Capítulo tres
Westminster, Inglaterra
HARIEL
Hariel surcaba con apremio uno de los tantos corredores del palacio en el cual se habían asentado sus fuerzas. Este solo era uno de muchos repartidos estratégicamente en el mundo.
Exteriormente, y como se esperaría de uno de los comandantes del ejército, él era todo seguridad y templanza, en cambio en su interior, le bullía la sangre; estaba ansioso y turbado, el corazón le latía desbocado, y todo era su culpa, era culpa de Ziloe; su pequeña humana se llevaba todo el crédito.
Ziloe, tanta espera, tantas décadas... y no lo recordaba. Con tantadesesperación había anhelado volver a verla, para oír al fin los motivos que justificaran su proceder, su abandono. Creería su versión, por muy ilógica que fuera, pues la necesitaba con él, necesitaba volver a llamarla suya.
«Finniel... ¿Con qué derecho jugaste así con su mente?, ¿quién demonios te crees que eres?»
Con más fuerza de lo que demandaba la tarea Hariel abrió una de las puertas que daba a una amplia y bien amueblada oficina, y cerró de un portazo haciendo temblar los vidrios de la entrada. Caminó unos pasos y recargó su cuerpo en una mesa de roble que se hallaba en el centro de la habitación, apoyó en ella sus manos y cerró los ojos. Respiró lento e intentó darle algo de sosiego a sus frenéticos pensamientos. Instantes después oyó la puerta abrirse; no se volteó para ver de quién se trataba, conocía de sobra la firmeza de sus pasos y el perfume a violetas que la precedía fuera donde fuese.
—Lo siento —escuchó a sus espaldas. Su tono algo compungido le sacó una pequeña sonrisa.
Hariel se giró para verla; Pilly-Kabiel lucía en su bello rostro una ansiedad igual a la suya.
Él solo la observó sin decir nada. Sus respiraciones fueron por un segundo el único sonido que llenó la habitación.
—Sé que no debí insistir —empezó a disculparse su amiga—. Y con más razón delante de todos, pero tú sabes, necesitaba tanto saber, aún lo necesito.
Hariel suspiró y negó con la cabeza antes de darle una respuesta.
—No importa, Pilly... yo tampoco hice gala de mi autocontrol cuando la tuve enfrente, por su bien, de ahora en adelante intentemos ser más prudentes.
Pilly-Kabiel asintió, su mirada escondía un cuestionamiento, uno que no tardó en formular.
—¿Podremos...?, ¿podremos hacer que recuerde?
Buena pregunta. Pocos ángeles tenían el don de alterar y adicionar recuerdos, y en su mayoría eran los guardianes.
—Espero que sí —susurró Hariel, bajando por un tris la mirada, un segundo después sintió que su amiga tomaba una de sus manos.
Levantó de nuevo su cabeza y la miró con afecto.
—Lo haremos —le aseguró Pilly-Kabiel con una de sus sonrisas ladinas—. Esa pequeña no va librarse de nosotros tan fácilmente.
No podría estar más de acuerdo con esa afirmación. Le dio un suave apretón a su mano antes de soltarla y erguirse.
—Él llegara pronto... debo hallar cuanto antes las respuestas —le recordó, tanto a ella como a sí mismo.
—¿Y... comenzaste buscando en su boca? —se burló Pilly-Kabiel.
Hariel sonrió algo extrañado por su comentario y se acercó un poco más a su amiga.
—Pilly, Pilly, no sabes cuánta información puede translucirse en un beso.
Pilly-Kabiel entornó los ojos con escepticismo. No se lo diría pero se veía de lo más encantadora.
—¿Ah, sí? ¿Y se puede saber qué te dijeron sus labios? —volvió a inquirir. Otra vez aquel matiz sarcástico.
Hariel rememoró aquel contacto y una pequeña sonrisa soñadora le nació sin que se diera cuenta.
—Que su mente no me recuerda... pero su corazón sí.
A Pilly-Kabiel se le escapó una sonora carcajada, y él la miró algo ofendido por su reacción.
—Bien, bien, ya déjalo, me empalagas con tanta dulzura.
Rieron al unísono. Al concluir él se sentía mucho más tranquilo; el efecto Pilly podría decirse.
—Iré a verla, Pilly, mientras, puedes buscar algún lugar recóndito para ocultarte, no creo que quieras chocarte con él.
Pilly-Kabiel masculló un par de insultos dirigidos a su persona, y luego un par más para su comandante superior; acto seguido, y después de un guiño de sus ojos verdes, se fue.
Hariel se inclinó un poco sobre el escritorio y rebuscó en un cajón una foto que había pedido que le consiguieran. Era hora de abrirle los ojos a Ziloe, y él encontraría la forma de hacerlo.
Westminster, Inglaterra
ANA
El sol se reflejaba en los ventanales de aquel cuarto en todo su
apogeo. Hasta hacía minutos plomizas nubes cubrían el cielo, pero repentinamente estas habían retrocedido, dejando de ocultar al astro, y permitiendo que sus rayos dorados trajeran algo de tibieza y calor a las almas apesadumbradas.
O por lo menos así lo veía Ana.
No llevaba mucho allí; aproximadamente media hora. Aún seguía preguntándose por qué la habían traído allí, qué querían con ella.
Su mente retrocedió un poco pensando en esto. Volvió a su desenfrenada carrera por la supervivencia.
