre que pagó mis estudios, contrajo todo su rostro ante la confesión. Y sin embargo, no se mostró alerta, no se exaltó frente a la posibilidad de que pudieran matarme. Su semblante era una mezcla de pena y remordimiento, como una sentencia de la que todos saben que debe aplicarse, como si... como si lo hubiera estado esperando.
Fue en ese instante que recibí una ola de calor que bajó por mi estómago y me apretó las tripas. No podía explicar cómo había llegado a la conclusión, pero lo supe, lo supe con una certeza que desgarraba.
Deseé que dijera algo, lo que fuera, aunque se tratase de una mentira. Deseé que me tranquilizara y dijera que todo saldría bien, que él se encargaría de protegerme y también el cuerpo oficial. Pero no ocurrió nada de eso, no hubo aliento ni ánimo.
—Quiero ver la nota.
—La he roto.
Ante mi respuesta, sus ojos se agrandaron. Casi podía escucharse los pensamientos enojados por su expresión facial: «Niña estúpida. Estás más que condenada».
—¡¿Cómo que la has roto, Selene?! —La paciencia desapareció con la interrogante y el requerimiento llegó justo después: —¡Has perdido el juicio!
—Tengo los trozos en mi apartamento. Si se empatan todos puede que... que se reconstruya.
Levinsko había controlado su enojo y respiraba profundo. Volvió a recostarse en su asiento, miró a la derecha, ningún sitio en particular, y cuando volvió a fijarse en mí parecía que una máscara de un doble se había posicionado en su cara.
—Sin pruebas no puedo hacer nada —sentenció con una insensibilidad despiadada.
Ese no era él. Había algo más envuelto, algo que se me escapaba y no iba a contarme.
—¿Está diciendo que no me cree? ¿No cree en mi palabra? —hablé con rabia y... tristeza.
Sí, por mucho que odiara admitirlo, había entrado en un estado de pánico y dolor porque mi única esperanza me reventaba delante. Sin evitarlo, mis ojos alcanzaron una humedad superior a la normal.
—Puedo asignar una patrulla para que vigile tu edificio de noche. —Sus dedos tamborileaban sobre la mesa y se negaba a mirarme—. Y también te relegaré de tus actuales tareas.
—¿Cómo?
—Ver tantos crímenes y escuchar las noticias no te ha hecho bien.
—No estoy paranoica. Y sé muy bien distinguir mi realidad de...
—Enfócate en la universidad.
—Theo Levinsko —supliqué afincada a mi silla, no podía creer lo que escuchaba—. No me hagas esto.
Había roto toda formalidad. Se lo estaba pidiendo como la hija de su amigo fallecido. Si perdía mis prácticas en la comisaría perdería relevancia en la carrera. Mi currículum sería un desastre.
—Me encargaré de arreglar el papeleo y todo será por nuestra causa, no se verá afectado tu currículum —explicó mirándome por fin, una máscara de impavidez seguía cubriendo cada una de sus facciones, aunque el tic nervioso se mantenía—. La comisaría está enfrentando un caso muy serio y quiere proteger al mayor número de personas que innecesariamente están involucradas. Tu expediente se mantendrá limpio y tú podrás...
Hizo una pausa larga en lo que yo haría a continuación, quizás escogiendo las mejores palabras, quizás despidiéndose de cierta manera. Un escalofrío volvió a recorrerme la nuca y juro que vi más clara que nunca la sentencia en sus ojos.
—Podrás dedicarte exclusivamente a estudiar.
Dicho esto se puso de pie y me hizo un ademán hacia la puerta de salida.
No había nada más que conversar.
—Adiós, comisario —le dije a modo de despido, y en el fondo ambos sabíamos que sería la última vez.
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