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57. Aibyleen.

La taza de té de manzanilla es todo lo que veo, el humo parece calmarme de verdad y aplacar las sensaciones que siento en este momento. Sin embargo, no ha podido ralentiza el ritmo frenético de mi acelerado corazón.

—¿Cómo están tus padres? —cuestiona Clarisa, mis ojos se levantan y se topan con los suyos.

—Están bien, siguen en Australia —respondí en voz baja—. Demián se casó hace unos meses y tiene un bebé, se llama Derek.

—Oh, qué felicidad me da escuchar eso —sonríe, con esa sinceridad que la caracteriza—. Me alegro mucho por él, sabía que contraría ser feliz.

—Sí, se lo merece —aunque estaba hablando de mi hermano, tenía la mente en otra parte—. Lamento llegar así, no sabía a dónde ir.

—No te preocupes, sabes que puedes venir siempre que quieras —murmura sonriente.

Aun no entiendo cómo es que no borra esa sonrisa de su rostro.

—Pero ya mi tratamiento psicológico terminó, no quise venir sin avisar.

—Ya te lo dije, no es un problema —me tranquiliza, poniendo su mano en la mía sobre la mesa—. Puedes venir siempre que quieras y hablar de cualquier cosa conmigo...

—Tengo novio —suelto sin poder contenerme.

Su expresión se suaviza y sonríe de medio lado.

—Lo sé, los he visto en varias fotos —le da palmaditas al dorso de mi mano—. Es un muchacho muy apuesto.

—Sí, lo es.

Por supuesto que lo es, y no es solo su rostro.

—Quiere que me case con él —susurré casi ahogándome.

Ella me miró unos largos segundos, remojé mis labios e intenté ahuyentar las lágrimas.

—Eso es increíble, ¿no es así?

¿Lo es? ¿Es increíble?

—Sí. No. No lo sé —me encogí de hombros, dejé caer mi rostro entre mis manos—. Es complicado.

—¿Por qué es complicado? —cuestiona.

—No lo sé, yo...

—¿Por qué es complicado, Aibyleen? —habló ahora con voz más firme.

Odio que siempre me obligue a encontrar la respuesta.

—¿Por qué querría casarse conmigo? —mi voz era irreconocible a mis oídos.

—¿Y por qué no querría?

—Es difícil. Yo soy difícil.

—¿Él te ama, Aibyleen? —cuestiona, no respondo—. ¿Te ama? ¿Te lo ha dicho?

—Cada vez que puede —de hecho, todo el tiempo.

—¿Te trata bien?

—Sí.

—¿Te dice lo que significas para él? —parpadeo.

—Soy su mundo. Su diosa. El universo en dónde él solo es una estrella. Soy todo lo que quiere, lo que necesita y lo que siempre ha soñado.

Repetir sus palabras en voz alta en cómo darme un golpe en el estómago y me siento tan culpable por dejarlo ahí.

—¿Qué es lo que te preocupa, realmente? —me pregunta.

—¿Cómo podría querer casarse conmigo? —repetí de nuevo.

—¿Por qué crees que no debería casarse contigo?

¡Dios, la odiaba a veces!

—¡No lo sé! Yo sé que él es un hombre increíble, que daría la vida por mí, que es capaz de hacer cualquier cosa por mí —me ahogo con mi propia agonía—. Y yo... Yo soy...

—Eres una mujer estupenda, trabajadora, constante, dulce, humilde, cariñosa —dice, busca mis ojos—. Puedo seguir, pero no creo que me alcance el día para terminar.

Sacudí la cabeza, me sentía perdida.

—Estoy loca, Stuart lo dijo —susurré.

—¿Escuchaste su voz? —asentí—. ¿Y escuchaste tu voz? —asentí de nuevo—. ¿Qué te decía tu voz?

—Que aceptara —musité, dejé caer dos lágrimas—. Mi voz me decía que aceptara, que le dijera que sí, que me quedara con él.

—¿Y qué hiciste tú?

—Vine aquí —respondí.

—Dime lo que te preocupa —me alienta—, dime lo que no te deja dormir, dime lo que te pasa por la cabeza cuando sientes que todo es complicado. Dime, Aiby, porque no le diste una respuesta a Sebastián.

Piensa, Aibyleen. Piensa, analiza y sácalo.

—Tengo miedo —confieso, abrazándome a mí misma—. Tengo miedo de despertar un día ver qué todo es un sueño, temo que estos meses tan maravillosos junto a él solo sean un juego en mi cabeza. Tengo miedo de despertar un día y ver qué él no está, que no soy suficiente para él. Tengo miedo de hacer algo indebido y que eso lo aleje de mí para siempre.

Cierro los ojos y me sumerjo en su recuerdo, en sus labios contra los míos, en su sonrisa y sus dulces y tormentosos ojos grises.

—¿Sabes algo? —cuestionó en mi oreja, acariciando mi vientre.

—¿Qué? —me reí cuando me apretó contra su cuerpo.

Estábamos en la ducha, mojados y cansados por estar haciendo cosas que no deberían hacerse en un baño.

—Te amo —susurró, me sonrojé.

—Yo también te amo —le dije de vuelta.

—Y no dejaré de hacerlo nunca —reiteró, dándome la vuelta y anclando sus manos en mi cintura.

—Yo tampoco —afirmé.

—Lo digo en serio, Aibyleen —quitó los cabellos rosados de mi rostro y sujetó el mismo entre sus manos—. Te amo, como jamás pensé amar a alguien. Entonces, cuando el momento del último respiro llegue, espero tenerte junto a mí para decirte que te sigo amando, solo que aún más que en este momento.

Mi respiración falló en ese instante, mi corazón se volvió literalmente loco.

—Te amaré por resto de mi vida, Sebastián McCain —aseguré, recibiendo la presión de sus labios contra los míos después.

Él amaba, me amaba más que a nada. Tenía tantas pruebas de ello, podía hacer una película romántica con tan solo describir mis recuerdos.

—Todos tenemos miedo, Aibyleen —la voz de Clarisa me hace mirarla—. ¿Sabes que es lo mejor de tener miedo? Que nos hace más humanos. Nos obliga a movernos y a avanzar. Nos mantiene firmes y fuertes. Si no tenemos miedo, seríamos robots —dijo, contuve la respiración—. Te haré una pregunta, Aibyleen Whittemore, y quiero que me respondas con total sinceridad y, cuando me contestes, estarás encontrando tu propia respuesta —me miró a los ojos—. ¿Lo amas?

Su sonrisa.

La calidez de sus brazos.

La manera en la que me aceptó, tal cual y como soy.

Sus ojos grises.

Sus palabras, sus acciones, sus atenciones.

¿Lo amaba?

—Lo amo —respondí, no había nada más que agregar.

Ella sonrió complacida, como su hubiese sabido todo desde el principio.

—Ya sabes lo que tienes que hacer.












Seguiré mordiéndome las uñas y no diré nada.

¿Ustedes qué creen que pase?

¡Voten y comenten mucho!

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