18. Aibyleen.
Estaba nerviosa, las manos me sudaban y temblaban, por lo que las pasé por mis jeans una y otra vez, intentando calmarme, y no enterrar las uñas en las palmas de mis manos.
No sé si fue una buena idea decirle a Sebastián que viniera, pero... Jamás, en mis veinticinco años de vida he experimentado lo que es el amor, y, aunque aún no quiera admitirlo en voz alta, sé que estoy comenzando a sentir cosas de él. Y, de alguna manera u otra, esta es una forma de decírselo indirectamente.
—Oye, Aibyleen —levanto la mirada y me enfoco en Clarisa, mi compañera, una gran amiga—. Ya están todas las chicas.
—Voy en un segundo —ella asiente y sale del pequeño baño, reviso mi teléfono y miro la hora, son casi las dos—. Ya es hora.
Salgo del baño y camino hacia el salón de reuniones, veinte sillas, de ellas, solo ocho están ocupadas, pero Sebastián no ha llegado. Debe estar por llegar, no puedo saberlo, ¿o sí? Varias miradas caen sobre mí, la mayoría son de las chicas que están en el público. El sonido de mis tacones resuena aún más cuando subo las escaleras para llegar al podio, mis uñas acrílicas toquetean el micrófono.
—Hola —sonrío, ninguna de ellas me devuelve el gesto—. Espero se encuentren completamente estables para estar aquí el día de hoy —es estúpido decirles «Que estén bien» Cuando claramente, no lo están—. Es un grupo nuevo el de hoy, por lo que puedo ver —el movimiento de la puerta de entrada llama mi atención, y el hombre que está robándose mi corazón llena mi campo de visión. Sonrío ante su expresión de confusión y le hago un asentimiento a modo de saludo, el cual él corresponde antes de sentarse hasta el fondo—. Hoy quiero comenzar de una manera muy poco usual, ya que siempre inicio con el mismo sermón de siempre, bla, bla, bla. Quiero cambiar eso un poco, así que, iniciaré dando mi testimonio.
>> Primero que nada; mi nombre es Aibyleen Whittemore, tengo veinticinco años y soy una Barbie, básicamente. Amo la moda, la ropa, los brillos, las cosas caras, y todo lo que sea adecuado para verme sensacional —me señalo, sonrío sacudiendo mi cabello—. Algunas pueden conocerme porque he estado en varias pasarelas, ya saben, soy modelo. Soy cosmetóloga y también tengo una línea de maquillaje. Soy una estrellita, técnicamente. Y también sé que muchas deben conocer mi historia, el trastorno que padezco y mi lucha diaria para poder estar aquí.
>> Me considero una persona extrovertida, carismática, y sobre todo, muy arrogante. Me encanta verme al espejo y decirme lo fabulosa que soy, lo hermosa y perfecta que luzco cada día. Incluso, puedo afírmales que, no hay nadie más en el mundo a quien ame más que a mí misma. Si, soy muy explícita en ese aspecto, no se preocupen. Tal vez necesito un poco de terapia o menospreciarme de vez en cuando, pero no, no lo haré, ¡Jamás! Porque lo hice una vez, y no volveré a ello.
>> Mi historia comienza hace diez años atrás, mucho tiempo después de que me diagnosticaran PIT, exactamente cuando tenía quince años, cuando me creía la peor basura del planeta —digo con toda la sinceridad que consigo reunir—. En esos tiempos, estaba en la escuela, mi vida era pésima, horrible si es que no se puede decir horrorosa. Era blanca, pálida, era demasiado delgada, y, lo último, pero no menos importante, sufría de anorexia. —El entrecejo de Sebastián se frunce automáticamente ante mi confesión, y la peor parte comienza—. Estaba obsesionada con mi peso, no podía verme siquiera en el espejo porque parecía que estuviera viendo a una ballena en vez de a mí, cuando la realidad era que pesaba menos que un niño de diez años, ¿en qué mundo estaba bien eso?
