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Prefacio


Conocí a Evan en nuestro primer día de colegio. Nunca lo había visto antes, a pesar de que vivía en mí mismo barrio, tampoco había escuchado hablar de él y mucho menos de su nombre. Algunos niños se aproximaron a él con curiosidad para saber de dónde sacó ese nombre tan extraño y se alejaban cuando lo escuchaban dar una definición tan acabada.

—Es un nombre de origen griego que significa joven guerrero. Mis papás lo eligieron para que nunca me rindiera en la vida —respondía con orgullo aquel chico extraño, pero a la vez llamativo. Y no era así por su físico, por fuera lucía como cualquier otro niño, de cabello castaño, ojos cafés oscuro, de tamaño promedio para un niño de su edad y delgaducho. Llamaba la atención sin querer por su forma de ser.

Algunos, como yo, encontraban fascinante que un niño de kínder supiera tan bien qué significaba su nombre y por qué lo eligieron sus padres cuando la mayoría no tenía ni idea de esas cosas y solo lo repetía porque todos los llamaban así. Yo era parte de ese montón y por querer marcar la diferencia y ser más como Evan, ese mismo día, sin llorar por estar lejos de mis padres y sin otro pensamiento, lo primero que hice al verlos fue preguntarles:

—¿De dónde sacaron mi nombre?

Papá y mamá, porque ambos fueron a buscar a su única hija en su primer día, temerosos de cómo iba a estar luego de todo un día en un lugar desconocido, me miraron confundidos al no comprender de dónde saqué aquella pregunta. Con impaciencia les conté todo lo que hice en el día, que no me alejé de Evan para escucharlo decir esos datos tan sorprendentes que conocía de la mitología griega mientras jugaba solo con unos legos, separándolos por color sin construir nada. Pobre del que le quitara un bloque, porque cuando un compañero lo hizo Evan se tiró al suelo a llorar desconsoladamente. Tal vez ese fue el momento en que algunos niños empezaron a alejarse de él, pero yo permanecí a su lado mirándolo y escuchándolo recitar historias de gente antigua que adoraba a tantos Dioses que resultaría imposible para mí memorizarlos a todos.

Cuando por fin terminé, grande fue mi desilusión cuando mis padres dijeron que para elegir mi nombre miraron unas revistas de nombres para niña y simplemente les gustó el mío, Sofía, sin fijarse si era común o no. De hecho, nunca supieron que fue de los nombres más populares del año en que nací hasta que entré al colegio, donde tuve otras tres compañeras también llamadas Sofía. Por supuesto, yo no me quedé con esa explicación, y al día siguiente, cuando todos en la sala estaban ansiosos por ver quién tenía el mejor nombre para competir con Evan, yo dije que me llamaba Sofía porque una vez existió una mujer tan importante con ese nombre, que mis padres lo eligieron para mí.

—¿Y quién fue esa persona tan importante? —Preguntó una de las otras niñas que compartían nombre conmigo, Sofía Cárdenas.

—Alguien tan importante que salvó al mundo —alegué yo, aun creyéndome mi mentira.

—¿Quién? Yo nunca escuché esa historia —cuestionó otro niño dentro de la competencia, deseoso por vencer a Evan, quien permanecía en el rincón con los legos.

—Porque es tan importante que no se puede contar a cualquiera —argumenté, ya nerviosa ante tanta pregunta.

—¡No sabe! ¡Es mentira! —Gritó otro niño, siendo callado de inmediato por una de las profesoras, quienes dispersaron el grupo antes de que pudieran molestarme, acabando así con nuestra competencia.

Desde ese momento, me bautizaron Sofía la mentirosa por mi pequeño intento de llevarme la gloria. Ya nadie me creía lo que decía y me costó hacer otros amigos y noté que a Evan también, porque siempre que lo buscaba estaba en el rincón ordenando sus legos. Con el tiempo, los demás niños perdieron el interés, Evan siempre quería jugar con lo mismo, sin variar y su conversación, de un modo u otro, se desviaba a los mitos griegos que contaba casi de memoria, sin importar si ya había relatado esa historia antes o no. Sin embargo, yo no perdí el interés y permanecí a su lado cuando todos nos ignoraron. Era un chico extraño y lo admitía, pero tenía algo que llamaba mi atención y decidí quedarme con él, escuchando esas historias fascinantes de titanes que comían a sus hijos, Dioses que desataban la guerra y controlaban el mundo desde un extraño lugar llamado Olimpo.

