5. Sebastián.
¿Dije alguna vez que el mundo era un pañuelo? Pues debía decirlo y reiterarlo varias veces, porque lo creía y ahora lo estaba comprobando. Si bien el destino ha jugado en mi contra varias veces, ahora mismo, está completamente a mi favor.
Me presenté en el dichoso club a eso de las nueve, había estado conversando con Marco acerca del favor que le haría al patrocinar la próxima carrera de Franco, mientras que el último no había parado de beber. La música estaba a tope y las luces no parecían querer ayudar con el dolor de cabeza que tenía, pero logré distraerme.
Hasta que casi a la media noche, luego de dos cervezas, divisé a una despampanante rubia, que vestía descaradamente un top de tirantes y una falda demasiado corta, y el color rosa pastel de su conjunto hacía que todas las miradas estuvieran sobre el aura inocente que intentaba aparentar.
Estaba rodeada de un grupo de personas, no había dejado de sonreír y de vez en cuando, comenzaba a bailar, contoneando su bien formado cuerpo.
Decidí entablar una casi normal conversación con Franco, de ese modo, creí que podría mantener mis pensamientos lejos de sus piernas, de sus caderas y su cabellera dorada, de todo eso que la hacía una mujer hecha y derecha. Pero Aibyleen Whittemore sabía cómo volverme loco y mantenerme al borde del colapso sin siquiera darse cuenta.
—No quiero tus sermones, McCain —bufó el pelirrojo, dándole un largo trago a su vaso de vodka.
—No son sermones, niño, son consejos —le recordé, mirando sus ojos verdes aún bajo las luces de colores—. ¿Sabes la responsabilidad que hay sobre tus hombros? Eres el maldito corredor más rápido del país, ni yo en mis mejores años llegué a la marca que tú tienes. Pero te importa más follar cualquier mujer que se atraviese en tu camino que en tu propia carrera.
—Fue un accidente —se excusó.
—¿Se la metiste y fue un accidente? —me reí—. Eres un cínico, Franco.
—Yo sé lo que hago, Sebastian —gruñó, apretando los puños—. No te metas.
—¿Sabes qué? Haz lo que se te dé la puta gana —me puse de pie, observé a la rubia hablar con una chica—. Pero no vengas después a lloriquear a mi puerta cuando Dawson se canse de ti.
No alcanzo a escuchar su respuesta, ya que estoy caminando hasta la barra, en dónde solo pido un vaso de whisky, porque esas malditas cervezas son solo agua con cebada. Fruncí el ceño al darme cuenta lo testarudo que es Franco, y es casi imposible no recordarme a mí mismo cuando tenía su edad.
—¿Vas a mirarme toda la noche o me invitarás un trago? —dijo aquella aterciopelada voz que me volvía loco, sonreí y bajé la cabeza, encontrándola tan divertida como siempre.
Giré hacia ella, encontrándome con su enorme sonrisa y esa mirada que, de no conocerla, no notaría la picardía en sus pupilas. Su nariz respingosa y rosada, junto con sus labios llenos y pintados de rosa eran la viva imagen de un ángel.
Un angelito diabólico.
—No te había visto —dije, permitiéndome repasarla de pies a cabeza sin ningún disimulo, ganándome una mirada divertida de su parte.
—Mentiroso —replicó, acercándose a mí. Acercándose mucho. Demasiado. Sonrió y ladeó la cabeza—. Hola, Sebas.
—Hola, Aiby —murmuré de la misma manera, observando sus labios rosados pintar una sonrisa—. ¿Qué haces aquí?
—¿Qué haces tú aquí? —refutó, mordiendo una sonrisa.
—Tú primero —pone los ojos en blanco y sacude la cabeza.
—Tuve una entrevista con Hellen Roberts —apoya su mano en la barra—. Te toca.
—Tuve que reunirme con unas personas —simplifico, ella entrecierra sus ojos hacia mí y me quita el vaso de whisky de la mano.
—Eso no es tan divertido —bebe el líquido ámbar de un sorbo, después remoja sus labios con la punta de su lengua.
—Hace tiempo que hago nada divertido —sonrió y ladeó la cabeza.
—Eso puedo verlo, deberías divertirte más seguido —suspiró y giró su rostro, sonrió de medio lado y volvió a mirarme—. ¿Ese de allá es Franco Pietro?
Mi ceño se frunció, clavé mis ojos en los suyos.
—¿Lo conoces? —cuestiono, se encogió de hombros, luciendo indiferente e inocente.
—Lo he visto varias veces, y tuve una conversación con él hace varios meses —mordió su labio inferior y dio un paso más cerca, su olor a vainilla me invadió con rapidez, despertando hasta la última célula de mi sistema nervioso—. ¿Estás con él?
—Marco me pidió que le ayudara —mi mano se levantó por vida propia y pasé un mechón rubio cenizo detrás de su oreja, sus párpados se cerraron un instante ante el repentino toque de mis nudillos contra su mejilla—. Franco está fuera de control y necesita que alguien le digas las cosas en la cara.
—Y tú eres el indicado para ello, ¿no? —se acercó más, poniendo sus manos en mi pecho.
—Soy el único que puede decirle la verdad sin temor a que me rompa la cara —soltó una risita, un sonido bastante estimulante, a decir verdad.
—Él no puede hacer eso —pasó sus manos lentamente hasta mi cuello, quedando a escasos centímetros de mi cuerpo—. Eres el Golden Boy del siglo veintiuno.
—Ya no lo soy.
—Para mí lo sigues siendo —su nariz rozó la mía y perdí los estribos por completo.
Debía alejarme, lo sabía, pero mi fuerza de voluntad era escasa cuando de ella se trataba. No estaba mal, ambos éramos adultos, pero yo la seguía viendo cómo la hermanita menor de mi mejor amigo.
