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53. Aibyleen.

Quería llorar, quería gritar, quería tirarme del cabello y arrancarlo hasta que me doliera. Sí, es muy exagerado decirlo, pero así me sentía. Odiaba con todas mis fuerzas esto, lo odiaba, aunque ya haya aprendido a vivir con ello.

Me encontraba sentada en la camilla, con los pies guindando al borde. Sebastián había sido demasiado considerado en ir a casa y traerme ropa, ahora estaba vestida con unos jeans y una sudadera azul cielo.

Mi madre estaba sentada frente al escritorio del doctor Mason, y en el rostro de ambos podía ver la preocupación. Yo estaba asustada, pero esto me asustaba más.

—¿Quieres sentarte? —cuestionó mamá. Negué con la cabeza agacha—. Bueno, creo que podemos empezar.

—Bien —carraspea el hombre que me conoce desde los nueve años—, comencemos primero por los resultados de los exámenes que te hice ayer cuando llegaste —murmura—. Tus niveles de hemoglobina están por debajo del estándar recomendado, casi seis. Y si hablamos de tus plaquetas, están en 40.000 y creo que sabes lo que significa, ¿no es así? —lo procesé, o intenté hacerlo.

Inhalé profundamente y asentí, con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Cómo procedemos, Mason? —escuché la angustia en la voz de mi madre.

—Teniendo en cuenta el sangrado y el nivel tan bajo de hemoglobina, sabemos que no podemos optar solo por los medicamentos. Creo que sería beneficioso inclinarnos por las transfusiones.

Mi piel se erizó ante esa sugerencia y no quería, odiaba eso.

—¿No hay otra alternativa? —susurré en voz baja, tanto que temí no ser escuchada.

—Tienes anemia, tus plaquetas están prácticamente por el suelo. No quiero que pilles una hepatitis, o algo peor.

Sabía que era ese algo peor.

Leucemia.

—Cariño —sin darme cuenta, mamá estaba de pie frente a mí—. Hemos salido de muchas, caímos y nos levantamos, ¿verdad? —sostuvo mi rostro, asentí—. No, cielo, no llores.

Estaba tan asustada, que de verdad se me hacía difícil la idea. Sin embargo, mamá tenía razón, había salido de muchas otras, esto no sería diferente.

—Haremos el tratamiento, buscaremos alternativas y verás como dentro de un par de meses, estarás haciendo lo mismo de siempre, ¿está bien? —secó mis lágrimas, besó mi mejilla.

—Está bien —musité.

—Perfecto —me sonríe—. ¿Cuándo empezamos?

—Desde mañana estaría perfecto —respondió mirándonos a mi madre y a mí—. Quiero que las primeras sesiones sean de transfusiones, por lo menos tres, después partiremos con los medicamentos.

Asentí de acuerdo con él, después de todo era el doctor, sabía lo que hacía. Mason había llevado mi trastorno junto con mi madre después que tengo memoria, ha sido mi doctor de cabecera desde tiempos remotos y confiaba en él.

Nos despedimos levemente, él dijo que no debía preocuparme y que haría todo lo que estuviera en sus manos para ayudarme. Le creí, dejé en sus manos ese tema, yo solo debía metalizarme el hecho de que me iban a pinchar con una aguja por meses.

Cuando salimos del consultorio divisé a varias personas en la sala de espera, ya había saludado a papá con anterioridad, por lo que caminé directamente hacia Sebastián. Abracé su torso con mis brazos y escondí mi rostro en su pecho, buscando consuelo en su dulce aroma.

—¿Estás bien? —acaricia mi cabello.

—Llévame a casa —le pedí con voz ahogada.

Se quedó en silencio unos segundos, y supe que estaba buscando aprobación de mamá o de alguien.

—Está bien, vamos —besó la cima de mi cabeza y me alejó un poco de él—. Ven.