Así pasaron los años y nos convertimos en mejores amigos. Éramos la única amistad del otro y de a poco aprendí a comprender a Evan y cómo conversar con él de una forma que no desatara esos comportamientos extraños que tenía cuando las cosas no iban como él esperaba. A veces lo envidiaba porque en medio de algunas clases venía la tía de la sala de los juguetes, o como los profesores le decían, "diferencial", para llevárselo y traerlo después de un rato. Cuando llegamos a octavo básico, él era el único del curso que continuaba saliendo a esa sala en ciertas clases, lo que generaba burlas en nuestros compañeros. Ya no había nadie que admirara su basto conocimiento del origen de su nombre, de la historia de Grecia o esos datos curiosos que a veces decía para iniciar una conversación. Veían a Evan como un chico extraño que nunca salía de su zona de confort, que no entendía bromas y con un nombre que les recordaba a la Eva bíblica. Era yo quien lo defendía con uñas y dientes y alejaba a los chicos malintencionados, asegurándome siempre que mi amigo se sintiera lo más cómodo posible luego de que sus padres me contaran qué le sucedía.

Así, con una amistad cada vez más sólida, entramos a nuestra adolescencia y Evan, si bien dejó de lado los legos, seguía muy interesado en la mitología griega. A los trece años no había libro de ellos que no hubiese leído y si le preguntabas cuál era su Dios favorito, siempre respondía Hades, el rey del inframundo. A mí me contagió su fanatismo y con la mejora de mis habilidades de dibujos, en varias ocasiones le regalé algunas de mis obras que recreaban a aquel antiguo Dios en diferentes ocasiones. Con su esposa Perséfone, con su perro Cerbero, recibiendo a las almas de los muertos y luchando contra Cronos, su padre.

Me daba gusto ir a su habitación y ver mis dibujos pegados en las paredes, a la vista de todo aquel que entrara. Un día cualquiera, entré como siempre y miré mis pequeñas obras y me encontré con un Evan demasiado emocionado como para hablar tranquila y detalladamente de lo que sucedía. Tuve que recurrir a las técnicas de relajación que su madre me recomendó para momentos como aquel, para lograr comprenderlo.

— Encontré una forma de conocer a Hades —declaró aún con la emoción a flor de piel.

—¿De qué estás hablando?

—Hay una forma de que conozcamos a Hades, la podemos hacer ya mismo.

Lo miré incrédula, pensando que se había vuelto loco de tanto leer mitos y buscar información de aquel Dios tan enigmático. Para no desatar alguna de sus reacciones catastróficas, decidí seguirle la corriente y obedecer en todo lo que me sugería. Tenía dibujado un gran círculo en una cartulina que me recordó a una especie de mandala, pero esos patrones eran más rectos y puntiagudos que curvilíneos. Sacó de su escritorio unas velas aromáticas que la navidad anterior yo le había regalado a su madre, las ubicó en lugares estratégicos de la cartulina que colocó en el suelo como una alfombra y las encendió con los fósforos.

—No tengo semillas de granada, pero tengo la fruta —dijo con tono de suficiencia mientras colocaba el fruto en el centro del círculo —. Siéntate ahí —señaló un lugar hacia el borde del círculo. Obedecí sin quejarme, mientras él se posicionaba frente a mí. La escena me recordó a esa serie de alquimistas que veía en la televisión de vez en cuando y un escalofrío me recorrió la espalda al imaginarme a mí en un cuerpo de armadura como uno de los protagonistas.

—¿Estás seguro de esto? —Le pregunté con el miedo floreciendo en mi interior.

—Sí, así es como se hace según lo que estuve investigando en internet.

