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Capítulo trece

Capilla Saint Lucas, Inglaterra

ANA

El mareo persistía. Ana quería adjudicárselo a la reciente falta de aire, al paseo en ángel, al maltrato que recibió su cuerpo, pero después de un rato de darle vueltas al asunto, optó por sincerarse consigo misma y por asumir que la razón no era ninguna de esas.

Lo presentía desde hacía una semana, pero le fue más claro el día en el que se probó el vestido para el estreno en el sector vip de la exclusiva tienda londinense Ducato's.

—¿Haz subido un poco de peso, corazón? Ya deja los postres—bromeó el diseñador y dueño de la tienda, con el que tenía muy buena relación, Pierre Gerie.

Ella rio un poco; también había notado ese ligero aumento de peso. Quizás no era mucho, dos o tres kilos, pero para un cuerpo tan delgado y menudo como el de ella, esa variación era perceptible.—Sí, adiós a todo lo que le pongo crema encima —respondió ella, en el mismo tono chistoso que él. Guardó en su mente una nota mental: "Ir cuanto antes a la farmacia".

El vestido elegido tardíamente (pues ella daba poca prioridad a aquellos asuntos de moda) había sido uno de organza negra de una sola tira, forrado en el interior, y con un centenar de piedritas multicolores en el escote. Era precioso.

Se lo habían envuelto para enviarlo luego a su piso, que se hallaba en la zona céntrica de la ciudad. Ya salía de allí cuando comenzó la ola de impactos. Una ráfaga ardiente había dado de lleno en la tienda, de manera milagrosa no la tocó, pues ella se hallaba en un rincón, completando el pago de su compra. Pero Pierre y una de sus empleadas no corrieron con tanta suerte, la bola de fuego los golpeó mientras charlaban y reían; los incineró casi instantáneamente.

Ana logró evadir trozos de escaparate y mampostería y salió. El empleado que quedó con vida, Sthepen, salió detrás de ella. Observó el desastre, oyó tanto las trompetas como los gritos, inhaló el denso humo y sintió en la piel el frío pasear de la parca, luego corrió, corrió y corrió sin detenerse, por su vida y por la ínfima posibilidad de que albergara vida en su vientre. No tardó mucho en hallar a Emily.

Volvió al presente y se cubrió un poco más con la manta acolchada. Era una noche fría. Había dormido un par de horas en ese pequeñísimo y austero cuarto. La duda de su estado empezó a perseguirla de nuevo ahora que tenía un momento de verdadero descanso. Un pequeño Thomas. La sola idea le entibiaba el alma; ojos aguamarina, cabello rubio oscuro, sonrisa sincera y una ternura que no podía inventarse, una que le brotaba naturalmente. Quería saber, pero...

«¿Cómo podré ahora?, sin farmacias ni laboratorios clínicos abiertos... ¿por cuánto más cargaré con esta pregunta?»

En eso reflexionaba cuando algo se encendió en su mente, igual que en los dibujos animados, se prendió sobre su cabeza una pequeña lámpara. Estaba rodeada de ángeles de Dios, ¿podrían ellos ver si la vida se alojaba en su interior? Sonaba posible, ¿que perdería con intentarlo? Decidida, dejó el calor de la pequeña cama y salió de la habitación en busca de uno de ellos.

Surcó el pasillo con prisa hasta llegar al lugar donde se celebraba la misa. Aún tenía los bancos de madera en perfecto orden y en el altar algún que otro utensilio. Solo dos velas alumbraban todo, pero aun en la penumbra lo vio. Era el ángel a quien Finn, el novio de Cecile, llamó Melezel. Sus rizos rubios le caían en la frente, pues mantenía su mirada en el piso mientras tarareaba una melodía sentado en uno de los bancos del frente.

—Hola, soy Ana, tú eres Melezel, ¿no es verdad? —lo llamó ella, y él, asintiendo, se volteó a verla; tenía una mirada azul pálido que irradiaba paz y serenidad—. ¿Podría hacerte una pregunta?

