Capítulo treinta y cuatro
Croydon, Inglaterra
ANA
Ana ponía la mesa para dos. Unas cuantas latas de conserva se repartían abiertas en la mesada de mármol, mientras en la pequeña llama de una garrafita para excursiones se estaba calentando una sopa de tomate.
Thomas se estaba lavando en el cuarto de baño. Sin gas natural ni electricidad, disponía solo de una palangana de agua semitibia; pero él no se quejaba; ella tampoco lo hacía.
Un canturreo bajo acompañaba sus tareas y se encontraba a sí misma acariciándose el vientre de a ratos. A Ana le parecía notar en este una especie de lomita que antes no estaba. No sabía si eran sus ansias las que la hacían imaginarlo o si realmente era así y su pequeño ya quería dar a conocer que estaba ahí.
Estaba agradecida de haber encontrado su edificio en un estado pasable; y su departamento (aunque sin agua, luz o calefacción) bastante bien dadas las circunstancias.
Mientras ella prendía un par de velas, porque la tarde comenzaba a convertirse en noche, atisbó de reojo a su esposo saliendo del baño. Lo observó, con una toalla sujeta a los hombros y otra sobre la espalda, y aquella sonrisa, esa que no parecía apagarse nunca.
—No sabes lo difícil que es asear una anatomía de un metro ochenta y siete con una palangana tan pequeña —le dijo con un gesto que a Ana le pareció casi cómico.
—Pues tendremos que acostumbrarnos, amor, y también agradecer el hecho de que encontramos la garrafita, si no sería agua fría —le hizo notar ella, oyéndose maternal a sus propios oídos.
—Tienes razón, mamá —se rio Thomas—, no me quejaré.
Ella le sonrió y él se fue a cambiar a la habitación matrimonial. Ana esperó que pudiera hallar lo que necesitaba en la penumbra. No podían ocupar más velas.
Pasaron un par de minutos y Thomas regresó, ya vestido y secándose el cabello. Ana servía jugo en dos vasos de vidrio. Su esposo la abrazó por detrás, la besó en la mejilla y le puso las dos manos sobre el vientre.
—Te amo —le susurró con ternura.
—Lo sé —suspiró Ana—, yo también... y dime, ¿puedes sentirlo?
—¿Sentirlo?
—A nuestro pequeño —le aclaró, apoyando sus manos sobre las suyas—, parece que ya quiere dejarse ver.
Transcurrieron unos segundos de silencio antes de que Thomas respondiera a su pregunta.
—Sí —murmuró, luego lo repitió en un tono más alto—. Sí, Ana... puedo sentirlo. Es un porotito debajo de un mantel, pero ahí está.
Ana sonrió ante aquella comparación.
—Está apurado por salir a conocernos, pero le toca esperar —meditó ella—, y eso es bueno, no quisiera que naciera en medio de tanto tumulto.
—Sí... paciencia, amigo —le pidió Thomas a su nonato—. Para cuando llegues ya habrá retornado la paz. Tiene que hacerlo.
Ella asintió a ese deseo casi como si fuera una oración, después elevó de lado su cabeza para ver a su esposo.
—En nada estaré redonda y con una enorme panza —predijo—, ¿me seguirás amando aunque me ponga muy gorda?
Thomas se rio. Su risa llenó de calidez aquella fría cocina.
—Te seguiré amando aunque estés tan pesada que tenga que sentarte en un carrito para transportarte... y deba empujar muy fuerte—le dijo entre risas.
Ana imaginó esa imagen en su mente. No tenían auto, no había quedado de él más que hierros retorcidos, quizás su pronóstico no distara mucho de la realidad.
—Ya en serio, Ana —agregó él, cuando sus risas se atenuaron—.Te amaré siempre, ¿cómo podría dejarte de amar?, si eres lo más preciado que tengo. Tú y nuestro bebé son todo mi mundo, mi felicidad.
Ana se conmovió por su declaración. Sentía exactamente lo mismo.
Thomas la giró despacio; sus ojos descendieron a sus labios. Ana ya podía sentir aquel beso; lo esperaba.
En ese momento tocaron a la puerta. Los dos se miraron extrañados; suspiraron a dueto. Su esposo fue a atender. Ella se quedó preguntándose quién podría ser. Desde su lugar en la cocina Ana reconoció una voz. Era sedosa y firme; Finniel.
—¿Podemos pasar? —había preguntado.
Se apresuró a ir hacia la entrada de su apartamento. El apuro y la luz difusa la hicieron volcar un jarrón que estaba sobre un mueblecito, que se estrelló con estruendo en el piso de parquet. Luego lo recogería, le urgía más ver al ángel; seguro que Ziloe estaba con él.