Me golpeé a mí misma mentalmente, por supuesto que mi amigo no siempre entendería mis segundas intenciones con las cosas que decía. Pensé en gritarle a la madre de Evan para que viniera a detener todo esto, pero entonces recordé que ella salió a comprar al supermercado en cuanto llegué, aliviada de poder dejar a su hijo acompañado de alguien de confianza, mientras que el padre del chico se encontraba trabajando. Todo intento de fuga se esfumó en cuanto Evan tomó un libro y recitó un popurrí de palabras en un idioma que no comprendía, ni se aproximaba al inglés que nos enseñaban en la escuela. Supuse que se trataba del idioma griego porque mi amigo lo estudiaba por su cuenta para poder leer más mitos en su idioma original. Jamás pensé que pudiera ser así de fluido para

hablarlo.

Cuando terminó de recitar lo que fuera que estuviera diciendo, sentí un gran alivio al ver que nada cambiaba, que yo seguía en mi cuerpo y Evan continuaba mirando todo desde su lugar, expectante a alguna señal de no sé qué. Pasaron un par de minutos en los que me quedé en silencio, celebrando en mi interior que estuviéramos a salvo, mientras mi amigo cada vez se molestaba más y más, hasta que finalmente las velas que teníamos a nuestro alrededor se apagaron de nada y la dulce fragancia que despedían fue reemplazada por un olor a quemado mezclado con algo podrido. Tan nauseabundo era, que me vi obligada a taparme la nariz y respirar por la boca, mientras mis ojos se volvían llorosos por la neblina que nos rodeó de la nada. Lo único que veía con claridad era a Evan y la cartulina que teníamos bajo nosotros. La granada en el centro de pronto se iluminó, como si estuviera a punto de estallar, hasta que finalmente un haz de luz clara y brillante salió de la fruta, iluminando la habitación, aunque sin poder luchar contra la niebla. Tuvimos que cerrar nuestros ojos y cuando volvimos a ver, se alzaba sobre nosotros una silueta negra masculina.

— ¿Quién me llamó? —Dijo la silueta con una voz de hombre profunda. No veíamos su rostro, pero su cuerpo era grande y majestuoso, de espalda ancha que hacía pensar en un hombre de músculos, digno de las estatuas y descripciones existentes de los Dioses griegos.

Me incliné levemente hacia un lado, tratando de que la sombra no notara mi movimiento, para ver a mi amigo. Seguía sentado en su lugar boquiabierto y atónito, incapaz de realizar el más mínimo movimiento debido a la emoción que lo embargó de finalmente ver a su ídolo, aunque fuera únicamente la sombra. Al notar que difícilmente él reaccionaría, giré mi mirada hacia la puerta de la habitación, sin embargo, la niebla seguía siendo demasiado espesa para permitirme ver más allá de mi amigo y la cartulina sobre la que estábamos sentados.

—Yo lo llamé, señor —dijo finalmente Evan luego de aclararse la garganta para sonar más firme y masculino, pues su cuerpo seguía pasando por los cambios de la pubertad, incluyendo la voz.

La sombra se giró. Hasta ese momento no noté que me estuvo mirando todo ese tiempo. Tragué saliva con dificultad y empecé a temblar tan pronto como el intruso se inclinó hasta la altura de mi amigo y habló con tono amenazante.

—¿Cómo te atreves a llamarme a mí, el rey del inframundo en este momento? ¿Sabes cuáles son las consecuencias de todo esto?

—Lamento molestarlo, señor. Yo solo quería conocerlo, desde pequeño yo...

—Silencio —lo cortó Hades alzando la voz.

El olor nauseabundo se volvió más fuerte que antes y mis oídos se taparon, impidiéndome escuchar con claridad lo que ambos conversaban. Vi a mi amigo señalarme y nunca supe por qué, pero antes de darme cuenta escuché a Hades recitar fuertemente unas palabras en griego que iluminaron nuevamente la granada y las líneas de la cartulina que hacía de alfombra. Nunca supe qué sucedió a continuación, solo recuerdo que al despertar seguía en el dormitorio de Evan recostada sobre la cartulina con las velas apagadas y la granada quemada al centro, pero mi amigo no se veía por ningún lado.

Los policías nunca creyeron mi versión de la historia.

Evan desapareció el 18 de abril del 2010.

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