>> En la escuela todos se burlaban de mí por mi apariencia, por mi delgadez. «¡Flaca!, ¡Hueso!, ¡Debilucha!» Eran unos de los tantos apodos que me decían, y todos ellos parecían un puñal filoso que se clavaba en mi corazón día tras día. Mi vida era una mierda, básicamente, y nadie puede decir lo contrario —inhalo profundamente sintiendo mis ojos llenos de lágrimas—. Me esforzaba, o eso creí, por intentar ser perfecta, adecuada para la sociedad en la que vivía. Quería ser como mis compañeras, seguras, fuertes, hermosas. Lo intenté con cada una de mis fuerzas, hasta que estas terminaron por agotarse, dejando solamente a un espectro inhumano de lo que alguna vez fue Aibyleen.
>> Me sentía tan pequeña, poca cosa, un estorbo para el mundo, un desperdicio en mi familia —sacudí la cabeza—. La cosa es que; me volví un robot, uno que se mataba por ser fuerte, mostrarme firme y dura frente a mi hermano y mis padres, solo para no ser una carga para ellos. Pero nunca nadie me dijo que tratar de ser fuerte, te destruye el doble. Y, eso de jugar a ser fuerte, en ese entonces, ya no me pareció tan divertido.
>> Dejé de comer por completo, todo era asqueroso para mí y, aunque tuviera el estómago vacío, me inducia el vómito para sentirme mejor, aunque fuera solo un poco. Me deterioré cada vez más, dejando solo una pequeña parte de mí intacta, y era la tristeza y resentimiento. ¿Por los demás? ¡No, Dios! Por supuesto que no —hice un ademan con la mano y reí en medio de mis lágrimas—. Esos únicos sentimientos eran dirigidos al único culpable de mi estado: Yo. ¡Porque sí! Nadie más tenía la culpa, solo yo. ¿Por qué, Aiby? ¿Por qué dices algo así? Sencillo, me esmeré por tratar de hacer feliz a los demás que en intentar serlo yo.
Solté dos lágrimas más, y mis ojos enfocaron a un par de grises que me miraban entre sorprendidos y atentos.
—Yo sé lo que es llorar en la soledad de tu habitación para que nadie te vea, y seguir llorando cuando todos duermen para que nadie te escuche. Sé lo que pasa cuando, lo único que queda, es ese sentimiento de no saber si continuar o rendirse. Y también sé lo que es darse por vencido, sé lo que es encerrarte en el baño de tu habitación y buscar lo más filoso que haya, sostenerlo con una mano y abrirte las venas. Sé lo que se siente sacar todo el dolor por las heridas, sé lo que es buscar consuelo en tu propio sufrimiento, y también sé lo que es estar a punto de irse y aún así, resurgir de las cenizas.
>> Esto que ustedes ven aquí hoy, no se creó en un parpadeo —negué borrando mis lágrimas, pintando una sonrisa en mis labios—. Fueron años de terapia, de autoayuda, de fortaleza. Me caí mil veces en el proceso, pero siempre levantaba, diciéndome lo mismo, una y otra vez: «Estoy en proceso, me estoy reconstruyendo». Me lo decía cada día, cada hora, cada vez que la mente me pasaba una mala jugada. Cada vez que quería rendirme, cada vez que estuve a punto de dejarme ir.
>> Y, ahora estoy aquí, y todavía no soy ni la mitad de mujer que quiero ser. Aún tengo que trabajar mucho en mí, aún tengo cosas que aprender y otras que reprogramar. Hay cosas que soy y no quiero ser, otras que no soy y quiero serlo. Hay otras cosas que soy y no sé, pero estoy buscando saber. Pero todos los días me digo: «Estuve en demolición, ahora estoy nuevamente en construcción. Soy mi proyecto más importante».
>> Esta seguridad que todos ven aquí, no la gané en una caja de cereales, no la conseguí en una venta de garaje. Toda esta autoestima lo forjé a fuego, sobre lava caliente, poniendo mis inseguridades sobre la mesa y grabando en mi piel que no soy nada de esas cosas. Me levanté diciéndome que yo era mucho más, que era fuerte, valiente y, sobre todo, poderosa. Soy diferente, eso siempre lo supe, solo que me llevó demasiado tiempo darme cuenta que no todas las personas pueden apreciar el arte, pues la gran mayoría carece de sensibilidad.
Y entre lágrimas, las chicas frente a mi sonrieron, entendiendo mi punto. Porque ¡Vamos! Soy toda una obra de arte. Pero una sonrisa deslumbrante apreció en el rostro del hombre al final de la hilera de sillas, una sonrisa que me dio ánimos de continuar.
—Muchos creen que soy grosera, pero no es así, solo soy sincera, y a veces la sinceridad es un poco cruel —suspiro—. Otros dicen que soy creída, pero después de todo lo que pasé, después de todo lo que sufrí, ahora mismo, no me importa nada más que mi felicidad. Sí, sueno un poco egoísta, pero... ¿De que me sirve amar a muchos si no me amo yo primero?
>> Ya me cansé que de todos me digan que hacer. «No puedes. No puedes. No puedes». ¿Y saben que? ¡Al carajo todos! —más risas, incluyendo la mía—. El problema con las personas es que, se enamoran solo de las flores, y justamente, cuando llega el otoño, no saben que hacer con las raíces. Así que decidí amar primero esto —toqué mi sien y bajé la mano a mi pecho, justo sobre mi corazón—. Y esto, para después amar todo esto que me compone —hice un ademan con la mano para señalar todo mi cuerpo—. En esta vida se encontrarán a mucha gente de oro que se cree basura, por gente basura que se cree de oro. Ellos les dirán que no pueden, que no son suficientes, que no valen la pena.
>>Y, ahora, yo les digo: Mándenlos al infierno. Porque no hay manera fácil de sobrevivir a esta sociedad frágil, inconforme y poco inteligente. Pero les diré algo: Nunca es tarde. El tiempo solo acaba cuando la vida está por terminar. Y hasta entonces, siempre habrá una oportunidad para todo.
>> Una vez bajé la cabeza, y creo que hay momentos en que mi mente crea imágenes demasiado vivas para mí propio bien, haciéndome sentir realmente mal, pero me niego a volver a ser la de antes. Me niego a volver a bajar la cabeza; porque en un descuido, se me puede caer la corona.
[...]
Me despido de todas las chicas con una sonrisa, siendo recompensada con otras igual de sinceras que la mía. Me sentía extrañamente ligera, como si me hubiera quitado un enorme peso de encima, y sé que se debe a qué Sebastián estaba aquí.
—Fue increíble lo que hiciste hoy —Clarisa pone su mano en mi hombro—. Tendremos más chicas la próxima semana gracias a ti.
—No soy yo, solo se sienten identificadas conmigo, no es algo tan llamativo —me encojo de hombros.
—De hecho, si lo es. Ellas ven lo que eres hoy en día, y eso les hace el trabajo más llevadero.
—Lo que tú digas —reí, ella asintió, negando con un poco de diversión ante mi falsa modestia.
—Bueno, siempre es bueno tenerte por aquí. ¿Te veremos la próxima semana? Ya sabes, como eres una celebridad.
—Siempre que quieras —digo, restándole importancia.
—Está bien, iré a hacer un papeleo —besó mi mejilla—. Nos vemos, linda.
—Adiós.
Observo todo el lugar en busca de Sebastián, pero no logro verlo en ninguna parte. ¿Se habrá ido? No, no lo creo. Suelto un suspiro al mismo tiempo que camino hacia la puerta, empujando el cristal hasta poder salir del local. Y, efectivamente, un Audi rojo está estacionado al borde de la acera. Sin embargo, lo más llamativo para mí, es el pelinegro apoyando sobre el lateral del mismo.
—Lindo auto —murmuro con una ceja arqueada, él oculta una sonrisa cuando me acerco lentamente—. ¿Eres el conductor o eres el regalo?
—¿Por qué? ¿Me quieres como obsequio? —su sonrisa se hace presente cuando estoy frente a él.
—Yo no me quejaría, la verdad —me cruzo de brazos, remojo mi labio inferior, logrando que Sebastian suspiré con pesadez—. No todos los regalos son buenos, pero se lucieron contigo.
—Me siento halagado, gracias —suelto una risita.
—Deberías, no le digo cosas lindas a cualquier persona.
—Ahora me doy cuenta por qué —muerdo mi labio sin dejar de mirarlo, suelta otro suspiro y me observa—. ¿Quieres que hablemos?
—Solo si estás dispuesto a escuchar —entrelacé mis dedos, bajando la mirada unos segundos.
—Tengo todo el tiempo del mundo para ti, peach —sentí su mano bajo mi barbilla, elevando mi rostro hacia él—. Puedes confiar en mí.
—Lo sé —le regalé media sonrisa.
—Ven —se separó del auto y abrió la puerta del copiloto para mí—. Sube, tenemos que hablar.
—Está bien —suspiré y caminé hasta subirme al auto.
Lo vi rodear el vehículo y subir a su lugar correspondiente, me di cuenta también, de que no tenía la disposición de encender el auto, lo supe cuando solo bloqueó las puertas. Comencé a ponerme nerviosa y ni la calefacción podía quitarme el frío y mucho menos hacer que dejara de temblar.
—No tenía la menor idea de esto, Aibyleen —Sebastian rompió el espeso silencio que se había formado entre los dos—. De haberlo sabido...
—Pero no podías, no lo sabías —negué, mirando mis uñas con algo más que solo interés—. Mi familia y yo decidimos dejarlo como un secreto, no por vergüenza, sino más como una enseñanza y prometimos dejarlo así por el bien de todos.
—Comprendo —dijo, de reojo lo vi apoyar el brazo sobre la puerta y fruncir el ceño.
—La púrpura es algo que no podía ocultar, así que luché contra ello desde los siete y lo superé —dije, sintiendo un nudo en la garganta—. Pero, cuando entré a la secundaria, todo se complicó otra vez —los recuerdos llegaron a mi memoria, como puñales que iban directo a mi corazón—. Todas esas niñas eran tan... perfectas, y yo, solo quería poder ser así. Sabía, en fondo, que estaba mal sentirme así, lo entendía, pero no podía controlar lo que sentía. Ellas eran muy crueles conmigo, cada vez que aparecía un hematoma nuevo cerca de mi cuello o en mis labios, las hemorragias inesperadas... Todo era difícil para mí, y aunque mamá y papá trataban de animarme, todo parecía irse por la borda cada vez que llegaba el momento de ir a la escuela.
Miré la guantera con mucha atención, sintiendo las lágrimas bajar por mis mejillas y el corazón palpitarme fuerte.
—Los años pasaban y todo seguía igual, yo no comía, vomitaba, mis plaquetas estaban a 30.000 cuando el mínimo eran 150.000. Mis padres se sentían mal, mi hermano también, ellos no me lo decían, pero yo lo notaba... Solo era una carga para ellos.
Mordí mi labio para no sollozar, la mano de Sebastian buscó una de las mías y entrelazó sus dedos con los míos. Me relajé inmediatamente y tomé una lenta respiración.
—Dos semanas antes de graduarme, estaba harta, me sentía tan cansada física y emocionalmente, tan agotada y agobiada que, todo se me salió de las manos. Mis padres habían salido, Demián estaba conmigo en casa, pero yo me fui a mi habitación y me encerré en el baño —la imagen y el miedo que sentí ese día vuelve a mi mente, pero me mantengo lo más serena posible—. Al verme en el espejo, sentí lastima por esa chica de diecisiete años que no podía ni mantener los ojos abiertos, que no podía respirar sin sentir dolor y me di pena. Sentía asco de mí misma. Así que tomé una hojilla de afeitar y la desarmé —volteé mi mano izquierda y esas cicatrices visibles en la piel de mi muñeca—. Cada corte fue un alivio para mi alma, un respiro del mundo cruel en dónde vivía y me sentí en paz, por primera vez en tanto tiempo. Luego no recuerdo nada más, hasta que desperté en el hospital —me sequé las lágrimas con mi mano libre y por primera vez, me atreví a mirar al hombre junto a mí, quién me veía con una empatía y una comprensión enorme, así que sonreí por ello—. Ese día conocí a Clarisa, mi psicóloga —sonreí—. Esa mujer me enseñó caso todo lo que sé, porque el resto es obra de mi madre.
>> La cosa es que luché, Sebastián. Luché con todas mis fuerzas para poder tener esta entereza que hoy me caracteriza, luché para sentirme bien, para ser alguien, para poder ser. Pero luché sola, porque, a pesar que mi familia siempre estuvo ahí, entendí que ese era mi viaje, yo debía caminar sola, porque se trataba de mí. Y aprendí a caminar sola, a valerme por mi misma, a ser una gran mujer, a fortalecerme cada día.
Me sumergí en su mirada grisácea, esa que me volvía loca, esa que había comenzado a necesitar sin darme cuenta.
—Pero no sé cómo caminar con compañía —lo enfoqué a través de mis ojos cristalizados—. No sé cómo enfrentarme al mundo con alguien sosteniendo mi mano.
—Aibyleen...
—Cometí muchos errores, Sebastián —confesé—. Hice cosas que no debía cuando vi esas fotos y no quise escucharte, cuando sabía tenías razón —bajé la mirada, demasiado avergonzada—. Y si yo tropiezo, tú lo harás conmigo, y no quiero lastimarme con mis acciones, no quiero...
No pude seguir hablando, no cuando mis lágrimas se volvieron un llanto incontrolable, mucho menos cuando me llevó contra su pecho y me abrazó con fuerza.
—No es tu culpa, preciosa —murmuró contra mi cuello, dejó un beso detrás de mí oreja que me tranquilizó muchísimo—. No podías saberlo tampoco.
—Pero desconfié, y fue mi culpa —me alejé para ver su rostro—. Debí darte la oportunidad de explicarte, pero opté por encerrarme en mi caparazón y la antigua yo salió a flote.
—Entonces, no dejemos que vuelva a salir —me secó las lágrimas.
—Eso no lo sé —susurré, cerré los ojos un segundo—. No quiero manchar la imagen que tienes de mí...
—Mírame —eso hice, abrí mis ojos y lo miré—. Tú y nada más. Esa es la imagen que tengo de ti y que nunca va a cambiar.
No pude evitar soltar dos lágrimas más y sonreí, como no lo había hecho en días. Me acerqué mucho a él y lo besé, fue un beso casto, que pretendía ser así, pero que llevaba demasiados sentimientos.
—Me has dado la opción de tomar la decisión, ¿no es así? —asentí, recordando mis palabras de ayer. Sebas sostuvo mi rostro entre sus manos, mirándome con sus profundos ojos grises—. Y no te voy a dejar escapar, Aibyleen Whittemore, no después de seis años —mi ceño se frunció—. Es estúpido de mi parte darme cuenta hasta este momento, pero he estado enamorado de ti desde que tienes diecinueve —mi corazón se detuvo ante su confesión—. Así que tienes que atenerte a las consecuencias.
Y, sin darme cuenta, ya había encontrado a mi cable a tierra, a mi alma gemela, a mi compañero. Mierda, este hombre había sido hecho para mí, justo a mi medida. Y yo nací para él, para complementarlo, para unir sus pedazos rotos con los míos, y hacer la mejor de las piezas.
Estaba enamorada, y no me asustaba admitirlo.
¿Quién esperaba eso?
Díganme qué no soy la única que está así: 👇🏻
¡Esto es un bombazo!
*insertando gritos de perr# loca*
Este fue uno de esos capítulos que me costó un montón escribir, las lágrimas se me salían solas, de verdad. Admiro un montón a esas personas que pasaron por algo así y lo superaron. Son unos guerreros en toda la regla.
Espero les haya gustado.
¡Voten y comenten mucho!
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