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Prólogo

Y ahí estaba ella, deslumbrante como siempre. Un vestido negro se apegaba a sus curvas, dejando a relucir sus tonificada y largas piernas, sus tacones dorados brillaban bajo la luz de la habitación. Su cabello caía en hondas doradas sobre sus hombros, enmarcando sus pechos en aquel escote en forma de corazón.

—Nunca pensé que alguien como tú tuviera este tipo de intereses —dijo la voz masculina del hombre que se encargaba de servir dos copas de champagne.

—Me dejaste una nota, era de mala educación negarme a venir, ¿no crees? —respondió la rubia, elevando la comisura de sus labios rojos—. Además, una vez que matas al tigre, es estúpido temerle a la piel.

Ella lo detalló de arriba abajo, sin poder creer que lo tenía de frente con uno de sus usuales trajes, solo que no tenía corbata. Sin embargo, lo más llamativo que él tenía, para ella, por supuesto, eran aquellos ojos grises de tormenta. Eran tan misteriosos y estaban llenos de secretos, una mirada que decía a gritos lo que tendrías si lo mirabas más de la cuenta.

Ese hombre era el sueño de cualquier mujer, no obstante, la rubia no quería incluirse en ese montón. Ella no destacaba por ser igual, sino por ser diferente, lo opuesto a todas. Pero, muy en el fondo, sabía que aquel sujeto tan fuerte, masculino y sensual, era el primero en su lista, para lo que sea.

—Solo te sugerí que podíamos vernos —dijo él, observando a la mujer que se ponía de pie y caminaba lenta y sensualmente hacia él, preguntándose nuevamente cómo es que esa chica era tan hermosa—. No creí que vendrías.

—¿Por qué? —ella se acercó mucho al cuerpo del pelinegro, deseosa de que su calor corpóreo invadiera el suyo. Su mirada azulosa se detuvo en aquellos ojos grises—. ¿Acaso piensas que soy tan cobarde?

—No —él detalló el perfecto y hermoso rostro que tenía frente al suyo—. Está claro que no eres una cobarde.

Le tendió una copa, la rubia arqueó una ceja, pero la aceptó de buena manera.

—Porque ninguno se arrepienta —dijo ella, sonriendo, resaltando su boca roja.

—Porque ninguno se arrepienta —secundó, chocando sus copas levemente.

Ambos bebieron del burbujeante brebaje, sin quitarse los ojos de encima, devorándose mutuamente con la mirada. Habían pasado muchas cosas entre ello, muchos roces, muchos coqueteos interminables. La atracción entre los dos era palpable, visible e inevitable.

Se deseaban, se anhelaban, se necesitaban.

Ninguno quería reconocerlo, ambos eran demasiado orgullosos como para admitir que, lo que sentían era más fuerte que ellos mismos, y que era inútil postergar lo inevitable. Mucho más, cuando lo inevitable terminaría por ocurrir.

La rubia dejó la copa sobre aquella mesita de licores, el pelinegro hizo lo propio y ambos se miraron fijamente, como analizando la situación. Sus miradas eran desafiantes, ninguno quería dar su brazo a torcer, ninguno quería dar el primer paso.

Si bien, los dos eran tenaces, en lo que se refería a los sentimientos, eran unos auténticos cobardes. Un hombre y una mujer, unos niños asustados que no sabían que hacer.

Ninguna palabra surgió, nadie habló. Siguieron mirándose atentamente, ella preguntándose si era correcto estar ahí, si había tomado la mejor decisión. ¿Esto está bien? Mientras que él, debatiéndose entre si besarla como hace tiempo deseaba hacerlo, o esperar a que ella dijera algo, lo que fuera, se preguntó si estaba listo para llevar a cabo lo que tenía pensado. ¿Este es el camino correcto?

Ella contuvo la respiración, él se dejó guiar por sus instintos.

Se movieron al mismo tiempo, como si las mentes de los dos estuvieran coordinadas una de la otra. Y fue violenta, urgente y hambrienta la forma en la que sus labios se juntaron, la manera en la que ambos suspiraron. El anhelo que lo dos sentían, se estaba desatando justo ahí, en esa suite, bajo la luz de luna que entraba por el balcón.

El pelinegro empujó a la rubia de sus fantasías contra la pared más cercana, sin darle tiempo a reaccionar, saboreó sus labios con osadía y fiereza, y ella no titubeó al corresponderle de la misma manera, suspirando ante tan esperado y ansiado momento.

Finalmente estaban cediendo, cada uno derrumbó sus muros de concreto, cada quien bajó sus defensas y decidieron darle rienda suelta a toda la pasión y deseo que sentían el uno por el otro.

Una cantidad descomunal de sentimientos arrolladores se desató, capaz de arrastrar con todo a su paso. El desenfreno, la lujuria y el deseo estaban sobre la mesa.

Él se estaba entregando a ella, ella se estaba entregando a él.

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