30. Aibyleen.
Me estaba quemando, literalmente. El sol me estaba dando de lleno contra el rostro, pero de ninguna manera me iba a perder la oportunidad de broncearme como yo quería.
Eran casi las dos de la tarde y la casa estaba prácticamente vacía, papá se había ido con Demián y Sebastián a quien sabe dónde, mientras que Anggele fue de compras y a visitar a su madre que vivía aquí en Australia. Eso nos dejaba a mamá y a mí solas en casa, lo que era gratamente reconfortante.
Me hacía falta una charla con mamá.
—Así que... Sebastián —dijo, sentada sobre una manta y con una sombrilla cubriéndola del sol.
Yo estaba acostada en la arena caliente con un diminuto bikini de color verde.
—Sí bueno, no pude resistirme —ella soltó una risita y no pude evitar hacer lo mismo.
—Algo dentro de mí me dijo que esto pasaría, ¿sabes? —murmuró, me quité los lentes oscuros y la observé—. Desde que estaban más pequeños, Sebas siempre te prestó más atención de la necesaria. Solo que tú no te dabas cuenta, yo estaba tentada a decírtelo, pero decidí esperar a que te dieras cuenta por ti misma.
Suspiré, pero embocé una sonrisa.
—Él también me gustaba.
—Eso también lo sé —me reí, ella parecía saberlo todo—. No eres tan difícil de leer, cariño.
—Al parecer, todos lo saben —le dije—. Sebastián es... Ni siquiera tengo palabras, las cosas que siento por él no se comparan con nada.
—Te entiendo —suspiró, posando su mirada azulosa en el mar frente a nosotras—. Cuando te enamoras de alguien, por más que intentes evitarlo, la vida solo hace que lo ames más.
Pude ver la nostalgia en su mirada, mi madre y mi padre no habían tenido un matrimonio fácil. Nuestra familia no tenía secretos, entonces conocíamos al pie de la letra la historia de nuestra vida, aún y cuando no habíamos nacido.
—Pero tú y papá lograron salir adelante —recordé.
—Así es —sonrío, con esa dulzura que la caracteriza, tal y como dice papá—. No importa cuán difícil se torne el camino, cuando hay amor, los obstáculos son fáciles de cruzar.
Suspiré y mordí mi labio, dándome cuenta de cuánta razón tenía mi madre.
—Se lo conté —solté en su dirección, ganándome una mirada sorprendida de su parte.
—¿Qué le contaste, exactamente? —cuestiona en voz baja, alerta a cualquier cosa.
—Todo lo que te imaginas —mamá abrió sus ojos un poco más de lo normal y después sonrió—. Sebastián sigue aquí, creo que esa es la respuesta a todas las preguntas que siguen.
—De eso no cabe duda, amor —estiró su mano en mi dirección y le dio un apretón a la mía—. Eres la niña más hermosa y fuerte que conozco, mi reina —comunicó, haciéndome sentir esa pequeña niña que corría a los brazos de mamá cada vez que tenía una pesadilla—. Te mereces todo lo que tienes, y muchas cosas más.
—Te amo.
—Yo más, mi nena preciosa —me guiñó un ojo—. Ahora, basta de habladuría. Vamos a la casa que ya estás toda roja.
—Tienes razón, esto de broncearme no es lo mío —la mayor parte del tiempo mi bronceado era maquillaje, porque no tenía la paciencia suficiente para acostarme todo el rato bajo el sol.
Ambas entramos a la casa una vez que me sacudí toda la arena que se pegó a mi cuerpo.
—¿Quieres algo de comer? —cuestionó mi madre cuando llegó a la sala.
—No, estoy bien —le sonrió—. Iré a darme un baño.
—Está bien.
Le aventé un beso y subí las escaleras con rapidez.
La casa de mis padres era bastante luminosa y grande, la fachada era de madera y gran parte tenía vidrio, lo que nos daba una gran vista a la playa, lo que era increíble. Los cuatro hemos vivido aquí desde siempre, creo.
Me recojo el cabello en una coleta alta y entro a mi habitación dispuesta a buscar lo necesario para darme un baño. Amo a Australia con todo mi corazón, pero el calor es insoportable y en este momento extraño el frío de Nueva York con todas mis fuerzas.
Saco un short de jeans y un top rosado de tirantes. Lo último que quería era rostizarme como pollo.
