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19. Sebastián.

(+18)

«No sé cómo caminar con compañía. No sé cómo enfrentarme al mundo con alguien sosteniendo mi mano. Y si yo tropiezo, tú lo harás conmigo, y no quiero lastimarme con mis acciones».

Sus palabras aún se repiten en mi mente, no puedo quitarme de la cabeza sus ojos llenos de lágrimas, el miedo en su voz, su expresión de culpa. Aún no podía creer que esa mujer tan fuerte, tan carismática, tan dura... tuviera que pasar por esa clase de cosas. Su niñez fue aún más dura de lo que alguna vez imaginé y no puedo evitar sentirme mal, no porque le tenga lastima, sino porque no concibo que alguien como ella viviera eso.

¿Por qué ella?

Es tan dulce, honesta, empática, amorosa... ¿Por qué?

La veo removerse sobre la cama, su ceño se frunció y de sus labios escapa un tembloroso gemido de dolor. Me levanto de la silla en la que estuve sentado por casi dos horas, viéndola dormir después de traerla conmigo. Luego de lo de hoy, no iba a dejarla, no después de todo lo que me dijo, no cuánto me había dado cuenta de que estaba completa y perdidamente enamorado de esa mujer, y menos sabiendo que haría cualquier cosa por mantenerla feliz y bien.

Me acerco a ella cuando su cuerpo se sacude, cuando pelea con las sábanas aún dormida, sollozando de agonía.

—Aiby, abre los ojos —le quito el cabello de la cara, su expresión de dolor me abre el pecho en dos—. Preciosa, despierta.

Si me quiere... sí... —jadea, llora, súplica... No tengo más remedio que sacudirla con delicadeza para despertarla. Un grito queda atrapado en su garganta cuando sus ojos se abren, se sienta con rapidez, con las mejillas rojas, la respiración agitada y los ojos llenos de lágrimas—. ¿Dónde...? ¿Qué pasa...? ¿Qué...?

—Está bien, está bien —es cuando me observa y se lanza a mis brazos, sentándose a horcajadas sobre mí y escondiendo su rostro en mi cuello. Gimotea cuando trata de controlar su llanto, pero no lo consigue—. Shhh, ya está bien, estoy aquí.

—Ella... ella dice que... —llora, apretándose a mí todo lo que puede—. Necesito... yo...

—¿Qué es? —la aparto un poco para ver sus ojos—. ¿Qué es lo que pasa?

—Volvieron —se sorbe la nariz, tiembla sobre mí cuerpo—. Las pesadillas, volvieron —baja la cabeza, sacude su cabello.

—¿Quieres contarme? —pregunto con suavidad, buscando sus ojos.

—Soy yo... cuando tenía dieciséis —susurra con la mirada perdida—. Y me dice que tú... Que tú no vas a quererme nunca porque soy así —su voz en un murmullo.

—Pues, está equivocada —le quito el cabello de la cara, limpio sus lágrimas—. Porque nada me va a impedir que yo te quiera.

Su labio inferior sobresale en un puchero lastimero, pero se acerca y presiona sus labios contra los míos. Abrazo su cintura, mis manos se pierden bajo mi camisa, esa que cubre su cuerpo. El frío de mis dedos estremece y eriza su piel cuando los presiono en su cadera.

—Ella no puede conmigo —jadea sobre mis labios, presionándose contra mi entrepierna, ocasionando que ambos soltemos un gemido en el proceso—. No me quebró cuando pudo, ahora no lo hará —se remueve sobre mí, sus manos tiran de mi bóxer hacia abajo—. Yo soy más fuerte que ella, siempre lo he sido —continúa diciendo, como si hablara consigo mismo. Su pequeña y delicada mano se cierra alrededor de mi miembro arrancándome un siseo y enviando un escalofrío por toda mi columna. Se apoya en sus rodillas a cada lado sobre el colchón y me posiciona en su entrada—. Ya la destruí una vez, nada impedirá que lo haga de nuevo.

Me deslizo en su interior con lentitud, su cuerpo se estremeció y el mío acompañó al suyo ante la sensación de estar unidos. La dejo llevar el ritmo, sus caderas se mueven en círculos, volándome la cabeza, volviéndome loco. Le quito la camisa, su pecho se pega al mío y nuestros labios se vuelven a encontrar.

—Sebas —echa la cabeza para atrás, dejándome el privilegio de besar su piel, morderla, marcarla como mía.

—Eres más fuerte de lo que crees —aprieto su trasero entre mis manos, yendo a su encuentro, sintiendo cada parte de ella.

—Podré con esto —entierra sus uñas en mi espalda, sumerge sus ojos azules en los míos—. Podremos con esto.

[...]

Son las seis de la mañana cuando vuelvo a despertar, me siento al borde de la cama luego de encontrar mi bóxer en el suelo, reviso el teléfono encontrando un mensaje de Franco en bandeja de entrada.

La cagué, y horrible, Sebastián.

