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17. Sebastián.

Muy pocas veces me había sentido impotente, recuerdo que la única vez que me sentí tan incapaz de algo, fue hace más de seis años, luego de aquel accidente que sepultó mi carrera como corredor. Era viernes cuando desperté del coma, los doctores dijeron que debía abandonar las carreras de inmediato, de lo contrario, mi cerebro no lo soportaría.

Ese día creí que mi vida se caería a pedazos, la Fórmula 1 era todo lo que conocía, lo que me hacía feliz en aquel entonces, lo que podía hacer sin recibir órdenes, ya que yo tenía el mando. Pero lo comprendí, era arriesgado.

Lo acepté.

De todas maneras, no me iba a morir si no me subía a un auto.

Pero ahora, justo ahora, a las seis de la mañana, me encuentro leyendo por millonésima vez el mensaje de Aibyleen me envió ayer por la noche.

No es necesario que vengas por mí.

Y tampoco es necesario que sigamos en algo que no funcionará.

No soy lo quieres.

Perdón.

¿Qué no es lo que quiero? Estás tan errada, Aibyleen Whittemore. ¿Cómo podía pensar así? Ella es todo lo que alguna vez anhelé, desde que la vi, se metió en mi cabeza, cambió mis planes, seguí otro rumbo por ella. Han pasado dos semanas desde que se proclamó como mía, ¿cómo podría dejarla escapar por unas malditas fotografías?

Estaciono el auto fuera de edificio, bajo del mismo y sin poder detenerme, comienzo a subir las escaleras, son solo dos pisos, no es mucho recorrido. Desvió mi camino hacia la izquierda, toco la primera puerta del piso y la misma se abre segundos más tarde.

—Veo que te arrepentiste y viniste a pedir perdón —dice Vanessa con sonrisa coqueta en los labios, solo que eso hace que mi furia aumente. Sujeto su brazo con más fuerza de la necesaria y la saco del departamento, pagándola contra la pared—. ¿Qué carajos de pasa, Sebastián?

—Escúchame de una maldita vez, porque no volveré a repetirlo —siseo, acerco mi rostro al suyo y la miro con todo el odio que estoy sintiendo por ella justo ahora—. Que sea la última vez en tu maldita vida que te acercas a mí y vas en busca de Aibyleen. No te quiero cerca de ella, y mucho menos de mí.

—¿Todo es por ella?

—Sí, y siempre será por ella —espeto, haciéndola saltar en su lugar—. Así que te aconsejo que pienses bien las cosas, porque dónde te vea centímetros de mí y de Aibyleen, la vas apagar y muy caro.

—Sebastián —suplica.

—Estás advertida.

La suelto y le doy una última mirada, ella baja la cabeza y sé que, por su parte, el asunto está solucionado. Todo lo que tiene es gracias a su padre, y el mismo trabaja para mí, un paso en falso y se quedarán sin nada. Nunca lo despediría, por supuesto, pero eso, ella no lo sabe.

[...]

Llegué a la empresa cerca de las ocho de mañana, y desde entonces, no he parado de llamar a Aibyleen, quién las primeras diez veces dejó que me fuera a buzón, las siguientes cinco simplemente colgó, y las últimas tres apagó el teléfono.

No la encuentro por ninguna parte, y me estoy volviendo loco, necesito encontrarla, hablarle, explicarle que Vanessa simplemente se interpuso en mi camino cuando estaba yendo hacia mi departamento, que se me abalanzó encima, me besó y que por poco la aviento a la carretera.

Pero no responde mis mensajes, mis llamadas y sé que no querrá verme, por lo que simplemente salí de mi oficina y fui a la de su hermano, en busca de información que me fuera valiosa. Entro sin tocar, su ceño se frunció y se dejó caer sobre su silla.

—¿Sabes dónde está tu hermana? —es lo primero que pregunto.

—Mmh, no, pero supongo que con Brady —responde confundido—. ¿Por qué?

—Necesito hablar con ella sobre el tema de la fundación —miento—. Tengo información importante y no la encuentro por ninguna parte.

—Debe estar ocupada, ya sabes cómo es —le resta importancia—. ¿Estás bien?

—Sí, no te preocupes —y salgo antes de que pregunte otra cosa.

Mi teléfono suena otra vez, pero en un mensaje.

Ya está hecho. Borré las fotos y puse una multa.

Suspiro. Por lo menos, eso soluciona parte del problema.

Gracias, Ben. Te debo una.

Me debes muchas, McCain.

Sonrío, Ben se encargaba de mi publicidad en las redes y todo lo demás cuando corría para la Fórmula 1. Por su culpa tengo un montón de gente siguiéndome en Instagram, red social a la que no le doy atención en lo absoluto, solo para ver a Aiby le doy uso.

—Señor, tenemos una junta con el distribuidor de Nueva Jersey —dice Dayra cuando me ve pasar.

—Cancélala —le digo, su ceño levemente fruncido llama mi atención—. No estoy de humor para reunirme con nadie.

—Okey —asiente—. ¿Necesita algo más?

—No, Dayra, gracias —sonríe—. Puedes irte a casa temprano.

—Gracias, señor.

Camino hasta la oficina, yendo directamente a sentarme en mi silla. Cierro los ojos y suspiro. Estoy demasiado tenso, el dolor de cabeza explota y me siento terrible. Busco mi teléfono una vez más y marco su número, con la esperanza a que responda.

Contesta, peach, por favor.

—¿Qué? —responde con enojo al otro lado de la línea—. ¿No entiendes que no quiero hablar contigo?

—Aiby, no cuelgues, por favor —le suplico, silencio—. Peach, déjame explicarte...

—¡¿Qué me vas a explicar?! —explota, escucho las lágrimas en su voz y me siento el hijo de puta más grande de la historia—. Ya los vi, no tienes que decirme nada.

—No es lo que crees, Aibyleen, lo sabes —suspiro—. Si viste las fotos, sabes que no quise que esto pasara.

—Lo sé, te creo —dice, para mí sorpresa, pero la escucho tomar una lenta respiración—. Pero eso cambia nada, Sebastián. Lo lamento.

—Aiby... —cuelga, dejándome con la palabra en la boca.

Dejo el teléfono sobre el escritorio y suspiró otra vez, necesitaba solucionar las cosas con ella. La necesito conmigo. Estas últimas semanas con ella mi lado han sido lo mejor que me ha pasado en los veintiocho años de mi monótona vida.

¿En qué momento me volví tan dependiente de ella?

[...]

Todo el mundo se marchó de la nueva sede de la fundación de Aiby, todos excepto ella. Su Ferrari sigue estacionado afuera, justo delante del mío. Sabía que la única manera de acorralarla, era aquí. Bajo del auto y me encamino hacia la puerta de cristal, empujo con suavidad, y para mi suerte, no tengo que buscarla, ya que está en la recepción.

—¿Qué haces aquí? —pregunta al verme, sin embargo, desvía la mirada al computador frente a ella antes de apagarlo.

—Tenemos que hablar —respondo, su ceño se frunce y toma su teléfono del escritorio, se pone de pie y rodea la mesa.

—No tenemos nada de qué hablar —sentencia, intenta esquivarme, pero no se lo permito—. Quítate, McCain, que no estoy de humor.

—Yo tampoco estoy de humor y aun así vine a aclarar las cosas —le digo, se cruza de brazos y alza la barbilla.

—No hay nada que aclarar, te besaste con ella, fin del asunto —otra vez se mueve, pero no logra caminar mucho—. ¿Qué carajos quieres? Ya vi las fotos, sé lo que pasó.

—Si te fijaste tanto en las fotografías, pudiste darte cuenta que la aparté de mí —sujeto su brazo, sin pasar por alto las marcas rojas que tiene el mismo. Mi ceño se frunció, pero su rostro es inmutable.

—Bien por ti, eso te hace mejor persona —responde para mí sorpresa—. Pero no me importa, haz con tu vida lo que se te dé la gana, yo no quiero verte más.

—Esto no se trata de mí —le digo, y sus ojos se encontraron con los ojos, su respiración se entrecortó—. Esto no se trata de esas fotos, ni mucho menos de lo que tenemos. Se trata de ti, de algo más que no me estás contando y que te aterra. Pero no puedo ayudarte si no me lo explicas, no puedo hacer nada si no hablas conmigo.

—No tengo nada que decir —susurra con los ojos llenos de lágrimas, su labio inferior comienza a temblar.

—¿Qué es lo que sucede? —le exijo, sujetando sus dos brazos—. ¿Qué es lo que tanto miedo te da?

—Que dejes de verme como lo haces —derrama una lágrima, jadea como si le faltara el aire—. Que ya no me desees como lo haces, que te parezca menos de lo que soy.

—No te estoy entendiendo, Aiby —me acerco más a ella, logrando escuchar su respiración errática—. Dímelo.

—Es más difícil de explicar de lo que parece, Sebastián, y temo asustarte —dice en voz baja, evitando mirarme.

—Pero... —elevo su barbilla con mi dedo índice, mostrándole una sonrisa confundida—. Eres el ser más adorable que existe.

—No hablo de mí, al menos, no físicamente —sujeta mi mano, entrelazando sus dedos delicados con los míos, haciendo un contraste increíble—. Tienes una imagen de mí que... no quiero dañar.

—¿Eres una asesina en serie? —ríe entre las lágrimas, sacude la cabeza en negativa, mostrándome una pequeña sonrisa.

—Es algo peor que eso, créeme.

—Nada cambiará la forma en que te veo, Aibyleen —llevo nuestras manos unidas hacia su mejilla, acariciando su piel con mis nudillos.

—Nunca digas nunca —vuelve a sonreír, pero esta vez, es una sonrisa triste.

No logro descifrar su mensaje, y sus lágrimas son lo que me preocupa. Se zafa de mi agarre y teclea algo en su teléfono, el comienza a vibrar en mi bolsillo, pero ella me detiene al intentar buscarlo.

—No lo veas ahora —dice, inhala profundamente y me mira otra vez—. Ve a ese lugar mañana, como a eso de las dos —da otro paso en mi dirección y coloca sus manos en mi pecho—. Si aún quieres estar conmigo después de eso, intentaremos que funcione, sin poner objeciones.

Y, con los ojos rebosantes en lágrimas y con una expresión de dolor, sujetó mi rostro entre sus manos y sorprendiéndome, apretó sus labios contra los míos en un casto beso, uno que me hizo olvidar hasta mi nombre.








¡Ay, ay, ay!

¿Que estará pasando?

Déjenme sus teorías aquí en los comentarios.

¿Qué pasará con Sebas y Aiby?

¡Voten y comenten mucho!

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