Antes de responderle sonrió; su pureza brilló en ese gesto.

—Sí, claro. Hazla.

Ana avanzó un poco más y se acomodó a su lado. Respiró hondo y buscó su mirada.

—Yo... —inició con un dejo de duda—, creo que estoy embarazada. Tú, ¿puedes ver si es así?, digo, ¿eso está dentro de sus habilidades?

—Veo la vida —le respondió él—. Todos podemos, aunque nuestra visión espiritual va de la mano con nuestra santidad, es por eso que los caídos no pueden ver las cosas con claridad, la oscuridad de sus rebeliones les nubla la percepción.

Ana entendió. El dolor infinidad de veces quiso velar su mirada. Por un momento pensó en su hermana.

Él se acercó un poco más, algo dubitativo, ella asintió dándole permiso. Entonces Melezel posó una de sus manos en su vientre. Su rostro no reveló nada (y no es que Ana esperara que se le marcara un positivo en la frente). Instantes después se apartó. Una sonrisa diminuta curvó sus labios rosados.

Volvió a acercarse a ella, pero esta vez para susurrarle al oído la ansiada respuesta.



Londres, Inglaterra

PILLY-KABIEL

Pilly-Kabiel surcaba los aires en compañía de su comandante; al que horas antes le había adicionado también el título de amante.

—¿Estás bien? —le preguntó él, sacándola de sus pensamientos—.¿No te lastimé, no?, digo... fue tu primera vez, y creo que fui algo brusco.

Lo había sido, pero ella también, así que para qué quejarse. Ella lo observó en detalle; volando majestuosamente a su lado, con sus alas negras extendidas en toda su magnífica longitud, y su boca esbozó una sonrisa traviesa.

—No... aunque no diría que estoy apta para montar un caballo—le respondió, robándole una sonrisa—. ¿Y qué tal tú...?, ¿acaso te lastimé Domador de Océanos?

Su atrevido comentario hizo reír a Hariel mientras meneaba la cabeza. Siguieron un poco más sin decir nada.

—Somos un asco —soltó Pilly-Kabiel de pronto, un par de minutos después. Hariel frunció el ceño, al parecer sin comprender su afirmación.

—Me refiero a que nunca fuimos muy buenos siendo ángeles —aclaró ella—. Ni tú, ni yo. Yo solía enfadarme muy seguido cuando me ordenaban hacer algo que no me gustaba, y luego soltaba ciertos improperios nada angelicales, y tú, tú no podías mantener los ojos lejos de cuanta ángel con buenas caderas se paseara delante tuyo. Hariel prácticamente inventaste la concupiscencia. Y eso no es todo, como "demonios" no lo hemos hecho mejor. Tú, luchando continuamente con la oscuridad que se quiere abrir paso en tu alma, y yo, con tan poca fe en nuestra causa, y aun así, persistiendo solo por estar a tu lado.

Hariel quitó la vista del frente para ponerla en ella, ¡que hermosos ojos tenía!

—Nunca lo había pensado así —le dijo—. Pero tienes razón, somos un asco.

Los dos rieron. Ella pensó en que les resultaría extraño a las dos legiones que los seguían metros atrás, que sus superiores fueran riendo a una misión tan determinante.

—Aún recuerdo ese cuarto, Hariel —continuó Pilly-Kabiel, teniendo por alguna razón la necesidad de sincerarse—. El de reflexión. El buen Uriel solía mandarme tanto allí a pensar en mis actos, que ya parecía ser mío por permanencia. Y también la recuerdo a ella, ¿cómo se llamaba?... oh, ¡Sintiel!, ¿la recuerdas? Sería muy raro que no lo hicieras, tus ojos estaban pegados a su trasero.

Hariel se carcajeó de lo lindo.

—Sí, era bella... muy bella —rememoró él, cuando dejo de reír.

—Sí, bella e insoportablemente insufrible e hipócrita, ¡La detestaba!—exclamó acordándose de aquella ángel.

—La tuve, ¿sabes? —agregó él, y Pilly-Kabiel la puso en su lista negra—. En una excursión que hizo a la tierra, después de un terremoto. No requerí de mucho esfuerzo para que abandonara su castidad; es más, creo que ella lo deseaba más que yo.

—¿Sí? —preguntó ella como al descuido. No le mostraría cuánto la afectaba aquella revelación, ¿con la estúpida de Sintiel? ¡Por favor!—.¿Y... luego de eso la aceptaron arriba?

—Sí —contestó Hariel—. Ella dijo que la forcé.

Los ojos verdes de Pilly-Kabiel se abrieron enormes. Ojalá se encontrara con Sintiel en la defensiva. Ya vería esa calumniadora.

—¿Así que aparte de fácil, mentirosa? —inquirió celosa, aunque nunca lo diría—.Pero ¿por qué dijo eso?

—No lo sé —repuso Hariel—, solo sé que fue su excusa cuando nos encontró Rafael en pleno acto. No me quedé a preguntarle, habían descendido como diez legiones, pero supongo que la avergonzó haberse enredado conmigo. O quizás se creyó su propio cuento en donde ella era la indefensa ovejita y yo el hambriento lobo feroz.

Una nueva risa los envolvió. Era muy bueno saber que a pesar de la intimidad que acababan de tener, ellos podían seguir teniendo la misma relación de siempre.

 —Pensando en lo malos que somos al intentar ser buenos, y en los buenos que somos al intentar ser malos —prosiguió Pilly-Kabiel—, se me ocurre esto. Como sabes en otras galaxias hay vida y culturas desarrolladas. Bien, ¿qué te parece si acabado esto nos convertimos en mercenarios intergalácticos? Damos la talla con eso; una vida de libertad atrapando a la escoria universal, y cobrando por eso... ¿cómo te suena?

En la mirada de Hariel se notó que se dejaba llevar por la imagen que ella le describió, lo evidenciaba el brillo delator en sus ojos.

—Suena perfecto, Pilly, me encantaría hacer eso contigo —sentenció mirándola brevemente. Esas palabras y esa mirada bastaron para que el corazón de Pilly-Kabiel diera un vuelco, y de paso tres saltos mortales.

Unos segundos de incómodo silencio, y ella decidió continuar con sus remembranzas.

—Lo extraño —se sinceró, bajando el tono de su voz—. No quisiera, pero así es. Su voz, ¿la recuerdas...? Cuando el Padre te hablaba el alma se te llenaba de paz, era... como flotar en un mar tibio que te mece suavemente, "Pilly-Kabiel, pequeña, me decía, aquieta tu alma, la ira es un camino que nunca conduce a un buen final".

Él asintió y expresó su propio recuerdo.

—"Hariel, limpia tu mirada; los deseos de los ojos, hijo mío, a veces pueden hacernos errar en el próximo paso".

Cierta melancolía flotó entre ellos, dejándolos por un momento sin palabras.

—Esto no me ayuda —dijo después Hariel—. Vamos a exterminar ángeles y humanos, Pilly-Kabiel. No quiero flaquear, debemos estar concentrados en nuestra tarea. Es como si pegaras en la frente de un hombre que está por volver a ser infiel, una foto de su esposa y de sus hijos. No hablemos más de eso, ¿quieres?

Pilly-Kabiel asintió sintiéndose algo culpable. Él tenía razón, recordar el pasado no ayudaba; este era su presente les gustara o no.

Además, cualquier titubeo podría dejarlo expuesto a la muerte en manos de la hermandad. No le parecía probable, no existía nadie más fuerte, pero ¿para qué arriesgarse?

Igualmente, el solo pensamiento de perderlo, la estremeció. Por esta razón no pudo acallar sus temores, y estos tomaron la palabra y salieron de su boca.

—No mueras, Hariel. Pero si algún día te ves cercano a la muerte, mátame a mi primero.

No dijo más. La sola evocación de aquello le había dolido. Él pareció encerrarse dentro de sí mismo, ella divagó un poco para alejar ese pensamiento.

El resto del viaje lo hicieron en completo silencio.

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