Suspiro, no sé qué carajos habrá hecho ahora, pero sabía que pasaría.

¿Qué hiciste ahora?

Llegué ebrio a la prueba con el otro patrocinador y su maldito guardaespaldas me provocó. Le di un golpe, McCain. ¡Uno solo! Marco quiere matarme, no puedes dejar que me mate.

Maldito seas, Franco Pietro.

¿Dónde estás?

Me vine a Nueva York. Estoy en un hotel.

Tienes que ayudarme, por favor.

Odiaba esto, ser la niñera de alguien que no sigue consejos. ¿Qué se supone que haré ahora?

—¿Qué haces despierto a esta hora? —Aiby desde atrás deja un beso en la base de mi oreja que me despierta por completo.

—Son las seis —sus manos se deslizan por mi espalda hasta mi pecho.

—Aún es temprano —suspira, sus pestañas me hacen cosquillas en el cuello, su respiración me eriza la piel.

—Tengo que solucionar un problema con Franco —advierto, justo cuando se lleva el lóbulo de mi oreja entre sus dientes—. Y si sigues así, no me voy a aguantar.

—Me gusta cuando no te aguantas —siento su sonrisa, pero no intenta nada más.

Sujeto su mano izquierda, observando las cicatrices de su lucha, cuando estaba a punto de dejarse vencer. Les doy una lenta caricia y después dejo un beso justo ahí, sintiendo como contiene la respiración.

—¿Puedes hacerme un favor? —respira.

—Lo que quieras —tiro de su brazo con delicadeza para que se siente junto a mí. El contraste del color azul marino de la sábana cubriendo su cuerpo resalta sobre su piel, y no es más que una aparición perfecta.

—Olvida lo que te dije ayer —suplica, mi ceño se frunce—. No quiero que imágenes eso, es horrible y solo quiero que me veas a mí, no a la niña de hace años.

Baja la mirada, escondiendo sus ojos de mí.

¿Cómo puedo hacerle entender que nada de lo que ocurrió en el pasado afecta en como la veo ahora?

—Aibyleen, mírame —parpadea en mi dirección—. No voy a olvidar lo que me dijiste ayer, ni la más mínima palabra —suspira, elevo su barbilla con mis dedos—. Tampoco voy a cambiar la forma en la que te veo ahora y en la que te he visto siempre. ¿Comprendes? —asiente, luego se acerca un poco y presiona sus labios contra los míos.

—Gracias —susurra.

—No tienes por qué —vuelve a sonreír, pero es una sonrisa diferente, una de felicidad.

—¿Qué problemas tienes con Franco? —cuestiona ladeando la cabeza.

—Él se metió en problemas, solo voy a ayudarlo —respondo.

—¿Qué hizo?

—Golpeó al guardaespaldas de su nuevo patrocinador.

—¿Tú no ibas a patrocinarlo?

—Sí, pero necesita más gente a su disposición.

—¿Y tienes que irte? —hace un puchero, justo antes de quitarse la sábana de encima, contengo la respiración un segundo.

Mierda, esta mujer me va a volver loco.

—¿No estás cansada? —cuestiono, viendo cómo se sube a horcajadas sobre mí—. No dormiste mucho anoche.

—No importa —me besa sin previo aviso, pero se aleja segundos después—. ¿Y adónde irás?

—No lo sé, supongo que puedo decirle que venga —acaricio su cintura, sintiendo la suavidad de su piel bajo mis manos—. ¿No te molesta?

—¿No? Es tu casa, Sebastián —se ríe, se aleja y se pone de pie, deleitándome con su desnudez.

—Dijiste que necesitabas tiempo antes de contarle a alguien —se agacha para levantar mi camisa y comenzar a ponérsela.

—Bueno, eso ya no importa, ¿no? —arruga la nariz y se muerde el labio—. De todos modos, Franco no dirá nada, ¿verdad?

—Supongo que no, Franco es despistado.

La miro de arriba abajo, sus piernas largas, la curva de su cintura, su piel blanca y su cabello rubio ahora revuelto. Sus mejillas rosadas y sus labios llenos, sus ojos azules y la punta de su nariz completamente roja.

Es perfecta.

¿Qué más podría pedir?

—¿Ves algo que te guste? —cuestiona con los brazos cruzados.

—Todo —sonrío cuando se sonroja más y pone los ojos en blanco.

—Estaré en el baño —y se aleja, dejándome raramente abrumado.

No puedo explicar con palabras lo que ella me trasmite, antes pensaba que solo era un simple capricho no poder sacarla de mi cabeza en todo el día, se lo ameritaba a su belleza física, pero ahora no, todo es diferente. Saber todo lo que pasó, todo lo que luchó, todo... Solo la hace más bella y llamativa para mí.

Es una guerrera, de eso no tengo dudas.







¡Tenemos a un hombre enamorado!

Amar a Sebastián McCain es mi pasión.

¿Y la de ustedes?

¿Que les pareció el capítulo de hoy?

¡Voten y comenten mucho!

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