Capítulo treinta y seis
Sinagoga de Tel Aviv, Israel
LUZBELL
Luzbell se introdujo en una de las habitaciones del piso superior. Lo hizo con calma, moviéndose con lentitud y gracia. Ni bien cerró la puerta fijó sus ojos en quien lo miraba apoyado en una mesa pequeña, con los brazos cruzados en el pecho y una sonrisa pícara.
Aspiró profundo y exhaló despacio, caminó hacia él dándole ese toque de sensualidad a sus pasos; esa que usaba con propósito y destinatario, que en esa noche algo fresca iban dirigidos a él, a Hariel.
—Temí por un momento que me dejaras y te fueras con ellos —le confesó. Él no era muy devoto a decir la verdad, pero en esta oportunidad lo había hecho—. Habrías roto mi corazón.
Vio que Hariel se reía y negaba con la cabeza, luego, que avanzaba hacia él con esa seguridad tan suya. Le llevó segundos llegar, y solo esos tuvo Luzbell para deleitarse con su varonil estampa; con su actitud seductora.
—Te he dicho hasta el cansancio que tienes mi lealtad —le dijo, y sí, se lo venía repitiendo hace milenios—. ¿Después de todo este tiempo, aún dudas?
Luzbell confiaba en Hariel. Esa oración resumía muchas cosas. A veces su fe tambaleaba, pero siempre se mantenía en su sitio.
—No —le aseguró—, pero eso no significa que no pueda tener miedo. Sabes que eres mi favorito entre todos.
Hariel hizo algo que sorprendió gratamente a Luzbell, alzó su mano y acarició sus labios con delicadeza.
—Lo sé —le dijo acercándose un poco más a él. Podía sentir la calidez de su aliento—. Y creo que nunca te he agradecido como se debe esa deferencia.
A Luzbell no le faltaron ideas.
—Supongo que hallaremos juntos la forma de que lo hagas —ronroneó él—, pero dime, ¿sabes acaso por qué? Porque te he defendido siempre y te he tenido más paciencia que a ninguno.
Hariel sonrió de lado, sus ojos rojos resplandecieron, dándole un aire felino.
—Digamos que tengo dos teorías: una es la que aparenta ser la verdadera, y la otra es la que en verdad lo es.
Aquella respuesta picó la curiosidad de Luzbell, quien impulsado por el sugestivo trato de su comandante, elevó sus brazos para rodear su cuello acercándose más a él.
—Me intrigas —le reconoció—, ¿cuáles serían esas dos?
Las manos de Hariel apresaron su cintura y ya no hubo espacio entre sus cuerpos. Luzbell sintió que se quemaba a fuego lento, que se derretía despacio y gota a gota.
—La primera es que lo haces porque soy tu amigo más cercano, un aliado excepcional —enumeró Hariel; Luzbell se rió un poco—, y el que más influencia tiene a tu favor con Ziloe.
Luzbell meditó en aquellas razones. Todas ellas muy ciertas.
—La segunda —continuó el caído—, es que lo haces porque quieres meterte en mis pantalones, o lo que sería más acertado, que yo me meta en los tuyos.
La desfachatez con la que Hariel dijo esto último lo azoró tanto como lo divirtió.
—Bien, interesante —le dijo—. Debo reconocer que tus teorías, las dos, son muy acertadas. Y eso me da a pensar que, si te son tan claros mis motivos, te será igual el agradecerme de una manera acorde a ellos... sé lo que quiero, ¿pero tú que quieres, Hariel?
—¿Qué quiero?
—Sí. Pídeme lo que quieras, lo que esté a mi alcance te lo daré ahora, y lo que no, cuando esté sentado en el trono del Padre —le ofreció. Y lo decía muy en serio.
Hariel frunció el ceño.
—Mi reino por un caballo —dijo él haciendo alusión a la conocida frase humana.
—Por un semental en todo caso —agregó Luzbell—. Pídeme y te daré, si al pedirte yo... tú me das.
La mirada de Hariel lo escudriñó mientras una de sus manos ascendió para acariciarle con suavidad la espalda baja.
—¿Por qué? —se preguntó, le preguntó—. Tienes esta belleza insuperable; nadie, ángel, mortal o criatura alguna sobre el universo se te negaría, ¿por qué yo?
Y Luzbell tenía razones de sobra para desearlo con tal fervor, pero decidió darle a conocer solo una.
—Quiero mucho más lo que se me niega que lo que obtengo con facilidad; lo que se escapa de mí, lo que no puedo tener solo con pedirlo, eso será siempre lo que más anhele.
Los dos se observaron por un momento. Luzbell era muy diestro leyendo a los demás, pero esta vez Hariel se le hacía indescifrable.
Una de las manos de Hariel dejó su cintura para recorrer su largo cabello, acarició entre sus dedos sus hebras blancas antes de delinear una de sus mejillas.