Apretaba más a Emily contra sí conforme avanzaban, como si con ese gesto pudiera asirla a la vida que amenazaban con quitarle todos los peligros que las circundaban. Habían tenido suerte, no habían vuelto a encontrarse con aquellas espeluznantes criaturas, pero aun así, los focos de incendio, las súbitas explosiones y los derrumbes aislados las tenían en vilo y en alerta constante. Doblaban en una esquina cuando el gritito de la pequeña la hizo frenarse.
—Mamá, papá —repetía a la vez que estiraba sus pequeños brazos.
Ana buscó con su mirada a aquellos por los cuales Emily clamaba, y luego de unos segundos los halló. Venían corriendo a media cuadra, era fácil reconocerlos por sus expresiones de alivio y por sus mejillas empapadas, pero sobre todo porque al igual que la niña repetían su nombre sin descanso.
—¡Emily, Emily!
Eran muy jóvenes, ninguno alcanzaría los veinticinco años. Ella tenía el rubio dorado de los cabellos de Emily, él sus ojos almendrados.
Tomaron a su pequeña de sus brazos, pero antes, ella le dio un beso sonoro y dulce en la mejilla. Los emocionados padres se deshicieron en agradecimientos y bendiciones. Ana se sintió feliz por un momento en medio de tanta desgracia. También se sintió sola.
Luego continuó la marcha. La escena anterior le había inyectado una dosis de fe; una que necesitaba. Caminó un par de cuadras más, a lo lejos, en un edificio aún en pie, un par de personas asistían a otras, instándolos a guarnecerse dentro. A ella le pareció un buen lugar tanto para refugiarse como para ayudar y, decidida, se dirigía allí cuando escuchó una orden dada en un grito.
—Ella es, tráiganla.
Alzó la vista y pudo ver al dueño de esa voz. Era un ser alado de ojos ambarinos y de alas jaspeadas. Estaba unos metros arriba, sobre su cabeza. Aterrada, Ana comenzó a correr, sus pies le escocían dolorosamente, pero no por eso se detuvo ni miró hacia atrás. No sabía si se referían a ella, pero no se detendría a preguntar.
Escaló por una pila de escombros e iba a dar un salto hacia el otro lado cuando sintió un tenaz agarre sujetando sus dos hombros. Asustada a más no poder miró de soslayo a su captor mientras lanzaba un grito. Era otro de esos demonios, uno de piel morena y ojos azules. Forcejeó al inicio, pero dejó de hacerlo al ver que ganaban altura. Finalmente, se rindió y en su mente formuló por primera vez esa pregunta que luego repetiría muchas veces.
«¿Qué quieren conmigo?»
Se dejó llevar por los aires; durante todo el trayecto mantuvo los ojos cerrados.
Había estado decenas de veces en el Parlamento, de visita o invitada en su carácter de embajadora de buena voluntad en la Cámara de los Comunes. Pero esta vez era abismalmente distinta la causa, una que desconocía por completo. Al llegar allí, la escoltaron a uno de los tantos despachos en el piso inferior. Sola, y sin explicación alguna, hasta que la puerta por fin se abrió.
Dos ángeles diferentes a los que la habían traído, apremiaron a entrar a una joven mujer. Su frágil figura, el color de su cabello, el peculiar tono de sus ojos grises le resultó familiar. No tardó mucho en darse cuenta de quién era. Se trataba de aquella joven que había llamado tanto su atención, ¡vaya coincidencia! Ella caminó algo dubitativa y claramente afectada hacia donde Ana estaba sentada, en una silla giratoria, tomó otra igual y se sentó a su lado.
—Te vi en la calle —le reveló Ana, mirándola a los ojos—. Estabas de rodillas; parecías quebrada.
La joven asintió y esbozó luego un intento de sonrisa.
—Sí, esa era yo, me llamo Cecile, Cecile Miller —se presentó tendiéndole una mano.
Ana correspondió el gesto, aunque le pareció extraño por la situación en la que se encontraban.
—¿Por qué te trajeron aquí?, ¿te lo dijeron acaso? —cuestionó Ana, creyendo que si sabía los motivos de su encierro, tal vez dilucidaría los suyos propios.
Ella negó repetidamente con la cabeza.
—No, solo sé que me confunden con alguien más —le explicó—: con una tal Ziloe... creo que es alguien que los traicionó.
Ana asintió sintiéndose decepcionada. Eso no le esclarecía nada.
De pronto recordó que no se había presentado siquiera, ansiosa por obtener respuestas.
—Oh... disculpa mis malos modales, mi nombre es Analis Morrinson, pero puedes llamarme simplemente Ana.
—Sí, lo sé —le contestó Cecile, esta vez con cierta timidez—. Te reconocí desde que entré. Eres actriz, y por lo que sé una muy amada y respetada.
Ana se sintió muy halagada con ese comentario y un poquito abochornada también.
—¿Eso crees? Es un pensamiento lindo, gracias —le respondió con absoluta sinceridad. Cecile le caía bien.
Ana acercó un poco más su silla a la de Cecile y, acomodándose en ella con mayor soltura, buscó su mirada grisácea para pedirle algo.
—Cuéntame un poco de tu vida, lo que sea, creo que las dos necesitamos algo que nos distraiga de toda esta locura, y quién sabe por cuánto tiempo nos tendrán aquí.
Cecile amplió su sonrisa y comenzó un relato que iniciaba así...
—Como te dije, mi nombre es Cecile y me mudé aquí, a Londres, hace un año, con mi novio Finn... ¡Dios, me encantaría que lo conocieras...!
Él es, bueno, es el amor de mi vida...
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