Ana no se equivocó. Ziloe estaba parada al lado de Finniel; los rostros de ambos se percibían claramente afligidos y taciturnos. No hizo falta que ella preguntara la razón de su pesar. Estaba escrita en sus pupilas.
Luzbell había vencido.
Sinagoga de Tel Aviv, Israel
URIEL
Estaba sujeto a cadenas que lo mantenían casi inmóvil. Su cuerpo apoyado en la pared de ese cuarto silencioso, los dedos de sus manos apuntando hacia la herida de su costado. Uriel tenía el don de sanar. Su solo toque solía bastar para curar la herida más grave y profunda, ese poder fluía en él, pero en esa postura él no podía acceder a su costado, solo había logrado encauzar el halo que desprendía su don en dirección a este. Con esa maniobra Uriel había detenido la hemorragia y sellado el corte, pero el daño interno producido por la espada de Hariel aún no había sido restaurado por completo. Le dolía mucho.
El sol se ponía y surgía un nuevo ocaso. Él podía divisar las nubes rojizas desde una pequeña ventana en lo alto.
Cerró los ojos y oró al Padre. Le rogó piedad, no por él, no era su propia vida lo que lo inquietaba, sino las miles y miles que sufrirían si Luzbell seguía avanzando. Exhaló con pesar pidiendo un pronto auxilio a su creador. No cuestionó sus motivos, nunca lo hacía. Tan ensimismado estaba en sus oraciones que solo se dio cuenta de que no estaba solo cuando escuchó la voz de Lumiel.
—Siempre fuiste mi favorito —le dijo ella—. El inalcanzable e incontaminable Uriel. Siempre correcto, sereno, centrado.
Lumiel había cambiado su túnica por una más ceñida de color negro, con aberturas amplias que dejaban a la vista sus largas y bien formadas piernas.
Caminó hacia él con seductora lentitud, se movía como una víbora acechando a un pequeño ratón. Lumiel se acuclilló a su lado, lo examinó en detalle.
—Dime, Uriel, ¿qué piensas de mí?
Su pregunta lo desconcertó. De igual manera se decidió a darle una respuesta.
—Creo que vives intentando convencerte de que eres lo que a todos le demuestras, pero que en el fondo, tienes conciencia de que no es así, por lo menos no completamente. La maldad que con tanto orgullo ostentas es solo la apariencia que tus decisiones equivocadas te han obligado a asumir.
Lumiel tragó saliva y quitó de él su mirada. Respiró hondo. Uriel la vio esforzarse para recuperar su fría actitud.
—Ay, Uriel —dijo sonriendo—, tú siempre queriendo ver lo que deseas y no lo que realmente es. Te equivocas, esto que tanto rechazo te produce es lo que soy, la que recuerdas... esa —masculló en forma despectiva—, murió hace milenios. Está enterrada entre ilusiones rotas, ira y enormes montañas de decepción.
Cuando terminó de decir aquello Lumiel alzó una de sus manos de largas uñas y acarició una de sus mejillas. Lo hizo con lentitud descendiendo despacio hacia la curvatura de su cuello.
—Te contaré un secreto —susurró ella acercándose a su rostro—.Yo fui algo así como la precursora en cuanto a artes amatorias entre ángeles se refiere. Cuando fuimos vencidos y echados a la tierra, estábamos, ¿cómo decirlo?, ardiendo en odio e ira. Desterrados en un ambiente tan inferior a nuestro linaje, sabiendo que pronto aquel paisaje paradisíaco seria infectado con la presencia de los hombre de barro. Aquellos a los que Él antepuso a nosotros, sus hijos nacidos de su esencia.
La caricia de Lumiel siguió cuesta abajo, delineando los bordes de su coraza rota.
—Un día —continuó—: nos habíamos reunido los siete separados del resto. Ideábamos una estrategia que nos permitiera escapar de aquel cautiverio. Yo escuchaba, hacía algunos aportes, pero mi mente se deleitaba en pensamientos más satisfactorios... ¿cómo podría cobrarme venganza?, ¿cómo podría herirlo terriblemente? Y se me ocurrió. Él nos veía desde su trono en las alturas. Le daría algo interesante que ver.