—La estrella resplandeciente de la mañana —lo llamó, como en el principio de la creación lo había hecho el Padre.
Luzbell suspiró; buscó con sus labios los dedos que aún lo acariciaban y los besó. La ligera fricción entre sus cuerpos lo estaba enloqueciendo, necesitaba más.
—Siempre fuiste importante para mí —le confesó —, ¿recuerdas cuando te recostabas en mis piernas para escuchar mis melodías nuevas?, eras el primero en oírlas, guardaba esas primicias solo para ti.
—Lo recuerdo —dijo Hariel—. Era un absoluto placer oírte entonarlas luego de un largo y exhaustivo entrenamiento.
—Lejanos quedaron aquellos tiempos de esclavitud —caviló Luzbell—, hoy somos libres de ser y de hacer conforme nos parezca. Libres, Hariel... poséeme... ahora, aquí.
Hariel apoyó su frente contra la suya, tan cerca uno del otro que Luzbell podía distinguir el aro parduzco que delineaba sus pupilas.
Ambas respiraciones se oían pesadas, profundas y lentas.
—Tienes una ascensión que planear —le recordó Hariel, sin empeñarse mucho en convencerlo.
Luzbell se rio suavemente antes de contestarle con absoluta sinceridad.
—Solo puedo planear algo en este momento... dónde, cómo y por cuánto tiempo me perderé en tu piel mientras tú te fundes en la mía. Créeme, no puedo pensar en otra cosa.
Para dar más énfasis a su declaración apasionada, Luzbell rozó con sutileza la hombría enhiesta de Hariel.
Hariel lo besó. Hubo delicadeza en el contacto tibio de sus labios, en la exploración de su lengua. Extendieron ese beso húmedo por largos minutos. Cuando Hariel liberó su boca, se acercó para murmurarle con devoción al oído.
—Mi Señor... estoy a tus pies.
Sin despegar su mirada de la suya, su caído fue inclinándose hasta quedar de rodillas ante él.
Su sugestiva cercanía enloqueció a Luzbell, al igual que aquel gesto de sumisión. Tenerlo ahí, así, era un deseo largamente esperado por él. Hariel se acercó más, lo tomó de las caderas; la calidez de su respiración tan cerca de su ingle hizo que le cosquilleara el cuerpo entero.
Él no dejaba de mirarlo a los ojos, y quizás eso era lo que lo enardecía más.
Luzbell cerró los ojos previendo lo que vendría, gozándolo con anticipación, abandonándose por completo. Esperó a sentir el frío de aquella zona al exponerse desnuda, para ser instantes después refugiada por esa boca carnosa, y lo sintió, el frío, su larga túnica había sido abierta en dos, pero lo que le continuó no fue lo que esperaba. Un dolor hondo y punzante se adentró en su bajo vientre, a la vez que un líquido caliente comenzaba a brotar desde allí empapando sus vestiduras blancas.
Luzbell chilló y abrió los ojos en total desconcierto; Hariel se ponía de pie, le había clavado una de sus espadas.
—¿Qué? —dijo en un vagido, tanteó la hoja enterrada en su interior y se la quitó de un tirón; la hemorragia aumentó haciendo que se tambaleara por un momento.
—Más bien, por qué —dijo Hariel antes de tomarlo del cuello, ensartándole su otra espada en pleno vientre.
Él se dobló sobre sí mismo cayendo de rodillas al piso; sus manos fueron a su estómago, lo apretaron con fuerza sosteniendo sus entrañas laceradas.
En medio del apabullante dolor comprendió la razón, se sintió traicionado e incrédulo, luego su mente se aletargó en un sopor confuso y denso.
Hariel lo asió del cabello y tiró para atrás su cabeza; por un tris sus miradas se encontraron. A Luzbell le costaba enfocar, veía todo difuso, solo pudo atisbar el brillo fúrico de su mirada; sus ojos, dos antorchas encendidas en medio de la nada.
—Le ordenaste a Yasiel castigarla, sabiendo bien lo que le haría. La encontré bañada en sangre, sodomizada y con marcas de tortura.—Más que hablar Hariel escupía aquello—. Nunca te hubiera dejado, no te hubiera traicionado nunca, pero tocaste lo intocable y al hacerlo sellaste tu propio destino.
—No... —Luzbell murmuró aferrándose a la conciencia. La voz de Hariel se oía lejana, él se perdía, la muerte lo llamaba por su nombre, ese nombre tan temido.
Lo último que sintió fue el filo de la espada de Hariel abriéndole la garganta, su longeva vida escurriéndose como un río rojo a través de ella.
Mientras se desvanecía oyó la voz de Hariel.
—Esta no es una muerte digna, pero es la que mereces.
Lo merecía sí, como también Miguel lo mereció. Quizás era el karma. Miguel, el culpable y causante de su caída, él, su único y verdadero amor.
La vida de Luzbell se le fue, rememorando sus ojos verdes.
Croydon, Inglaterra
ANA
El tiempo pareció ralentizarse. Las miradas de los cuatro iban de uno a otro, evaluando la situación en la que se encontraban. Ziloe estaba atada al pomo de la puerta con un cable grueso, forcejeaba, pero era evidente que no lograría zafarse, el caído la había amarrado con fuerza.
Finniel desenvainó su espada casi al mismo tiempo que lo hizo Yasiel, este no le dio tiempo al ángel para preparase pues se abalanzó sobre él asestándole un golpe contundente que lo hizo trastabillar.
Ana estaba detrás de Thomas, pensando en qué hacer, apretando su mano con ansiedad, mordiéndose los labios.
Las espadas de los dos echaron chispas al encontrarse una y otra vez. La fuerza de Yasiel saltaba a la vista, pero Finniel y su destreza no se quedaban atrás. Un inesperado giro del ángel guardián concluyó en un profundo tajo en el muslo de Yasiel, este, enajenado, le dio un codazo en el rostro que le partió el labio.
Ana y Thomas se miraron. Se entendieron sin necesidad de palabras. Él fue hacia la cocina, ella tomó un cuchillo de hoja ancha que estaba sobre la mesa.
Finniel escupió sangre y retrocedió con algo de inestabilidad. Yasiel se fue sobre él, su acero chocó con el del ángel, si no lo hubiera detenido, ese embate le hubiera partido el cráneo en dos. Con notoria dificultad Finniel lo hizo recular unos pasos; el caído se estrelló contra un mueble, el que se vino abajo con todo y cristalería. Caminando entre las astillas, Yasiel volvió a atacarlo; uno, dos, tres impactos brutales, el último lo hizo caer; una de sus alas acompañó el alfombrado de vidrios, trozos de porcelana y sangre, se la había cortado casi de raíz. Aprovechando su breve indefensión Yasiel alzó la espada para asestarle el golpe final, pero antes de llevarlo a cabo se volteó hacia la puerta. Los ojos amielados de Ana se encontraron con los ojos blancos del caído; ella estaba terminando de cortar el cable que apresaba a Ziloe.
Ana lo vio titubear, seguramente decidiendo qué era prioridad: detener el escape de la llave o rematar al guardián.
El cable se cortó y Ziloe recuperó su libertad, las dos salieron. Ana se giró para ver si Yasiel la seguía, en ese momento divisó algo que la dejó paralizada. Thomas al ver su distracción le había clavado un largo atizador de hierro en un costado, enterrándoselo entre las uniones laterales de su armadura. El caído gruñó antes de propinarle a Thomas un golpe tan fuerte que lo hizo volar por los aires y chocar con dureza contra una pared; el impacto dio de lleno en su cabeza. Thomas quedó en el suelo de la sala, desvanecido y sangrando profusamente por un corte en la sien derecha.
Ella ahogó un grito. Presa del pánico no logró moverse de donde estaba.
—Ana —la llamó Ziloe, estaba detrás de ella, no se había marchado.
—Vete —la apremió ella—. No puedo dejarlo.
Ziloe negó con la cabeza.
—Yo tampoco.
—Pero... ellos no pueden tenerte, sabes lo que harán. Un nuevo régimen, uno terrorífico.
—Lo sé, pero aun así no puedo —le respondió Ziloe—, pero tú deberías... por él.
Al decir eso último su amiga señaló su vientre con tristeza.
El recuerdo de su estado hizo dudar a Ana, pero no pudo cavilar un segundo en esto, pues Yasiel salió. Avanzó hacia ellas hecho una fiera. Ziloe se adelantó a Ana, en un claro intento por protegerla.
—Me iré contigo —le dijo—. Solo déjalos.
Yasiel se rió.
—Claro que lo harás, pero no la dejaré marcharse —le contestó mirando a Ana—. Su intromisión va a costarle.
Ana retrocedió, Ziloe se acercó a Yasiel desviando su atención de ella, pero al llegar él la tomó del cabello con fuerza y la golpeó contra el muro; igual que Thomas, Ziloe quedó inconsciente en mitad del pasillo.
—Ziloe —murmuró ella.
El caído llegó a ella en dos pasos. Por instinto Ana llevó sus manos a su vientre.
—Debiste esconderte cuando llegué... no hubiera perdido mi tiempo en buscarte —le dijo él—. Ahora es tarde.
Ana no vio cuando la hoja entró, el movimiento de Yasiel fue muy rápido, solo sintió frío y ardor; luego humedad, poco después oscuridad; una negrura que los envolvió a ambos, a ella y a su hijo.
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