Me miré al espejo y no estaba tan roja como mamá decía, me encontraba igual de paliducha que siempre, solo tenía la nariz más rosada de lo acostumbrado.
—¿Qué haces? —di un fuerte respingo cuando escuché la voz de Sebastián detrás de mí.
—¡Por Dios! —me llevé las manos al rostro, sintiendo que en cualquier momento me iba a desmayar—. ¿Quieres matarme de un infarto? —refunfuño girándome.
Tiene una sonrisa de suficiencia en sus labios, cierra la puerta con pestillo y deja su teléfono en la mesita de noche. El desgraciado se ve realmente guapo con esos jeans negros y la camisa de mangas cortas que lo deja ver aún más deseable.
Santa madre de la papaya.
—¿Te asustaste? —dice caminado hacia mí.
—¿Tú qué crees, genio? —gruño entre dientes, sintiendo mi corazón acelerado—. No te rías que estoy hablando en serio.
—¿Sí? —él definitivamente no me estaba tomando en serio y eso me enfurecía.
—Sebastián —alargué, sus ojos me miraron de arriba abajo, con el deseo brillando en sus irises grises.
—Estás preciosa —sus manos cayeron en mi cintura, acariciando mi piel por encima de la tira de mi bikini.
—¿Dónde estabas? —el enojo pareció quedar en segundo plano cuando presionó un leve beso contra mis labios entreabiertos.
—Tu padre nos contactó con uno de sus socios —acaricia la curva de mi cintura hasta mi trasero.
—¿Ustedes no pueden dejar de trabajar? —murmuro sin dejar de ver sus ojos, emboza una sonrisa y sacude la cabeza.
—Cuando el deber llama debo atender —pasa sus dedos por mi espalda baja, erizándome la piel.
—Pero estamos de vacaciones —le digo—. Se supone que cuando se está de vacaciones no se trabaja.
—Nada de trabajo a partir de ahora —garantiza, sonríe inocente—. Lo prometo.
—Está bien —llevo mis manos a su rostro y acaricio suavemente su labio inferior con mi pulgar.
—¿Qué has estado haciendo? —abraza mi cintura y me pega a su pecho.
—Intenté broncearme, pero no pude —hago un puchero que es merecedor de un beso suyo—. La paciencia no es lo mío.
—De eso me he dado cuenta —me reí cuando apretó mi trasero.
—Te extrañé —sonaba estúpido decirlo, solo fueron cinco horas sin vernos.
—Yo te extrañé también —nuestras frentes se juntaron, y una sonrisa boba se plasmó en mis labios—. Estuve toda la mañana pensando en cómo sacarte esto.
Sonreí aún más cuando supe a lo que se refería. Había visto la foto que subí a Instagram.
—No es tan difícil de quitar —ladeé la cabeza, sonriendo con picardía.
—Ya veo —tiró del nudo en mi espalda y besó mi sonrisa, como si no pudiera evitarlo—. Pero quiero que te lo quites tú.
—¿Quieres que me lo quite yo? —ladeo la cabeza, mordiéndome el labio inferior mientras llevo mis manos a mi espalda para deshacerme del nudo que sujeta la parte superior de mi bikini—. Del uno al diez: ¿Qué tanto me deseas?
—Mil —respondió automático, mirándome fijamente, mientras tanto yo le ponía suspenso a la situación y me demoraba más de lo usual al quitarme la prenda que cubría mi cuerpo—. Te deseo; del uno al diez, un millón —traga con fuerza cuando quedo expuesta de la cintura para arriba—. No creo que ese sentimiento se vaya nunca, no cuando cada día me enamoro más de ti.
Y las dulces palabras que estaba por decirle se quedaron atoradas en mi garganta cuando sus labios tocaron los míos, exigentes y considerados como siempre.
Llevé mis manos al dobladillo de su camisa y la saqué por sobre su cabeza, nuestros labios se volvieron a encontrar con desesperación, esta vez con la avives de nuestras lenguas en el proceso. Solté un suspiro cuando nuestros pechos se juntaron y mis pezones se endurecieron ante la calidez de su cuerpo.
Dios, como quería a este hombre.
En este y todos los aspectos que existieran.
Sebastián se estaba convirtiendo en el aire que respiraba y al parecer, estaba dispuesta a que siguiera siendo así.
Paso mis manos por su espalda y le devuelvo el beso con todo lo que soy, respiramos el mismo aire, tocábamos el mismo cielo y sentíamos lo mismo.
Era perfecto, no podía pedir más.
Sebastián aprieta mi trasero y me eleva, haciendo que enrolle mis piernas alrededor de su cintura. Lo siento caminar unos segundos hasta que mi espalda toca el colchón, su cuerpo se presiona contra el mío y gimo al sentir su erección contra mi centro.
—Sebas... —suspiré, sintiendo sus labios bajar suavemente por mi cuello, acercándose peligrosamente hacia la puerta expuesta de mis pechos. Tuve que morder mi labio inferior para no perder los estribos y soltar un grito de placer cuando sus labios se cerraron alrededor de una de las protuberancias de mis pechos—. Santo Dios —solté por lo bajo. Sus labios siguieron bajando lentamente, dejando besos húmedos por todas partes y sinceramente, estaba a un segundo de perder la cordura—. Sebastián... —echo la cabeza para atrás y suspiro.
Está ahí, justo a un segundo de quitarme la última prenda que cubre mi anatomía, pero esto nunca pasa, no cuando dos golpes en la puerta detienen su tarea.
—Mierda —gruñe, apoyando su frente en mi vientre.
Suelto una risita y paso mis manos por su cabello.
—No digas palabrotas en la casa de mis padres —lo reprendo, su rostro se levanta y me mira con el ceño levemente fruncido—. No estamos en tu departamento.
—Ya me di cuenta —en un gesto impropio de él, rueda los ojos y eso hace que sonría aún más.
Me levanto de la cama una vez que me deja libre y me agacho para recoger su camisa y ponérmela.
—Ya quita esa cara —me acerco a él y dejó un beso en sus labios.
—No eres tú quien tiene una jodida erección en los pantalones, peach —me reí de nuevo, era inevitable.
—No seas nenita.
Escuché como soltó un suspiro y se dejó caer sobre la cama cuando me acerqué a la puerta. Detrás de la misma, una ansiosa Anggele me esperaba.
—Hola... —me miró de arriba abajo—. Oh, ¿interrumpo?
—Sí —respondió Sebastián antes que pudiera hacerlo.
—Claro que no —dije con una sonrisa en los labios—. No interrumpes, no te preocupes. ¿Qué pasa?
—Yo... —retorció sus dedos entre sí, carraspeó y me miró unos segundos—. Quería preguntarte algo, pero creo que he cambiado de opinión...
—¡Oye! —sujeté su brazo antes de que se alejara, su expresión parecía nerviosa y asustada—. ¿Está todo bien?
—Sí, todo está bien, no es nada —sacudió la cabeza con una sonrisa—. Estoy bien, solo quería saber algo... No te preocupes, podemos hablar después.
Algo no encajaba con su actitud, Anggele no era así.
—¿Estás segura? —cuestioné, ahora preocupada y con el ceño fruncido.
—Sí, tranquila.
—¿Es por Demián?
—¡No! Demián está bien —se ríe—. Estamos bien. En serio, no te preocupes. No quise interrumpir, de verdad lo siento.
—No, está bien —le resté importancia, aún confundida con su extraña manera de actuar—. Sabes que puedes hablar conmigo, ¿verdad?
—Lo sé —me dio una sonrisa—. Gracias. Sigan con lo suyo.
Y se fue, aún y cuando quería hacerle un montón de preguntas más, la dejé ir, porque yo también estaba confundida.
Completamente aturdida, cierro la puerta con pestillo de nuevo y me acerco a la cama otra vez.
—¿Todo bien? —cuestiona Sebastián cuando me siento junto a él.
—Sí —frunzo el ceño, dejando que él sujeté mi mano—. Anggele está actuando raro.
—¿Y cuando no? —bufa, él y Anggele parecían perros y gatos, se llevaban bien, pero no perdían la oportunidad de discutir cuando podían.
—Pero es en serio —le digo—. Está actuando demasiado extraño.
—Se le pasará, ya verás —le restó importancia, tiró de mis manos y me sentó a horcajadas sobre él—. Tú y yo estamos haciendo otra cosa.
—Eres un idiota —murmuro sonriendo antes de inclinarme y presionar mis labios contra los suyos.
Ya me tomaría mi tiempo para averiguar qué pasaba con la enérgica Anggele que conocía, mientras, terminaría lo que empecé con mi novio.
Enamorada de estos dos.
¿Quién más?
¡Son de lo mejor!
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