»Me desnudé. No sabía con exactitud cómo proseguir, solo tenía algo de información sobre las conductas sexuales de otros mundos, nada muy específico, actué en parte por instinto. Los demás no entendían mi proceder, "¿Qué haces, Lumiel?, cúbrete, pero no desistí. Fui hasta Hariel y me dejé caer así, expuesta y anhelante sobre su regazo. No hace falta que te diga lo que sucedió después, cual fue su reacción ante mi desvergonzada propuesta.
»Forniqué con todos ellos. Se sentía muchísimo mejor de lo que esperaba; estaba eufórica, lastimaba al Padre a la vez que gozaba un placer nunca antes conocido. Ese día infligimos todas las leyes ante su mirada, nos convertimos en aberración delante de sus ojos... y lo disfrutamos tanto. Fue el comienzo de nuestra revancha.
»Sé que te horrorizas al escucharme, pero dime, Uriel, ¿no crees que en parte Él tiene la culpa?, ¿para qué darnos sexos si no podríamos usarlos? Algo así como... colocar un fruto prohibido en el huerto que Él mismo formó para saciar el hambre. Creo que disfruta tentando a sus creaciones.
—¡Claro que no! —exclamó Uriel, haciendo la ofensa suya—. De esa manera nos enseña que podemos hacer todo, pero que no todo nos conviene. Esto nos da dominio propio.
—Dominio propio. —Lumiel sopesó sus palabras con una sonrisa—.Claro, tú eres un experto en esa área; el arcángel de absoluta templanza. Pero, ¿quién sabe?, tal vez yo pueda quebrarla, comprobar si es tan firme. Es fácil resistirse de lejos, pero que tan bien soportas cuando tienes la fruta en tus manos.
Lumiel le hablaba sobre los labios. La mano en su yelmo bajó con descaro hasta su hombría; la rozó. Uriel siseó en automático. Ella pareció deleitarse con ese sonido.
—¿Se siente bien, no? —le cuestionó mirándolo a los ojos. Levantó su otra mano y la enredó en su cabello—. Mi dulce ángel inocente.
—Detente —le pidió Uriel. Su caricia continuaba y se extendía; él sentía que oleadas de placer golpeaban sus sentidos.
—Oh, vamos, sé sincero, no quieres que lo haga.
Ella aceleró el ritmo con el cual lo tocaba, delineó su oreja con la lengua. A Uriel se le escapó un gemido, apretó los labios y cerró los ojos, buscaba con desesperación reprimir esos deseos carnales.
—Lumiel, tú no eres esto. Una sanadora, eso es lo que eres. La que fue una sierva obediente, la que puede volverlo a ser—le recordó todo lo que alguna vez fue. Ella se detuvo en el acto.
Lumiel se puso de pie y le dio la espalda. Uriel podía oír su respiración agitada, ver sus puños crispados.
—No lo entiendes, ¿no es verdad?, ya no soy ninguna de esas cosas. Esa ángel no existe, solo vive en tus memorias.
Había dudas y agobio detrás de sus afirmaciones; él pudo percibirlo, su voluntad flaqueaba.
—Eso no es cierto. La verdadera Lumiel sigue latiendo debajo;ruega por salir... déjala libre. Vuelve a ser quien debes ser.
Ella se volteó despacio, tiritaba. Sus ojos daban cuenta de la lucha feroz que se debatía en su interior.
—Me corrompí demasiado, hice mucho mal, ni te imaginas cuánto—le confesó en un hilo de voz—. Lo que hice me persigue, no me deja descansar, me susurra y me recuerda, no me da tregua... bien merecido lo tengo.
Uriel se apenó por ella. Lumiel se veía tan perdida.
—Arrepiéntete, Lumiel, pide perdón. Ayúdame a escapar, prometo estar contigo cuando lo hagas.
Ella frunció el ceño, se masajeó las sienes con fuerza alborotando su cabello rojizo.
—¿Sabes cuánto dolor ajeno cargo sobre mi espalda?, mi sentencia será la muerte, ¿quieres que vuelva para morir? —le preguntó.
No, Uriel no quería eso, pero no iba a mentirle. Hay sentencias que son mucho peores que la muerte.
—Quizás tengas razón y esa sea tu condena. Pero medita en esto. Si lo es, morirás absuelta, libre, restaurada. Morirás en tu hogar, en los Cielos que amaste un día ¿o prefieres seguir viviendo así de quebrada y avergonzada? ¿Viendo como el remordimiento y la culpa te devoran día a día?
Lumiel respiró hondo, se enderezó y relajó su postura, todo sin dejar de mirar a Uriel. Cuando volvió a hablar su tono firme había regresado, pero su voz había adquirido otro matiz.
—¿Crees que puedas caminar?
Era el de la esperanza.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro