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16. Aibyleen.

(+18)

Él seguía torturándome, dándome pequeños besos en las piernas, como si quisiera matarme de frustración.

—Sabes como soy, Sebastián —mordí mi labio inferior—. No puedo controlarme.

—Sí, eso me encanta de ti —se estaba burlando de mí, el muy maldito.

—Siento que en cualquier momento alguien va a entrar —cierro los dedos alrededor de la tela de mi vestido—. Me he convertido en una desvergonzada desde que estamos juntos.

—Siempre lo has sido —cerré los ojos cuando besó la cara interna de mis muslos—, pero esa parte de ti estaba escondida muy en el fondo —acarició y mi vientre, metiendo sus dedos en mis bragas, bajando la tela por mis piernas—. Lastimosamente, estuviste en las manos equivocadas demasiado tiempo.

—Pero ya estás aquí —susurré, soltando todo el aire por la boca cuando sus dedos acariciaron mi cadera.

—Sí, y nuestra conexión es cada vez más perfecta.

Puso sus manos en mis rodillas y me invitó a abrir las piernas, y así lo hice. Paseó sus dientes por la piel de mis muslos, sacándome varios suspiros. Su respiración golpeó justo donde la quería y sus labios se apoderaron de mi centro después, el repentino choque me hizo llevarme una mano a la boca para callar un ruidoso gemido.

Su lengua, oh, Dios mío Todopoderoso, su lengua hacia magia en el lugar más necesitado de él.

Era lento, preciso y decisivo. Potente, certero y abrasador.

Mi mente flotó y mi cuerpo se volvió ligero, tan sensible y receptivo como cada vez que él me tocaba.

Sebastián sabe dónde tocarme, como desmoronarme y hacerme sentir tan... bien. Mi respiración se vuelve irregular y mis manos comienzan a temblar, muerdo mis labios para no soltar ninguna grosería o algún grito. Debo controlarme, pero me es casi imposible cuando él está entre mis piernas, llevándome a uno de los mejores orgasmos de mi vida.

Y todo aumentó su intensidad cuando dos de sus dedos se desplazan en mi interior. Oh sí, mucho peor, porque todas las sensaciones de mi cuerpo estallaron. Mis piernas comenzaron a temblar y mis gemidos a ser más audibles, me importó muy poco el hecho de que su secretaria estuviera a unos metros de nosotros, solo me concentré en lo cerca que estaba de tocar el cielo.

Sus dedos se movieron más de prisa y llevé una de mis manos a mis pechos para apretarlo, necesitaba canalizar todo el placer en un solo lugar, pero todo se me estaba saliendo de las manos. Succiona, chupa, lame, tira y todo se vuelve un caos. Siento una fina capa de sudor cubrir mi cuerpo y mi corazón latiendo como motocicleta en mal estado. Todo a mi alrededor se vuelve oscuro, tanto que me obligo a abrir los ojos para saber que no me he desmayado.

Mis caderas se movieron al ritmo de su lengua, buscando más fricción y llevo una de mis manos a su cabeza para tirar de su cabello. Me sentía demasiado hipersensible, excitada y agitada. Estaba a punto de llegar, de acariciar las corrientes con las yemas de mis dedos.

—Por favor, por favor... ¡Dios! —mi espalda se arqueó, mis piernas se tensaron y sus labios succionaron mi clítoris y sus dientes me mordieron.

Grité, no pude evitarlo, por poco y pongo los ojos en blanco. Él acaba de morderme, y fue doloroso, caótico, placentero y satisfactorio. Mi cabeza dio vueltas, mi cuerpo se retorció contra su boca y me sentí en el séptimo cielo cuando estallé en mil fragmentos distintos.

Sí, definitivamente, estaba en las manos correctas.

—No puedo creer que me hayas hecho esto —susurré, aún sintiendo como los estragos del orgasmo seguían haciendo efecto en mi cuerpo.

—No puedes quejarte si te gustó —cerré las piernas, intentando aclarar mis ideas.

—Dios mío, ¿qué demonios me pasa? —solté una risita y suspiré—. Estoy loca.

—Lo sé —me da una suave palmada en el muslo y tiende su mano para ayudarme a sentarme sobre su escritorio, sus ojos grises estudian mi expresión—. ¿Está todo bien?

—¿Cuándo estuviste con ella? —bajo la cabeza para poder mirarlo detenidamente.

Suspira y sujeta mi mano, entrelazando sus dedos con los míos.

—Fue hace tiempo, solo era sexo y ella lo sabía —comenta, y mi estómago se aprieta—. Todo terminó hace tres meses, pero parece no entenderlo y aún sigue llamándome. No sé cómo te encontró, pero me encargaré de ello y no te molestará más, ¿de acuerdo?

Asentí, me regaló una pequeña sonrisa y se puso de pie, sus manos acunaron mi rostro y sus labios se juntaron con los míos. Paso mis manos por su cuello, tratando de atraerlo hacia mí todo lo que me permite.

Mi corazón aún seguía palpitando desenfrenado, estaba asustado y arrugado, creyendo que aún podía elegir a otro en lugar del mío. Que otra alma le pareciera más hermosa, y que prefiera irse con ella antes de quedarse con la mía

—Ya no quiero que sigas pensando en ello, ¿sí? —apoya su frente contra la mía.

—Está bien —dejo un casto beso en sus labios, después frunzo el entrecejo y me alejo para mirarlo—. ¿Por qué dijiste que era tu novia?

—¿No lo somos? —ladea la cabeza, confundido.

—¡Obvio no! —hago una mueca—. Ni siquiera me lo has pedido.

—No creí que querías que te lo pidiera —parecía igual de confundido que yo.

—Yo tampoco —arrugo la nariz.

—Entonces, ¿quieres ser mi novia? —pide, y, aunque mi corazón palpita emocionado, sacudo la cabeza en negativa.

—No, así no, es como si te estuviera obligando —empujo sus hombros con diversión, me bajo de su escritorio y me dispongo a ponerme las bragas y los tacones.

—Mejor te lo preguntaré en otro momento —ambos asentimos.

Sentí sus manos en mi cadera y luego sus labios estaban sobre lo míos otra vez, pasó su mano por mi espalda para pegarme a su pecho, dejándome sentir esa cálida sensación de tenerlo junto a mí. Sebastián había roto todas mis barreras, y, aún y si quisiera sacarlo, ya no podría.

Estaba perdida.

—¿A qué hora paso por ti? —creo que mi expresión demuestra lo confundida que estoy—. Nuestra cita.

—¡Ay, la cita! —hago una mueca—. Lo olvidé, perdón —solté una risita nerviosa—. Cómo a eso de las seis, o siete. Sí, siete, así me da más tiempo de arreglarme.

—Perfecto —besa mi frente.

—Tengo que irme, dejé el trabajo botado —mordí mi labio y sonreí en su dirección, me puse de puntillas y presioné un suave beso en sus labios—. Nos vemos más tarde.

—Adiós —acarició mi mejilla una vez más y me dejó ir—. Me gusta como se ve tu trasero en ese vestido.

—¡Sebastián! —suelto escandalizada cuando me da una palmada en el trasero, él solo se ríe.

Camino hasta la puerta y cuando la abro, mi hermano está apunto de tocar. Ay, Dios, ay, Dios. Su ceño se frunció y me miró confundido, abrí mucho mis ojos.

—¿Qué haces aquí? —cuestionó.

—Yo... —alargo, carraspeo.

—Vino a pedirme ayuda con lo de la nueva cede de la fundación —responde Sebas por mí, y lo agradezco internamente, porque no sabía que decirle a Demián, no cuando tenía el ceño fruncido—. Le avisaré a Marco que puede dar a conocer el lugar entre los chicos y sus novias, no te preocupes.

—Gracias, McCain —le regalo una sonrisa tensa y me vuelvo hacia mí hermano—. Yo ya me voy, tengo que resolver unos asuntos. Adiós, chicos.

Y huyo de ahí, no me sentía segura entre esos dos. Ya Sebastián le daría una breve explicación de mi parte y, con suerte, Demián le creería, porque es su mejor amigo y ambos se quieren. Lo que me facilita mucho las cosas, que ellos tengan tanta confianza me ayuda a qué, si algún día, Sebas y yo tenemos algo serio, no tendría problemas con ellos.

[...]

Terminé de arreglarme, me había puesto un vestido azul marino corto y algo suelto, recogí mi cabello en una coleta floja y me puse unos tacones. Estaba lista y aún faltaban treinta minutos para que Sebastián apareciera.

Estaba emocionada, esta sería nuestra primera cita y, aunque estaba nerviosa, me sentía muy contenta. Las cosas con él iban bastante bien y eso me alegraba.

Dos apurados toques en la puerta me sobresaltan, Anggele entra con una expresión de horror en el rostro y se mueve inquieta.

—¿Qué pasa? —cuestiono, aún sentada frente al tocador.

—Este... yo, no sé si deba, pero... —se atraganta con sus palabras, muerde su labio—. Supongo que debo, pero no quiero lastimarte, y no sé qué...

—¿Qué ocurre, Anggele? —me pongo de pie de un salto, camino hacia ella con rapidez—. Cuéntamelo.

—Son tres fotografías, y al parecer no es nada relevante, pero se malinterpretan bastante y Sebastián es un hombre serio, y me prometió que no te lastimaría...

Sebastián. Lastimar. Promesa.

Esas palabras en una misma oración, Anggele luce consternada y eso no es bueno.

—¿Qué es? —pregunto con el corazón en la garganta.

Y me pasa su teléfono, el Instagram está abierto, una página de chismes, pero es de deporte. Pero el primer post me rompe el corazón, me llena la garganta de espinas y el estómago de piedras. Las náuseas vuelven, la decepción, y esa sensación que hace tantos años no sentía, una sensación repugnante.

Inseguridad.

En la primera fotografía está él con la pelinegra de esta mañana. En la segunda, se están dando un beso. En la tercera, él la está apartando.

La apartó. La apartó. La apartó.

¿Qué pasa? ¿Por qué me siento tan mal? Mi cabeza duele, mi corazón se rompe en dos. Tengo ganas de llorar, miedo, ansiedad.

—No creo que sea algo... malo —dice Anggele, recordándome su presencia en mi habitación, la observo a través de aquellas lágrimas que no salen—. Claramente, ella lo besó y él la apartó.

Él la alejó. No quería que eso pasara. No la quiere a ella.

Mi corazón grita que no tiene la culpa. Mi mente me susurró al oído que no soy suficiente. Y, como siempre, la mente me pasa una mala jugada.

—¿Puedes darme un minuto? —le pregunto con la voz rota.

—Aiby... —niego.

—Necesito estar sola.

Me mira con una expresión de culpa en el rostro, pero sé que ella solo quería que lo supiera para no tener secretos. Asiente y toma su teléfono, después se va. Entonces, me rompo. Los sollozos salen de mi boca como si estuviera sufriendo el peor de los dolores, me abrazo a mi misma y me dejo caer en el suelo, mis uñas se entierran en mis brazos y el ardor es todo lo que calma el dolor de mi pecho.

Estoy dormida, me despierto y salgo de la cama. Mis pies se arrastran por el suelo, estoy liviana y cansada. Me acerco al espejo, la imagen que me recibe no soy yo, es un espectro de mí. Tengo ojeras, mis pómulos resaltan, los huesos de mi clavícula son muy visibles para ser bueno. Ahogo un jadeo, mi cerebro no procesa lo que ve.

—Eres un asco —dice la mujer en el espejo—. No él no te quiere.

—Sí me quiere, yo lo quiero —le respondo, se ríe, una carcajada tétrica.

—No eres suficiente. No te quiere.

Suelto un grito ahogado, me levanto del suelo y voy directamente al baño, me pongo de rodillas frente al váter y abro la tapa. Abro la boca y meto mis dedos dentro de la misma, hasta que prácticamente toco la úvula. El sabor amargo de la bilis sube por mi garganta y el vómito se precipita. No tengo nada en el estómago, por lo que no vómito nada.

Mi cabeza palpita, mi corazón se acelera y me doy asco. Me doy asco por permitirme sentir cosas que no debía, por experimentar sentimientos que me llevaron a esto, a ser la niña idiota y dañada de hace años atrás.

Sebastián no es el culpable. Yo tengo la culpa.

La apartó. La apartó. Él no la quiere. La alejó.

Me pongo de pie, bajo la palanca del inodoro y camino hacia mi habitación, tomó mi teléfono y busco su contacto en WhatsApp.

No es necesario que vengas por mí.

Y tampoco es necesario que sigamos en algo que no funcionará.

No soy lo quieres.

Perdón.

Lanzo el teléfono sobre el tocador y me acuesto en mi cama, lista para encogerme en mi miseria.













Se los dije, no todo es color de rosa.

No es mi intención hacerlos sufrir, sorry.

¡Voten y comenten mucho!

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