Pasó su brazo sobre mis hombros y me estrechó a su costado, llevándome fuera del hospital. En estacionamiento su Audi nos esperaba, y en cuanto nos pusimos en marcha un silencio demasiado denso nos envolvió. Sabía que él tenía muchas preguntas, su mirada en mí cada vez que nos deteníamos en algún semáforo me lo hacía saber, sin embargo, respetó mi silencio.

Quería contarle, quería decírselo, pero estaba asustada tratando de asimilarlo que no sabía cómo expresarlo con palabras.

En el transcurso no dije nada, y cuando llegamos tampoco. Apenas puse un pie dentro del departamento me quité los zapatos y me metí la cama, abrazándome a su almohada para poder tenerlo presente, aún y cuando estaba aquí conmigo.

Quería ignorar el hecho de que me estaba muriendo del cansancio, así que cerré los ojos. Sentí como el colchón se hundió a mi lado, pero no me inmuté, luego sus dedos acariciando mi cabello y sus labios en mi cuello.

—Me está matando verte así —me susurró al oído, mi piel se erizó ante el tono desganado de su voz—. Estoy aquí para ti, y espero que no lo olvides jamás.

Besó mi mejilla, y se levantó de la cama justo cuando la primera lágrima cayó.

—Te amo —dije con la cara enterrada en la almohada.

—Y yo a ti —me respondió, lo que me alivió muchísimo.

La puerta se cerró tiempo después, y con el pasar de los segundos, me quedé dormida.

[...]

Desperté cuando eran las seis de la tarde, el cuerpo entero me dolía y el hecho de estar de pie comenzaba a volverse un calvario. Sentía que la cabeza me daba vueltas, que el piso se iba a abrir en dos y yo caería directo al centro de la tierra.

Caminé con demasiada lentitud fue del baño una vez que me despejé, salí de la habitación y fui directamente a la sala, en dónde no habían señales de Sebastián hasta que salí al balcón.

—Sí, la transacción se hizo hace un par de días —estaba hablando por teléfono—. No, Demián estará a cargo de ese tema, yo estaré fuera por unos días, él sabe lo que debe hacer.

Eso llamó mi atención, pero no dije nada. No obstante, se dio cuenta de mi escudriño cuando giró su rostro y me observó por sobre su hombro.

—Está bien, mantenme informado de todo —dijo—. Sí, nos vemos después.

Colgó y dejó su teléfono en la mesita que estaba entremedio de los dos pequeños sillones.

—¿Te vas a quedar en casa? —cuestioné en voz baja, solo asintió—. No tienes por qué hacerlo...

—No voy a discutir contigo sobre eso —sentenció antes de que fuese capaz de terminar. Me quedé callada y bajé la mirada—. Ven aquí, Aibyleen.

Suelto un suspiro y hago mi camino hacia él, sin importarme nada me siento en su regazo, sus brazos rodean mi cintura y mi rostro se apoya en su pecho. Escucho los pausados latidos de su corazón bajo mi oído, la calidez de sus brazos a mi alrededor resulta ser reconfortante y entonces me doy cuenta de lo mucho que necesitaba estar así.

Dios, ¿por qué soy tan odiosa?

¿Cuándo vas a entender que no te voy a dejar sola? —indaga con sus labios en mi coronilla.

Lo entiendo, Sebas, créeme que sí —suspiro, queriendo fusionar nuestros cuerpos—. Es solo algo difícil —cierro los ojos—. Han pasado casi ocho meses desde que estamos juntos, y aun no comprendo del todo como es que logras soportarme.

Me gustan los retos, peach —acaricia mi espalda y yo sonrío.

Lleno mis pulmones de oxígeno, me armo de valor y suspiro.

—Voy a comenzar tratamiento mañana —susurro, escondiéndome aún más en el hueco de su cuello.

—Tienes que ser más específica conmigo —me anima con voz suave, pero siento su cuerpo tenso de repente.

