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EXTRA | "Como una copa de cristal"

Sebastián.

Acaricio el cabello rubio de Aibyleen mientras el sol se está poniendo, y los pocos rayos que entran por el balcón acarician su piel. Su nariz está rosada igual a sus mejillas, su cabello más rubio y su piel más brillante. Y, entonces, me doy cuenta de que está más radiante, viva y contenta.

Está embarazada. ¿Qué tan sorprendente puede llegar a ser?

Era extraño y confuso. Sí, sabía que tendríamos que formar una familia, pero desde que lo supe, hace exactamente dos días, mi corazón no para de latir con fuerza. Estoy feliz, asustado, extasiado. Es catártico y me encanta.

Voy a ser papá.

—¿Qué tanto me miras? —su voz somnolienta me saca de mis pensamientos.

Bajo la mirada encontrándome con sus ojos cerrados, paso mi mano por su espalda para apretarla contra mi pecho, y ella no duda en acercarse más.

La acaricio suavemente, prometiéndome a mí mismo que la cuidare como una copa de cristal.

—Estoy admirando lo hermosa que eres —murmuré antes de besar su frente.

—Eres tan empalagoso a veces —divisé su sonrisa—. Me gusta.

—Lo sé —se ríe, suspira y apoya su mejilla en mi pecho—. ¿Cómo te sientes?

—Bien, solo tengo sueño —susurra, parpadea y echa la cabeza para atrás, observando mis ojos—. ¿Por qué no duermes?

—Me gusta mirarte —aseguré y sus mejillas se sonrojaron—. Además, son casi las seis, después no podrás dormir más tarde.

—Últimamente tengo mucho sueño, McCain —dice—. No creo que eso desaparezca por ahora.

Sonreí. No, esto no desaparecería, después de todo, faltaban casi nueve meses.

—¿Tienes hambre? —cuestioné, pasando su cabello detrás de su oreja—. No has comido nada desde del almuerzo.

—Sí, tengo hambre —se removió, se apoyó en su codo y observó hacia el balcón—. No quiero comida de aquí, quiero una hamburguesa.

—¿Eso quieres? —asiente—. Está bien.

Besé su frente y me levanté de la cama dispuesto a ir en búsqueda de su hamburguesa, pero el teléfono sonó en la mesita de luz y eso me detuvo.

—Atiende, no te preocupes —dijo ella, dándome el teléfono—. Ya pido yo la cena, ¿sí?

—Okey —me sonrió y me dio un beso antes de salir de la habitación. En la pantalla del teléfono brilló el nombre de Franco—. ¿Qué quieres ahora, niño?

—¡Gané, Sebastián! ¡Acabo de ganar en Italia! —gritó al otro lado de la línea y el bullicio llamó mi atención—. ¡Acabo de romper un récord! ¡Soy el mejor, McCain!

Sonreí, era imposible no sentirse orgulloso de este niño. Debajo de toda esa inmadurez, había un chico que no se rendía y que daba la batalla hasta el final.

—Felicidades, Pietro —le dije—. Te lo mereces.

—¡Lo sé! Cómo el demonio que sí —se ríe, eufórico. Y me lo imagino con sus mejillas rojas llenas de pecas y con esa sonrisa malvada. También me imagino a Marco haciéndole la vida imposible—. Nunca te lo dije, pero gracias, McCain. Gracias por confiar en mí.

—Tienes talento, Franco, solo debes saber jugar bien tus cartas —murmuro—. En serio te felicito.

—Gracias... ¡Espera, voy en un segundo! —grita a lo lejos—. Debo irme, pero gracias otra vez. Por cierto, felicidades por la boda.

—Gracias. Disfruta de tu fama.

—Lo haré. Nos vemos.

La línea murió al instante y sacudí la cabeza, pues ese niño es todo un caso.

—Ya pedí la cena. Te pedí una hamburguesa también —asiento hacia la rubia que vuelve a la habitación—. ¿Quién era?

—Franco —lanzo el teléfono a la cama y atraigo a Aiby hacia mí por la cintura—. Ganó una carrera en Italia y estaba muy emocionado.

—Me imagino —pasa sus brazos alrededor de mi cuello—. Debe ser increíble.

—No lo juzgo, romper un récord es algo importante... —Aiby se aleja con una mueca en el rostro—. ¿Todo bien?

—No, creo que voy a vomitar —se da media vuelta y sale disparada hacia el baño.

Intenté seguirla, pero la puerta fue cerrada en mis narices.

—¿Amor? —me apoyé contra la puerta, tocándola ligeramente—. ¿Estás bien?

—¡No! —su voz se apaga y sigue con lo suyo, la oigo desde aquí afuera.

—Abre la puerta, vamos, déjame entrar —le pedí con voz calmada.

—¡¿Y cómo quieres qué...?! —y otra arcada.

Suspiro y espero. Aibyleen tose, baja la palanca del inodoro, escucho la llave del lavamanos y segundos después, está abriendo la puerta. Es toda ojos azules irritados, nariz roja y desgana personificada.

—¿Todo bien? —le quito el cabello del rostro.

—Solo tengo tres semanas de embarazo —se encoje de hombros—. ¿Qué son ocho meses más?

Me río y la abrazo, huele a jabón y crema dental, y a Aibyleen. Suelta un lloriqueo y me abraza de vuelta.

—Te amo, McCain —me dice—. Aunque me hayas dejado embarazada y por eso tenga que vomitar a cada segundo.

Sonrío, beso su cabello.

—Te amo, peach —susurro en su oído—. Te amo por hacerme el hombre más afortunado del mundo.






★★★

Porque superarlos es imposible, y me dan ganas de escribirlos toda la vida.

¿Cuánto amor para Seyleen?

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