—Aibyleen... —pronuncié en tono de advertencia, y no me sorprendió que la respiración se me atascara en la garganta.
Yo no era un hombre de titubeos, mucho menos me ponía nervioso, pero cuando se trataba de ella, de esta chiquilla maligna, dejaba de ser yo mismo. El autocontrol se me escapa entre los dedos, dejando que ella hiciera conmigo lo que le diera la gana.
—Dime, Sebastián McCain —sus ojos se cerraron, sus labios quedaron a centímetros de los míos—. ¿Acaso no puedes resistirte a mí?
—Estás jugando conmigo, ¿no es así? —la conocía demasiado bien, por lo que pasé mi mano por la parte expuesta de su cintura y ella no pudo reprimir una risita, por lo que simplemente me abrazó—. Te gusta volverme loco, ¿eh?
—¡Es mi especialidad! —puso sus manos en mis hombros y se alejó lo suficientemente como para dejarme respirar correctamente otra vez. Suspiró y sonrió con ternura—. ¿Cómo estás? Hace meses que no te veía.
—Lo siento, señorita ocupada —bufé, intentando recomponerme del extraño momento íntimo que habíamos tenido—. He ido a tu palacio, princesa, tú eres quien está de gira.
—Primero; soy una reina, no una princesa —aclaró con suficiencia—. Segundo; no estoy de gira, simplemente no tengo tiempo para estar todo el día en casa.
—Ahí lo tienes, no es mi culpa, es tuya.
—¿Disculpa, Golden Boy? —se lleva una mano al pecho, con una expresión de indignación en el rostro—. Tienes mi número, pudiste enviarme un mensaje.
—Está bien, lo admito, también es culpa mía —ella sonríe, otra vez.
—Gracias —suspiró y miró por sobre su hombro—. ¿A qué has venido a Los Ángeles? Porque eso de ser el mentor de un niñito no me lo creo.
—Voy a patrocinar la próxima carrera de Franco —le expliqué—. Y también vine para probar un auto.
—¿Estabas corriendo? —su ceño se frunció.
—Solo lo estaba probando...
—¡Pero hace tiempo que no corres! —golpeó mi hombro en reprimenda—. Es peligroso que hagas eso.
—Tranquila, mamá gallina —sonreí, sorprendido por su reacción—. No creí que te preocuparas por mí.
—¡Por supuesto que me preocupo por ti! —se sonrojó con rapidez, pero sacudió la cabeza—. Eres un idiota a veces, pero me importas, aunque lo niegue.
Bajó la mirada y comenzó a jugar con sus uñas, luciendo totalmente avergonzada. Puse mi mano bajo su barbilla, logrando que nuestros ojos volvieran a encontrarse.
—Tú también me importas, peach —pellizqué su mejilla—. Aunque seas una nena caprichosa.
—Imbécil —golpeó mi pecho con su pequeño puño, pero soltó una risa—. Bueno, no sabía que aún hacías eso.
—No siempre —suspiré—. De todas maneras, son solo vueltas de prueba.
—Debes tener cuidado, ¿sí? —sonreí y asentí, ella rodó los ojos—. A veces eres demasiado odioso.
—¿A qué has venido tú a Los Ángeles? Aparte de tu entrevista.
—Tengo una sesión de fotos mañana temprano, es sobre un artículo de mujeres reales —murmura, pasándose el cabello detrás de la oreja—. Es una gran oportunidad, dentro de poco saldrá la campaña de Strong Women y muchas modelos están interesadas.
—Cualquiera diría que estás creando tu propio imperio —una sonrisa de orgullo pinta sus labios.
—Yo, y todas las mujeres del mundo.
Correspondí a su sonrisa, y no pude evitar sentirme orgulloso de la mujer que tenía en frente, esa que había dejado de pensar que debía acoplarse al mundo, cuando en realidad, el mundo debía acoplarse a ella.
—Por Dios, Aibyleen, ¿dónde carajos te metes? —dijo otra voz, una que se me hacía conocida.
—Perdón, me distraje —dice ella con una sonrisa, es entonces cuando el castaño me observa.
—Oh, señor McCain.
—Brady.
—Cariño, el editor en jefe de In The Sights está aquí y quiere hablar contigo —la rubia abrió mucho sus ojos ante esa información.
—¿De verdad? —dio un salto en su lugar y chilló—. Bueno, adelántate y ahora te alcanzo.
—Bueno, no te demores —Brady besó su mejilla y se alejó por dónde vino.
—No puedo creerlo —se ventiló con la mano, soltó una risa incrédula.
—Tienes asuntos que atender —le dije, observándola una vez más.
—Fue un gusto encontrarte aquí, Sebastián —se acercó a mí demasiado rápido, y antes de que pudiera darme cuenta, sus labios se pagaron a la comisura de los míos—. Ojalá nos veamos pronto.
—Espero que así sea —respiré su mismo aire por unos segundos, esos en los que pude apreciar su fragancia embriagadora.
Se alejó segundos después, dedicándome una sonrisa maliciosa antes de darse la vuelta y marcharse contoneando las caderas al ritmo del sonido seco que causan sus tacones negros al chocar contra el suelo.
Dejándome anonadado y desconcertado con su habitual pose de superioridad y seguridad. Pero más que nada, intrigado y ansioso por volver a verla y escuchar todos los comentarios sarcásticos y de doble sentido que tiene por decir.
¡A qué no me esperaban hoy, ¿eh?!
Pues sí, aquí estoy y les traje el primer encuentro.
¿Que les parecieron estos dos juntos?
Hay química en el aire, ¿verdad?
Son unos preciosos.
¿Que les pareció el capítulo de hoy?
¡Voten y comenten mucho!
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