—Mis plaquetas están en 40.000 y mi hemoglobina bajo de lo seis, así que técnicamente soy un foco para las infecciones y cualquier otra enfermedad —admito con terror—. Cuando esto pasa, soy propensa a contagiarme de cualquier cosa, y eso puede ser realmente peligroso para mí.

—Pero el tratamiento va a ayudar, ¿no es así? —sus dedos elevan mi barbilla y la ansiedad se hace presente en sus ojos cuando me mira.

—Sí, por eso vamos a comenzar mañana, porque es un proceso lento —informo, llevando una de mis manos a su rostro—. Desde que tengo uso de razón le he temido a esto, aún y cuando lo muestro como una parte de mí y lo acepto. Pero resulta aterrador, ¿comprendes? Raramente pasa esto, siempre estoy tomando vitaminas, hago ejercicio, me cuido bien... Ni siquiera sé en qué momento me descuidé tanto.

—Shhh —sus brazos me acunan otra vez y besa mi frente. Soy capaz de sentir las lágrimas en mis mejillas, y no sé en qué momento comencé a llorar—. Todo saldrá bien, ya verás.

—Lo sé, lo sé —intenté convencerme a mí misma—. Todo va a estar bien, ¿verdad?

—Sí —se apresura a secar mis lágrimas—. Todo estará completamente bien, yo estaré ahí y sostendré tu mano todo el tiempo, lo prometo —asiento con rapidez, buscando paz en su mirada tormentosa—. Solo no llores. Sabes que odio verte triste —solté una risita cuando comenzó a hacerme cosquillas —. Eso está mucho mejor.

—¡Ya basta! —se detuvo para dejarme tomar aire. Su frente se apoya contra la mía y mis ojos se cierran—. Te amo mucho.

—Yo te amo más.

—Pero yo te gano —dije con suficiencia.

—No quieres que te haga cosquillas otra vez, ¿verdad? —me llevé las manos a la boca para ahogar mi risa infantil cuando escuché su amenaza—. Ambos sabemos que yo te amo más.

—No —negué—. ¡Pero te dejo ganar está vez! ¡No me hagas cosquillas, Sebas! ¡Ah! —no sé en qué momento se puso de pie y me cargó sobre su hombro, caminando al interior del departamento—. ¡¿Puedo saber que estás haciendo?! ¡Ay! —chillé cuando me dio una palmada en el trasero, gesto le devolví. De nada sirvió, pues me dio otra con el doble de fuerza—. ¡Sebastián!

—¿Puedes quedarte quieta un solo segundo? —me dejó sentada en el taburete de la cocina, me quitó el cabello del rostro y besó mis labios unos segundos—. ¿Tienes hambre? Has dormido toda la tarde, ni siquiera almorzaste.

—Sorprendentemente, sí —paso mis manos por sus hombros, rozando suavemente su nariz con la mía—. Aunque no creo que vayas a cocinar para mí, ¿no?

—Para tu mala suerte, no —besó la comisura de mis labios—. Tu madre vino mientras dormías, me instruyó diversas cosas para tu cuidado a partir de hoy —le dio un toquecito a mi nariz y sonrió, haciéndome sonrojar—. Dejó algo para ti, lo calentaré en el microondas.

Deja un último y leve beso en mis labios y se pone más a la obra. Se me hace extraño saber que mi madre estuvo aquí y que no me haya dado cuenta, solo me imagino las cosas que le habrá dicho a Sebastián. Si antes me trataba como si fuera de cristal, ahora se comportaría como su fuese la reliquia más valiosa del universo.

¿Quién lo diría? Mi novio sería mi niñero.

[...]

Asustadísima. Así me sentía.

Las agujas, los medicamentos, las enfermeras. Todo parecía ser sacado de una película de terror, y sabía que era la paranoia de estar haciendo esto luego de un montón de años.

—Hey —pegué en respingo en la camilla cuando Sebastián tomó mi mano. Busqué sus ojos, una sonrisa pareció calmarme más de lo que pensé—. Tranquila, todo está bien.

—Lo sé —asentí, no muy segura.

Agradecí bastante que la camilla estuviera reclinada, estar sentada me hacía sentir un poco más segura.

—¿Qué es lo que te asusta? —cuestionó, besando mis nudillos uno por uno.

—Cuando te hacen transfusiones de sangre... Bueno, no sé si a todos les pasa, pero a mí me resulta doloroso —fruncí un poco el entrecejo—. Pero trataré de no darle importancia, como solía hacerlo antes.

—Estoy aquí, no voy a dejarte sola —sus palabras calaron hondo en mi corazón, haciéndome sonreír.

—Gracias por estar aquí —entrelacé nuestros dedos.

—No quiero estar en ningún otro lugar —aseguró y mi corazón dio un salto dentro de mí pecho.

Acaricié su mejilla cuando besó el dorso de mi mano.

La puerta se abrió y el doctor White entro con una sonrisa.

—¿Lista, Aibyleen?

—Si me vas a picotear el brazo diez veces, entonces no —sacudí la cabeza como niña pequeña.

—Tienes que relajarte, entonces —recordó—. Sabes que si te mueves no podré encontrar una vena.

—Hay cientos de ellas, no sé cómo puedes perderlas —se ríe.

—Mira lo que te traje —se sacó una paleta rosada en forma de corazón del bolsillo de su bata, mis ojos brillaron—, pero, es solo si te comportas bien.

—Lo haré, lo prometo.

Esto me recuerda a cuando tenía diez años y no me dejaba poner la intravenosa.

Observo como él comienza a arreglar un montón de cosas, la bolsa de sangre está colgada y yo solo siento mi corazón ir aún más rápido cuando la aguja se acerca mi brazo. Sus dedos comienzan a palpar suavemente el interior de mi codo, y cuando parece que encontró la vía correcta, introduce la aguja.

Me tenso, y es solo unos segundos para que la sangre baje por el delgado tubito y se pierda dentro de mí. El ardor, maldición. Esto es lo que odio, el puto ardor de algo raspando dentro de las venas.

—Trata de respirar y relajarte un poco, ¿está bien? Esto no tomará más que veinte o treinta minutos, ya sabes cómo es el proceso.

—Sí —solté el aire entre los dientes y parpadeé varias veces para ahuyentar las lágrimas—. ¿Cuándo me darás la paleta?

—Cuando esto termine —dice con diversión—. Vendré dentro de un rato, ¿está bien?

—Okey.

Lo veo retirarse en completo silencio.

—¿Cómo te sientes? —cuestiona el pelinegro, acariciando mi otro brazo con suavidad.

—Siempre que olvide que estoy recibiendo sangre de otra persona, todo está bien —suelto una risa que le roba una sonrisa a él—. Es horrible esto, pero debo soportarlo.

—Cuando menos lo esperes, estaremos en casa —estira el brazo para acariciar mi mejilla.

—¿Y veremos una película? —pregunté ilusionada.

—Haremos lo que tú quieras —me sonríe.

—¿Lo prometes? —pongo mi mejor sonrisa de niña buena.

—No veremos Avengers, Aibyleen Whittemore —advierte, hago un puchero.

—¡Dijiste lo que yo quisiera! —llevé mi mano libre a su barbilla y le hice cariñitos—. Mi amor precioso, bello, de mi alma.

—Eres la mujer más chantajista que conozco —me reprende, suspira resignado y sé que he ganado—. No puedo decirte que no cuando me pones esa cara.

Amaba que me dijera eso, me hacía saber el poco autocontrol que tenía cuando de mí se trataba. A mí me pasaba igual, y no me daba miedo admitirlo.




★★★
Pobre Aiby.

Muchos corazones de colores para nuestra estrellita: *Aquí, por favor*.

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